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19-La Dama de la Misericordia que Oye los Lamentos del Mundo

"Voy a decirte algo: los pensamientos, nunca son honestos. Las emociones, sí" (Albert Camus).

—¡Yo sé de alguien...! —había dicho Fei Lao.

La exclamación hizo que Sun Wukong y Zhu Bajie dejaran de discutir. Llevaban toda la mañana devanándose los sesos para hallar una solución. Ningún arma mítica que el cerdo mencionaba parecía ser efectiva para el rey mono. Ambos se quedaron esperando a que continuara, pero el hombrecillo permaneció largos segundos en suspenso, con los ojos cerrados, como si hubiese hecho un esfuerzo sobrehumano en la sola pronunciación de esa frase.

—Continúa...

—Un hombre vive en las montañas del oeste; un hombre viudo que acoge jóvenes aprendices y los instruye en el Zen y en las artes milenarias —explicó al fin—. Ese hombre es el más hábil herrero que pueda existir en toda la faz de la Tierra. Se dice que no existe ni ha existido alguien que pueda forjar el destino de un hombre como lo hace él. Las armas más legendarias, las cuchillas más filosas, son solo mondadientes en comparación con una de sus creaciones.

—¡Me sirve! ¿Y cómo podemos encontrarlo? —expresó el mono, emocionado por tan magnánima explicación—. Le encargaré una espada digna de mí.

—Hay un problema. Él ya no fabrica espadas. Se niega a hacerlo. Ni espadas ni armas. Solo herramientas. Pero quizás por ti, Gran Sabio, acepte crear algo que sea capaz de cortar el destino. O tal vez tenga información que pueda serte de ayuda. Creo que tal vez... mi... mi maestro podría ayudarte señor. Siempre y cuando lo convenzamos de tener intenciones pacíficas.

—¿Tu maestro? —contestó Bajie conmocionado.

—Lo hará si se lo pido yo —¿Quién podía negarle algo al legendario mono de piedra que se robó la columna de los mares y la portaba como si fuese un juguete?

—No lo creo. Ya ha demostrado que es capaz de morir en lugar de hacer otra arma. Hacen muchos años de la última vez que lo vi, pero dudo que haya cambiado de opinión.

—Soy persuasivo... Entonces... solo hay que convencerlo de que no es un arma lo que queremos...

—O sea que, ya que no encontramos las tijeras, ¿las vamos a fabricar? —pensó Bajie.

—¡Perfecto! —resolvió Sun Wukong—. Iremos. ¡Tú nos guiarás al oeste, Fei Lao! Prepárate. Partiremos pronto.

De eso hacían unos días. Desde entonces estaba tan demacrado y asustado que había perdido el apetito y el sueño. Su maestro... Lo volvería a ver después de todo, porque no solo los destinos sino también las maldiciones arrastran.

Path, en cambio, era muy buena disimulando el malhumor que le provocaban las actitudes de su "compañero de prisión", aunque no demasiado buena camuflando la incomodidad de lo que había sucedido hacía rato o la inexplicable sensación de bienestar que le causaba. Ems y Halley habían regresado del hotel para despedirse de ella y traerle algo de ropa y cosas de chica que necesitaba para el viaje. La ayudaron a juntar más cosas del armario del rey y a encontrar su mochila entre el polvo y el desastre. Charlaban y reían como si no estuviesen quizás en el último día en que pudieran estar juntas. Confiaban en que se podía resolver la situación, y, si no confiaban en ello, fingían que así era.

Sun Wukong también pretendía estar de buenas; pues a pesar de ella, todo lo demás parecía estar saliéndole bien. Debía admitir que se sentía inmensamente feliz, revitalizado. No había un músculo de su cuerpo que sintiera dolor. Hacía siglos que no se sentía así. Algunos de sus súbditos y casi todos sus discípulos estaban allí, a salvo, y su cascada había recuperado parte del esplendor. Pronto los portales se regenerarían por sí mismos y la energía de Purvavideha comenzaría a circular de nuevo, otorgando vida y abundancia a la región de las Flores y los Frutos, la tierra de la eterna primavera. Claro que, todavía no sabía cómo. La parte interior de la montaña seguía siendo un desastre y había mucho por hacer, pero ya se ocuparía de eso cuando regresara a casa.

—¡Deberíamos llevar más comida! —se quejaba Bajie.

—¿Qué te dije Tocino? ¡No! Dejaremos esta comida aquí y llevaremos dinero.

—¡No es suficiente con esto!

—Tonterías.

—¿Tienes desfasados los precios? ¡Esto alcanza apenas para uno! ¿¡En qué año vives?!

—Es para uno.

—¡¿Qué?! ¿¡Pero qué...!? —Sun Wukong lo ignoró y siguió con lo suyo—. ¡¿Y yo qué?!

—No seas tarado, es obvio que tiene que dejar la mayor cantidad posible de comida para los cachorros —le susurró Emily. Bajie se hizo el tonto, la verdad se había acostumbrado a que Ems lo golpeara. Emily entonces miró a Path, quien estaba conmovida por la preocupación que el Rey Mono tenía para con sus súbditos. En todo ese tiempo, él iba de un lado a otro dando órdenes y revisando el inventario. Se miraban de reojo y Sun Wukong perdía el hilo de la conversación mientras que Path se ruborizaba y seguía fingiendo una naturalidad de la que carecía—. ¿Y ahora qué les pasa?

—Los encontré abrazándose y llorando y pidiéndose perdón... —susurró Bajie—. Pero Wukong, ya en serio, ¿qué vamos a comer si no nos estamos llevando nada?

No necesito comer, deja de fastidiar.

¡Pero yo sí! ¡Que sea inmortal no significa que no me vaya a morir de hambre...!

Eso mismo significa cerebro de maní. —Y entonces se quejó—: Patty, ¿viste dónde dejé la corona de oro que estaba en la mesa? —mientras se secaba el pelaje de la cabeza con una toalla.

—Todos aquí son niños... —se quejó Ems por lo bajo yendo tras Patrisha y por ende tras Sun Wukong; la mujer lo seguía estúpidamente a todos lados y él a ella igual. Claro que Bajie y Ems también andaban tras ellos de un lado al otro de la Caverna.

Wukong empezó a revolver cosas en su habitación dejando tras de sí la puerta abierta. Las tres mujeres se metieron también a husmear; todo lo que él hacía siempre se veía raro o interesante, incluso si solo estaba cargando objetos extraños en el morral. Path se preguntaba para qué querría una corona maldita. Halley pensaba que acababa de verlo guardar como seis armas y objetos legendarios que solo había visto en animé; y que era impresionante la capacidad que tenía de hacer seis o siete cosas a la vez y a gran velocidad, como si no pudiera estarse quieto. Pero Emily prestó atención a los bolsos, la ropa y el gato, y comprendió que esta era su habitación y que la había estado compartiendo con Patrisha hasta hace unos días, cuando se derrumbó la pared y el techo.

La rubia miró a Path, esperando que contestara algo o les diera algún tipo de explicación. La mujer solo la esquivó y se puso a buscar también—. ¿Tu corona? No la vi... ¿La vas a usar?

—¿Cómo que no? Tú estabas usando la mesa para dibujarme, ¿no la pusiste en algún lado? Mira que es en serio que no tienes que tocar esa cosa.

—¿Dibujar...me? —susurró Hall.

—Recién eran luna mieleros y ahora actúan como un matrimonio de veinte años, ¿es en serio? —se quejó Emily por lo bajo—. Hall, dile algo. ¿Están durmiendo en la misma habitación?

—Yo no recuerdo haberla adoptado, ¿tú sí?

—Insisto. Y eso que no los has visto actuando como niños... —secundó Bajie— Aún...

Por fortuna ninguno los oyó, o quizás fingieron no oír.

—Seguro está por aquí, yo la vi junto a los libros. Hasta que tú me la quitaste y te la llevaste... —murmuró Path a lo último, reprochándole; ignorando que había revisado su cuaderno de bocetos.

—Yo no. Estaba aquí. Estoy seguro.

—Que no la toqué...

—Ajá... ¿No se la diste a tu novio?

—¿Sabes? El mentiroso siempre asume que los demás mienten.

—Ya... No empieces. Solo dime algún lugar donde pueda estar.

—¡¿Yo?! ¡Pero si tu comenzaste!

—A, ta, ta, ta, ta... corona. Es importante. ¿Dónde está?

—Que no sé... ¿Bajo esa roca, quizás?

—¡Ash, que no!, ya me fijé ¿Por qué estaría...? —Sun Wukong levantó el enorme pedazo de montaña que había aplastado el mobiliario y le había roto una pata a la cama—. Ah, aquí está —dijo feliz—. Lanzó la piedra contra el techo, pero esta, en lugar de atravesarlo, se incrustó sellando el último pedazo de caverna que faltaba reconstruir dejando el lugar casi en penumbras. Sun Wukong hizo que la corona levitara y se achicara al tamaño de un brazalete; la guardó, con cuidado de no tocarla siquiera por error, en su bolso de viaje.

—¡Mi agenda! —exclamó Path, y guardó todos sus papeles arrugados y su lapicera quebrada en su propia mochila.

Halley encontró —también aplastado y deshojado— el libro del Viaje al Oeste y le quitó un poco el polvo mirándolo con curiosidad. Luego volvió a mirar la roca, tratando de entender cómo es que Path se acostumbraba a estos eventos, como si fuese lo más normal del mundo que él tuviera la fuerza de un titán.

—Jhm... Usualmente, las cosas que arrojo hacen ruido —señaló él, mirando hacia arriba pensativo. Path también observó la gran piedra. No caería de allí por nada. No le parecía tan extraño pues estaba segura de que la fuerza de Hóuwáng era suficiente como para ensartarla allí de manera perpetua. Pero él no estaba convencido, observaba la caverna como si algo raro sucediera. De pronto todos se quedaron mirando la roca sin hablar—. Ah, ya... —dijo entonces el rey. Tomó una piedrita del suelo y apuntó hacia una diminuta filtración de luz que se colaba entre las grietas de la enorme cueva. La lanzó como si fuese una canica. Todo quedó a oscuras de pronto—. Ya quedó.

Un estruendo y un temblor sacudieron los cimientos de la montaña. Las grietas comenzaron a brillar con un intenso resplandor dorado. Cientos de pequeños fragmentos se elevaron, la capa de polvo que lo cubría todo también se levantó en una nube e irradió una magnífica cantidad de energía. Y, como por arte de magia, todo se reacomodó en su debido lugar, todos los portales se activaron y la Caverna de la Cortina de Agua regresó a su gloria anterior.

—Wow —dijeron las tres. El lugar volvió a estar pulcro y bonito.

—No sabía que podía hacer eso —susurró él—. Me hubiera ahorrado mucho trabajo de limpieza por siglos.

Frunciendo los hombros, decidió no darle importancia al portento. Caminó muy campante hacia el otro extremo de la habitación; abrió el armario que le había prohibido expresamente abrir a la humana. Una luz nacida del sol cuando amanece pareció brotar desde allí, y de inmediato Sun Wukong quedó investido en una reluciente armadura dorada. En su cabeza, un yelmo de oro con dos largas plumas de llamativas franjas negras y blancas; en sus pies, un par de botas muy extrañas; y sobre sus hombros, una capa carmín que parecía no necesitar de la ayuda del viento para ondear.

—Ahora sí ya puedo arrancarme los ojos —susurró Halley para sí misma—. Es la armadura de los cuatro reyes dragón...

El Rey Mono estaba complacido de dejarlas a las tres tan asombradas. Las mujeres, boquiabiertas, observaban absortas las cantidades increíbles de energía que desprendían cada uno de sus movimientos y las delicadas ornamentaciones de intrincados detalles que componían el traje. Sonrió e hizo que la armadura desapareciera sobre él. En vez de esta, quedó con el mismo atuendo que tenía antes.

Path arrugó las cejas, absorta. La armadura de los cuatro reyes dragón, la que Sun Wukong había demandado como obsequio a Ao Kwang y sus hermanos, era uno de los trajes de batalla más hermosos, elaborados y misteriosos que había visto en la vida entera. Ahora había desaparecido, se había esfumado entre la luz filtrada en esquirlas mágicas; y sus ojos, confundidos buscaban a dónde había ido a parar.

Wukong rio de nuevo—. La llevaré por si acaso —explicó zamarreando el morral. Path trató de entender lo que sucedía y sonrió con él. A veces estar a su lado era una pesadilla; otras veces, un auténtico privilegio.

—¡Sun Wukong! —gritó con rabia una voz.

Quisiera decir que era un enemigo, pero a veces los pasos previos a una aventura no son legendarios, sino tortuosos y un tanto patéticos. Solo era Zhu Bajie quien había quedado con la mitad del cuerpo enterrado en una roca por el movimiento de la reconstrucción de la montaña. Sus pies colgaban del techo junto al candelabro.

Sun Wukong soltó una carcajada burlona y muy estridente mientras el cerdo amenazaba y pataleaba furioso, pidiendo que lo sacaran. Y Wukong sí quería bajarlo, pero era muy gracioso de ver y realmente no podía parar de reírse de él.

—Qué triste ser el alivio cómico —murmuró Halley, observándolo compasiva.

—Tú sabrás —contestó Ems con saña.

—¿¡Yo...?! Momento...

—¡Oye Cerdo! ¡Es karma instantáneo! —se burló Emily a los gritos mientras Zhu Bajie pataleaba—. ¡Para que por un rato te dejes de fastidiar!

—Gran Sabio. —Fei Lao traía una mochila y un bolso cruzado al cuerpo. Ya no usaba ropa moderna, sino una rudimentaria chaqueta manchú y unos pantalones sueltos que se notaban hechos de fibras naturales. La única evidencia de su paso por la civilización eran sus zapatillas y el teléfono que se guardaba al bolsillo—. ¿Ya estamos listos para partir?

—Eh... casi —dijo Wukong mirando al Cerdo que aún colgaba del techo—. Estaremos listos cuando lo bajes.

—¿¡Yo?! ¡Pero...! ¡Gran Sabio! ¿¡Cómo!?

—Dijiste "pero" de nuevo... —Sun Wukong canturreó su advertencia y se marchó dejándolo con el problema. Path miró a Fei Lao y siguió a Wukong. Ella tampoco iba a ayudarle.

El Rey Mono tenía que delegar todos los asuntos de su reino a manos competentes antes de partir hacia el oeste. En eso estaba cuando tres de sus oficiales temporales —tres monos de un año de edad—. Vinieron corriendo hacia él con una alerta.

—¡Gran Sabio! ¡Gran Sabio! —dijeron.

—¡Maestro, maestro! —insistieron.

En idioma primate, por supuesto.

—¿Qué sucede?

Contestaron que algo o alguien se aproximaba a gran velocidad. Que lo habían visto flotando a la altura de las nubes y que había ingresado a la cueva como si conociera el camino.

«Liu Er» pensó el mono sin dudarlo, porque ¿quién más conocería con tanta facilidad las sendas que llevaban al paraíso escondido entre las paredes de la montaña? Y su ejército seguía perdido; era propenso a un ataque.

Sin embargo, se equivocaba. Cuando llegó a la entrada de la caverna, dispuesto a defender a todos sus huéspedes, no se encontró con el Macaco de Seis Orejas. Ante sus ojos, en cambio, se materializó un ser precioso de delicados rasgos y vestiduras tan blancas como las plumas de las garzas. Bajo los pies de este ser brotaron nenúfares y lotos para que nunca tocaran el polvo de la tierra, y la rama de sauce en una de sus manos parecía recién cortada. En su cabeza llevaba una peineta de oro purísimo con incrustaciones de perlas, y pendido a la cintura un jarrón de porcelana fina. Toda la entrada de la caverna se llenó de una niebla densa, como si las mismas nubes danzaran a su alrededor.

—Kuan Shi Yin —expresó el Rey Mono. Había recibido la visita de aquella que oye los lamentos del mundo.

Dou-zhànshèng-fó —saludó ella con dulce voz. Guanyin siempre era condescendiente y respetuosa con todos; había tomado la delicadeza de saludarlo con el antiguo título del que ya ni siquiera él se consideraba digno.

—Es todo un acontecimiento que tus pies toquen la Tierra. ¿A qué debo el honor de que vengas a visitarme? ¿Tú también vienes a reírte de la atadura terrenal que tengo?

—Lo que se disfruta no es una atadura y la pena es menos agria para el que le ve lo bueno al vivir... ¡Pero cuán difícil es para uno el anhelo no realizado y el hogar distante! —observó ella—. No vengo a burlarme de tu aflicción. Eso no sería piadoso de mi parte. ¿Y cómo podría convenirme hacer algo así cuando vengo a suplicarte tu ayuda?

—¿Mi ayuda? ¿Qué podría darle yo a la bodhisattva Kwan Yin? ¿Cómo podría yo ayudarte?

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