1-El papeleo del reino (2)
Sun Wukong llegó a Florida en las nubes de una gran tormenta, justo a la mañana siguiente del día de su partida. Deambuló perdido, bajo la llovizna helada, preguntándole a la gente si conocían a Zhang Wa Mu o a su familia. Descubrió que unos cuantos siglos hacían demasiada diferencia. Aunque gustaba de salir de casa todo el tiempo, una cosa era ir a un pueblito y comprar fuegos artificiales y otra muy diferente llevar a cabo una investigación de tal magnitud en una ciudad. Llevaba mucho sin convivir con los hombres o andorrear entre ellos averiguando cosas, y era demasiado distinto lo que veía. Todo era enorme, ajetreado y ruidoso. Entre tanta gente, ¿cómo iba a encontrar a un solo humano si para él todos se veían iguales? Además, nadie parecía siquiera comprender lo que preguntaba. Era otro tipo de pueblo, otro idioma.
Sin entrar en pánico, se subió a la cima de un altísimo rascacielos, porque así llamaban los hombres a las grandes torres grises que construían, y se arrancó varios pelos del brazo. Los metió a la boca y los masticó. Luego sopló su aliento dispersando esos vellos dorados al viento—. Transfórmense —les ordenó. Y estos se transformaron en copias exactas de sí mismo—. Guay... ¿Así de apuesto me veo cuando soy un humano? Increíble. Lo había olvidado. —Les dijo—: ¡Vayan! Busquen a Zhang Wa Mu, el encargado de cultura, y tráiganlo ante mí. —Todos sus avatares obedecieron al instante, se marcharon en todas las direcciones dejándolo solo sobre el edificio.
Sun Wukong estaba complacido. Comenzó a saltar de azotea en azotea, contemplando la ciudad. Sacó la fina aguja de su oído y la sacudió una vez hacia la izquierda. Entonces esta se transformó en el Ru Yi Yin Gu Bang. Su bastón. El arma mítica que había arrancado de las garras del Dragón del Este. La columna que sostenía los mares del mundo, cuyo poder era tal que podía desgajar la piel y desgranar los huesos con solo un roce. Se lo cruzó tras el cuello y notó que la barra de hierro parecía estar feliz con el plan también; podía sentirlo. Todo sería relativamente sencillo y tenía el éxito asegurado. «En dos días —se dijo—, volveré a la tranquilidad de mi montaña. Escondido allí evitaré a esa mujer a toda costa; y si viene a mí como otras veces, la ignoraré como hago siempre. Todavía no es tiempo...»
Pero entonces su meñique sintió un tirón. Y hubo un cascabeleo. Pensando que alguien lo asechaba en la sombra, pasó la mano derecha sobre el rostro y sus ojos se volvieron fuego, entonces volvió a ver el qi, las luces, las criaturas invisibles flotantes a su alrededor; toda la energía que fluía. Pero ningún ente venía a perturbar su paz... Guardó su báculo dorado en la oreja, pues lo achicó de nuevo a un tamaño diminuto, como una aguja de bordar. Y miró su muñeca que jalaba en otra dirección, el cordón de seda rojo, amarrado a su dedo, tironeaba para que lo siguiera, vibraba como nunca, resplandeciendo.
—Jamás te comportas así, ¿qué quieres ahora? —se quejó con su mano. El cordón jaló de él, porque a veces el hilo rojo tira y fuerza un poco las cosas cuando su portador es muy terco, y lo arrastró a mirar desde la cornisa. Sun Wukong se quejó—: ¡No lo haré! Cada vez que la veo pasan cosas. Cosas malas. —Y pasó la mano sobre su rostro para dejar de verlo. Pero por alguna razón de todas formas miró hacia abajo, pues era muy consciente de que la curiosidad era muy fuerte y siempre la acababa buscando.
Entre el bullicio de la gente, de los autos, de las luces, alguna de las mujeres allí sería su alma gemela. La pobre condenada que estaba atada a él hasta el fin de los tiempos. La que jamás podría salir de ese ciclo continuo de muertes horrendas. Se preguntó cómo era posible que los dioses permitieran esa injusticia, cómo dejaban que Chang'E se saliera con la suya cuando a él no le perdonaban nunca ningún berrinche.
Una mujer iba corriendo por la acera. Le llamó la atención mirarla aun antes de notar otra cosa. Parecía estar apurada por llegar a algún lugar. Tenía una melena abundante y salvaje de rizos ensortijados y la ropa habitual de los occidentales. Entonces alguien atropelló a la chica y esta cayó en la calle. Los autos no se detenían. La mujer trató de levantarse lo más rápido que pudo. Y Sun Wukong estaba justo encima, a más de veinte metros de altura, mirando.
La mujer ni siquiera gritó. El taxi trató de frenar. La gente, conmocionada, no logró ver cuándo o de donde salió el sujeto que se arrojó sobre ella y la hizo rodar hasta la vereda de enfrente. Nunca intervenía en el ciclo natural de las cosas del mundo humano —no si no se lo pedían—, pero esta vez Sun Wukong no pudo evitarlo; salvarla. Y entonces, al ver en sus ojos grandes y avellanados, entendió que no pudo evitarlo porque era ella.
—Tao Siu-Ling...
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