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Capítulo 31 {2ª Parte}

Beth Latimer y Trish Winterman ven el comunicado de Ellie Miller en casa de la segunda. La asesora se ha personado allí para apoyar a su clienta, así como para notificarla acerca de la rueda de prensa. Como era de esperar, la cajera ha querido ver con sus propios ojos el comunicado. Y mientras lo ve, no puede evitar sujetar la mano derecha de Beth en su izquierda. Es difícil ser testigo de cómo se expone públicamente la vergüenza de una, especialmente al tratarse de una agresión sexual. Ahora todos sabrán que ha sido ella, sin excepciones. Y no quiere inspirarles lástima. Pero hay un pequeño rayo de esperanza en toda la oscuridad que lleva días embargándola, impidiéndole dormir: los tres inspectores. Su dedicación al caso y el respeto que le han dado a ella y las otras supervivientes, le hacen creer que lograrán atrapar al responsable.


Cath Atwood está reponiendo las baldas de comestibles de la tienda. Tras unos segundos, se dirige a la parte trasera, al almacén, donde empieza a hacer el inventario. Debido al arresto de Ed, del cual ha sido notificada por la policía nada más llegar a su lugar de trabajo, ella debe ocuparse de sus tareas, entre ellas, de abrir la tienda y atender a la clientela. Enciende la televisión que hay en el despacho de Ed, escuchando el comunicado de prensa de la Inspectora Miller mientras trabaja. En un momento dado, cuando mencionan la agresión que Trish sufrió en Axehampton, detiene sus manos y fija su mirada parda en la pantalla. No puede evitar pensar en lo que habrá sufrido Trish, pero pronto, ese ramalazo de compasión se trunca al rememorar la traición que Jim y ella han cometido contra ella.


Chloe Latimer está en casa de Daisy Hardy, viendo con ella el comunicado de prensa. Como sigue algunas de las clases de forma no presencial, tiene la mañana del lunes libre. Ha ido para intentar convencer a su amiga de no marcharse de Broadchurch, además de darle una oportunidad a su padre para ejercer como tal, para estar en su vida. Sabe por Daisy que no han tenido mucho tiempo para estar juntos y verse, y probablemente, no se conocen tanto como deberían, de modo que quiere ayudarla a tomar la decisión correcta. La estudiante de dieciocho años desvía su mirada azul a joven de diecisiete, quien con el paso de los días se ha convertido en una gran amiga suya. Con un ademán cariñoso a la par que protector, rodea sus hombros con su brazo izquierdo, acercándola a ella, dejándola que busque refugio. Inmediatamente, Daisy se acurruca contra su amiga, a quien empieza a apreciar mucho más que como tal, aunque aún no es consciente de ello. Se siente muy agradecida con Chloe, puesto que la apoyó cuando nadie más lo hizo, además de Coraline. La hija de Beth acaricia el antebrazo izquierdo de su amiga en movimientos lentos y reconfortantes, escuchando las palabras de Ellie en el comunicado de prensa. En su mente, Chloe agradece profundamente que Daisy no haya sido víctima de ese agresor, especialmente debido a que su fotografía se ha difundido por todo el colegio. Aprieta un poco a la muchacha contra ella: no dejará que nadie se le acerque ni le haga daño, y mucho menos si ella está ahí para evitarlo.


Nira está reponiendo las existencias de la trastienda de la tienda en la que trabaja, tras haber acudido a los grandes almacenes a recoger el pedido que se realizó la semana pasada, ya que estaban quedándose sin género muy rápido. Intercambia una mirada y una sonrisa amigables con una compañera de trabajo, antes de encender la radio, escuchando el comunicado de prensa de una de las inspectoras a cargo del caso de agresión sexual, en Broadchurch. Escucha cómo prometen que las creerán, y por un ínfimo instante cree que debería hablar con ellos. Pero nuevamente, las dudas y el miedo hacen acto de presencia en su mente. Niega con la cabeza: no les debe a ninguna de las supervivientes nada. No tiene por qué testificar si así lo desea. No tiene por qué revivir ese trauma. Continúa reponiendo las existencias con un ánimo algo decidido, pese a la pequeña e insistente voz de su cabeza, que la insta a hablar sobre lo sucedido, aunque solo sea por mostrar algo de humanidad.


Leah Winterman está sentada en las escalinatas del instituto, pues es casi la hora del almuerzo. Tiene unas horas libres antes de tener que asistir a las últimas clases del día. Se ha recluido en las escaleras, puesto que quiere escuchar y visionar el comunicado de prensa de manera privada. No quiere que nadie la moleste. Saca su teléfono móvil, conecta los auriculares, y entra en la emisión en directo de una de las cadenas de televisión. Escucha y ve a la Inspectora Miller, rogando a los vecinos y a la comunidad que tengan cuidado. Un escalofrío rápido la recorre al escuchar esas palabras, pues la idea de estar siempre vigilante, mirando quién está detrás de ella, la hace sentirse insegura. Y no debería ser así. Ninguna de ellas, jóvenes o no, debería sentir miedo de andar por la calle a solas, sea de noche o no, o vayan de fiesta o no. Tienen derecho a vivir sus vidas, y el que ese agresor ande suelto, campando a sus anchas por el pueblo, las obliga a vivir con miedo. Y no se puede ni se debe vivir con miedo. Alza la mirada con determinación: tienen que demostrarle a ese ser infame que no puede hacerlas vivir atemorizadas por lo que ha hecho.


Lindsay Lucas observa el comunicado de la policía de Wessex en su sala de estar. Ni siquiera ha tenido la voluntad de sentarse en el sofá, pues la noticia de lo sucedido, junto con los detalles de la agresión la han dejado estupefacta y temblorosa. Prácticamente es incapaz de desviar los ojos de la pantalla. Está tan absorta en el comunicado, en cómo la Inspectora Miller asevera que el culpable podría ser el familiar de cualquiera, que no advierte a Clive detrás suyo. Ha entrado en la sala de estar más silencioso que un gato, y está observando también el comunicado con una expresión difícil de descifrar, habiéndose cruzado de brazos bajo el pecho.


Ian Winterman observa el comunicado de la policía desde el portátil de su lugar de trabajo, en el instituto en el que trabaja. Suspira con pesadez, desviando la mirada hacia el portátil de su mujer, que está sobre la mesa cercana. Lo sustrajo la noche anterior mientras Leah y ella dormían. Desvía sus ojos en todas direcciones, como si a policía o su hija fueran a entrar en cualquier momento por la puerta, acusándolo de todo tipo de delitos, incluyendo uno por el cual es definitivamente culpable, aunque no esté relacionado con la agresión del sábado 28 de mayo.


Jim Atwood está en el taller. Tras haber prestado declaración la noche del sábado al domingo sobre la agresión de Ed Burnett, ha intentado volver al trabajo con normalidad. Sin embargo, la agresión ha dejado sus marcas indelebles: cualquier sonido, por pequeño que sea, lo sobresalta de lleno, haciéndolo brincar y que su corazón se detenga momentáneamente, antes de comenzar a latir desbocado. Tiene los nervios a flor de piel, y ahora, incluso cuando él mismo realiza el gesto, el ver a otras personas cerrar el puño lo hace adoptar una posición a la defensiva. Cierra los ojos y agacha el rostro, como esperando el puñetazo que debe merecerse. Y odia con toda su alma, si es que aún le queda algo, el verse así. No soporta verse indefenso. No es propio de él, y a su modo de ver, no es propio de ningún hombre. Escucha el comunicado de la Inspectora Miller por la radio del taller mientras repone algunos de los materiales que necesitan para realizar reparaciones, preguntándose quien es el responsable. Desea que lo encierren para poder retomar su vida con normalidad. Mientras sigan sospechando de él solo porque se acostó con Trish aquella mañana, no podrá vivir su vida como merece. De pronto recuerda cómo Ian le aseguró que no sabía lo que había hecho aquella noche, y está tentado a hablar con la policía, como le instan, pero le hizo una promesa a su amigo, y no piensa incumplirla.


Ed Burnett sigue bajo custodia policial en las celdas de la comisaría, esperando desde el sábado a que continúen su interrogatorio. Escucha a través de las rendijas de la puerta cómo uno de los policías que lo custodian está viendo el comunicado. Piensa en Katie, en cómo puede haberle afectado que la relacionen con él, puesto que dadas las circunstancias, está seguro de que habría bajado a verlo, al menos una vez. Por ello, es indudable que algo ha pasado, y probablemente tenga que ver con que han descubierto su parentesco. Hunde la cabeza entre las manos: sí, puede que haya agredido a Jim porque se acostó con Trish, pero él no tiene nada que ver con la agresión que sufrió el sábado 28 de mayo. Más bien, estrictamente hablando, él no era consciente de que estaba cometiéndose una agresión en el lugar de los hechos aquella noche. Después de la pelea con Atwood tenía que buscar un sitio donde relajarse... Pero no tiene nada que ver. Él no la agredió. Nunca podría hacerle daño de semejante manera. La aprecia, al fin y al cabo.


Leah Winterman ha bajado al patio del instituto, sentándose en una de las mesas dispuestas allí para pasar el rato, estudiar, o almorzar. Aún no ha pasado por el comedor, puesto que quiere comentar algo con su padre, a quien ha citado allí con un mensaje. Tiene los ojos cerrados, y juguetea con las llaves de su taquilla. Sabe que su padre hizo una visita nocturna anoche a la casa. Sigue teniendo sus llaves al fin y al cabo. De modo que el único con los medios, la oportunidad y el motivo para entrar a la casa a esas hora intempestivas y sustraer el portátil de su madre, es él. No sabe qué es lo que lo ha impulsado a hacer esto, pero piensa averiguarlo.

—¿Has... Has visto el comunicado que acaba de hacer la policía? —Ian, que acaba de llegar al patio, habla en cuanto está lo bastante cerca del rango de audición de su hija. Sin embargo, la muchacha morena no responde a su pregunta, sino que niega con la cabeza, decepcionada porque quiera aparentar que no ha pasado nada.

—¿Qué hacías anoche en casa, Papá? —la pegunta es directa y acusatoria, e Ian traga saliva.

—¿Qué? —el profesor empieza a ponerse nervioso, pues creía, parece ser en su ignorancia, que nadie habría advertido su pequeña visita a su antiguo hogar—. ¿P-por qué iba a ir a casa?

—El portátil de Mamá estaba allí cuando nos fuimos a la cama anoche... —sentencia en un tono severo, pues no está de humor para aguantar sus tonterías o intentos de despiste. Sabe que ha sido él, y no piensa dejar que se vaya de rositas por ello. Cuando le preguntó si podía recuperarlo hace días, la estudiante le dijo que no fuese a casa, que lo hablase con su madre... Pero para su decepción, ha preferido ser un ladrón y robarlo—. Y esta mañana ya no estaba.

—¿Y qué te hace pensar que he sido yo? —Ian intenta jugar al despiste, pero por la expresión contrariada, incrédula y molesta de su hija al escucharlo, sabe que no es buena idea. Lo conoce demasiado bien como para advertir cuándo está mintiendo o inventándose una excusa. Y ya no es una niña pequeña: no cree que pueda convencerla de tener la boca cerrada.

—Eres la única persona que tiene llaves, y me pediste su portátil hace días.

—Leah, en serio...

—¡Papá, por favor! —Leah lo interrumpe con una leve exclamación hastiada, rodando los ojos—. Ahora mismo necesito que dejes de hacer cosas raras... No necesito que te comportes de manera sospechosa, ¿me explico? —hace alusión al comunicado de la policía, a las instrucciones que les han dado en caso de percatarse de que alguien se comporta de forma sospechosa. Ian traga saliva: no había anticipado que Leah se daría cuenta, y el hecho de que ahora mismo su comportamiento sea errático y suspicaz, no lo ayuda—. Esta es la llave de mi taquilla —el tono de la estudiante sigue siendo controlado, pero hay un toque de inseguridad en él. Le enseña el manojo de llaves que tiene en la mano, resaltando una pequeña—. Si el portátil de Mamá está ahí cuando acabe las clases, podré llevármelo a casa y dejarlo allí, como si nada hubiera pasado —le ofrece, antes de suspirar—. Así no tendré que decírselo a nadie.

—Leah, no sé a qué te refieres.

—Se supone que tú eres el padre, y no al revés —se exaspera la adolescente, recogiendo su mochila y marchándose, decidida ahora a almorzar en el comedor, pues se le agota el tiempo antes de tener que ir a clase.

Ian se queda en el patio, a solas. Contempla cómo su hija se marcha de allí a pasos rápidos y molestos. Sabe que no debería haberse intentado hacer el listo, que lo descubriría, puesto que en eso es igual que Trish. Pero no ha podido evitarlo. No quería meterse en problemas. Y gracias a su ademán estúpido, ha conseguido exactamente todo lo contrario: ahora sus acciones parecen sospechosas, y su hija es consciente de ello. Conociéndola, si no hace lo que le ha pedido, será capaz de denunciarlo a la policía por considerar que está comportándose de manera sospechosa. Y no estaría equivocada. Toma las llaves de la taquilla de Leah de la mesa del patio, guardándoselas en el bolsillo de la chaqueta. Tiene que arreglar las cosas. Y lo tiene que hacer ya.


Jim Atwood está arreglando el tubo de escape de uno de los coches de sus clientes. Ha conseguido calmarse lo suficiente como para hacer su trabajo, de modo que está concentrado en terminarlo antes de hora y media. Ha escuchado el comunicado, de modo que ahora todos sus amigos e invitados a la fiesta saben lo que le sucedió a Trish. Bueno, es evidente que no saben que es Trish, pero los cuchicheos a puerta cerradas y las miradas acusatorias por haber celebrado una fiesta tan grande, van a empezar a sucederse. Cath y él están acostumbrados a las habladurías, porque es un pueblo pequeño, pero el hecho de escuchar cómo se los critica, o se los criticará, será un golpe duro para ella. No cree que vaya a soportarlo. De hecho, mientras los pensamientos de cómo reaccionará su mujer cruzan su mente, unas delgadas piernas, embutidas en un vaquero azul marino, aparecen en el taller. Se acercan un poco al coche que está reparando, antes de dejar una bolsa en el suelo con un sonido seco, que retumba en el taller con eco. Pensando que se trata de una de sus clientas habituales, el mecánico de cabello castaño sale de debajo del coche. Se encamina hacia la entrada, pero en cuanto posa sus ojos en la persona que ha aparecido allí, se queda momentáneamente descolocado: es su mujer. Y a juzgar por cómo va vestida, ha venido al taller nada más salir del trabajo. De pronto, Jim es consciente de los moratones que hay en su rostro, agachándolo en vergüenza.

—Tienes un aspecto horrible —asevera Cath sin tapujos, habiéndose cruzado de brazos tras observarlo. Esperaba que Ed se pusiera furioso al conocer lo que sucedió, pero no contaba con que le propinaría una paliza tan brutal. Tiene sentido que esté ahora bajo custodia, teniendo en cuenta los cardenales de su marido—. He oído que han detenido a Ed...

—Bien —Jim alza el rostro y responde en una voz ronca, aún teniendo la garganta castigada debido a la paliza, a la imposibilidad de respirar por los golpes, y debido a la sangre que tragó. Se encoge de hombros entonces, indeciso sobre qué hacer o decir, pues desde su charla por teléfono, no sabe cómo actuar. Ni siquiera sabe si debería decir algo, pues, viendo la bolsa que Cath ha traído consigo, está claro que sigue pensando que debería echarlo de casa—. ¿Has visto las noticias? —cuestiona tras unos segundos, intentando desviar el tema de conversación, contemplando cómo se cruza de brazos.

—He recogido la mayoría de tu ropa —ella no hace caso a sus palabras, ni siquiera se digna a responder a su pregunta. Se reafirma en su intención de no dejarlo regresar a su casa. Desvía la mirada de él, pero el mecánico sabe por su ademán, por la forma en la que se muerde el labio inferior, que su mujer aún lo quiere, y que quizás estaría dispuesta a empezar de cero.

—No, Cath, por favor... —tiene que intentar hablar con ella y hacerla razonar.

—No, no quiero oírlo —sentencia ella en un tono firme, pero que se quiebra imperceptiblemente a mitad de frase.

—Oye, sé lo que he hecho: sé que la he jodido a base de bien —le asegura en un tono firme, pues habla desde el corazón, siendo sus verdaderos sentimientos. Sabe que la ha fastidiado. Que ha echado por tierra la felicidad de la mujer que se lo dio todo en su momento, y no puede odiarse más por ello. Quiere compensárselo—. Pero ahora mismo estoy perdido... —agacha el rostro en un ademán pesimista—. Por favor, Cath, por favor, no me eches.

—¿Sabes? —Cath parece reflexionarlo por unos instantes, habiendo agachado la mirada al suelo, antes de colocar una mano en su nuca, rascándosela—. Aunque te dejara quedarte, algo que no haré —incluso respondiendo a su petición sabe que es un caso perdido, pues aún lo ama, y sería capaz de hacer cualquier cosa por arreglar su matrimonio—, ¿cómo pretendes que funcione? ¿Cómo vamos a poder mirar a la cara a Trish, a Ian o a la mitad del pueblo, ahora que todo el mundo lo sabe? —le espeta en un tono inquisitivo, pues no tiene la respuesta a esa pregunta, y agradecería mucho si él sí la tuviera. Lo contempla apoyarse en el coche que estaba reparando, pensativo.

—Haremos como si nada hubiera pasado.

—¿De verdad crees que es posible? —cuestiona ella—. Hacer como si nada hubiera pasado.

—Sí, ¿pero qué es lo que tú quieres, Cath? —quiere saber el mecánico. Esta es la primera charla sincera que tienen entre ellos desde hace años, y se sorprende por lo fácil que realmente resulta hablar con ella.

—Quiero que encuentres una solución para toda esta mierda que nos ha caído por tu culpa.

—Vamos, no es tan grave.

—¡Sí que lo es! —rebate ella en un tono agudo, dando unos pasos hacia su marido—. ¿Piensas que no sé lo de todos esos préstamos y facturas sin pagar que se van acumulando en este taller?

—Sí, pero eso no te impidió exigir una fiesta que hubiese arruinado a un maldito jeque —arremete él, rememorando los préstamos y los favores que tuvo que pedir para organizar la fiesta que ella quería, con el único propósito de hacerla feliz.

—¡Porque esperaba que te sincerases, joder! —exclama ella, quien solo estaba deseando que él hablase con ella. Que confiase en ella, como antaño hicieron, cuando podían hablar de todo—. ¡Aún sigo esperando! —agacha el rostro, avergonzada y apenada a partes iguales porque su matrimonio se haya roto hasta el punto en el que son incapaces de hablar de dinero. Al menos la mayoría son capaces de hacerlo, aunque terminen gritándose por ello.

—Podríamos irnos —plantea Jim, quien ha estado dándole vueltas a esa idea desde el sábado por la noche, desde que se quedó a dormir en el sofá del taller. No estaría mal: podrían empezar de cero, salvar su matrimonio. Está dispuesto a intentarlo. Aunque ve que su mujer no parece muy dispuesta a juzgar por el resoplido que emite—. Podríamos empezar de cero en otro lugar, donde la gente no nos conozca —es su último As en la manga para hacerla cambiar de idea y darles una oportunidad. A ellos. A su matrimonio—. Es un buen momento para irnos, ¿no crees? —al fin y al cabo, ninguno tiene nada que ver con la agresión de Patricia el sábado por la noche, de modo que están libres de toda culpa. No pueden obligarlos a permanecer allí.

Cath reflexiona sobre sus palabras, y poco a poco, empieza a sentir cómo las lágrimas se le agolpan en las corneas de los ojos. No puede creer que tras todo lo que ha pasado, tras la traición que ha cometido, esté pensando en darle otra oportunidad. No puede creer que su amor, el resquicio que le queda dentro al menos, esté considerando el perdonar y olvidar. Siempre ha sido una romántica sin remedio. Enamorada de la idea del amor. Y eso es lo que ahora mismo juega en su contra. Su sentido común le dicta que no ceda. Que lo deje en la calle como a un perro. Pero sus sentimientos y su responsabilidad debido a los votos matrimoniales le dicen que tiene que perdonarlo. O al menos, intentar ayudarlo a convertirse en una mejor persona. Despojándose de sus lágrimas, sabe que ha tomado una decisión, ya sea acertada o no.


Mark Latimer, que ha pasado las últimas dos noches durmiendo en su furgoneta, ha conducido nuevamente hasta el lugar de trabajo de Joe Miller. Lleva acosándolo todo el fin de semana. Siguiendo cada movimiento suyo de manera insistente. No piensa dejar que se escape de su vista. No de nuevo. Tiene que asegurarse de que sea consciente de que, no importa el tiempo que pase, él nunca podrá perdonar ni olvidar lo que ha hecho. Tras suspirar pesadamente, el fontanero coloca su teléfono en el bolsillo de su chaqueta, tras haber activado la grabadora. Es el último intento desesperado de un padre que lo perdió todo hace tres años. Y a quien sigue reconcomiendo la culpa por sus acciones. Además, puede que no consiga la confesión que necesita del crimen de Danny para acusarlo nuevamente, pero quizás consiga la confesión de la violación de Coraline, para que ella pueda denunciarlo formalmente. Una vez se guarda el cúter y el martillo de carpintería en los bolsillos, sale de la furgoneta. Nuevamente, como sucediera el sábado, contempla a Joe, trabajando como guardia de seguridad. Pero en esta ocasión, cuando el asesino del niño de once años contempla a Mark, no se aleja, sino que se acerca a él mientras niega con la cabeza.

—Tienes que parar —le exige en un ademan entre asustado y nervioso. Asustado porque sus nuevos compañeros de trabajo averigüen quien es, y nervioso porque Mark esté dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguir justicia.

—No tengo que hacer nada de lo que tú me digas.

—¿Qué quieres, Mark?

—Solo hablar —al fontanero de cabello castaño y ojos azules le cuesta horrores no propinarle un puñetazo en la cara al escucharlo hablar. Como si tuviera miedo. No tiene derecho a tener miedo. No después de lo que les hizo a todos ellos—. Eso es todo.

—¿Aquí? —Joe quiere evitar por todos los medios a su alcance el ser víctima de miradas y oídos indiscretos, de modo que mira a su alrededor para asegurarse de que están a solas. No le sorprendería encontrarse con Coraline y Tara Harper, esperándolo para propinarle la justicia que se merecen. Tras tragar saliva, una vez ha comprobado que están a solas, el hombre alopécico asiente—. Está bien —comienza a caminar lejos de su lugar de trabajo, acercándose a uno de los anclajes de barcos del astillero. Están a una distancia considerable de centro de control, de modo que Joe sabe que nadie va a espiar su conversación. Mark, quien lo ha seguido, podría bien intentar agredirlo, matarlo incluso, es cierto, pero por su ademán, no parece que esa sea su intención, o el asesino de Danny lo habría inferido—. Adelante —le dice a su interlocutor—. Habla.

—¿Por qué te declaraste inocente? ¿Por qué nos hiciste pasar por aquel juicio? —cuestiona el hombre de cabello castaño y ojos azules, realizando las preguntas con calma y firmeza. Intenta que no se note su nerviosismo por tener el teléfono encendido, con la grabadora dejando constancia de cada palabra—. ¿Por qué dijo Cora que habías sido tú quien la había violado? —la pregunta provoca que Joe cierre los ojos con fuerza, rememorando aquel día con claridad meridiana. No solo recuerda su declaración el día del juicio, sino que recuerda fehacientemente ese momento hace tantos años, cuando la arrinconó en un callejón sin salida.

—Enséñame tu móvil, Mark —pide el que fuera paramédico, habiendo advertido en su antaño buen amigo un ademán nervioso. Por si fuera poco, su pregunta tan concreta sobre Harper lo hace parecer sospechoso, pues no entiende por qué razón pregunta sobre lo sucedido entre ellos.

—¿Por qué?

—Tú... Hazlo —el fontanero sabe de buena tinta cuándo está perdido. Con un hundimiento de los hombros, saca el teléfono, entregándoselo al asesino de su hijo, quien lo toma inmediatamente en sus manos. Pulsa el botón para parar la grabación antes de borrarla—. ¿Crees que soy estúpido? Me grabas, y le das una nueva prueba a la policía —puede ver sus intenciones con claridad, contemplando ahora la expresión derrotada y desamparada del padre de Danny, quien no aparta sus ojos de él—. ¿Qué más tienes en los bolsillos? —no cree que el patriarca de los Latimer haya ido allí con el único propósito de charlar. Puede que esconda más equipos de grabación, y Joe va a asegurarse de que no consigue más pruebas en su contra—. Venga, vacíatelos —incluso en esta situación Joe tiene el control, algo que enfurece al joven padre. Mark se muerde el labio inferior mientras saca la cartera, un destornillador, el cúter y el martillo, dejándolos caer en el suelo con un ruido seco, antes de posar sus ojos en Miller. Éste se agacha, dejando el teléfono en el suelo, antes de tomar el cúter en sus manos. Siente que un escalofrío lo recorre de arriba-abajo—. ¿A esto has venido?

—No lo sé... Tal vez —se sincera el padre de Danny, encogiéndose de hombros—. Si tenía la oportunidad, si tenía agallas —añade, contemplando con un mínimo de satisfacción cómo las facciones del hombre que ahora está agachado frente a él, se contraen en una expresión de horror y miedo, padeciendo al momento.

—¿Y qué pasa con tu familia? —cuestiona el alopécico, preocupado—. ¿Qué será de ellos?

—Mi fa... —Mark tiene que aguantarse las ganas de no soltar una risotada—. ¿Mi familia, Joe? —consigue cuestionar en un tono irónico. Es increíble lo desconectado que Miller está de la realidad. Si realmente piensa que él ha podido seguir con si vida, que no ha destrozado a su familia con lo que hizo, está muy equivocado—. No tengo familia: tú me la arrebataste —le asegura con un tono que se resquebraja a mitad de frase—. Así que quiero hacerlo, por Dan, por Coraline...

—Lo que pasó con Danny fue un error: no pretendía matarlo —Joe se sincera con el padre del niño al que asesinó, siendo éstas las primeras palabras sinceras que salen de su boca sobre ese tema. Tras unos segundos, carraspea, pues ya que Mark está empeñado en averiguar la verdad sobre todo lo que hizo, será el único que lo sepa. El único capaz de transmitirle a Tara Williams la verdad sobre lo sucedido aquel día—. Y en cuanto a Cora Harper... No sé explicar lo que sucedió: la rabia me cegó, y antes de darme cuenta ya... —intenta explicarse, antes de interrumpirse, negando con la cabeza—. No pude evitarlo.

—Cuéntamelo —exige Latimer en un tono desesperado, casi como un ruego—. Cuéntame qué paso la noche que mataste a mi hijo, y el día en el que violaste a Cora —añade, pues si alguien puede obtener esas respuestas es él. Aunque ahora no consiga las pruebas que buscaba, al menos le dará a la pelirroja la verdad que probablemente lleva buscando desde hace años, aunque no se lo haya pedido.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —repite el fontanero como un eco—. Porque necesito entender —se despoja de las lágrimas que amenazan con caer de sus ojos—. Porque necesito saberlo por ti, Joe. Necesito oírtelo decir de tu propia boca —recalca, señalándolo con el dedo índice derecho—. Necesito saber qué pasó, qué hiciste...

—No, Mark... —incluso Miller es capaz de ver el daño que sus acciones han provocado en el hombre que tiene delante. Y a juzgar por sus palabas, ha venido buscando justicia por Danny y Coraline. En el caso de ésta última probablemente sin su beneplácito o conocimiento, explicando su ausencia. De haberlo deseado, está seguro de que la analista del comportamiento habría acompañado a Latimer.

—¡No me digas lo que necesito! —exclama el fontanero, iracundo ante la idea de que incluso Joe quiera evitar que encuentre las respuestas que necesita—. Tengo que saber exactamente qué pasó, Joe —insiste nuevamente tras darle la espalda al asesino de su hijo, hundiendo la cabeza entre las manos, desesperado por encontrar una salida a ese vórtice autodestructivo. A ese dolor que lo devora por dentro sin compasión—. No lograré pasar página —es capaz de verlo. Necesita saber la verdad para poder avanzar—. No superaré esto hasta que lo sepa... Y quiero que Cora sea capaz de comprender lo que hiciste, de darle una respuesta al dolor que la ha atenazado desde hace mucho.

El fontanero de cabello castaño y ojos celestes como el cielo es consciente de que está extralimitándose, que no ha advertido a la inspectora de policía sobre sus intenciones. Es también consciente de que el Inspector Hardy podría arremeter contra él de averiguar que está hablando con Joe sobre su subordinada pelirroja, pero quiere hacer algo para compensar el tormento al que se sometió en el juicio. Por ayudar a Danny, Coraline Harper expuso sus peores vivencias, y nunca podrá pagárselo. Lo menos que puede hacer ahora es conseguir la verdad de los labios de Joe.

—Está bien —Joe accede a su petición tras unos segundos, pues sabe, en su fuero interno, que les debe la verdad, no solo a los Latimer, sino a la joven policía de cabello carmesí. Tiene que hacer lo posible por resarcirse, de la manera que sea, de sus decisiones en el caso y posterior juicio—. Te lo contaré todo —sentencia el hombre alopécico vestido de negro, antes de hacer un gesto a las escaleras que descienden al amarre del astillero. Caminan hasta ellas después de que Latimer recoja del suelo sus pertenencias, exceptuando el cúter y el martillo, que Joe tiene en sus manos. Se sientan en las escaleras, y el que destrozase las vidas de tantas personas en Broadchurch se pregunta cómo empezar—. Conocí a Coraline cuando no era más que una estudiante de instituto —decide hablar acerca de la pelirroja primero, pues en orden cronológico, es lo primero que sucedió, y lo primero que lo hizo darse cuenta de sus tendencias anormales. De su antinatural apego por menores de edad—. A unos compañeros paramédicos y a mi nos habían invitado a dar una charla y clases sobre primeros auxilios. Nada más verla sabía que era especial. Había algo en ella que no conseguía sacarme de la cabeza. Solo sabía que quería estar cerca de ella —Mark lo escucha pacientemente, memorizando cada palabra, para poder así transcribírselo a la pelirroja, y dárselo cuando sea oportuno—. Tras finalizar una de las clases me acerqué a ella, y le ofrecí darle clases particulares sobre primeros auxilios. Había notado que era muy rápida al momento de captar y comprender nuevos conocimientos, de modo que sentía la necesidad de ayudarla a profundizar esos conocimientos. Además me daría la oportunidad de pasar más tiempo con ella —sus pensamientos de entonces, ahora es capaz de verlo gracias a las sesiones de terapia, eran enfermizos—. No sé qué es lo que debió pensar, pero inmediatamente se alejó, negando mi ofrecimiento. Pensé que simplemente me había explicado mal, de modo que en días posteriores volví a abordarla para ofrecerle las clases. Me ofrecí incluso a impartírselas en su casa para ahorrarle desplazamientos innecesarios. Quería ayudarla en lo que fuera posible, pero al parecer ella no lo vio así. Me exigió que dejase de acosarla, o de lo contrario me denunciaría al comité de ética —aún rememora aquel día, cuando la joven estudiante pelirroja lo acusó de estar acosándola, no mordiéndose la lengua al asegurar que llamaría a su supervisor y lo denunciaría—. No podía soportar que me hubiera amenazado, de modo que decidí hablar con ella en privado. Quería explicarle la situación, y decirle que mis intenciones no eran libidinosas, que solo quería ayudarla —sabe que está dando excusas, pero en aquel momento era lo que pensaba. Quería rectificar sus palabras antes de que fuera demasiado tarde, y la joven hablase con alguien para denunciarlo—. Pero antes siquiera de poder entenderlo, en mi mente ya no pretendía disculparme por el malentendido, sino que quería hacerle pagar su actitud y sus palabras. No quería hacerle daño, pero tenía que enseñarle a respetar a la autoridad —incluso rememorando sus pensamientos de ese momento lo hacen querer vomitar—. De modo que un día que salió del instituto, la seguí. Y cuando la vi a solas, me abalancé sobre ella... Y el resto, ya lo sabes: la grabación se presentó en el juicio —concluye su explicación sobre lo sucedido con la policía de brillantes ojos azules, antes de encogerse de hombros—. No sé qué me sucedió, pero sentí que no era yo el que estaba controlando mi cuerpo. Podía ver lo que hacía, pero no lo controlaba. Parecía que era otra persona, llena de odio, deseos de venganza y rabia —añade, pues empieza a pensar, gracias a su terapeuta, que sufre de trastorno de despersonalización originado por un Trastorno de Identidad Disociativo, siendo éste último comúnmente conocido como TID y anteriormente llamado Desorden de Personalidad Múltiple o DPM.

—¿Qué hay de Dan? —cuestiona Latimer con una voz entrecortada.

—Danny... —traga saliva, pues el recordarlo aún es doloroso. No pretendía hacerle daño, al igual que no pretendió hacer daño a la joven de alabastro—. Fui a vuestra casa. Dan y Tom eran amigos, y entonces tuve un... ¿Un momento? No lo sé. Era muy similar a lo que experimenté con Coraline al conocerla —Mark lo observa con los ojos llenos de lágrimas, escuchando cada palabra que sale de sus labios—. El caso es que comencé a ver más a Danny, ofreciéndole darle clases de skate, y él aceptó. Poco a poco empezamos a quedar a solas en la cabaña del acantilado, donde nos abrazábamos sentados en una silla —el padre del niño asesinado cierra los ojos con fuerza, incapaz de pensar en Joe y en Danny en esa situación—. No era nada más: solo nos abrazábamos —le asegura, pues nunca hubo abuso sexual de ningún tipo—. Antes de irnos a Florida le di a Dan unas 500£ en metálico, tras haberle regalado un smartphone para mantenernos en contacto... Supongo que, fui dándome cuenta de que era inmoral, pero no podía detenerme. Quería estar junto a él todo lo que fuera posible —se siente patético incluso al admitirlo ahora, tras todos estos años—. Pero esa noche Dan me dijo que no quería seguir haciéndolo. Quería dejarlo, de modo que me asusté: tenía miedo de que os lo contase, a ti, a Beth, a Tom y a Ellie. Se escapó de la cabaña y amenazó con lanzarse del acantilado —el fontanero abre los ojos como platos solo de imaginar a su hijo intentando suicidarse para no tener que hablar con ellos de lo que había sucedido—. Conseguí alejarlo de allí y volvimos entrar a la cabaña. Cerré la puerta con llave e intenté hacerle prometer que no diría nada, pero se asustó. Me increpó que realmente quería... —se relame los labios y traga saliva, interrumpiéndose. No sabe si lo correcto es decirle a Mark las palabras de Danny aquella noche—. Me acusó de querer ir más allá con él —decide ahorrarle el horror de esas palabras, pero aun así, contempla cómo el hombre de ojos azules niega con la cabeza, con las lágrimas deslizándose por sus mejillas—. Sentí que perdía el control. Antes de darme cuenta, no sé cómo ni cuándo, lo tenía sujeto por el cuello, y estaba apretándolo. Le gritaba que no debía hablar de ello, que debía mantenerlo en secreto, y ni siquiera era consciente de que intentaba librarse de ser asfixiado. Cuando me di cuenta de ello... Ya era demasiado tarde —suspira con pesadez, sintiendo que se quita un gran peso de los hombros al confesar sus crímenes—. Después bajé el cuerpo hasta la playa gracias a la barca de mi cuñado, depositándolo allí con su monopatín, como si hubiera tenido un accidente y se hubiera caído —Mark recuerda cómo el Inspector Hardy, Ellie y Coraline hablaron con ellos acerca de cómo la muerte de su hijo les parecía sospechosa, y se reprocha no haberse acercado a la cabaña aquella noche. Él estuvo a pocos metros, y no se le ocurrió mirar—. Una vez hecho, volví a la cabaña y limpié. No quería dejar ningún rastro de nuestra presencia allí... Después me fui a casa, e intenté aparentar que nada había pasado —finaliza su relato, pues no hay nada más que contar al respecto—. Sé que quieres que vaya a la cárcel, pero mira la vida que tengo aquí —niega con la cabeza, observando el agua del astillero que golpea contra el muro de piedra—: he perdido a mi familia, a mis amigos... —se interrumpe, llevando sus ojos a sus manos, donde tiene el cúter—. Sigo aquí porque no soy lo bastante valiente para quitarme la vida, y debería haberlo hecho hace mucho tiempo.

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