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Capítulo 28 {2ª Parte}

Jim Atwood vuelve al taller tras remolcar un coche averiado. Lo han llamado de improviso al taller sobre las 19:30h, cuando ya empieza a anochecer. Ha estado a punto de decir que su horario está llegando a su fin, pero tras rememorar la discusión con Cath al teléfono, ha decidido salir. El aire puede que le despeje las ideas y la cabeza. Le dará tiempo para pensar sobre qué hacer esta noche. Tiene que encontrar la forma de salvar su matrimonio. Bueno, no su matrimonio, sino su presencia en la casa. No puede dormir en la calle. Simplemente no puede. Tuerce el camión de remolque en una intersección, incorporándose a la carretera que lleva a Broadchurch, cuando de pronto, el camión se le para. El motor empieza a soltar humo blanco, y Jim chasquea la lengua, claramente molesto. De todas las cosas que podrían pasar hoy, ahora ocurre esto... Si es el karma, podría haber escogido un mejor momento para hacer su aparición, sin duda.

—Tiene que ser una broma... —masculla entre dientes, pues no puede creer su mala suerte—. Hoy no... —que hubiera ocurrido en cualquier otro momento, cualquier otro día, le habría importado un pimiento, pero que ocurra hoy, precisamente hoy, cuando quiere llegar al taller para poder mendigar el perdón de Cath... No es una buena señal precisamente—. ¡Joder! —exclama, sujetando con mayor fuerza el volante en sus manos, antes de propinarle un leve golpe, dejándose llevar momentáneamente por la ira.

Sale del vehículo entonces, tomando sus llaves en su mano derecha. Una vez está frente al capó, lo levanta. Tiene que evaluar cuales son los daños, y si puede hacer algo por arreglarlos. Es mecánico, joder, es evidente que si alguien puede arreglárselas cuando su propio vehículo se estropea, es él. Tras suspirar, comienza a revisarlo minuciosamente, pero hasta él sabe que la cosa no pinta bien. Nada bien. En el peor de los casos, tendrá que llamar al servicio técnico para que remolquen su camión, irónicamente.


Leo Humphries camina por la Calle Mayor de Broadchurch, revisando su teléfono móvil en busca de alguna oportunidad para pasarlo bien. Está atento a cualquier notificación que le llegue sobre una fiesta, pues el verano es la época ideal para disfrutar de la vida en todo su esplendor, y no piensa perderse esta temporada. Especialmente ahora que los estudiantes universitarios están de vacaciones, está deseoso por hacer uso de su libertad. Bailar hasta las tantas de la madrugada, beber hasta reventar, enrollarse con alguna que otra chica... Sí, puede que Danielle se lo reproche, pero al fin y al cabo, ella es consciente de que él no es hombre de una sola mujer. Y tampoco es que sea especialmente monógamo. Es un espíritu libre, y no quiere ver cómo sus alas son cortadas prematuramente, antes de tener el tiempo de disfrutar a fondo de todo lo que la vida es capaz de ofrecerle. Y hablando de la Reina de Saba... El teléfono comienza a vibrarle en el bolsillo, instantes antes de escuchar el claro tono de llamada que tiene asociado con su novia. Dando un hondo suspiro, Leo descuelga, colocándose el teléfono junto al lado derecho del rostro.

—Danni —apela a su pareja con un tono sereno, siendo perfectamente consciente de que lo llama porque la policía ha hablado con ella. Ella misma le comentó ayer que habían contactado con su madre para hablar con ella. Está claro que empiezan a mover los hilos, y si están interrogando a su chica, es porque quieren llegar hasta él. Han empezado a considerarlo sospechoso.

No puede evitar pensar que es algo ciertamente excitante. Nunca ha estado en el centro del vórtice de una investigación policial, y tiene que admitir que es emocionante. La intriga, las sospechas, que la policía hable con él... Sí, puede que quieran relacionarlo con algo que no ha hecho, pero hasta que lo hagan, seguirá disfrutando de su vida. Solo tiene que esperar pacientemente.

—Ha venido la policía.

—¿Qué les has dicho? —cuestiona el copropietario de la fábrica de cuerdas mientras camina por la Calle Mayor, en un ademán en extremo calmado, pues sabe que Danielle habrá cumplido con su parte.

—Lo que tú me pediste —responde la muchacha de ojos verdes, antes de carraspear. Baja el tono, como si no quisiera que nadie la escuchase hablar de esto—. Me han dicho que si mentía, podía ir a prisión... —se expresa en un tono preocupado, habiendo decidido llamarlo debido a las palabras de la Inspectora Harper. La idea de que pueda meterse en problemas, con el riesgo de que se le abra un expediente criminal, impidiéndole conseguir el trabajo de sus sueños como médico, le provoca escalofríos.

—¿Quién dice que mientas? —cuestiona Humphries con una sonrisa pícara.

—Es el tercer favor que me debes —sentencia Danielle en un tono amonestante.

—¿Qué haces el jueves? —inquiere el joven estudiante universitario en un tono suficiente mientras sonríe, puesto que sabe que las chicas, al menos por norma general, adoran los gestos de agradecimiento algo exagerados. Su padre tiene dinero de sobra, de modo que seguro que no le importará que use un poco para llevar a su novia por ahí. Y bueno, si le importa, que se lo diga a la cara, aunque duda que lo haga, estando a miles de kilómetros de allí.

—No lo sé, pero será caro —responde Danielle con una sonrisa, siendo la respuesta que Leo esperaba escuchar por su parte. Desde que la conoció ha sabido perfectamente cómo complacerla. Solo le basta agitar la billetera, y la chica viene corriendo como un perrito faldero. Claro que, si eso se lo dijeras a la estudiante de medicina, probablemente lo rebatiría, pues no es tan superficial.

—Hola, tío —Leo, que ha llegado hasta la empresa de Budmouth Taxis, se inclina hacia la ventanilla del conductor, hablando con éste. Se ha asegurado de alejar el teléfono de su oreja para que Danielle no piense que habla con ella—. Voy a casa, ya sabes dónde es —le indica, con el conductor, Clive Lucas, asintiendo con una sonrisa ligeramente incómoda—. ¿Caro dices? —vuelve a colocarse el teléfono junto a la oreja, sonriendo con disfrute, antes de abrir la puerta del pasajero del taxi—. Bien... Me apunto a cualquier cosa —le asegura, siendo algo que la joven que trabaja en el puesto de comida sabe de buena tinta.

Una vez se sienta en el interior del taxi, abrochándose el cinturón y cerrando la puerta, Leo le dedica un guiño cómplice a Clive, quien sonríe nuevamente, antes de arrancar el motor, comenzando a conducir hacia la casa del joven. Cualquiera interpretaría esa complicidad entre ellos como algo casual, sin embargo, para un ojo experto, se podría ver claramente que hay algo más bajo ese inocente gesto.


Cath Atwood ha terminado su jornada laboral en la tienda de comestibles Farm Shop. Ha intentado quitarse de la cabeza su conversación con Trish y Jim sumergiéndose en sus quehaceres, pero ni siquiera eso ha impedido que esos molestos pensamientos, que le dicen una y otra vez que ni su marido ni su amiga la quieren, la han hundido. Su ánimo se ha resentido, y a pesar de lo que le ha dicho a Jim, sabe que no es tan desalmada como para hacerlo dormir a la intemperie. Si aún se hablara con Trish, probablemente le diría que es demasiado blanda con él. Que le da demasiadas oportunidades. Una sonrisa irónica cruza sus labios ante tal pensamiento. Sí, irónico. Trish, a quien ella ha confiado secretos acerca de su matrimonio, es la misma que se tiró a su marido el sábado 28 de mayo, el día de su cumpleaños. Ella, a quien se lo ha contado todo, tiene después la desfachatez de permitirse el lujo de dirigirle la palabra, diciéndole que no tenía intención de hacerle daño... Y una mierda. Todo son excusas. Si no hubiera tenido la intención de hacerle daño, habría rechazado las insinuaciones de Jim a la primera. No se habría echado a sus brazos como una zorra necesitada de un poco de diversión. Y lo peor de todo no es eso. No, lo peor de toda esta situación, esta situación de mierda, es que ahora, como a Trish la han violado, tiene que ir dando lástima a los demás. La pobrecita Patricia es la víctima, y tiene que ser llevada en paños de seda, mientras que ella, cuya su vida se va al garete una vez más, no tiene derecho a tener ni un ápice de compasión dirigido a ella. Todo tiene que girar en torno a Trish, y la enferma. Sabe que no es justo pensar así, pero ahora mismo, con la ira que la recorre, no tiene otra forma de ver la situación.

—Aún estoy en mi descanso, Ed —le dice a su jefe en un tono apático, habiendo salido del embotado ambiente negativo de sus pensamientos. Lo contempla caminar hacia la mesa de terraza en la que se ha sentado, en la parte trasera de la tienda, con dos tazas en las manos.

—Lo sé —responde el hombre de fuerte complexión en un tono amable. Ha decidido salir a animar a su empleada un poco, pues desde que ha acudido al trabajo la ha notado en extremo alicaída, y no sabe por qué. Bueno, es evidente que algo tiene que ver con Jim, porque siempre que el mecánico está involucrado, Cath parece a punto de resquebrajarse—. Pero creo que te vendría bien una taza de café —le sonríe con calidez, dejando la taza de café expreso frente a sus manos, en la mesa. Ella inmediatamente agradece el gesto con una sonrisa escueta. Pero para él es suficiente.

—Oh, gracias, Ed —lo ve sentarse en la silla a su derecha, con otra taza en sus manos, aunque a diferencia de la suya, ésta no es de plástico, sino de vidrio, y no hay café en ella, sino té. Con un suspiro cansado pero satisfecho por las ganancias del día, el hombre negro y padre de Katie Harford, bebe un trago de su bebida—. ¿Soy atractiva, Ed? —cuestiona, puesto que ya empieza a cuestionárselo todo acerca de ella, incluso su apariencia y capacidad para atraer a los hombres.

—¿Qué? —su jefe por poco se atraganta con la bebida, confuso por su pregunta.

—Vamos, es una pregunta fácil, Ed —se exaspera la mujer de pelo rubio, rascándose la nuca.

—Vale... —Ed no sabe a qué demonios está jugando Cath ahora mismo, pero teniendo en cuenta su talante y su petición, sabe que hay algo que la está desquiciando. Lo suficiente como para hablar con él de manera confidencial, siendo algo totalmente inesperado. Pero como buen jefe y compañero de trabajo, hará lo que sea por ayudarla—. Bueno, debo tener cuidado porque soy tu jefe, y las leyes sobre el acoso sexual... —comienza a decir antes de poder responder a su pregunta, pues con todo lo que está pasando con el caso de Trish, con lo avispada que es la policía, no quiere meterse en camisa de once varas. Debido a su respuesta, al intento evidente de que la situación se haga incómoda para ambos, la mujer de Atwood reformula la pregunta.

—Vale, si no me conocieras... —le plantea en un modo hipotético, deseando escuchar una respuesta sincera. No quiere que Ed le mienta a la cara solo por hacerla sentir bien. Eso no es lo que busca ahora—. Si no me conocieras de nada, si nos viéramos por la calle un día sin previo aviso, ¿querrías... acostarte conmigo? —consigue preguntar, tragando saliva con dureza, pues ahora, la pelota está en el tejado de su jefe.

—Sí, probablemente —Ed se encoge de hombros al responder de manera sincera.

—¿«Probablemente»? —Cath deja escapar una risa sarcástica, pero no por ello menos agradecida. Sabe que ha sido sincero con ella, y eso le basta. Ha conseguido levantarle un poco el ánimo y la autoestima—. Vaya, muchas gracias por los ánimos —se carcajea, quedándose más tranquila. Es un alivio saber que sigue atrayendo a los hombres. Al menos ahora sabe que el distanciamiento de Jim y sus continuas infidelidades no son causadas porque ella haya perdido su atractivo, sino porque él es un adúltero incorregible, y un idiota de tomo y lomo.

—Bueno, seguro que lo haría —rectifica Ed, sonriendo levemente ante el ambiente algo más distendido que se ha creado. Le alivia ver cómo su amiga y compañera de trabajo está más animada, y se pregunta a santo de qué le ha hecho esa pregunta. Como la ve sonreír, ahora de mejor humor, decide preguntárselo—. ¿Qué clase de pregunta es esa?

—Solo quería saber... Si no estoy para el arrastre.

—¿Para el arrastre? —se sorprende Ed por su elección de palabras. Joder, sí que la ha cagado Jim esta vez si Cath ha empezado a cuestionarse eso sobre ella. Ya lo antagonizaba de antes, pero ahora su aversión por el mecánico aumenta a marchas forzadas—. ¡Claro que no lo estás! —le asegura con total confianza, provocando que la mirada castaña de la rubia se pose en su rostro, cruzando sus facciones una expresión agradecida—. ¿Por qué dices eso? —le pregunta, y Cath se muerde el labio inferior, pues no está segura acerca de si debería decírselo. Ed puede reaccionar de un modo mucho más agresivo que ella, especialmente tomando en cuenta lo mucho que le importa Trish, y lo mucho que odia a Jim. No quiere que se meta en problemas por ser una bocazas, especialmente ahora, que está haciendo todo lo posible por animarla, como un buen jefe y compañero—. ¡Eres una mujer atractiva! —la piropea, y ella desvía la mirada, algo insegura—. Tienes un marido que es estúpido, pero eso no es culpa tuya —ese comentario la hace querer reír a carcajadas: oh, si Ed supiera lo realmente estúpido que es Jim y lo que ha hecho con Trish... Perdería los papeles.

Momentáneamente, la rubia piensa en la pelea que tuvieron Ed y Jim en su fiesta. Sabe de lo que es capaz su jefe si le tocan los botones precisos. Sería capaz de desmembrar a su marido. Es consciente de que no debería hacerlo. Que debería ser Trish quien se lo contara a Ed, si es que quisiera hacerlo. Pero ahora mismo, le importa una mierda lo que esa traidora quiera. Ahora mismo, las ansias de venganza se imponen a la lógica que Cath tiene siempre en tan alta estima. Ella, que a ser posible evita conflictos y confrontaciones, está a punto de encender la mecha de un montón de dinamita ACME que va a estallarle a Jim en la cara, y no se arrepiente en absoluto. Tiene que pagar por lo que ha hecho.

—Jim se acostó con Trish —las palabras salen de su boca antes siquiera de poder evitarlo. Y duda mucho que lo hubiera querido evitar. Incluso cuando las ha dicho, el sabor metálico y ponzoñoso de las palabras permanece en su boca, pues la traición de ambos sigue clavada muy hondo en su pecho.

Inmediatamente, como esperaba que sucediera, el rostro de Ed se contrae en una expresión que pasa de la incredulidad a la confusión y a la negación. Está claro que no puede siquiera procesarlo. No puede creer que Patricia, esa mujer que tanto admira, fuera capaz de romper los límites establecidos de una amistad para satisfacer sus deseos más bajos y primitivos. Cath no culpa a Ed por pensar así, puesto que siempre ha pensado en la cajera como una diosa intocable y pura. Y... ¡Sorpresa! Acaba de darse de bruces con la realidad, comprobando que ella no es así.

—¿Qué?

—Sí —confirma sus peores temores con una voz casi indiferente, pero no desprovista de ira.

—¿Jim y Trish? —el hombre negro aún no puede creerlo. Las manos que tiene a cada lado de la taza de té le tiemblan, y se ve obligado a cerrarlas en fuertes puños para evitar dar rienda suelta a su ira. Le encantaría tomarla con los objetos que hay a su alrededor, pero ahora mismo tiene que mantenerse en control, demostrar que no es una persona agresiva, por mucho que quiera arrancarle la cabeza a Jim Atwood.

—La mañana de mi fiesta.

—¡Ella jamás haría eso...!

—Sé que crees que Trish es perfecta, pero se tiró a mi marido —rebate la cajera de Farm Shop en un tono acusatorio, logrando quitarle a su jefe la venda de los ojos finalmente. Ahora es capaz de ver que no todo es blanco y negro—. O él se la tiró a ella... O el uno a la otra, no lo sé —Cath prefiere no pensar en ello más de lo debido, pero es incapaz de no despotricar sobre ello. Tiene la sensación de que ese cuchillo clavado en su pecho se hunde y se retuerce más aún, y es incapaz de sacárselo, pasar página—. Ella misma me lo ha contado.

—¿En qué estaría pensando...? —se pregunta Ed, estupefacto aún, a la par que confuso.

—Dios mío... —Cath estalla en una baja carcajada, no pudiendo creer lo inocente que su jefe es con este asunto. No puede creer que a pesar de todo, siga pensando que Trish no es culpable de lo sucedido. Pero no. Ella y Jim son igual de culpables—. Lo de consolar se te da de pena.

—Lo siento —la disculpa y el pésame de Ed son sinceros, pues no puede hacerse ni idea de lo mucho que estará sufriendo la mujer rubia ahora mismo. No solo tiene que enfrentarse nuevamente a una infidelidad de su marido, como tantas otras veces antes, sino que esta vez duele mucho más, porque su mejor amiga, en quien ella confiaba sobre todas las cosas, es la mujer con quien su marido le ha sido infiel en esta ocasión. Ambos la han traicionado, y no sabría decir quién le ha provocado mayor dolor—. ¿Qué vas a hacer? —le pregunta con cautela, contemplando que frunce el ceño, antes de encogerse de hombros.

—No lo sé... —se sincera Cath, pues realmente no ha pensado en ello—. Ya se ha acostado con otras, lo sé, pero esta vez... Duele más —expresa lo que Ed estaba pensando sobre esta situación tan jodida, y el hombre corpulento suspira con pesadez, asintiendo lentamente.

—Lo entiendo.

—Pensaba que mi vida consistiría en querer a alguien, que ese alguien me quisiera a mí, y... Que duraría toda la vida —una sonrisa, más propia de una niña pequeña que aún sueña con una vida idílica hace acto de presencia en sus labios—. ¿Acaso es mucho pedir? —se pregunta en voz alta, porque en realidad, Cath nunca dejó de soñar con la vida perfecta: un marido perfecto, una casa perfecta, un trabajo y unos hijos perfectos. Pero nada ha salido tal y como esperaba.

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