Capítulo 41 {1ª Parte}
Son las 02:20h cuando los investigadores vuelven a entrar en la sala de interrogatorios número tres, sentándose los veteranos inspectores en esta ocasión frente al taxista, mientras que la analista del comportamiento se interna en su sala de observación, contemplándolos desde el otro lado del cristal. Teniendo en cuenta lo que ha descubierto, ha creído que sería mejor que se mantuviera al margen en este interrogatorio, o sería capaz de increparle unas cuantas cosas a Clive. Entiende su instinto de protección, pues ella siente lo mismo por sus seres amados, pero hay un momento en el que ese instinto de protección debe ser detenido. Especialmente, cuando ese ser amado ha cometido un crimen así.
—Sabemos lo que estás haciendo, Lucas —sentencia Ellie con un tono severo tras tomar aliento en varias ocasiones para calmarse, contemplando por la periferia de su visión que su compañero y jefe se ha cruzado de brazos bajo el pecho, tratando de controlar sus emociones en todo momento, pues no quiere estallar en una incontrolable furia.
—¿A qué se refieren...? —intenta jugar al despiste, pero ya no puede engañarlos más.
—Es tú última oportunidad para decirnos qué pasó aquella noche —le advierte con un tono que va bajando en intensidad, pues comprende que quiera seguir protegiéndolo, pero no puede, y no debe, seguir haciéndolo. La vida de una mujer ha sido destrozada por ello, al fin y al cabo. Contempla que Hardy no le quita los ojos de encima al taxista, casi como si quisiera taladrarle la cabeza debido a la ira que lo invade. "Espero que no diga nada que lo haga perder los estribos, porque no hay nada peor que un escocés cabreado...", piensa para sí misma la madre de Tom, imitando la postura de su amigo, cruzándose de brazos bajo el pecho en una actitud intransigente. "Bueno, sí que lo hay: la calma antes de la tempestad de cierta analista del comportamiento al otro lado del cristal, a quien veo muy capaz de romperlo para estrangularlo, en caso de que continúe evadiendo la verdad".
—Eso ya lo he hecho...
—Para que conste en la cinta —la veterana agente de policía se ha hartado de su actitud nada cooperativa, y saca una hoja de papel del archivo que tiene sobre la mesa—, le estoy enseñando al Sr. Lucas la prueba EM153 —lo desliza hacia el taxista, cuyos ojos oscuros inmediatamente se posan en aquello que está subrayado con rotulador fosforescente—. Es un número de teléfono —clarifica, aunque a juzgar por la palidez que de pronto tiene el rostro de Clive, este ya se ha percatado de ello—. ¿Sabes a quién pertenece este número de teléfono, Lucas? —indaga, antes de contemplar que el aludido niega con la cabeza, silencioso—. Lo siento, ¡a la cinta, por favor!
—No —responde de manera verbal, según se le ha indicado—. Qué va.
"Oh, claro que lo conoces, Clive... Lo conoces muy bien", piensa para sí misma la pelirroja de ojos azules como el mar, antes de cruzarse de brazos, sentada en el sillón de la sala de observación. "Lo veo inmediatamente en esa dilatación en tus pupilas, en ese desviamiento de la mirada al suelo, en cómo tu respiración se acelera, y en cómo has palidecido", lo analiza en unos cinco segundos, antes de percatarse de cómo su futuro marido ha fruncido el ceño aún más, lo que significa que su ira aumenta. Está a punto de perder un poco de su autocontrol, lo que sucede unos instantes después.
—¡Si que lo sabes! —intercede Hardy con una voz que se asemeja a un gruñido, elevando el tono a cada palabra, con su acento escocés haciéndose cada vez más pronunciado—. ¡Conoces ese número, y sabes lo que pasó aquella noche! —le espeta con evidente furia, apretando las manos que tiene cruzadas bajo los brazos para resistir el impulso de darle un puñetazo—. ¡Y sigues negándote a contárnoslo, lo que significa, que estás obstaculizando a la justicia!
—¡Por favor, dejen de preguntarme...! —ahora su voz se quiebra al hablar, sintiéndose arrinconado, sin escapatoria posible. No debería haber mentido, pero no podía hacer otra cosa. Debía protegerlo, porque ese es su trabajo. Tiene que cuidarlo. No puede fallarle.
—Hemos localizado ese móvil la noche que Trish fue violada, y estuvo en Axehampton —clarifica la antigua sargento de policía con un tono férreo, poniendo las cartas sobre la mesa para evitar que intente negar lo evidente—. Igual que el móvil de Leo Humphries —el sospechoso traga saliva nuevamente, sintiendo que su visión se torna borrosa por las lágrimas que amenazan con caer de sus ojos—. Igual que tu móvil —Clive desvía la mirada arriba a la izquierda, lo que le indica a Coraline que está rememorando los eventos de aquella noche con viveza—. Y más tarde esa misma noche, sobre la 1:00h, esos mismos tres móviles estuvieron juntos, en el mismo sitio —asevera, dando pequeños pero firmes golpes efectistas en la mesa de la sala de interrogatorios. Por un momento le parece que va a hacerle un agujero, pero poco le importa. Tiene que conseguir que confiese—. Los tres móviles, las tres personas, ¡todos juntos!
—No me obliguen a hacerlo...
—¿¡Obligarte!? —esta es la gota que colma el vaso para el escocés trajeado de complexión delgada, que alza la voz una vez más. Está iracundo. No puede creer que este ser que tiene delante se crea incluso superior a ellos. Que no tiene que colaborar con esta investigación—. ¡Tienes la obligación moral, y la obligación legal de contarnos la verdad! —exclama, acusándolo de su desafío a la autoridad, y a su negativa a cooperar con la investigación. Oh, con qué gusto lo molería ahora a golpes, especialmente teniendo en cuenta todo por lo que han tenido que pasar, no solo Trish, sino las otras mujeres, y su querida pelirroja—. ¡Una mujer fue violada esa noche! —le recuerda, y ante el peso de lo que sucedió, Lucas cierra los ojos con fuerza, como si intentase aislarse de la verdad—. ¡Abre los ojos! —le exige, sobresaltándolo con su tono tan elevado e iracundo, provocando que pose sus ojos oscuros, atemorizados y culpables, en los suyos—. ¿¡Otras dos más, que sepamos, fueron violadas con anterioridad, y no piensas contarnos lo que sabes!?
—No tienes elección, Lucas —le asegura Ellie en un tono factual, interviniendo una vez más en la conversación, pues de no hacerlo, es muy capaz de ver a su jefe abalanzarse sobre el sospechoso para seccionarle la yugular—. Será peor para ti si guardas silencio.
Sus palabras parecen surtir efecto, puesto que Lucas asiente lentamente, antes de tragar saliva, con sus labios temblando antes de separarse de manera tentativa. Incluso aunque le parta el corazón, sabe que debe hablar. Contarles la verdad. Lo que sabe. Porque es lo correcto. Porque, y ahora lo sabe, más mujeres están sufriendo de la misma intensa forma.
—Yo solo los llevé a casa...
—¿A quién llevaste a casa? —cuestiona Hardy, a pesar de que ya sabe la respuesta.
Lucas cierra los ojos, rememorando claramente en su mente lo que sucedió esa noche.
Va de camino desde la fiesta por la carretera. Acaba de dejar a unos pasajeros allí que han llegado más tarde de lo habitual, y ahora vuelve a la estación de taxis para terminar su jornada laboral. A lo lejos, alumbrados por las luces del taxi, ve a dos figuras encapuchadas. Por la complexión, ambos son jóvenes. El de la izquierda es un chico de piel sonrosada, vestido con una sudadera con capucha negra, pantalones vaqueros negros, y deportivas blancas. El de la derecha es un chico de piel canela, vestido con una chamarra con capucha caqui, vaqueros negros, y deportivas del mismo color. Caminan frente a él con calma, y se pregunta de dónde habrán salido. El único camino que puede llevarlos hasta aquí es el que él ha recorrido para dejar la fiesta, de modo que, solo se le ocurre que sean invitados que han decidido irse a casa por su propio pie. No sería raro que estuvieran cansados de tanto baile y bebida. Se le ocurre acercarse y ofrecerse a llevarlos a sus casas. Quien sabe, podría ganarse unas cuantas libras extra, más las que ya se ha ganado con las carreras. Acelera un poco el taxi, y cuando las luces finalmente provocan que los jóvenes se percaten de su presencia a su espalda, detiene el vehículo.
—¿Estáis bien? —inquiere tras bajar la ventanilla del pasajero.
Inmediatamente, el joven con la capucha negra abre la puerta del copiloto, entrando en el vehículo, antes de sentarse en el asiento con una actitud llena de soberbia. Lo reconoce al momento: es Leo Humphries. Lo ha llevado en muchas ocasiones en su taxi, y entrena al equipo de futbol en el que él juega.
—Llévanos de vuelta al pueblo, por favor —le pide el joven universitario, sin aliento. Por cómo respira de manera agitada, pareciera que acaba de correr una maratón, y sin embargo, su cara no está sonrojada por el esfuerzo.
La otra figura, la encapuchada de caqui, entra entonces en la parte trasera del taxi con un ademán menos seguro, más nervioso que el de Leo. Cierra la puerta, y no se quita la capucha hasta que hace contacto visual con Clive. Entonces se la retira, dejando al descubierto su rostro: es Michael.
—¿Qué ha pasado? —quiere saber, pues la mirada llena de terror, culpa y vergüenza de su hijo lo ha puesto en alerta. No sabe qué es lo que estaba haciendo en la fiesta, y por qué está en compañía de Leo, pero hay algo en su rostro que le pone los pelos de punta.
—Papá, por favor —su voz no tiembla, pero indudablemente se encuentra en una especie de estado de shock, a juzgar por cómo mantiene su mirada en su rostro, con las pupilas dilatadas, mientras que las manos que tiene en el regazo, le tiemblan intermitentemente—. Tú conduce... —le pide antes de posar su vista en el horizonte nocturno, perdiéndose en sus pensamientos más profundos, negándose a hablar más del asunto.
Sus ojos se tornan vidriosos a cada segundo, y por un momento, Clive teme que vaya a echarse a llorar. Pero hace lo que se le pide, y arranca el motor. Conduce en un viaje en extremo silencioso e incómodo hasta Lyme, dejando a Leo en casa de su novia, Danielle, y luego recorre el camino en sentido contrario, hacia su casa.
Una vez obtienen el resumen de los hechos por parte del padre de Michael, éste es trasladado a comisaría para ser interrogado en la sala número cinco. Lindsay no se ha opuesto a que se lo lleven, pues únicamente le han comunicado que deben interrogar al muchacho sobre algunas declaraciones que su padre ha realizado. Ahora mismo no quieren alarmarla con la verdad de los hechos, pues eso deberán hacerlo cuando consigan una declaración formal, y lo hayan detenido como el culpable de la violación de Trish Winterman. Coraline se ha desplazado hasta la sala de interrogatorios número cinco, manteniéndose apoyada en la pared de la estancia, mientras que sus dos veteranos compañeros y superiores se sientan en las sillas frente al estudiante.
"Y pensar que este mismo chico difundió la foto de Daisy y compartió con Tom la pornografía...", Ellie no puede dejar de pensar en esto, sintiendo que un escalofrío la invade de pies a cabeza, preguntándose qué habría podido pasar si su hijo no era detenido. ¿Acaso Michael lo habría corrompido? ¿Lo habría obligado a hacerle daño a alguien? Es un pensamiento lapidario en el que no quiere recrearse por el momento, de modo que traga saliva y niega con la cabeza, obligándose a concentrarse en lo que tiene delante.
—¿Por qué lo hiciste, Michael?
Ante la pregunta de la inspectora que tiene delante, Michael, quien es incapaz de mantener sus ojos fijos en los adultos, se muerde el labio inferior en un claro gesto de culpa y nerviosismo. Exhala un hondo suspiro, cargado de miedo, antes de tragar saliva, comenzando a revelarles poco a poco lo que lo llevó a asistir a la fiesta en Axehampton.
Los exámenes acaban de terminar, y está disfrutando de unas semanas libres para hacer lo que le venga en gana. Decide concentrarse en el fútbol, que es una de sus grandes pasiones. Le encantaría llegar a ser un jugador profesional algún día. Pero para lograrlo, primero debe entrenar. De ahí que se haya apuntado al equipo de fútbol que hay cerca de su instituto. Lo entrena un universitario llamado Leo Humphries. En uno de los partidos por equipos, llevando el dorsal número cinco y vestido con una equipación borgoña, Michael está jugando un partido amistoso contra otros compañeros del equipo. Su entrenador los ha dividido en equipos para una pachanga. Su padre, que está en el otro equipo, lleva un peto azul sobre la equipación. En un momento dado, uno de los compañeros de su padre lleva el esférico, y se lo pasa. Michael analiza la jugada, y sabe que está en el momento y en el lugar idóneo para hacerle una entrada, y así, robarle el balón. Se decide. Comienza a correr, flanqueando a su padre por la izquierda, y entonces, cuando ve que el balón está más alejado de sus pies, se apresura en ir a por él. Sin embargo, el choque entre ambos es lo que no ha previsto. Va con demasiado ímpetu, y ambos terminan en el suelo, con Clive emitiendo ligeros gruñidos adoloridos.
—Lo siento, Papá —el joven estudiante de cabello y ojos color ónix se apresura en disculparse con él, puesto que no ha intentado hacerle daño. Solo quería hacer una buena jugada. Además, no quiere que se enfade y le pegue otra vez, como tantas otras veces antes—. Lo siento —se apresura a levantarse del suelo, corriendo a su lado para ayudarlo a levantarse, a pesar de que el taxista ya está incorporándose del suelo por su cuenta—. Papá, lo siento mucho...
Ve a su padre caminar hacia él con una expresión que no deja duda alguna sobre su enfado. Está lívido a más no poder. Considera que lo ha avergonzado delante de los demás jugadores por el hecho de haberlo tirado al suelo. Inmediatamente, apenas ha terminado de hablar, siente el punzante dolor al que tan acostumbrado está, en la mejilla derecha. Su padre le ha propinado una bofetada con el dorso de la mano. Escucha vagamente cómo algunos de los otros jugadores protestan por sus acciones, apresurándose en alejarlo de él. No quieren que este tipo de situaciones se conviertan en una costumbre en el terreno de juego. No es deportivo. Por no hablar, que no es la manera correcta de que un padre trate a su hijo. Y saben de buena tinta que Clive tiene problemas de ira. De ahí que sean más protectores con el joven.
—Tranquilo —Leo Humphries se le ha acercado, susurrándole esas palabras con un tono compasivo. Está vestido de negro como es costumbre al ser el entrenador y el árbitro. Mientras se masajea la mejilla, siente la reconfortante y amable mano del universitario en su hombro izquierdo, quien a los pocos segundos decide reanudar el partido.
El universitario continúa vigilando en todo momento el estado de Michael durante el partido, asegurándose de detener las jugadas en cuanto su padre y él están demasiado cerca, o a punto de entrar en contacto directo. Da instrucciones a los jugadores cuando pasa a su lado para que se aseguren de cubrir al chaval, impidiendo que el taxista vuelva a propinarle semejante bofetada. Inmediatamente, todos ellos cooperan para ayudar.
Una vez termina la pachanga, con su equipo ganando 2-1, Michael sale de los vestuarios con una actitud nada positiva. Se encoge de hombros mientras camina, y siente que se le ha hinchado la mejilla debido al golpe. Cuando llegue a casa va a tener que ponerse hielo, y no quiere ni pensar en lo que dirá su madre cuando le vea la marca. Oh, su pobre madre, que siempre se preocupa porque él esté bien. Intenta protegerlo de los abusos de Clive, pero el estudiante sabe que no siempre va a poder hacerlo. Pero al menos agradece que lo intente. Y le alivia poder contar con su apoyo y su cariño. Aunque debería decírselo más a menudo, porque la ve marchitarse día a día a consecuencia de su vida. Ella se merece mucho más que ser la mujer de un taxista infiel y violento. Al menos eso es lo que cree él.
—¿Lo había hecho antes? —inquiere de pronto una voz a su espalda, sorprendiéndolo. Prácticamente tiene que controlar el grito que está a punto de salir por su garganta, antes de poder voltearse para mirar a su interlocutor. Leo ha vuelto a acercarse a él, y sus ojos azules están fijos en su mejilla hinchada—. Eso... —señala su rostro—. ¿Lo había hecho antes? —repite su pregunta, y Michael, que no quiere que nadie sepa lo que sucede en su casa, se apresura a negarlo con la cabeza. Pero es evidente que Leo ve a través de su mentira, porque suspira con pesadez—. No puedes dejar que se repita —lo alecciona con un tono lleno de sabiduría y pena, comprendiendo que la situación de este chico no es nada fácil. De alguna manera, el universitario se ve reflejado en él. En cómo era él hace unos años, cuando sus padres se separaron. Indefenso, débil, necesitado de un amigo, de un colega, de alguien que lo guie—. Nosotros no se lo permitiremos —le asegura con convicción, haciendo un gesto hacia los demás jugadores, entre los que se encuentra su antiguo profesor, Ian Winterman.
El joven de cabello rubio y ojos azules contempla cómo la mirada de Michael pasa de apenada a ligeramente agradecida, y un subidón de adrenalina lo invade. Sienta genial que las personas te admiren y quieran seguirte. Y esta no es la excepción. Piensa hacer lo que sea necesario para ayudarlo a mejorar, a convertirse en un hombre. Y lo va a guiar él mismo. Debería sentirse honrado. Él va a enseñarle cómo debe comportarse. Cómo debe devolver los golpes que le dé la vida.
—¡Eh! —en ese momento, la voz de su padre rompe el silencio de la noche, provocando que Michael gire el rostro hacia él. Lo ve caminar hacia ellos con una bolsa en las manos. Esta llena de ropa sucia, evidentemente. Probablemente sea la equipación del equipo de fútbol—. Si tan mayor eres, ¡ocúpate de esto! —le espeta, lanzándole la bolsa, la cual el estudiante de instituto recibe en sus manos con una expresión llena de rencor y apatía, contemplando cómo continúa su caminar hacia su coche, dispuesto a ir a casa.
—Dámelo a mí —le dice Leo rápidamente tras exhalar un suspiro hastiado y desaprobador. Prácticamente le arrebata la bolsa de las manos, y en cuanto no siente el peso en sus manos, el alivio se extiende por su cuerpo. Al menos ahora no tendrá que volver a casa andando porque lo deje atrás, como otras veces—. Es cosa mía, no tuya —argumenta, antes de que el muchacho con cabello oscuro trague saliva, desviando su mirada al suelo, pateando la gravilla—. De vuelta a casa, siéntate en la parte de atrás del taxi, como si fuera tu chófer —lo aconseja con un tono cómplice, provocando que una sonrisa aparezca en su rostro, sintiéndose feliz porque alguien finalmente lo apoye y lo ayude—. Eso lo cabreará.
Michael hace lo que le ha aconsejado Leo, y vuelve a casa sentado en la parte de atrás del taxi. Como esperaba, su padre está lívido al ver esto, y una vez llegan a casa, vuelve a propinarle otra bofetada. Sin embargo, esta vez su madre lo ve desde la ventana de la cocina, y en cuanto atraviesan la entrada, empieza a increparle a Clive lo que ha hecho. Pero como siempre, él ni se inmuta. No le importa lo que le diga. Y no es justo. Michael no entiende por qué aún no lo ha echado de casa. Es un maldito déspota. Bueno, salvo puntuales momentos, el estudiante sabe que su padre es un buen padre, puede que no un buen marido u hombre, pero sí un buen padre. Y echa de menos cómo era antaño con él. Decide no ir al entrenamiento de fútbol de la semana que viene. Quiere descansar del ejercicio, y francamente, no le apasiona la idea de volver a jugar contra su padre para recibir un bofetón en la cara.
Es el sábado 14 de mayo, mediodía. Su madre ha salido a hacer compras para la comida y la cena, de modo que tardará un rato en volver. Aprovecha para ver algo la televisión, y sale a dar un paseo por el pueblo para airearse. Su padre esta trabajando, de modo que puede hacer lo que quiera. Tras salir de un quiosco para comprarse el último número de una revista de fútbol que le encanta, se encuentra con Leo Humphries, quien parece que acaba de salir de la universidad. El joven adulto inmediatamente lo saluda como si lo conociera de toda la vida. No entiende qué lo lleva a querer juntarse con él, pero agradece la compañía. Le pregunta si puede ir a su casa, porque quiere comentar algunas jugadas con él por su papel de entrenador, y Michael, incapaz de decir que no a su carisma, acepta casi al momento. Caminan hasta su apartamento, subiendo las escaleras.
—Así que, le dije que había perdido su equipación, y le di una camiseta que le quedaba tan grande que parecía un vestido —dice Leo, quien está explicándole cómo es que se ha vengado ligeramente en su nombre por la bofetada que recibió el viernes de la semana pasada. Ante sus palabras, el joven de cabello y ojos oscuros no puede evitar reír. Está muy bien tener amigos así—. ¿Lo ves? Deberías haber venido —hace mención a que se ha perdido el entrenamiento de anoche, expresando la idea de no verlo allí como una pérdida horrible, logrando que Michael empiece a sentirse especial en su presencia—. Te habría encantado —le asegura mientras llegan al nivel en el que se encuentra el apartamento—. Le daré una camiseta diferente cada partido. No volverá a ver su equipación —los ojos celestes de Humphries escanean entonces su entorno, percatándose de que el barrio es bastante ordinario, y por qué no decirlo, pobre, comparado con aquel en el que él vive—. ¿Vives aquí?
—Sí —afirma Michael con un tono ligeramente avergonzado, pues conoce de sobra quién es Leo, y en qué trabaja. De hecho, no habría esperado nunca que un chico normal y ordinario como él tendría la oportunidad de codearse con alguien de semejante nivel económico.
—Qué cutre, ¿no? —inquiere Leo, comenzando un juego psicológico con el estudiante de quince años, haciéndolo cuestionarse su propio nivel de vida, juzgando que no es nadie importante. Que es un don nadie. Que nunca llegará a nada. De esta forma, y sin que Michael lo sepa, podrá manipularlo psicológicamente para sus propios fines.
—Yo no soy como tú —asevera Michael con un tono severo, sacando las llaves de su casa, antes de abrir la puerta, dejándolo entrar a su hogar—. No tengo lo que tú tienes.
—No, cierto... —afirma el universitario de ojos claros mientras entra al apartamento, aún con su mochila a la espalda. Tras entrar, dejando la mochila sobre uno de los sillones de la sala de estar, comienza a observar su entorno. Es un lugar simple, pequeño y minimalista. No hay mucho espacio para los lujos, y el nivel económico de la familia no puede permitírselos. En un momento dado, una fotografía llama su atención: una estudiante universitaria con cabello castaño rizado, que está posando para la cámara con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Esta es tu madre? —inquiere, habiendo tomado el marco de la foto en sus manos. Ve que Michael asiente con orgullo, antes de dejar la fotografía en su lugar. Tiene que admitir que no está nada mal. Se pregunta si seguirá teniendo el mismo cuerpazo que antaño—. ¿Con cuántas tías has estado? —pregunta de pronto, sorprendiendo al chaval de quince años, quien prácticamente parece que se tropieza con la alfombra al escucharlo.
—¡No te lo voy a decir! —se defiende, sintiéndose violento por hablar del tema. Sí, Leo y él llevan unos días intercambiando mensajes, prácticamente desde el último partido amistoso, pues tiene sus datos de contacto por el registro de jugadores. Pero no cree estar preparado para compartir algo de semejante intimidad con él.
—¿Ya has perdido la cuenta? —Leo inmediatamente se percata de que la sonrisa del muchacho no es una llena de orgullo, sino de vergüenza y de nerviosismo. Oh, de modo que es virgen todavía. No le resulta extraño, y más teniendo en cuenta el ambiente en el que se ha criado, con una madre que aparentemente es una católica convencida, a juzgar por los crucifijos de las paredes—. ¿No lo has hecho, verdad? —como esperaba, los ojos ónix de su nuevo amigo y protegido se desvían al suelo, incómodos y avergonzados en extremo—. Eh... Oye, no quiero cotillear —sabe cómo de influente puede ser en una mente tan joven las opiniones de una mente superior, una mente como la suya. Especialmente ahora, que se ha ganado su admiración. Pues este pequeño problema hay que remediarlo. Y él tiene la herramienta perfecta para ello—. Te enseñaré algo —le dice con un tono confidente, antes de caminar hacia su mochila. Abre la cremallera del bolsillo central, antes de comenzar a rebuscar en su interior. A los pocos segundos saca un pendrive—. ¿Quieres ver una cosa que pondría cachonda a tu madre? —este es el momento. El momento de introducir a Michael a su mundo. A un mundo lleno de libertad. Sin normas. Solo para disfrutar de él. Quiere compartirlo con él. Quiere liberarlo. Hacerlo mejor.
El chico de quince años contempla el pendrive con algo de duda. Sí, admite que ha visto algún que otro video algo subidito de tono, pero nunca ha visto pornografía como tal. Si su madre se enterase además, está seguro de que le daría un ataque al corazón. Pero está en esa edad en la que siente curiosidad por todo aquello relacionado con el sexo, y debe admitir que la oferta de Leo le parece tremendamente atractiva en estos momentos. Está solo la mayor parte del tiempo, y estaría bien que le enseñase algo que pudiera mantenerlo ocupado, al menos por unos minutos. Es como la fruta prohibida del Edén. Cuanto más le dicen que no debe comerla, más ganas tiene de hacerlo. Finalmente asiente.
—Pues coge tu portátil.
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