Capítulo 9 {2ª Parte}
Paul Coates, que acaba de salir de la iglesia, acaba de recibir un mensaje por parte de Beth, acerca de querer verlo para hablar con él de algo importante. Suspira hondo, deseando que la joven madre no se haya arrepentido de intimar con él de esta forma, habiendo iniciado una relación que, de prolongarse más tiempo, podría convertirse en una oficial. Tras responder afirmativamente al mensaje, indicándole que se encuentra en el sacro lugar, sale del pórtico para tomar algo de aire. Es en ese momento cuando sus ojos azules se fijan en una solitaria figura, sentada en un banco, contemplando el campo, cerca de las tumbas de los difuntos. El vicario reconocería esa mata de cabello rubio, casi platino, en cualquier parte. Colocándose una chaqueta verde azulada para resguardarse de la ligera brisa que se ha levantado, se acerca con pasos seguros hasta la jefa del Eco de Broadchurch. A medida que sus pasos lo acercan más a la mujer, contempla que su ademán destila pesimismo y tristeza por los cuatro costados. Se pregunta qué le habrá pasado, y por ello, quiere hacer lo posible por ayudarla.
—¿Maggie? —apela a la reportera en una voz suave, una vez llega junto a ella—. ¿Va todo bien? —inquiere, apoyándose en el respaldo del banco con la mano izquierda, inclinándose ligeramente para contemplarla.
—Estoy rabiosa —admite la rubia de ojos azules en un tono molesto, chasqueando la lengua, antes de suspirar con pesadez, aun observando su entorno—. Pensé que este sitio me devolvería algo de paz...
—¿Y está funcionando? —aunque Coates realiza la pregunta con la evidente respuesta ya en mente, espera que Maggie haya conseguido, si no desquitarse por completo, relajarse lo bastante como para hablar con él.
—Ni lo más mínimo —se carcajea irónicamente la periodista—. Normalmente estaría en casa quejándome a Jocelyn, pero por desgracia, lleva siglos en Londres, ocupándose de un caso muy importante, según tengo entendido —se explica, pues desde hace tres años, la abogada y ella están viviendo juntas en la confortable y bien amueblada casa de la letrada—. Por lo visto, sigue colaborando con esa abogada que defendió a Joe...
—Sí, la recuerdo —afirma Paul, quien tiene un vívido recuerdo de Sharon Bishop, quien, al momento de celebrarse el juicio que, a la postre dejó libre al asesino de Danny Latimer, lo amenazó con revelarle a la familia que había visitado al reo en prisión para rezar por su alma—. Aunque, como hombre de fe, no puedo decir que no me agrade ver que se dan segundas oportunidades, incluso a personas con tal carácter —añade en un tono sereno, rememorando aún la incómoda y algo violenta charla que tuvo hace varias cenas con Beth, donde le confesó que había visitado a Joe en prisión. Al principio, como esperaba, la castaña de ojos oscuros se molestó profundamente, amenazando con dejar la cena, pero pronto supo ver que únicamente actuaba como un párroco y guía espiritual, quedándose a su lado—. ¿Qué ha pasado, Maggie? —inquiere entonces en un tono preocupado, tomando asiento en el banco, a su lado, contemplándola tomar una calada a su cigarrillo electrónico.
—Quieren cerrar el periódico —Paul posa sus ojos en ella—, y vender el local a otro grupo corporativo de periodistas a quienes les interese el emplazamiento, y las oportunidades.
—No pueden hacer eso —niega el vicario, comprendiendo su pesimismo y tristeza.
—Era una muerte más que anunciada —asevera Maggie en un tono factual, dando otra calada a su cigarrillo, antes de suspirar pesadamente—. Me siento tan impotente... Es lo único que sé hacer. Le he dedicado toda mi vida.
—¿Qué podemos hacer? —el hombre con sotana está más que dispuesto a movilizar a quien sea para ayudar a esta pobre mujer, quien está viendo cómo el trabajo de toda una vida se va por el desagüe—. ¿Cartas? ¿Peticiones? ¿Manifestarnos en la oficina? —ofrece en un tono esperanzado, antes de contemplar que Radcliffe desvía su mirad amable hacia él, al tiempo que niega con la cabeza.
—Dios te oiga, tesoro, pero he mirado a los ojos al mastodonte corporativo, y sería una pérdida de tiempo... —agacha el rostro, desanimada y vencida—. Mi única esperanza es que, quienquiera que compre el local para instalar su periódico allí, deseé contratarme, pero ya soy una veterana... Es el momento de que los jóvenes asuman la carga —se expresa como una persona a punto de ser enviada al patíbulo—. Alégrate por tener un trabajo de por vida —se dirige al pastor en esta ocasión—. La gente siempre necesita a Dios.
—Ojalá tuvieras razón —se expresa Paul en un tono que, comparado con el de hace más de tres años, ha perdido su habitual chispa y optimismo—. Los domingos, la iglesia está más vacía de lo que estaba antes de que asesinaran a Danny —explica sus propios problemas, pues parece que siempre debe estar dando consejo al resto, pero nadie tiene un momento para dedicarle a él, a escucharlo, como él lo hace constantemente con otras personas—. Tú no vienes, Mark tampoco, ni Ellie... Coraline sí lo hace, como lo hacía su madre, algo que le he de agradecer, pero la mitad de la gente a la que le afectó lo que pasó aquí, ni siquiera aparece. Es como si fuera un fantasma —suspira con pesadez, levantándose del asiento, contemplando con sus ojos azules la inmensidad del campo—. Todo recurrían a Dios cuando querían algo, y ahora... Lo han abandonado.
—Eso no es del todo cierto, Paul —niega Maggie, antes de bajar la voz en confidencia—. Beth te quiere —él se ruboriza ligeramente, pues si alguien era capaz de enterarse de su relación tan cercana la primera, esa es ella—. Los vecinos, y en general la gente de este pueblo, te quieren también —añade en un tono confiado—. A muchos nos has ayudado a soportar estos últimos años...
Paul está a punto de responder a su pregunta, cuando una voz lo llama desde la puerta de la iglesia. Gira su rostro, encontrándose con Beth, esperándolo. Tiene una expresión algo ansiosa en el rostro, y el hombre de Dios hace un amago de ir hacia ella. Sin embargo, se detiene, contemplando a la reportera del Eco de Broadchurch, pues no quiere parecer maleducado al dejar su charla inconclusa. Maggie le hace un gesto para que vaya con ella, pues está claro que, estando como están las cosas, el vicario necesita el consuelo y el apoyo de la castaña. El hombre con cabello y vello facial rubios se acerca a la mujer con quien mantiene una relación romántica. Bueno, no sabría definirlo exactamente, pero hace tiempo que han dejado de ser únicamente buenos amigos.
—Beth, ¿ocurre algo? —cuestiona en un tono preocupado—. ¿Estás bien? —su tono adquiere más gravedad conforme habla, observándola de pies a cabeza.
—Estoy bien, no te preocupes —niega ella en un tono que, evidentemente para el vicario, denota que no es así—. Es solo que... Quería intentar mantener una relación cordial con Mark, ya sabes, por el bien de las niñas —intenta explicarse sin estallar en un llanto—. Pero hemos vuelto a discutir —agacha el rostro, y el hombre con ojos claros la estrecha entre sus brazos, aprovechándose de la discreción de Maggie, pues la conoce de sobra como para saber que mantendrá su relación en secreto hasta que sea el momento indicado para hacerla oficial—. Le he entregado la compensación por la muerte de Danny, y... —incluso tras todo este tiempo, hablar de la muerte de su hijo sigue siendo difícil. Se le hace un nudo en la garganta—. No ha querido aceptarlo —poco a poco, las emociones de Beth, las cuales intenta mantener bajo un relativo control, se desatan con la fuerza de un cataclismo. Las lágrimas corren ahora por sus mejillas como un río—. Paul, sigue anclado en el pasado, en Joe Miller, y ya no puedo seguir soportándolo por más tiempo.
—Eh, tranquila, estoy aquí —le susurra en un tono cariñoso, frotando su espalda con afecto con el fin de calmarla—. Lamento mucho que haya sucedido esto, y no puedo ni expresar lo mucho que siento que Mark siga viviendo en el pasado, cuando debería preocuparse por aquellos que lo aprecian —sus palabras llevan algo de resentimiento en ellas, puesto que no es impasible ante el sufrimiento de Beth—. No podemos compadecernos de los muertos, dejando a un lado a los vivos —menciona, y siente que la castaña asiente, aun apoyando su rostro contra su pecho. Nota las lágrimas que mojan su camisa, pero apenas importa si es por consolarla—. Si quieres... Podría hablar con él —sugiere, y la castaña alza el rostro de su pecho, habiéndose calmado poco a poco gracias al latido de su corazón—. Hace días que el calefactor de la iglesia no funciona: le pediré que venga a arreglarlo, e intentaré que cambie de idea.
—No tienes por qué hacerlo... —se expresa Beth, acariciando su mejilla con cariño.
—Quiero hacerlo —le sonríe el vicario anglicano, besando su frente, siendo una de las primeras demostraciones de afecto público que realiza desde que empezaron a salir a cenar—. Lo siento, si te ha incomodado...
—No lo ha hecho —responde ella con una sonrisa—. No sabes el tiempo que he estado esperando para que hicieras algo así —se carcajea ella, antes de propinarle un beso en la mejilla, más cerca de la comisura de los labios de lo que Paul se esperaba. Consigue hacerlo ruborizar—. Pero intentemos ir con calma, ¿de acuerdo? No ya solo por mi bien, sino también por ti: no quiero que te sientas abrumado o incómodo...
—No lo haré, no tienes que preocuparte —le sonríe él con alegría y alivio, habiendo dado un paso más en su relación romántica—. Aunque coincido en querer llevar las cosas despacio. Lo último que me gustaría sería causar incomodidad a Chloe o Lizzie...
—Por no hablar de los rumores —añade Beth con una sonrisa pícara.
—Exacto... —la sonrisa del vicario no llega a sus ojos, y la asistenta lo nota al momento.
—Paul, ¿qué sucede?
—Me siento... Perdido, Beth —replica él, caminando con ella al interior de la iglesia, para mantener la conversación en un lugar más apropiado—. Siento que no sirvo para ejercer de párroco —se expresa, una vez llegan a su despacho en el sacro lugar—. Soy el cura al que todos recurren cuando sufren —el hartazgo y el resentimiento, la soledad y el egoísmo de la gente finalmente se dejan traslucir en sus palabras y gesto—. Y luego desaparecen cuando todo acaba... Siento que tengo más que ofrecer.
—Tu fe inquebrantable y tu optimismo te han llevado muy lejos, es cierto, Paul —afirma ella, abrazándolo cariñosamente en la privacidad de sus dominios—. Gracias a ellos has conseguido ayudar a muchas personas, incluyéndome a mí, pero... —su voz se torna serena—. Quizás es el momento de pensar en ti por una vez. Buscar algo que realmente te realice como persona —se explica, y los ojos azules de Paul se posan en su persona, llenos de gratitud y ternura—. Tu fe te ha llevado lo más lejos que ha podido, pero ahora te toca a ti continuar tu propio camino... Labrarte un futuro con tus propias manos.
—Sí, tienes razón, Beth —afirma el hombre de ojos claros y cabello rubio—. Creo que ha llegado la hora de dejar mi trabajo como vicario, y buscar uno que me apasione debidamente —corresponde el abrazo de la castaña, sintiéndose revitalizado y arropado por sus palabras y sus acciones. Ahora que tiene a alguien en quien apoyarse, que es como su pilar, siente que puede hacer frente a cualquier cosa que la vida y Dios le pongan por delante.
Aproximadamente a las 15:05, tras pasar media hora en casa junto a Daisy, bien ayudándola con tareas del instituto, bien hablando acerca del bebé y posibles nombres, siendo esto último algo que ha entusiasmado a la adolescente en demasía, la pelirroja estaciona su coche azul brillante en el aparcamiento de la comisaría de Broadchurch. Ha decidido acercarse un momento para entregarle a Katie Harford la lista de nombres, habiendo subrayado con un rotulador fosforito naranja los de aquellos hombres que acudieron a la fiesta. Lamentablemente, en su anterior visita a la edificación, ha olvidado por completo entregarle la lista, y está dispuesta a no repetir el mismo error. De la misma forma, espera poder echarle un vistazo al comunicado oficial que han de publicar acerca de la agresión, para así, darle el visto bueno. Mientras atraviesa el umbral de la puerta que conduce a las mesas del personal, la mentalista respira aliviada al contemplar que ni Ellie ni Alec se encuentran en las inmediaciones. De hecho, ni siquiera ha visto el coche gris de su compañera en el aparcamiento, de modo que, de momento, tiene un rato para realizar las gestiones necesarias con total calma.
A lo lejos, en su propia mesa, frente a la de Ellie, contempla a la Oficial Harford, escribiendo en su terminal. Primero se asegura de dar instrucciones concisas a aquellas personas encargadas de realizar los interrogatorios a los asistentes a la fiesta. Cuanta más información tengan, a más personas podrán descartar. Una vez hecho esto, se dirige hacia su oficial de cabello ónix, quien alza la vista al sentirse observada, y contempla cómo su supervisora camina hasta ella con una sonrisa en los labios. Esperaba que, tras su anterior desacuerdo, la taheña de brillantes ojos celestes aún se encontrase molesta con ella, pero para su buena suerte, este no parece ser el caso.
—Inspectora Harper —la voz de la oficial denota la leve tensión que siente al momento de ver cómo la analista del comportamiento se detiene a su lado. Debido en parte a su nerviosismo y a la anterior amonestación recibida, se levanta rápidamente del asiento—. Estaba terminando de redactar el comunicado oficial, y esperaba que usted, o bien el Inspector Hardy, pudieran darle el visto bueno antes de publicarlo —se explica, señalando el ordenador de su mesa particular, con los ojos sagaces de la taheña escudriñando lo que allí se ha redactado. Katie traga saliva mientras su compañera de piel de alabastro escanea en silencio lo que ha escrito—. ¿Quiere que modifique algo, o...?
—Está todo muy bien redactado, Katie —la alaba la mentalista con un tono cordial, interrumpiendo sus palabras—. En lo que a mí respecta, el comunicado que has escrito es exactamente lo que necesitamos que se publique, pero por desgracia, me temo que, aunque yo pueda darte el visto bueno, necesitarás la aprobación del Inspector Hardy para enviarlo —se lamenta con un tono amigable, y la mujer negra asiente lentamente—. De hecho, venía a entregarte esto —saca de su bolso una larga lista de nombres—. Es la lista que nos ha facilitado Jim Atwood acerca de los invitados a la fiesta —Harford toma en sus manos la lista, e inmediatamente, la comienza a leer minuciosamente—. Necesito que empieces a revisarla para cuadrar direcciones y perfiles, y que a todos, aunque especialmente a los subrayados en naranja, les pidáis una muestra de ADN, ¿de acuerdo?
—Entendido —afirma la muchacha, deseosa de ponerse a trabajar en ello—. Con el personal que tenemos, no creo que tardemos mucho —se expresa, y al contemplar que la taheña arquea una de sus cejas ante su talante algo petulante, rectifica al momento—. Quiero decir, que lo haremos lo más meticulosamente posible.
—Gracias por ser tan concienzuda —la alaba con una sonrisa amigable, antes de percatarse de que la mirada oscura de Katie parece enfocarse desproporcionadamente en la lista, como si hubiera visto algo que le llama la atención. Sus pupilas se han dilatado, y sus cejas, aunque imperceptiblemente elevadas, denotan su sorpresa—. ¿Va todo bien? —inquiere en un trono preocupado—. Pareces haber visto un fantasma —añade, pues su piel, a pesar de ser negra, demuestra signos claros de que ha palidecido.
—No es nada —niega la de cabello moreno rápidamente, excusando su extraño comportamiento—. Acabo de darme cuenta de la cantidad de nombres que debo tener en cuenta, y pensándolo mejor, creo que no voy a ser tan rápida como pensaba —intenta bromear, y aunque los ojos celestes de su superiora la contemplan con algo de escepticismo, espera que no la presione sobre ello. No lo hace.
—Avísame si necesitas ayuda —le indica, escribiendo su número de teléfono en una nota adhesiva que Katie tiene a mano, cerca de la pantalla del ordenador—. Aquí te dejo mi número. Prefiero que me mandes un mensaje si necesitas algo, y que dejes las llamadas para asuntos realmente urgentes, o si es estrictamente necesario, ¿queda claro? —la mujer de piel negra y cabello color ónix asiente al momento—. Me temo que hoy no estaré disponible por un asunto familiar, pero aun así, no dudes en mandarme un mensaje para mantenerme al corriente, o si necesitas consejo —le deja sus instrucciones, y Katie hace una nota mental para recordarlo.
—Espero que ese asunto no sea nada grave...
—Quién sabe, todo depende de cómo lo vea la otra parte involucrada —responde Coraline en un tono algo bromista, antes de suspirar pesadamente—. Nos veremos mañana, Katie.
—Hasta mañana, Inspectora —se despide la novata de ella en un tono amable, contemplando cómo recoge sus pertenencias, saliendo de la planta, probablemente en dirección al aparcamiento de la comisaría. Ella se queda allí, revisando nuevamente la lista de nombres. El nombre de «Ed Burnett» subrayado en naranja, llama su atención nuevamente, como una pequeña voz que es incapaz de acallar.
Tras recibir ánimos por parte de Paul Coates, habiéndolo consolado y compartido algo de sabiduría de su propia cosecha con él, la madre de Danny Latimer se ha acercado a casa de Trish Winterman. Por un lado, debe acompañarla a la comisaría de policía para realizar una declaración oficial a las 16:00, pero ahora mismo, está allí para apoyarla, pues su hija, Leah, debe volver hoy del viaje de estudios, y no sabe cómo abordar la situación con ella. No sabe cómo decirle lo que le ha sucedido. La aterra y avergüenza a partes iguales lo que pueda pensar la adolescente, y no es para menos, pues la situación es completamente antinatural. Mientras Trish y ella toman un té en la sala de estar, sentadas en el sofá, de pronto escuchan cómo la puerta principal de la casa se abre con un manojo de llaves. Inmediatamente, el cuerpo de la cajera de cabello teñido expresa una gran tensión.
—¡Hola!
—Hola, cielo —la saluda Trish desde la sala de estar, levantándose del sofá, siendo un gesto que imita Beth—. ¿Lo has pasado bien? —inquiere, tratando de disimular el temblor que se ha hecho presente en su voz. Deja la taza de té sobre la mesita de café frente al sofá.
—No ha estado mal —admite la jovencita de cabello moreno, dejando su mochila en el suelo, cerca de la entrada—. ¿Has viso las fotos que he subido a mi Instagram? —cuestiona, curiosa por saber si su madre ha estado al tanto de sus aventuras por el extranjero.
—Oh, no... —niega la mujer madura en un tono nervioso. "Independientemente, no es como si hubiera podido hacerlo, teniendo tantos otros asuntos en la cabeza", piensa para sí misma, negándose a verbalizarlo.
—Qué raro —expresa Leah con una ceja arqueada, caminando hacia la sala de estar—. Creía que me seguías —le sonríe a su madre una vez la tiene delante, abriendo los brazos de par en par. Ambas se funden en un cariñoso y cálido abrazo—. Oh, hola —los ojos castaños de Leah se posan entonces en Beth, quien se ha mantenido silenciosa tras su clienta, con la taza de té aún en las manos—. ¿Quién es?
—Ella es Beth —la presenta Trish con un tono suave, contemplando que su asesora le sonríe a su hija con amabilidad—. Una amiga.
—Hola —saluda la matriarca de los Latimer.
—Encantada —responde la muchacha con cordialidad, reciprocando la sonrisa, antes de posar sus ojos en el rostro de su madre. Éstos se abren con sorpresa y horror a partes iguales, en cuanto se percatan del moratón que hay presente en su sien izquierda, justo en el lugar en el que recibió el golpe de su agresor, que la dejo inconsciente—. Dios mío, Mamá, ¿qué te ha pasado en la cabeza? —quiere saber la joven, rozando con su mano derecha la protuberancia, contemplando descorazonada cómo su progenitora palidece y se aparta de ella, como si su toque la quemase—. ¿Mamá? —la contempla, ahora asustada, habiéndose percatado de los ojos vidriosos de su madre, que la observan en silencio. Su mirada oscura pronto recorre toda su anatomía, percatándose de los ligeros moratones y cortes que hay en sus muñecas—. Mamá... —es testigo de primera mano de cómo su madre comienza a moverse inquieta, con su mirada celeste paseándose nerviosa por la estancia.
—Trish, puedo irme si quieres —ofrece Beth, quien considera su presencia como un agente ajeno y externo a su núcleo familiar. No está muy segura de si es apropiado que permanezca allí al momento de hablar con su hija, especialmente, ahora que ha comprobado que Leah parece tener la edad de Chloe, y muy posiblemente, sea capaz de mantener una conversación civilizada y en condiciones con su madre.
—No, no, te necesito aquí —niega la cajera al momento, sintiendo que su presencia allí le da fuerzas, al igual que las palabras de apoyo que en su momento le dirigiera la Subinspectora Harper. Este no es el momento para vacilar, sino que tiene que reunir todas las fuerzas de las que dispone actualmente para enfrentar a su hija con la verdad de los hechos, por mucho que vaya a dolerle. Se merece saberlo.
—Mamá, ¿qué ha pasado?
—Mientras estabas fuera, en la fiesta de Cath, el sábado por la noche... —Trish hace lo posible por ser valiente y responder a la pregunta llena de nerviosismo de su hija—. Un hombre me atacó.
—¿¡Qué!? —Leah apenas puede creer lo que oye.
—Déjame acabar, cielo —le ruega, y su hija de cabello moreno asiente en silencio, aunque en su rostro puede evidenciarse la ansiedad que empieza a dominarla—. Me... Me dejó inconsciente —traga saliva antes de continuar—, y me violó —su hija palidece al momento tras escuchar esa terrible palabra, como si no supiera distinguir si está viviendo una pesadilla o es la vida real— Me violaron, Leah —la voz de Trish poco a poco pierde su fuerza y se va quebrando a cada palabra, finalmente aceptando lo sucedido—. Me han violado... —solloza, abrazándose a su hija, con Beth siendo testigo de esta desgarradora confesión.
—¡Oh, Mamá! —Leah corresponde inmediatamente el abrazo, intentando calmar a su madre.
—Lo siento, cariño... Lo siento.
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