2-Té con Tao Siu Ling
"Tengo las manos deshechas por tus pupilas, mi amor, por pensar en tus pupilas y tocar su resplandor" (Carlos Castro Saavedra).
La primera Tao Siu-Ling —la muchacha del huerto de duraznos— había tenido una vida feliz y tranquila, hasta que una enorme inundación le arrebató a su esposo, a sus hijos y a toda la casa de su padre. Se quedó sin hogar y sin nada de la noche a la mañana, y Sun Wukong la salvó de morir ahogada, arrastrándola a una cueva cercana al desastre. Era para entonces una mujer preciosa de unos treinta y tantos años. «La salvé» pensó el Rey Mono. «Pero eso será todo». Mas, cuando la mujer despertó, su pena fue tan grande al enterarse de que estaba sola en el mundo que se echó a llorar desconsolada. El llanto de esa mortal le desgarró el alma, le destrozó el corazón y supo que estaba perdido. Le hizo creer que era su guardián y protector, y fue el amigo que la rondó y la cuidó hasta su vejez.
La siguiente Tao Siu-Ling se llamaba Hwa Mei-Ling y el Rey Mono se aseguró de vivir con ella cada segundo de su vida. En secreto se transformó en humano y vivió "creciendo" a su mismo ritmo. Y Hwa Mei-Ling era tan preciosa y delicada que le fue imposible no encariñarse con ella. La pidió como prometida cuando cumplió los veintitrés. Pero ella enfermó. Y Sun Wukong recorrió el mundo, desesperado, tratando de conseguirle una cura. La mujer murió antes de la boda, postrada, convaleciente. La extraña enfermedad le drenó la vida en meses y no pudo curarse ni con los más caros elixires.
La tercera Tao Siu-Ling era tan similar en apariencia a la anterior que la odió desde el mismo principio. Trató de huir de ella y de nuevo el cordón de seda creció y creció haciéndose insoportable, así que decidió ser un mero conocido suyo. Pero la muchacha descubrió quién era él y le rogó y suplicó ser su discípula, pues era huérfana. Murió en combate, en sus brazos. Solo tenía diecinueve años.
Y así se sucedieron la cuarta, y la quinta, y la sexta... Con ellas descubrió que sufrir era la condena de Tao Siu Ling por enamorarse de un inmortal y no cumplir su propósito, y que estar atado a ella era el nuevo límite que le habían impuesto los dioses. Todas ellas lo encontraron cuando las evitaba, lo buscaron cuando se escondía y sufrieron cuando decidió mantenerlas a su lado. Jamás había sido un mono, jamás había sido un dios, ni tampoco un humano. Jamás había sido nada que perteneciera a nadie, pero pertenecer a Tao Siu-Ling era lo más humano, lo más humillante y lo más doloroso que le había ocurrido jamás. Él, que había sido libre; que había desdeñado cualquier sentimentalismo; que había sido un gran guerrero, una leyenda; que había aspirado alcanzar la vacuidad; vivía con cada Tao Siu-Ling una cruenta pesadilla. Y con ninguna de ellas lograba siquiera tener un romance decente que sirviera de consolación, porque ninguna de ellas lo quería así.
La séptima murió siendo solamente una niña de trece años. Y fue tan... horripilante.
El Rey Mono se enfadó tanto, que al ver que el cordón se desvanecía, bajó hasta las tinieblas a recuperar su alma, pero no la encontró. Ni siquiera estaba registrada en los libros, toda su existencia era un misterio demasiado extraño. Allí, los doce reyes le dijeron que esta era especial, que estaba condenada a renacer un millar de veces de forma inmediata, que jamás tendría paz.
Pero el cordón de seda lo arrastró de regreso a la superficie y tuvo que conformarse con cobrar su venganza contra los asesinos. Los encontró celebrando su "hazaña" en un bar. Y haberlos exterminado, sencillamente no fue suficiente para apagar su ira o llenar su corazón.
Harto, maldijo a la luna, pero no pudo acercarse al palacio de Chang'E a quejarse y a rogarle que acabara este tormento, pues el hilo volvió a formarse en la mano de alguna otra criatura que nacía y lo mantuvo siempre a treinta y seis metros exactos de la Tierra.
Entonces, a la vuelta del otoño, Chang'E bajó a él. El Rey Mono quedó anonadado por su presencia, pero no se amedrentó y en ningún momento consideró que estuviese en desventaja. Como era muy orgulloso para suplicar, la amenazó. Pero Chang'E se burló en su misma cara.
—¿Es demasiado para ti, "el lamento de las niñas", mono? ¿O es que jamás habías sido rechazado por una mujer?
—¡Solo era una niñita! ¿¡Acaso te volviste loca?! ¿¡Sabes que nunca podrá tener paz?! ¿¡Que jamás va a poder tener una vida normal?!
—¿Sí te enamoraste? —y rio— ¡Vaya! ¿Y de cuál de todas? ¿De la anterior? ¿De la primera? Claro que no... de Ling Ling; la cuarta, ¿no es cierto? Increíble que una criatura tan fea como tú pueda sentir algo. Por supuesto cobraste venganza... Nunca cambiarás. Sencillamente no sabes reaccionar de otra forma. Cuando Tripitaka se entere de esto...
—¡Las mataron por mi culpa! ¡Esto no se trata de amor, no se trata de honor! ¿¡Qué tipo de mente retorcida tienes?! ¿Dónde queda la justicia? ¡Quiero que lo detengas! ¡Un inmortal no debería...!
—Yo no puedo hacer nada —contestó Chang'E—. Esa niña no me pertenece a mí, sino a Xi-Wang-Mu. Y yo no puedo detener nada porque yo no hice absolutamente nada.
—Xi-Wang-Mu... ¿La reina madre?
—Nació de una semilla de durazno del huerto sagrado de Xi-Wang-Mu. Es una criatura muy especial que fue asignada a vivir con los humanos por un poco de tiempo. Su nombre es Táo Hé. Y el primer hombre que la mire y el segundo quedarán prendados de su belleza para siempre jamás. El primero en verla fue su padre. La amó tanto que la llamó Tao Siu-Ling y la crio como su hija. He de suponer que la curiosidad pudo contigo y que el siguiente en mirarla fuiste tú. Tú solo te pusiste una maldición. Su padre murió, no hubo nada que hacer. Pero tú eres inmortal. Ha de ser que eso es lo que la mantiene en este ciclo continuo de penurias. La pobrecita quedó estancada nada menos que contigo.
—No. ¡No es así! —retrucó el Rey Mono—. Si no que el cordón escarlata me llevó hasta ella. ¡Me tendieron una trampa!
—¿Cómo podría yo organizar una trampa como esa si jamás puedo salir de la luna? —se burló Chang'E—. ¡Y tampoco es culpa de Xihua! ¡La niña debía ser mirada solamente por su prometido y morir como todas las demás! ¡Tú interferiste! ¡Tú no debiste salvarla, pero lo hiciste!
—¿Entonces por qué la ataste a mí?
—Ni siquiera el encargado del hilo rojo puede controlar quién queda atado a quién. Simplemente debiste ignorarlo y seguir con tu vida, pero decidiste quedarte con ella. No actúes como si quisieras evitar encontrarla... ¿Crees que no se sabe lo que has estado haciendo en estos últimos doscientos años? Tú te metiste en este problema solo. Ahora salte de él por ti mismo.
—¿¡Y cómo?! ¿¡Cómo!?
—No lo sé. Solo dije lo que dije. Solo sé que no lo sé. Tendrás que averiguarlo tú... Tal vez si no fueras tan mezquino, podrías salvarlas antes de que se te mueran.
—¿¡Cómo te atreves ...?! ¡Esto es tu culpa, por completo tu culpa!
—Ten —contestó ella lanzándole una pequeña bolsa de mirra con violencia. Sun Wukong sacó de aquel diminuto morral una enorme arandela metálica que fácilmente podía abrazar su cabeza.
—¿¡Esto es...?! —Alarmado, dejó caer la pesada corona al suelo y este floreció al contacto del objeto divino.
—Así es. El gran Targhata me dio una escama, dijo que tú sabrías bien qué es y para qué sirve.
—Pero claro que lo sé —¿Cómo no saberlo? Wukong ya había usado una de esas horribles cosas en la cabeza antes.
—Pues entonces inicia tu viaje, Peregrino. Quizás de camino encuentres las respuestas que quieres... —dijo antes de desvanecerse en el aire.
—Espera, ¡espera! ¡¿tiene un plan?! ¡¿Qué está pasando?! ¡Oye!
Entonces, al no tener respuestas, Wukong fue a quejarse con el Abuelo de la Luna. Lo encontró una noche cuando hacía su trabajo; cuando enredaba el hilo rojo en manos y pies de recién nacidos de todo el mundo. Y se elevó justo a treinta y seis metros y dos palmos, donde tenía al viejo casi al alcance, para poder gritarle a gusto. Pero el hombrecillo también dijo ignorar la razón de lo ocurrido. Simplemente sucedió. "Quizás un error, quizás un misterio" fueron sus palabras.
—No necesariamente es una maldición —dijo sonriente entonces. Wukong se quedó mirando en silencio al viejo de túnica color carmín como el eclipse, tratando de medir el peso de esas palabras.
—¡Pero un inmortal no debería...!
—Tu vida se te ha vuelto muy interesante, ¿no es así? —se burló—. Quizás llegue alguna que derrita tu corazón de piedra.
El Rey Mono quiso atacarlo, pero el abuelo de la luna, aterrado, se puso tres saltitos hacia atrás como quien huye de un perro atado a una cadena.
Y ocurrieron una octava, y una novena, y así más de cincuenta Tao Siu-Ling todas con sus propios nombres y hasta de diferentes razas, todas con los enormes ojos de un estanque profundo. A algunas las ignoró por completo, a otras decidió protegerlas, y hubo una o dos que tuvieron, por su causa, una vida miserable. Pero todas parecían reconocerlo en una primera mirada, como si sus ojos encantados fuesen inmortales y tuviesen un poder inmarcesible sobre él. Había llegado al desesperado punto de encerrarse a sí mismo en la montaña por siglos, y si acaso la curiosidad podía con él, a observar desde lejos o a interactuar con ella solo una o dos veces, siéndole un completo extraño.
La anterior había sido una muchacha australiana, rubia como el sol, que sabía surfear y de la cual no tenía siquiera el nombre. La anterior a esa, una hindú de piel de canela y el grácil baile de una palmera al viento. Y la anterior a la anterior a esa, una bella africana de piel tan oscura como la obsidiana y la sonrisa más maravillosa, blanca como marfil.
Esta, tenía el cabello ondulado en rizos grandes y bastante oscuro, la piel sonrosada y las cejas gruesas y expresivas. Su cuerpo entero temblaba solo sosteniéndola en brazos. La gente alrededor celebraba la hazaña heroica. Su corazón latía enloquecido. Acababa de demostrar su poder frente a una gran multitud, se había lanzado de un edificio y en segundos había evitado que la arrollara un auto, pero su mayor problema era que ella lo estaba mirando así, sin parpadear siquiera. Su problema era que, casi sin aliento, Tao Siu-Ling sonrió.
«Demonios...»
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