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12- El palacio del Mar del Este

"Debo bajar a los mares otra vez, al mar solitario y al cielo, y todo lo que pido es un barco alto y una estrella para guiarlo [...]" (John Masefield).

Sun Wukong nadó a contracorriente en algunas partes y en otras caminó con soltura. Sabía que Ao Kuang no estaría en casa, pero quizás alguno de sus lacayos sí. Caminó detrás de la pata de una araña de mar gigante tratando de no hacer ningún ruido (pues en el agua los sonidos se amplifican) y nadó detrás de un pez ballena rojo cuando pudo sortear a la guardia del rey-dragón. Sonriendo se dijo a sí mismo que el palacio de Ao Kuang estaba muy descuidado y con poca vigilancia. Esta vez le había costado menos entrar. Ni siquiera anunció su llegada, pues sabía bien que ya no era jamás bienvenido. Al contrario, el plan era nunca ser descubierto.

Vio que, en el Gran Recinto del Cristal Pacífico, un domo transparente de vidrio templado preciosamente labrado a cincel, se alzaban figuras humanoides de arena. No les hizo mucho caso salvo para opinar que la decoración del jardín se veía muy mal y que bastaba con dos o tres estatuas en lugar de las cientos que veía. Con una sonrisa ufana se metió por uno de los huecos de la torre norte, donde antaño había coloridos vitrales. El palacio era tan oscuro como los alrededores. «No lo recordaba así» se dijo. Encendió la mirada, sus ojos de fuego que le permitían ver todo lo que estaba oculto, y de esta manera deambuló en la oscuridad cual si fuera la claridad del día. Frente a él, las criaturas del mar profundo centelleaban y se abrían paso con temor; detrás de él, el cordel rojo del destino trazaba un camino largo y brillante que demarcaba todo el recorrido que había hecho, ese mismo recorrido que sabía que lo llevaría de regreso hasta ella.

Tuvo que nadar hasta la zona más profunda de la fosa, al otro lado de la cúpula de cristal, allí en lo hondo, donde ni siquiera su mirada era suficiente para develar todo lo que se hallaba en la acuosa y punzante soledad del océano. Armó una pequeña esfera de luz en una mano usando uno de los muchos portentos de los que era capaz, y así, como si tuviese una farola, iluminó lo que descubrió era una habitación redonda, tallada en pura piedra asfáltica con vetas de rubí, en el centro de un volcán extinto.

El lugar estaba derruido, como si estuviese deshabitado, lo cual era muy extraño para él. Pero ya sin prestarle atención a los descuidos hogareños de su vecino, deambuló por allí sintiendo que la presión del agua era como un apretado abrazo. Wukong no era muy fan de los abrazos, o al menos no recordaba que en su vida entera hubiera recibido demasiados; pero se sentía incómodo, como si caminar fuera un tanto pesado. Notó además que su burbuja de aire se había vuelto más estrecha. Sin darle importancia, hurgó y buscó apuntando con su luz hasta que algo titiló a la distancia. Todos los dragones tienen un tesoro, y tal parece Ao Kuang había estado acumulando una fortuna en aquella gran cueva marina.

Encontró algunas monedas de oro de fechas antiguas, gemas de diferente tamaño, objetos metálicos y vajilla fina juntando polvo y salitre. Más allá, buques y barcos de todas épocas hundidos y despedazados, repletos de armas y objetos de incalculable valor; y sobre un pedestal de piedra, alumbrada por el resplandor del oro y las joyas, una pequeña cajita. Un cofre sin cerrojo alguno. La tentación de abrirla fue demasiada, y se encontró allí con unas tijeras. Loco de contento, intentó allí mismo cortar el hilo rojo, pero entonces oyó un ruido.

—Sun Wukong... —dijo una voz un tanto nubosa. El golpe que el macaco le asestó fue tan fuerte que se le fue la concentración para contener el aire en los pulmones. No obstante, devolvió otro puñetazo, sabiendo que tendría que arreglarse sin respirar. Lo cual no sería un problema—. Es bueno verte de nuevo, viejo amigo. Veo que ya no puedes respirar bajo el agua.

Entre patadas y golpes, la pelea en el agua se volvió cada vez más ágil pese a que el medio debiera ralentizar los movimientos. Saltaron de extremo a extremo del volcán, arrancando pedazos enormes del mismo solo con el empuje de sus patas y levantando enormes columnas de agua solo con el movimiento de sus puños. El Macaco de las Seis Orejas hacía todo lo posible para arrebatarle el preciado objeto mágico, y Sun Wukong le daba pelea con facilidad y casi burlándose. Hasta que se dio cuenta de una cosa: se estaba ahogando.

—¿Qué te pasa, Rey Mono? ¿Pensabas que no necesitarías respirar para vencerme? —Sun Wukong se desesperó y trató de escapar. El hilo rojo subía tanto hacia arriba que se perdía en la oscuridad. Las zonas bajas de la tierra, allí a cuatro mil metros, de pronto lo presionaban contra el suelo, sus cuencas se sentían como si fueran a explotar—. ¿¡Y qué hay de tu amiguita?! —El Macaco de las Seis Orejas lo arrastró por la cola y giró en un tijeretazo que le asestó de lleno en la oreja izquierda. Lo hizo atravesar la estructura volcánica de la fumarola, todo otro compartimiento del palacio y derrumbó sobre él una pared. Wukong cazó las tijeras con las patas; el báculo voló en la otra dirección, flotando lejos en las corrientes; el hilo se levantaba alto, se perdía, se sentía débil—. ¿Las humanas pueden respirar bajo el agua? Me parece curioso... Cuando acabe contigo, ¡iré a fijarme! —Y lanzó más pedazos gigantes de la construcción, enterrándolo en el lecho marino.

Sun Wukong, sentía que se le llenaban los pulmones de agua, y con ello la vida de Path que se escurría arrastrando la suya. Él no sabía si iba o no a morir. Él no sabía lo que era ser derrotado. Pero sabía que podía perder mucho en esta ocasión pues, Liuer se empeñaba en dañar a todos cuanto Wukong conocía. Además, quizás por su conexión con Path ya no era tan inmortal como creía serlo; la verdad era que se sentía débil. Y ser débil era algo que no quería permitirse jamás. Path se ahogaba, podía sentirlo. No obstante, parecía como si la mujer también se estuviese resistiendo a su escabroso destino y lo estuviera reteniendo con ella.

Su fuerza se encendió en el centro de su pecho, allí donde nacían las emociones que con tanto empeño se había esforzado siglos por retener. Rabia, porque ese imitador lo fastidiaba demasiado; ira, porque quedar en ridículo de esta manera no le apetecía, no pensaba morir tan fácilmente; y entre tantas emociones negativas, una diversión minúscula que era demasiado potente a la vez: Tao Siu Ling le estaba dando pelea al Macaco de las Seis Orejas y a la muerte ¿cómo no sentir un poco de orgullo por eso?

Con el brazo izquierdo que dolía espantosamente levantó una piedra del tamaño de un elefante blanco y la lanzó sobre su adversario, desenterrándose hasta la cintura. Con el brazo derecho logró llamar y empuñar el Ru Yi Bang y asestarle un golpe a Liuer que lo lanzara a muchos kilómetros. Antes de que el clon pudiera tomar represalias, volvió a darle de lleno con el lateral del báculo —el cual, no es necesario recordar, se estira y crece tanto como Sun Wukong quisiera— y lo enterró en lo profundo de una fumarola de agua hirviente y así toneladas de roca se desmoronaron también sobre él, reteniéndolo allí. Pero Wukong no podía salir de su propia prisión. Enfadado como nunca, soltó un grito que hizo retemblar todas las compuertas del océano y desquebrajó hasta los cimientos de la fortaleza del mar del Este. No obstante, sus pies seguían atrapados en los escombros, y bajo sus pies estaban las dichosas tijeras.

Trató de sacar las grandes piedras, hacerlas levitar, pero le fue imposible. Tenía agua dentro de la mente, agua por todos lados. Como última esperanza se aferró al hilo rojo como si este fuese una soga y jaló con fuerzas para levantarse. Sabía que Path estaba al otro lado, y podía sentir como ella también sostenía con todas las fuerzas que tenía para no dejarlo hundirse solo, así que ocurrió algo que jamás en la historia había pasado y que por lógica nunca debiera pasar: el cordel accedió a su pedido y el hilo se tensó. Soltó el báculo y tomó la cuerda con ambas manos, volvió a tirar hasta que sintió como el piso debajo de él se movía. Sonriendo, tironeó con las últimas fuerzas que le quedaban y logró zafarse. Sintiendo que perdía el conocimiento ya, tomó el báculo que flotaba a su lado con ambas patas traseras, las tijeras las mordió con fuerza entre los dientes para no perderlas, y con ambas manos y con ayuda del Ru Yi Bang tomó impulso. Entonces comenzó a trepar por la cuerda sintiendo que se desvanecía en las tinieblas de su mente.

En su desmayo, volvió a ver a su maestro, quien sonreía gentil e inocente como siempre. Nuevamente, Tripitaka trató de decirle algo, pero no supo entender qué. Y cuando abrió los ojos estaba sobre una roca a la mitad de un ancho mar. Tosió y tosió escupiendo agua, sabiendo que era la primera vez en siglos que sentía que se moría. Su mente de guerrero dio cuenta de su error: no había revisado el lugar adecuadamente antes de ponerse a hacer tanto ruido; no había usado las técnicas adecuadas; podría haber levantado las rocas con un movimiento de la mano si hubiese tenido más aire. Mil cosas ridículas que lo hicieron sentirse fracasado porque detestaba que ese imitador siguiera libre cuando estaba seguro de haberse encargado de él la última vez—. Liuer —farfulló. La próxima vez no sería de este modo, se prometió.

Se acostó sobre la piedra y trató de respirar. Miró su mano izquierda y vio que el hilo rojo que le había salvado se volvía casi transparente, titilaba entre la vida y la muerte de la mujer. Quizás sería mala idea cortarlo ahora, pero lo haría ni bien pudiera. Sin perder tiempo, se levantó, guardó el báculo en la oreja y las tijeras en los bolsillos, y saltó a las nubes cercanas, las cuales lo llevaron casi inconsciente de regreso a la Caverna de la Cortina de Agua.

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