Capítulo 9 {1ª Parte}
Alec Hardy acaba de colgar la llamada con su hija, y siente que un ligero alivio lo recorre de arriba-abajo: al menos, su querida pelirroja se encuentra acompañando a Daisy. Al menos, uno de los dos se ha acordado de que habían quedado para comer. Agradece en su fuero interno que Lina actúe como una madre en estos casos, aunque no puede evitar preguntarse en qué lugar lo deja a él. Guarda el teléfono en el interior de su chaqueta con un ánimo pesimista, negando lentamente con la cabeza. Ellie, que tras hablar con la controladora de tráfico de la empresa, ha estado guardando las distancias, pero sin perder ni ripio de la conversación, se le acerca.
—¿Va todo bien? —cuestiona con delicadeza.
—No, la he cagado... Otra vez —se sincera el inspector escocés en un tono mortificado—. Y esta vez con Daisy. Por suerte, Lina estaba con ella, pero... ¿Cómo me hace quedar eso? —se lamenta, encogiéndose de hombros—. ¿Cómo lo haces? Lo de criar a tus hijos sola.
—Bueno, me alegra que no estés solo en esto y Cora pueda ayudarte, pero si quieres mi consejo sincero... —Ellie contempla que su amigo asiente de forma vehemente. Respira hondo antes de continuar—. Asumiendo sentimientos de fracaso, culpa y vergüenza. Al fin y al cabo, es lo que se espera de nosotros, los padres —le sonríe con amabilidad, y Alec agradece enormemente su presencia allí y su constante apoyo, claro que, jamás lo pondrá en palabras, o no dejará de recordárselo hasta el día que muera—. Mira, ahí está nuestro hombre —señala a un taxista que está fumándose un cigarrillo junto a su coche—. El primero de la fila —apostilla, antes de caminar hacia él—. Buenas, Inspectores Hardy y Miller —los presenta, sacando sus placas—. Su controladora nos ha dicho, que llevó a una clienta a la fiesta de Axehampton el sábado por la noche —le comenta, y por el rabillo del ojo, la castaña contempla cómo en el rostro de su compañero y amigo, aparece una expresión de reconocimiento, indicando que ya lo ha visto con anterioridad. Y así ha sido, pues recuerda haberlo visto cerca de la casa de Trish Winterman, el día que la acompañaron tras la estancia en el centro de delitos sexuales.
—Llevé y traje a muchas personas —se defiende el taxista de cabello oscuro y ojos pardos, sonriéndoles amigablemente, dejando a la vista su hilera de dientes blancos—. No paré —se encoge de hombros, como si el trabajo de ese día hubiera sido ingente, intentando no aparentar nerviosismo en cuanto el inspector escocés saca su libreta y bolígrafo del interior de su chaqueta.
—Sí, y recogió a alguien en West Flintcombe —asevera Ellie con un tono factual.
—Trish Winterman —afirma el hombre de tez bronceada, asintiendo—. Es clienta habitual.
—¿Y la conoce bien? —quiere saber la inspectora de cabello rizado, sorprendiéndolo.
—No, solo por trabajo.
—¿Iba sola en la parte de atrás? —indaga la veterana agente de la ley, pues si alguien la acompañó, hay más posibilidades de establecer un perfil de sospechoso.
—Sí.
—¿Y a qué hora llegaron allí? —cuestiona Alec de pronto, interviniendo en la conversación.
—A las 20:20-20:30 —responde con exactitud el hombre de cabello color ónix—. Me pidió que fuera a recogerla también, pero luego no apareció —se explica, dando a entender que, probablemente, a esa hora ya se hubiera cometido la agresión sexual, pues sin duda, Trish se habría personado para coger su taxi a esa hora puntual—. Esperé un rato, la llamé al móvil, y al final, me traje a un par de personas en su lugar.
—¿Recuerda sus nombres? —el tono de Alec se torna severo por momentos, pues aunque no es culpa suya, no puede evitar sentir cierta animadversión por este taxista, que se expresa con una sonrisa acerca de cómo no llegó a llevar a Trish a su casa, mientras ella, probablemente, estaba sufriendo ingentemente.
—No, no pregunté —se sincera en un tono indiferente—. Los dejé a dos calles de la iglesia.
—¿Trabajó toda la noche? —cuestiona el hombre con vello facial castaño, intercambiando una discreta mirada con su compañera.
—Hasta las 03:00 —es increíblemente preciso acerca de la hora—. Turno de noche.
—Hemos hablado con su controladora, y nos ha dicho que surgieron problemas con su radio a mitad de la noche, y que no pudo contactar con usted —lo informa Ellie, buscando cualquier tipo de reacción por su parte. Consigue una: una leve desviación de sus ojos hacia arriba a la derecha. Y es diestro. De forma que, como diría Cora, «está accediendo a la imaginación, y por tanto, preparando una mentira».
—Así es —afirma con un casi imperceptible temblor en la voz—. Llevamos pidiendo equipos nuevos bastante tiempo —se ríe con ironía, tomando un sorbo del café que tiene en su mano izquierda, tras apagar el cigarrillo con el pie, habiéndolo arrojado al suelo—. Pero dicen que son demasiado caros...
—¿Y cómo trabajó toda la noche sin radio? —inquiere Ellie en un tono cordial, pero no dejando ni por un segundo de lado su suspicacia.
—Pensé que si me quedaba por el aparcamiento de la fiesta con la luz encendida, conseguiría alguna carrera —se encoge de hombros mientras sonríe, como si esa actitud fuera totalmente normal, en vez de acercarse a su empresa para pedir una radio nueva o un recambio temporal.
—¿Estuvo en el aparcamiento toda la noche?
—No, inspector —niega el hombre con un tono sarcástico, como si la pregunta la acabase de realizar un niño de cinco años, a quien hay que explicárselo todo una y otra vez—. Llevé y traje a gente —ante su respuesta algo soberbia, a Alec le falta muy poco para no alzar la voz para indicarle que se meta sus ínfulas de sabelotodo donde le quepan.
—¿Y por qué no volvió aquí para decirles lo de la radio? —es una inconsistencia bastante importante, pues un buen taxista seguramente habría decidido volver para arreglar su radio, y así, trabajar eficiente y correctamente.
—No se me ocurrió, y había trabajo en Axehampton —asevera el taxista en un tono inseguro, que ambos detectives captan al momento—. Lo siento, ¿de qué va todo esto? —exige saber, pues, como es obvio, se ha extrañado de que dos policías le hagan tantas preguntas sobre el sábado por la noche.
—Se produjo una agresión sexual grave en la fiesta del sábado —Alec no se corta un pelo al momento de informarlo acerca de lo sucedido, y por un momento, está por jurar que puede ver al taxista palidecer.
—¿Qué? —parece momentáneamente sorprendido, pero no se trasluce en la sonrisa llena de ironía que esgrime—. ¿Y vienen a por el taxista?
—¿Le importaría darnos una muestra de ADN? —inquiere Ellie, a quien también ha escamado demasiado el comportamiento de este taxista, en concreto su aparente nerviosismo al mencionarle los hechos de la fiesta.
En ese preciso momento, la radio del taxi del hombre de cabello oscuro comienza a sonar.
—Coche dos, Warry Road, 506.
—Tengo trabajo —se disculpa el taxista rápidamente, aunque ambos agentes de policía advierten que su rostro ha palidecido, probablemente por el hecho de que ha asegurado que su radio no funcionaba el sábado, pero ahora funciona perfectamente—. ¿Podemos hacer esto en otro momento? —cuestiona, dando la vuelta al coche estacionado cerca de la acera, antes de abrir la puerta del conductor.
—Claro —afirma Ellie en un tono casual.
—Parece que la radio ya está arreglada —comenta Alec en un tono factual y ciertamente suspicaz, posando su mirada parda en el rostro ligeramente desencajado y nervioso del hombre con ojos oscuros.
—Sí.
Tras responder a la pregunta de los inspectores, el taxista arranca el motor, alejándose de la calzada, poniendo algo de distancia entre ellos y él. Ellie y Alec por su parte, se quedan momentáneamente quietos en el sitio, contemplando cómo el vehículo se aleja. Es entonces cuando el escocés guarda la libreta y el bolígrafo en el interior de su chaqueta, comenzando a caminar hacia la empresa que tramita los servicios de taxis de la zona. Tienen que comprobar si la información que el taxista les ha dado coincide con lo que tenga que decirles.
Tras finalizarse la comida, quedándose sentadas en un cómodo silencio, sobre la manta, Daisy y Coraline dejan que los rayos del sol caldeen sus rostros. Los ojos celestes de la pelirroja se abren ligeramente, contemplando a la adolescente que tiene sentada junto a ella, antes de desviar su mirada alrededor, percatándose de que varios estudiantes, la mayoría del sexo masculino, las están observando con unas sonrisas pícaras en los rostros. Bueno, lo correcto sería decir que no la están observando a ella, sino a Daisy. No sabría decir si es por las hormonas del embarazo, pero siente cómo se activa en ella un instinto de protección latente, y les dirige una mirada severa, llena de reproche y advertencia. Los chicos apartan la mirada al momento, pero la mujer de treinta y dos años reflexiona para sus adentros. "Ya he visto ese tipo de miradas antes...", rememora con lástima, pues ella vivió lo mismo hace mucho tiempo. Sabe a qué se debe esa clase de mirada. Es entonces cuando vuelve a fijar su mirada en la hija de su pareja. Tiene que hablar con ella y comprobar si está equivocada o no en sus suposiciones.
—Dais —apela a ella con un tono suave, y la adolescente abre los ojos, posándolos en ella para prestarle toda su atención—. ¿Puedo hacerte una pregunta? —inquiere, pues debe ser delicada al momento de sacar el tema. Observa que la rubia hace un gesto de asentimiento con la cabeza—. Esta mañana, al dejarte en el instituto, no he podido evitar fijarme en que muchos de los chicos de tu edad estaban mirando sus teléfonos móviles y riéndose —nota al momento cómo al mencionar ese hecho, el rostro de la muchacha se torna cadavérico—. ¿Sabes qué es lo que estaban viendo? —inquiere con curiosidad, y al momento, advierte que los ojos de Daisy se desvían hacia arriba a la derecha, siendo ella diestra—. No intentes mentirme. Eres plenamente consciente de que lo sabré si lo haces —la advierte, pues la rubia intenta abrir la boca para responder, tras haber, probablemente, inventado una excusa para no responder a la pregunta—. Y ahora mismo, acabo de ver a un grupo de chicos que estaban mirándote con unas sonrisas poco sensatas...
—Yo... —Daisy está pálida, y no encuentra ninguna forma para desviar la conversación, pues sabe perfectamente que la pareja de su padre no se anda con chiquitas, y para colmo, es una analista experta en leer el comportamiento no-verbal de las personas—. Solo es una tontería.
—Si realmente fuera una tontería, no habrías cambiado de humor desde ayer por la noche —le recuerda la pelirroja de ojos celestes en un tono factual, indicando que Daisy no ha sido la única en observar a otras personas atentamente—. Claro que me he dado cuenta —la enternece ver que Daisy piense que puede esconderle algo así de evidente—. ¿Creías que me pasaría desapercibido? —inquiere en un tono cariñoso, instándola a ser sincera con ella—. Puedes contármelo —la adolescente niega con la cabeza, advirtiéndose ahora en su comportamiento un resquicio de vergüenza y mortificación—. De acuerdo —la mentalista suspira pesadamente, pues no le deja otra opción—. Tengo una ligera idea del motivo que te ha hecho cambiar de ánimo, de modo que, si me lo permites, te lo preguntaré directamente.
—Dudo mucho que tengas idea de lo que...
—¿De cuántas fotografías estamos hablando? —la interrumpe al momento, y Daisy cierra la boca nada más escucharla, con sus ojos llenándose de lágrimas poco a poco—. ¿Varias? ¿Una sola? —ante la primera pregunta, Cora advierte que el rostro de la estudiante expresa negación, entrecerrando los ojos y enarcando las cejas. En la segunda pregunta, sin embargo, sus ojos se desvían al suelo, y comienza a juguetear con sus manos. Es una respuesta afirmativa.
—Yo... No quería que esto pasara —la voz de Daisy rompe el breve silencio que se ha instalado entre ambas, quebrándose a cada palabra que sale de sus labios—. Mientras estaba con los chicos del instituto, alguien cogió mi teléfono —comienza a explicar lo sucedido—. Estuvo merodeando entre mis fotos, y... —se interrumpe, respirando de forma agitada—. Había una que era... —Coraline se acerca a la hija de su pareja, colocando una mano en su espalda, propinándole un masaje para calmarla—. Y hoy, cuando he llegado al instituto, todos...
—¿Se trata de una fotografía explícita? —realiza la pregunta de la manera más delicada y calmada posible, pues le resulta agónico el ver cómo sufre tanto su querida muchacha. Ante su pregunta, Daisy asiente al momento, con las lágrimas cayendo a raudales por sus mejillas—. Oh, cariño... —rápidamente, la taheña de ojos cerúleos la estrecha contra su pecho, abrazándola con una gran ternura y cariño.
—Lo siento, lo siento mucho —dice la adolescente, quien ahora, en brazos de la persona a quien considera una figura materna, vuelve a ser una niña pequeña—. Siento haberte decepcionado...
—Eh, no, no digas eso —la pelirroja la estrecha contra ella con algo más de firmeza, acariciando su cabello y su mejilla, tratando de calmarla—. No me has decepcionado, Dais, ¿me has oído? —inquiere con una voz serena, sujetándola por el mentón para obligarla a mirarla a los ojos—. Nunca podrías decepcionarme —le asegura, y nuevas lágrimas ocupan el lugar de las viejas en el rostro de la rubia, quien solloza con fuerza—. Malditos teléfonos, siempre complicando las cosas —masculla por lo bajo, chasqueando la lengua—. Por desgracia, estas cosas suceden, y a mi pesar, de forma más habitual cada vez —se sincera con ella, acariciando su cabello en movimientos lentos y relajantes, sintiendo que la jovencita vulnerable que estrecha entre sus brazos comienza a regular su respiración—. Esto no es culpa tuya, Dais, ¿entendido? Quienquiera que haya rebuscado en tu teléfono sin permiso está cometiendo un delito, y aún más al haber compartido una fotografía íntima con el resto del colegio —le asegura en un tono ligeramente airado—. Voy a encontrar al responsable, te lo prometo.
—No —Daisy rompe su abrazo por un instante, lográndose atisbar en sus ojos una expresión atemorizada—. Si intervienes las cosas podrían ir a peor... —asegura en un tono incierto—. Las burlas, los comentarios y... El acoso.
—Daisy, si no hacemos nada, entonces se creerán con el derecho a hacer lo que quieran contigo, y el asunto no se solucionará nunca, sino que continuará, y entonces las cosas sí que irán a peor —intenta razonar con ella la taheña de piel de alabastro, aun acariciando su cabello en movimientos lentos—. Tienes que plantarles cara, ¿vale? —la insta en un tono decidido—. Yo sé lo que es encontrarte arrinconada, creyendo que no tienes salida, pero siempre tendrás amigos en los lugares que menos esperas.
—¿Tú también... Viviste esto? —la rubia parece buscar consuelo en no ser la única víctima.
—Así es —afirma la mentalista con una sonrisa cariñosa.
—Pero tú eres muy fuerte, y valiente...
—Cualquier persona, por muy fuerte o valiente que sea, Dais, tiene debilidades que cualquiera con malas intenciones puede explotar —la alecciona en un tono sereno, secando las pocas lágrimas que quedan en las mejillas de la adolescente—. Por eso quiero que intentes defenderte a toda costa —insiste nuevamente—. Busca amigos en los que confiar. Seguro que alguno habrá —sugiere en un tono sereno, y a la mente de la rubia viene la imagen de otra adolescente de cabello rubio y ojos azules, asintiendo lentamente—. No dejes que vean cuanto te afecta todo esto. Mantén la cabeza erguida hasta que decidamos qué hacer al respecto, ¿de acuerdo?
—¿«Decidamos»? —los ojos de la muchacha se abren con pasmo—. ¿Vas a hablar con Papá?
—Si tú no tienes el valor de hacerlo, me temo que no tendré más remedio —admite la analista del comportamiento—. No podemos dejarlo al margen de esto, Dais —quiere que vea su razonamiento, pues la rubia niega con la cabeza, mortificada y asustada de lo que pueda pensar su padre de ella—. Ya sabes cómo se preocupa por ti, y lo mucho que te quiere.
—Sí, pero... ¿Y sí...?
—Tu padre no va a decepcionarse —la interrumpe antes de que pueda ponerse en la peor de las situaciones—. De hecho, me atrevería a decir que hará lo que sea por protegerte —añade en un tono esperanzado, y comprueba cómo la rubia asiente lentamente—. Pero, a fin de cuentas, no es mi decisión —suspira pesadamente, pues ella no puede obligarla a hablar con Alec, y tampoco puede hablar con él acerca de un asunto que debería serle transmitido por su hija. Debe mantenerse al margen, al menos de momento—. Debes hacer lo que creas mejor.
—¿Entonces no se lo dirás?
—Mantendré tu secreto si tu mantienes el mío —le ofrece, y la adolescente inmediatamente vuelve a abrazarla con ternura—. A menos que me des un motivo para intervenir, no lo haré —le indica, y la adolescente asiente—. Pero antes de decidirte, piénsatelo bien, ¿de acuerdo? —le indica en un tono maternal—. No tomes decisiones precipitadas, y recurre a mí si lo necesitas.
—Lo tendré en cuenta, Mamá, te lo prometo —la adolescente sonríe con alegría, sintiendo que se le ha quitado un gran peso de los hombros, antes de percatarse de cómo acaba de llamarla. Se separa de ella, sintiendo que se ruboriza—. Lo siento, yo... No te llamaré así si te molesta.
—No me molesta, Dais —niega la pelirroja, acariciando su mejilla derecha con una sonrisa cariñosa—. Pero quiero aclarar algo, porque no quiero que haya malentendidos —la adolescente la observa en silencio, esperando su explicación—. No soy tu madre, y espero que sepas que no pretendo reemplazarla, pero me halaga y me emociona que pienses en mí de esa forma.
—Claro que lo sé, y lo aprecio mucho, pero no puedo evitarlo —se sincera la muchacha de piel clara y ojos azules—. Has hecho mucho por mi durante todo este tiempo, y francamente, te has comportado como una madre conmigo, incluso más que ella —expresa sus sentimientos honestos acerca de la relación con Tess, y Coraline la observa con cierta lástima—. Cuando me enteré de lo que había hecho Tess... —apela a su madre por su nombre, siendo una costumbre que ha adquirido desde que vino a vivir con ellos a Broadchurch, negándose a mantener cualquier tipo de contacto con ella—. Estaba lívida. Entré en cólera. Me mintió durante años, haciéndome creer que mi padre nos había abandonado a ambas, y que había mantenido una aventura extramatrimonial, cuando la realidad es, que ella es la mayor responsable del divorcio —empieza a sincerarse acerca de las circunstancias de lo sucedido, pues nunca ha hablado en detalle sobre ello—. Eso ya puso tirante nuestra relación, pero más tarde, cuando empezó a salir con su nuevo novio, al que conoció en el trabajo, hasta olvidarse incluso de que teníamos planes, fue la gota que colmó el vaso —agacha el rostro, sintiendo que la pelirroja continúa acariciando su mejilla con afecto—. No soy capaz de perdonar, y no perdono, que haya herido así a mi padre, y que, según sus mensajes de texto, haya vuelto a relacionarse, aunque sea amistosamente, con ese hombre que destrozó nuestra vida en familia de esa forma —cierra los puños con fuerza, dejando constancia de su resentimiento—. Intenté hablar con ella, pero no hacíamos más que discutir, porque no teníamos los mismo puntos de vista —le explica a la mujer que ha llegado a considerar como su madre, quien la escucha en silencio, dejándola desahogarse—. Yo sentía que en la escala de su preocupación era lo segundo, mientras que su trabajo y su nuevo novio eran lo más importante. Ella me decía que no era así, que debía centrarse en el trabajo para procurarnos una buena vida, y que yo ya era lo bastante mayor como para entenderlo y ser una buena chica...
—No puedo hablar por tu madre, Dais, y no debería inmiscuirme, pero deja que haga de abogada del Diablo —le propone, intentando que vea otros puntos de vista, y que no se cierre en banda a una posible reconciliación con Tess—. Tal vez quiso mantenerte al margen de todo esto para que no sufrieras más de la cuenta. ¿Qué se equivocó al pensar así? Es evidente. ¿Pero que lo hizo por el amor que te tiene? Eso también lo es —asevera, y Daisy hace una mueca de desaprobación ante sus palabras, pues no está muy de acuerdo—. Tu padre no quería que tuvieras una imagen distorsionada y negativa de tu madre, de modo que mantuvo la verdad en secreto, porque lo más importante para él, sois tu felicidad y tú —su tono de voz se dulcifica al hablar del cariño que le profesa su pareja a su hija, pues es un gran padre, y ella puede dar fe de ello, aunque a veces cometa equivocaciones—. No seas tan dura con tu madre por lo sucedido... En ocasiones, hay agentes externos que provocan que la pareja se desenamore, o simplemente malentendidos que provocan un distanciamiento irreversible. Pero no dudes de que ambos te quieren, y siempre te antepondrán a todo, incluyendo su trabajo.
—Si es así, ¿por qué Papá no está hoy aquí?
—Daisy, ahora no estás siendo justa: tu padre no es tu madre, y no deberías compararlos. Además, está hablando tu resentimiento y tu ira, no tú —la alecciona, y la adolescente de cabello rubio suspira pesadamente, pues es consciente de que tiene razón—. No te cierres a hablar con Tess en un futuro, ¿de acuerdo? —le pide, y la estudiante de piel sonrosada hace amago de rodar los ojos, pero se detiene, considerando sus palabras—. No dejes que un resentimiento, aunque justificado en parte, os separe de esta forma, dejando de hablaros. No dejes que cree una brecha insalvable entre vosotras, impidiendo que le digas las cosas que, estoy segura, aún quieres decirle. No esperes hasta que sea tarde para decírselas —la insta a adoptar una actitud más conciliadora, hablando desde su corazón, pues ahora que no cuenta con la presencia de su madre en su vida, se percata de lo mucho que habría querido decirle—. En cuanto a Alec... Eres una chica comprensiva, y por eso sé que entiendes lo difícil que resulta para tu padre compaginar su vida con nosotras con el trabajo, ¿no es cierto? —ella asiente en silencio—. Él también lo sabe, y está deseando acabar con esta investigación para pasar tiempo contigo... De ahí que hallamos discutido en parte —se sincera, y los ojos cerúleos de Daisy se posan en su rostro, ahora mucho más relajada—. En lo que respecta a llamarme Mamá, por mi parte, no hay problema en que lo sigas haciendo, pero creo que sería mejor preguntarle a tu padre si le parece apropiado, ¿no crees?
—Supongo que sí, Mamá —afirma la adolescente en un tono cariñoso, sonriéndole con ingente cantidad de afecto, antes de besar su mejilla—. Gracias por estar conmigo, y por ayudarme —le dice con sincero reconocimiento.
—No hay de qué, querida —le sonríe con ternura—. Y ahora, vamos, te llevo a casa —asevera, levantándose de la manta con un pequeño arranque de energía, con la adolescente imitando sus acciones.
—¿A casa? Pe-pero tengo clase esta tarde...
—Después de lo que me has contado, creo que te conviene mantenerte unos días al margen, sin presiones —le explica la pelirroja en un tono sereno, recogiendo la bolsa, las cajas del almuerzo, y los termos—. A mi parecer, esto califica como una baja por motivos personales, y para tu buena suerte, figuro como tu tutora legal en ausencia de tu madre —asevera, habiendo sido un cambio que Alec acordó con Tess hace tiempo, con la subinspectora accediendo a tal acomodación tras el cambio de situación y vivienda de su hija—. Recoge tus cosas y espérame en el coche —le indica, doblando con su ayuda la manta, pues ahora que la adolescente es consciente de su estado, no quiere que haga esfuerzos innecesarios—. Voy a la secretaría y vuelvo en un santiamén —asevera, entregándole las llaves del vehículo, antes de sacar su habitual bloc de notas, para realizar un justificante de ausencia.
—¡Eres genial, Mamá! —la adolescente la abraza nuevamente y besa su mejilla—. Yo me encargo de llevar esto —afirma, antes de colgarse la mochila a la espalda, tomando en sus manos la bolsa con el almuerzo y los termos y en la otra la manta—. Te espero en el coche.
La analista del comportamiento contempla a su «hija» caminar con la cabeza bien alta hacia el aparcamiento del instituto, haciendo caso omiso a los comentarios y miradas de algunos compañeros. Una vez se asegura de que la estudiante se ha metido en el coche, suspira aliviada. Mientras se encamina a la secretaría del centro, es capaz de vislumbrar a Chloe Latimer vigilando a Daisy con una mirada entre orgullosa y preocupada, y desea en su fuero interno, que ambas lleguen a ser buenas amigas. A su querida adolescente le haría falta una amiga, y Cora cree que Chloe podría ser la indicada.
Beth Latimer se reúne con Mark en el pequeño descampado que hay cerca de la casa en la que solían convivir. Se sientan en la hierba, con ella sujetando dos tazas de café. Lo ha citado allí porque quiere tratar con él varios asuntos de gran relevancia, aunque especialmente, quiere verlo porque, aunque las esperanzas se han ido apagando poco a poco, desea que Mark vuelva a formar parte de la vida de sus hijas de forma más activa. Sus ansias de venganza están alejándolo de ellas, y no es justo. Lizzie y Chloe aún necesitan a su padre. Beth puede continuar sola, como le dijo en su momento, y aunque no lo hará en cierta forma, tener a Mark echando una mano siempre será bueno.
—Café —le dice mientras le entrega la taza—. Del puestucho que te gusta.
—Gracias —responde él, tomando en sus manos la taza que le ofrece.
—Siento lo de anoche —se disculpa la castaña en un tono amable, pues sabe que estuvo fuera de lugar, y si quiere que Mark tome un papel más activo en la vida de sus hijas, ese no es el camino correcto.
—Sí, yo también —concuerda el fontanero, pues la forma en la que expresó su preocupación, ahora lo ve, resultó ser demasiado controladora. Él no puede decirle a Beth qué hacer y qué no. Esa es decisión suya—. ¿Qué tal tu nueva clienta? —cuestiona entonces, intentando evitar la incomodidad que, desde hace tiempo, aparece recurrentemente en sus charlas.
—No muy bien —se sincera la asesora en un tono ligeramente pesimista—. He estado con ella esta mañana —rememora los eventos del día y suspira pesadamente—. Nos hemos reunido con Ellie, Cora y el Inspector Hardy, pero la situación se ha torcido un poco cuando le ha pedido que vaya a comisaría. Yo la acompañaré... Al fin y al cabo, es mi trabajo.
—¿Y cómo lo llevas? No debe de ser fácil.
—Bueno, ya sabes... —Beth deja inconclusa la frase antes de suspirar—. Eso es lo que no te cuentan: ¿quién apoya a los que apoyan? —toma un sorbo de su café con un ademán amigable, esperando que Mark responda positivamente a sus palabras—. Por eso te he llamado.
—Claro... —el hombre frente a ella, a quien ha comenzado a crecer la barba, suspira pesadamente—. Beth, no estás siendo justa, ¿sabes? —inquiere en un tono que deja en evidencia su dolor, pues está claro que se encuentran en un punto de no retorno—. No puedes llamarme, y pedirme que nos tomemos un café como si todo fuera como antes.
—¿No? —Beth está desconcertada. Creía que estaba claro dónde quedaba su relación, pero parece que no es así. Al menos para Mark.
—No —niega él categóricamente—. Sabes que puedes tratarme como a un perrito, que si me silbas vendré corriendo, pero necesito que no lo hagas —se expresa en un tono sereno antes de suspirar—. Necesito que no me des esperanzas.
—Lamento que te sientas así.
—Bueno, ¿quieres que sea sincero, no? —inquiere el fontanero, tomando otro sorbo de su café—. Y de todas formas, si necesitas apoyo, ¿por qué no has llamado a Paul? —cuestiona Mark en un tono que queda entre la molestia y la curiosidad—. Según tengo entendido, quedas con él varios días a la semana, normalmente a comer o a cenar.
—¿En serio, Mark? —inquiere la mujer de cabello castaño, algo incrédula. De todos los momentos que hay para elegir, decide sacar el tema justo ahora—. ¿Vas a sermonearme por intentar buscar un poco de felicidad?
—No, claro que no —se defiende de sus acusaciones—. Es solo que... Resulta difícil, ¿sabes? Ver a la mujer que... —se interrumpe a mitad de frase antes de decir algo de lo que pueda arrepentirse—. Me alegro por ti, de verdad, pero no puedes esperar que no me haga ilusiones con lo nuestro cuando me llamas así, para tomarnos un café, especialmente cuando estás empezando a verte con otro hombre.
—Entre Paul y yo de momento no hay nada serio —se justifica Beth, quien desde hace tiempo ha empezado a verse con el vicario anglicano fuera de los horarios convencionales de misa. Aún no le ha comentado a su hija nada al respecto, pero espera hacerlo pronto, especialmente, porque si Dios lo permite, espera tener una relación feliz con el hombre de cabello rubio y ojos azules, aunque para ese entonces, como ya le ha comentado, probablemente haya dejado el sacerdocio. De pronto, recuerda que debía entregarle algo a Mark, de forma que rebusca en su bolso con ahínco—. Ha llegado esta mañana —le indica, entregándosela—. Indemnización por lesiones derivadas de delitos —contempla con lastima como el rostro de Mark se desencaja momentáneamente al contemplar que es el dinero que la justicia les entrega por la muerte de Danny—. Es el cheque, con una disculpa por escrito por los errores administrativos que lo han retrasado tanto —clarifica, aunque sabe de sobra que no es necesario que lo haga, pues el rostro pálido de su, hasta el momento, marido, dice todo lo que le pasa por la cabeza. Es como un libro abierto—. 5.500 para Chloe, y 5.500 para nosotros, que supongo que repartiremos.
—No lo quiero —Mark le extiende el cheque de vuelta.
—Deberías aceptarlo —insiste Beth, pues desde su separación, la situación financiera de Mark es apenas estable, haciendo algún trabajo aquí o allá, cuando le es posible. Además, según le ha dicho Paul, en ocasiones realiza algún arreglo en la iglesia, aunque claro, desde que han empezado a quedar, ha sido algo incómodo. Se siente algo culpable por ello, pero el vicario le ha asegurado que no debe hacerlo, pues, ¿quién es ella para interferir en aquello que quieren sus sentimientos?
—No lo quiero —sentencia con determinación el hombre de ojos azules—. No quiero una compensación, quiero justicia —asevera en un tono que deja clara su inquina y su remordimiento, como si se arrepintiera de haber dejado vivo a Joe Miller, tres años atrás. El futuro parecía más luminoso entonces, pero ninguno, en especial él, habría adivinado las consecuencias de esa, en apariencia, compasiva decisión—. ¿Once mil libras por la vida de nuestro hijo? ¿Mil por año? ¿Es eso lo que vale?
—Eso es lo que dan por un familiar asesinado —sentencia Beth en un tono más firme, antes de rodar los ojos—. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Rechazarlo? —inquiere en un tono irónico, tomando un sorbo de su café—. Porque eso no meterá a Joe Miller en la cárcel.
—Yo sigo luchando —sentencia Mark, apretando los dientes, utilizando un tono bajo de voz.
—Lo sé, y ese es el problema —reafirma Beth, pues desde la resolución del juicio y su decisión de hace tres años, Mark ha dedicado cada segundo y cada minuto de su vida a intentar encarcelar a Joe, cuando ni ella ni sus hijas desean eso. Ellas solo quieren seguir adelante con sus vidas. Pero la incapacidad del fontanero para hacerlo las está arrastrando con él, y no parece siquiera ser consciente de ello—. Te lo hemos dicho una y mil veces, Mark: no queremos vivir en el pasado, sino en el presente —le comunica Beth en un tono amonestante, antes de levantarse, aun sujetando la taza de café en la mano—. Si aún quieres formar parte de la vida de Chloe y Lizzie, plantéate qué es lo más importante en este momento: tus hijas, o encarcelar a Joe Miller —le da un ultimátum, y Mark traga saliva, desviando la mirada—. Decídete pronto, porque no estaremos siempre ahí, esperándote —niega con la cabeza lastimosamente, antes de suspirar—. Me alegra haberte visto... —se despide de él, antes de comenzar a caminar hacia la iglesia de San Andrés, donde espera poder encontrar a Paul, pues necesita su ayuda, ya no solo para manejar a Mark, sino para intentar gestionar todo este asunto entre ellos. Deben hablar del futuro y de cómo esta posible relación entre ellos podría cambiar sus vidas de raíz.
Entretanto, en la central de control de taxis, Ellie Miller y Alec Hardy llevan varios minutos intentando hablar con la controladora, quien ya ha atendido varias llamadas en su presencia desde que están allí. Ahora que finalmente disponen de un momento de calma, han decidido pedirle ayuda, especialmente con el taxista que llevó a Trish Winterman a la fiesta de la Casa Axehampton.
—Sentimos molestarla nuevamente, pero queremos saber a qué hora dejó de funcionar la radio del taxi número dos el sábado por la noche.
—¿El número dos? —parece momentáneamente desconcertada por la pregunta de Ellie, pero pronto parece comprender—. Ah, claro, se refiere al taxi de Clive Lucas —asiente, antes de reflexionar momentáneamente—. Dejó de funcionar aproximadamente a partir de las 22:30 —da la hora exacta, y Alec Hardy saca su libreta, apuntando el dato al momento.
—¿Pero tenía carreras reservadas? —cuestiona la policía de cabello castaño, curiosa.
—Sí, así es —afirma su controladora mientras aprieta los dientes, señalando que no está muy de acuerdo con lo sucedido—. Fue una auténtica pesadilla —se queja—. Le eché una buena bronca al día siguiente —mientras dice esas palabras, una leve sonrisa aparece en su rostro, indicando que disfrutó de darle un escarmiento—. Le dije que si volvía a hacer algo así, lo despediría —deja constancia de su ultimátum, y los agentes no pueden culparla. Ya han hablado con Clive, y a ambos les ha parecido un hombre petulante—. Siempre va por libre. Se cree mejor que el resto —lo describe, y tanto a Ellie como a su compañero les viene a la mente la descripción que Coraline ha hecho esta mañana de Leo Humphries: narcisista que roza la psicopatía.
—¿Tiene un listado de sus reservas de aquella...?
—Budmouth Taxis, ¿en qué puedo ayudarle? —la controladora interrumpe al inspector escocés tras descolgar una llamada entrante, con el hombre de vello facial rodando los ojos disimuladamente—. ¿Podría esperar un minuto? —le pide al interlocutor, pues no es de buena educación dejar a la policía esperando—. Lo siento, ¿qué decía? —se dirige al hombre con el ceño fruncido que tiene delante, pidiéndole que repita su pregunta, al mismo tiempo que tapa el micrófono con la mano izquierda.
—¿Tiene un listado de sus reservas de aquella noche, y de las que cumplió y las que no?
—Debo tenerla por aquí —afirma la controladora en un tono amigable, antes de suspirar—. Voy a ver si logro encontrarla—añade, levantándose del asiento tras dejar el teléfono descolgado, apoyado en la superficie de la mesa.
—Sería de gran ayuda, gracias —afirma Ellie con una sonrisa, observando cómo la mujer se aleja del mostrador para ir a la parte trasera de su despacho, probablemente al lugar en el que tienen los registros—. Qué servicial.
—Sin duda —responde Alec sarcásticamente, pues aunque aprecia su afán de ayudarlos, han tenido que esperar bastante tiempo a ser atendidos, y eso deja mucho que desear. Han perdido bastante tiempo valioso que podrían haber invertido en la investigación, y ahora, a saber cómo van a recuperarlo.
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