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Capítulo 25 {1ª Parte}

Ellie Miller estaciona el coche de su buena amiga pelirroja en el aparcamiento del instituto en el que Ian Winterman trabaja como profesor de ciencias. Coraline se apea del vehículo a los pocos segundos, observando el instituto con una mirada crítica: parece el típico instituto al que van muchos de los niños pijos del lugar. Espera, no solo por el bien de Alec, sino por el de Daisy, que no llegue a relacionarse con alguno de ellos. Dios sabe lo que el escocés de cuarenta y siete años sería capaz de hacer si se diera el caso, especialmente por su poca tolerancia a las faltas de respeto a la autoridad. Mientras van de camino hacia la clase de Ian, habiendo preguntado en la secretaria general sobre si está impartiendo clase en estos momentos, a las 09:45h, y recibiendo una respuesta negativa, Coraline teclea en su smartphone los teléfonos de los chicos que han estado acosando a su hija por mensajes. Rápidamente se los envía a la tutora de Daisy, preguntándole si podría darle los nombres, fotos de carné, y dirección de dichos alumnos, a fin de tener una charla con ellos sobre la vulneración de la privacidad, y el delito de compartir pornografía. Bloquea su teléfono, esperando una respuesta para el final del día.

Suben las escaleras, llegando a la clase de ciencias de Ian, a quien interrumpen en mitad de su descanso y almuerzo.

—Oh, hola... —Ian parece a la par confuso y nervioso, y no es de extrañar: no todos los días la policía se presenta sin avisar en el puesto de trabajo de uno, y con caras de pocos amigos para variar.

—Buenos días, Señor Winterman —lo saluda la analista del comportamiento de manera cortés, antes de apoyarse en una mesa cercana, con Alec cerca de ella, apoyado en una de las mesas de laboratorio. Ellie por su parte se queda cerca de la puerta—. Me temo que, en el transcurso de la investigación han surgido nuevos detalles que necesitan ser confirmados, y necesitamos su colaboración para encontrarles un mínimo de sentido —tiende la red sobre la que van a colocar la trampa para Ian, en caso de que haya sido el autor de los mensajes.

—Sí, claro... —el profesor inmediatamente se muestra cooperativo—. ¿En qué puedo ayudar?

—Iré directo al grano —la intervención del Inspector Hardy deja momentáneamente descolocado a Winterman, quien se esperaba que fuera la analista del comportamiento quien le hiciera la pregunta—. ¿Está usted registrado en alguna página web, que permita enviar mensajes de texto anónimos? —inquiere, habiéndose colocado las gafas de cerca para ver el registro de la cuenta bancaria en su teléfono móvil, al cual su prometida ha enviado los datos.

—No —responde de manera flagrante el padre de Leah, ordenando los materiales para su próxima clase, apilando varias carpetas sobre su mesa de trabajo, sin siquiera percatarse de que Ellie Miller y Alec Hardy lo observan sin pestañear, aumentando la presión sobre él.

—Sabemos que sí, Señor Winterman —asegura el inspector escocés en un tono factual, habiendo establecido previamente la estrategia entre los tres: Ellie y él van a intentar probar que efectivamente fue él quien envió dichos mensajes, pero en caso de que Coraline advierta un hecho, un comportamiento o una palabra que denote que no es así, intervendrá.

—Les... Les estoy diciendo que no —Ian se defiende de sus acusaciones, dejando escapar una sonrisa nerviosa, sintiendo cómo un sudor frío le llega desde la espalda: le aterra la perspectiva de que alguien lo esté inculpando por algo que no ha hecho. Por un momento, su mente se desvía hacia Leo, pero rápidamente descarta que esté implicado en este intento de difamación—. Creo que lo sabría —se encoge de hombros, pasando su mirada del rostro de Alec al rostro de Ellie, antes de posarlo en el de la mentalista, en busca de ayuda.

Sin embargo, por el momento, y para horror de Winterman, Coraline permanece en silencio.

—¿Usted no le envió ningún mensaje a Trish, concretamente uno en el que ponía «cállate, cállate, o te vas a enterar», un par de días después de la agresión? —el hombre trajeado con cabello castaño lacio recita el mensaje enviado a su superviviente hace días, desviando momentáneamente su mirada parda a la pantalla del smartphone para leerlo, instantes antes de desviar su mirada a su actual sospechoso.

Como si le hubieran sacudido una bofetada que corta la respiración, Ian palidece repentinamente, y sus ojos parpadean rápidamente, inquieto ante lo que ese posible mensaje puede implicar. Da unos vacilantes pasos hacia los investigadores, sintiendo que su pulso se acelera, y su voz al hablar, se quiebra ante el miedo de que alguien esté tendiéndole una trampa.

—¿Qu-qué? ¿Po-por qué iba a hacer eso?

—No lo sé, pero vamos a tener que ver su ordenador... Y su móvil.

"Interesante: en el mismo instante en el que mi querido jefe y prometido ha mencionado la palabra «ordenador», Ian no ha podido evitar dar un casi imperceptible respingo. Está aterrado, pero de una manera distinta a lo que lo ha aterrado el supuesto mensaje enviado por él. No tiene miedo porque haya enviado él el mensaje anónimo, tiene la mirada lo bastante enfocada como para discernir que no ha sido él, por no hablar de que desvía los ojos arriba a la izquierda, accediendo al rincón de memoria visual. Pero en lo que respecta al ordenador...", reflexiona para sus adentros la experimentada analista del comportamiento, cruzándose de brazos bajo el pecho, sintiendo bajo ellos su algo abultado vientre. "Está nervioso por otro motivo en concreto, y diría, a juzgar por lo rápido que mueve los ojos arriba a la derecha, que está buscando la forma de evitar que nos lo llevemos... ¿Acaso tienes algo que ocultar en él?".

—¿Por qué? —ahora a Ian no lo pone nervioso la idea de que piensen que ha enviado un mensaje anónimo y amenazante a Trish, sino que tiene miedo de que inspeccionen el ordenador de Trish y encuentren aquello que Leo instaló en él bajo su supervisión, y con su completo consentimiento.

—Porque utilizaron una cuenta registrada a su nombre para enviar los mensajes —dice Ellie.

—¡Será un error...! —exclama el profesor, sintiéndose acorralado, desviando sus ojos a todos los rincones de la habitación, buscando una manera de salir de esta situación—. ¡No he sido yo!

—Necesitamos su ordenador —el inspector escocés no está pidiéndoselo: se lo está ordenando.

—Ian, lo mejor será, que nos diga a qué se refería con ese mensaje.

—¡Yo no mandé ese maldito mensaje! —estalla el profesor, pasando su piel de una tonalidad pálida a una rojiza debido a la iracundia que lo invade. Rueda los ojos, sintiéndose injustamente acusado, antes de dar media vuelta, caminando hacia la ventana de la clase, observando el exterior, a fin de calmar su ánimo.

—Tranquilícese Ian, sé que no lo hizo —Coraline interviene entonces, dejando estupefacto al aludido, quien desvía su mirada hacia ella por unos segundos. Alec y Ellie callan entonces, dejándola hablar, como habían acordado. La mentalista hace un rato que ha posado su mirada en la entrada del aula, percatándose de la presencia de una mujer joven allí, de cabello pelirrojo menos intenso que el suyo, de ojos azules y tez sonrosada, que viste con vaqueros marinos, sandalias negras, y una blusa de color turquesa. "Ha estado presente en la estancia desde hace aproximadamente un par de minutos, y es consciente de lo que hemos estado hablando con Ian... A juzgar por cómo desvía los ojos al suelo, avergonzada, tras haberlos desviado arriba a la izquierda, queda claro que ha sido la responsable de dichos mensajes", reflexiona para sí misma, antes de apelar a su invitada inesperada—. Señorita Elsey, por favor, pase —inmediatamente, las miradas de los presentes se desvían hacia la mujer que entra a la estancia. No hay mirada que exprese más sorpresa que la de Ian, habiéndose dado la vuelta para contemplar a su pareja—. No hace falta decirlo, de modo que iré directa al grano: usted envío el mensaje, ¿no es cierto?

—Sí, la verdad es que fui yo —afirma la profesora, claramente sorprendida porque, uno, no solo conozca su nombre, sino dos, porque haya adivinado tan clara y rápidamente que fue ella quien envió los mensajes a Trish Winterman.

—Sarah, por favor, dime que no es cierto... —ruega Ian, descorazonado porque sea posible.

—¿Quién es usted? —cuestiona Alec, habiéndose despojado de sus gafas, guardándolas en el bolsillo interior de la chaqueta de trabajo, antes de desviar su mirada parda a su pareja, quien responde a su pregunta a los pocos segundos.

—Sarah Elsey, profesora de ciencias naturales, compañera de trabajo de Ian, y su amante.

En cuanto las palabras de la analista salen de su boca, Ian no puede evitar agachar el rostro.

—Soy su novia —intenta corregirla Sarah en un tono prepotente, propio de una mujer joven a quien no le ha dado reparo alguno el inmiscuirse en la vida de un hombre casado, dejando clara su ambición: está más que dispuesta a conseguir lo que quiere, como quiere y cuando quiere—. Ella es su exmujer.

—Aún no —interviene Alec con un tono férreo, lleno de adversidad por el ligero desplante que esta intrusa ha dirigido hacia su prometida y la madre de su bebé. No piensa permitir tamaña mala educación mientras él esté presente, y a juzgar por el talante negativo y la tensión en el cuerpo de Miller, ella piensa lo mismo que él—. ¿Admite haberle enviado ese mensaje a Trish?

—Sí, fui yo —afirma sin cortarse ni un pelo, antes de dirigirse a su pareja, quien la contempla con consternación, sintiéndose traicionado, pero aliviado de todas formas. Traicionado, porque Sarah haya sido capaz de hacerle algo así a Trish a sus espaldas y por el hecho de que lo haya puesto en la cuerda floja, pero aliviado, por el hecho de que ahora las sospechas sobre su implicación en el envío del mensaje se han disipado como agua de mayo—. Usé tu ordenador y tu tarjeta —Ian pone los ojos en blanco mientras la escucha: no puede creer que haya sido tan manipuladora, tan desconsiderada, y tan agresiva—. No lo sabía —recalca de pronto, con un leve pico de culpabilidad y remordimiento en sus palabras—. Cuando lo envié, no sabía que la habían violado.

La palabra que sale de sus labios de manera tan directa, sin edulcorar y dicha con tan poco tacto dada la situación y circunstancias, provoca en los inspectores del caso una palidez repentina, así como una sensación de bilis en el estómago. El mismo pensamiento se apodera entonces de las mentes de Alec y sus subordinadas: no les agrada nada de nada esta mujer.


Son las 10:35h y Paul Coates está en la cafetería del pueblo de Broadchurch, esperando a Aidan Taylor-Harper. En un principio su lugar de reunión iba a ser la Iglesia de San Andrés, pero tomando en cuenta que el joven reverendo probablemente se encuentre nervioso por esta improvisada entrevista de trabajo, Paul ha decidido en última instancia cambiar su lugar de reunión por la cafetería del pueblo. Desde un primer momento ha advertido que su segundo apellido es exactamente el mismo que el de Coraline Harper, una gran miembro de la comunidad de Broadchurch, como ya lo fuera su madre, y se pregunta si compartirán algún parentesco. Mientras toma un sorbo del té Earl Grey que se ha pedido, alza el rostro, contemplando la plaza principal del pueblo, antes de advertir cómo un hombre se acerca a la cafetería desde lejos. Por el alzacuellos que lleva no le es difícil reconocer al joven pastor anglicano con quien lleva intercambiando mensajes desde ayer. Mientras se acerca, consigue distinguir sus rasgos, sorprendiéndose al percatarse de lo joven que parece. No puede tener más de veinticinco años. Sí que ha empezado joven en esta profesión, a diferencia de él, que se inició a ella ya entrado en sus treinta. Va vestido de manera sobria, sin dejar de lado ese aire a novedad que Paul ya siente que ha perdido desde hace tiempo. Y no solo tiene que ver con la perdida in crescendo de la fe en el Señor, sino en su camino en la vida. Suerte que tiene a Beth para ayudarlo a seguir adelante.

—¿Paul Coates? —el joven de veintiocho años de cabello trigueño y ojos turquesa apela al reverendo de la parroquia de San Andrés, quien asiente al momento en cuanto lo escucha hablar.

—Sí, soy yo.

—Mucho gusto, soy Aidan Taylor-Harper.

—Un placer conocerte, Aidan —se levanta prontamente de la mesa, estrechándole la mano que le ofrece el joven—. Por favor, siéntate —le ruega, haciendo un gesto hacia el asiento que queda libre frente a él, con Aidan tomando asiento a los pocos segundos. Una vez se ha asegurado de que su posible reemplazo está cómodo, Paul le hace un gesto a la camarera que camina entre las mesas—. ¿Qué te apetece tomar? —cuestiona educadamente, habiéndose acercado la camarera para poder tomar nota de su comanda.

—Un té de frutos rojos, por favor —le sonríe a la joven que los atiende, y ésta se sonroja ligeramente al ver esa encantadora expresión en su rostro, antes de apuntar la comanda, procediendo a entrar en la cafetería para transmitirla.

—Sin duda tienes encanto, Aidan —advierte Coates con una sonrisa amigable, habiendo notado al momento que esa sonrisa la ha visto con anterioridad: en la Inspectora Harper, cuando, en contadas ocasiones, sonríe con mucha alegría y ternura, algo que va siendo más común ver ahora que, según le ha comentado Beth, parece que hay algo serio entre ella y el Inspector Hardy.

—¿Qué puedo decir? Creo que me viene de familia.

—Imagino que te refieres a Coraline —aventura el reverendo de cabello rubio, contemplando cómo la camarera le trae el té de frutos rojos a su compañero de profesión, quien se lo agradece con otra de sus características sonrisas.

—Hemos decidido no comentar nada por el momento —afirma Aidan, confirmando las suposiciones del párroco del pueblo—. Mi hermana Nadia y yo no queremos que los chismorreos le hagan la vida y el trabajo más difícil a Coraline

—Lo comprendo perfectamente —asevera Paul con un tono confidente—. No te preocupes: no diré nada al respecto, tienes mi palabra —su compañero de mesa parece más relajado gracias a su aseveración, de modo que el hombre con alzacuellos y cabello rubio carraspea—. Según tu currículum, has viajado de misionero en varias ocasiones: a Egipto, Afganistán y Sudáfrica.

—En efecto.

—¿Cuánto tiempo estuviste en cada lugar?

—Primero con 21 años fui a Afganistán, y pasé un año allí; después, a los 22 años, me desplacé a Sudáfrica, pasando un año allí; por último, con 23 años fui a Egipto, donde pasé dos años —relata rápidamente—. Principalmente tuve como meta la enseñanza de idiomas, la creación de parroquias, escuelas y viviendas, y la enseñanza de la religión.

—Vaya, sin duda fueron cuatro años muy exigentes.

—Así es, pero no lo cambiaría por nada.

El reverendo Coates sonríe al percatarse del extenuante trabajo que este joven ha llevado a cabo en tan poco tiempo, y a tan corta edad. Sin duda, su esfuerzo y dedicación dan un testimonio inequívoco de su tesón, su afán por ayudar al prójimo, y por hacer cumplir las leyes del Señor.

En un momento dado, el hombre de cabello rubio y ojos celestes se percata del anillo en la mano de su posible sucesor, sintiendo curiosidad por su estado civil.

—No puedo evitar notar que llevas una alianza... —hace un gesto con la mirada hacia el anillo que el joven lleva en su mano.

—Conocí a mi mujer mientras era misionero en Egipto y nos casamos —resume muy brevemente su encuentro con Nefertari Rose, de manera que salvaguarda su privacidad lo máximo posible—. ¿Supone eso algún problema para conseguir el empleo? —inmediatamente, el muchacho de veintiocho años adopta una actitud a la defensiva, pues si tiene algún tipo de problema con que esté casado, van a tener unas palabras al respecto, aunque por motu proprio prefiera esquivar las confrontaciones.

—No, al contrario —niega Paul al momento, habiéndose percatado de su incomodidad—. De hecho, me alivia saber que eres alguien capaz de compaginar el trabajo de párroco con la vida familiar: sinceramente, es algo que encuentro difícil incluso hoy en día —se expresa con sinceridad antes de suspirar—. Verás, necesito encontrar mi lugar en el mundo, aunque eso signifique que debo dejar de ser sacerdote —ahora que es capaz de decirlo en voz alta, incluso se siente aliviado—. Me he dado cuenta de que quiero más de la vida: quiero ser padre y quiero, no solo casarme y vivir felizmente con mi esposa, sino que quiero criar a mis hijos sin la presión de tener que estar todos los días en la iglesia, dejándolos desatendidos a todos ellos —da un sorbo a su té antes de exhalar hondamente—. Por eso mismo, creo que ha llegado el momento de dar paso a las nuevas generaciones, ¿me explico? —cuestiona el hombre con vello facial rubio, tomando nota de que Aidan asiente en silencio, comprendiendo la razón tras su necesidad de cambiar de aires y de profesión.

—Personalmente, mi mujer Rose y yo aún no tenemos hijos, pero comprendo que la idea de conciliar el trabajo de reverendo con el de hombre de familia te resulte exhaustiva, especialmente tras tanto tiempo dedicándole tu vida al Señor, sin pensar en ti ni un solo instante —responde el muchacho de veintiocho años con un tono sereno, compadeciéndose de su compañero de profesión—. En un primer momento, tras escuchar que el Hotel Traders se vendía, y mi mujer estaba interesada en adquirirlo, pensé en apoyarla en caso de que quisiera mudarse aquí... Y entonces escuché que estabas buscando a un reemplazo, de ahí que decidiera contactarte.

—Pero esa no fue la única razón, ¿verdad?

—Estás en lo cierto —afirma el joven de cabello trigueño, dando un sorbo al té—. La iglesia del pueblo del que procedo se derrumbó a causa de un seísmo, y el ayuntamiento decidió no reedificarla para darle un mejor uso a la parcela que ocupaba, utilizándola para edificar un complejo de apartamentos turísticos —explica sus circunstancias, y Paul no puede evitar sentir un ramalazo de compasión por el joven y su mujer, quienes siendo tan jóvenes están teniendo que buscarse la vida con tanto esfuerzo—. Así que, tomé ese derrumbe como una señal de que era el momento de cambiar de aires, y al contactar Cora con nosotros, supe que este era el lugar indicado.

—Bueno, ¿quiénes somos nosotros para comprender los designios de Dios? —asiente el hombre que tiene frente a él, sonriéndole con amabilidad—. Sus caminos son inefables al fin y al cabo —ambos comparten una carcajada divertida, antes de que Paul, entrelace los dedos—. Por mi parte, está decidido: me encantaría que fueras mi sucesor, Aidan. Creo no equivocarme al decir que eres un joven íntegro, lleno de fe, que está dispuesto a ayudar a los feligreses de este pueblo como si fueran su propia familia.

—No te equivocas —conviene el joven reverendo—. Respecto a la Iglesia de San Andrés, no has de preocuparte: voy a asegurarme de que los fieles sigan acudiendo a ella, independientemente si es por conseguir el consuelo en el Señor o no, no dejarán de creer en su labor, y por tanto, en la nuestra —sus palabras parecen tranquilizar a Coates, quien temía dejar la iglesia y a sus feligreses en manos de cualquiera—. En lo que respecta al papeleo para la renuncia y el traspaso del empleo... Deberé hablar con mi mujer acerca de cuándo podremos hacer la mudanza, puesto que no quiero provocarte ningún inconveniente.

—No te preocupes, Aidan —sentencia Paul, dando un nuevo sorbo a su té, sonriéndole—. Creo que aún faltan varios días hasta que decida dar mi último sermón... Probablemente cuando termine el caso que la policía tiene entre manos —asevera, provocando que su joven sucesor asienta con la cabeza en silencio, pues Rose y él pueden tener listas las maletas en dos días aproximadamente, contratando a un equipo de mudanzas para que se encargue de transportar aquellos muebles de los que no pueden deshacerse—. Es una pena que nos hayamos conocido cuando el pueblo está pasando por estas terribles circunstancias...

—...Pero es lo que hay —sentencia Aidan con un tono confiado, pues no hay nada que ellos hubieran podido hacer para prever esta situación—. Espero que encuentren pronto al responsable, al menos para dar paz a la familia de la afectada, así como a las mujeres del pueblo: no se menciona lo suficiente cómo hechos así pueden alterarlas mentalmente, llegando a desarrollar un miedo casi patológico a salir de casa solas —reflexiona en voz alta, rememorando algunos de los artículos que Nadia ha escrito en su periódico acerca de estos temas en concreto.

—Sin mencionar que, la sociedad inconscientemente está adoctrinándolas desde temprana edad para que no salgan solas, y menos de noche, por la calle. Instigamos ese miedo innato y puede que casi patológico en su sistema, y no debería ser así —suelta un suspiro hastiado antes de revisar su reloj—. Oh, discúlpame, me temo que he quedado con alguien dentro de unos minutos y no quiero llegar tarde —se apresura en terminarse el té, recordando que ha quedado con Beth en el parque infantil para pasar un rato con ella y con Lizzie. Cuando se levanta del asiento, el joven de cabello trigueño nuevamente le estrecha la mano con cordialidad y amabilidad—. Ha sido un auténtico placer, Aidan.

—Lo mismo digo, Paul.

—Estaremos en contacto —le asegura, antes de comenzar a caminar lejos de la cafetería, hacia el camino que lleva al parque infantil. Apenas ha dejado atrás la plaza del pueblo, caminando cerca del pavimento del puerto, cuando escucha una voz que lo llama desde atrás: es Mark Latimer—. Oh, hola, Mark —lo saluda, habiéndose detenido momentáneamente, para dejarlo caminar a su lado. No puede evitar que la situación se le haga algo violenta, teniendo en cuenta su relación con Beth, pero no quiere complicar las cosas, de modo que se esfuerza por mantener un tono cordial al hablar.

—Hola tío —lo saluda el fontanero sin aliento—. Te he estado buscando por todas partes.

—¿Con «todas partes» te refieres a la iglesia? —cuestiona con ironía.

—Bueno... Sí —admite Mark con un tinte inequívoco de vergüenza, como si no supiera dónde más buscar al reverendo, provocando que Paul ponga los ojos en blanco: ¡ni que fuera un hombre sin aficiones!

—Sí, a veces me dejan salir de la zona de exclusión —logra bromear, antes de colocarse mejor la chaqueta, pues acaba de levantarse un leve viento que es capaz de helar la carne de cualquiera.

—Un cura con sentido del humor... Deberías anunciarte —sentencia Latimer con una sonrisa mientras caminan por el camino del puerto—. ¿Qué haces mañana? —le pregunta de sopetón, provocando que las alarmas se disparen en la cabeza del vicario: sea lo que sea lo que Mark tiene planeado, no puede ser bueno. Especialmente porque, desde hace tiempo solo hay una cosa que lo obsesiona: Joe Miller.

—Eh... ¿De verdad me estás preguntando por mi agenda?

—No, pero... ¿Podrías cancelarlo todo? —el fontanero traga saliva, pues lo que va a pedirle a Paul no es fácil, y sabe a lo que se arriesga al pedírselo: a que se lo cuente a Beth, y que ésta a su vez, intente convencerlo de no hacer ninguna tontería. Pero ya no puede seguir soportándolo más. Tiene que hacer algo al respecto, y con o sin la aprobación de Beth, piensa continuar con su plan.

—No —niega Paul al momento, arqueando una de sus cejas, sintiendo que el miedo a que sus presentimientos se hagan realidad ha tomado fuerza. No quiere pensar que Mark está siendo tan estúpido como para poner la venganza por encima de su recuperación, de sus hijas, de su familia y sus amigos, que tanto se preocupan por él—. ¿Por qué quieres que lo haga?

—Voy a hacer un viajecito, y he pensado que podrías acompañarme...

La palabra viaje de por sí no debería provocarle ningún tipo de sentimiento negativo al párroco, pero el hecho de que provenga de Mark, dicha en este contexto y de esa forma, con un tono casi jovial, no augura nada bueno. Coates siente que le late el corazón con fuera en el pecho al ver la mirada perdida en el horizonte de Latimer, fija en ningún sitio, pero a la vez decidida y algo siniestra. Las frías manos de la inevitabilidad y el miedo se agarran con fuerza a él, y como si tuviera al mismísimo Lucifer susurrándole al oído, sabe que debe desconfiar de sus intenciones.

—¿Un viaje a dónde? —su voz se ha tornado seria de pronto, fría—. ¿A dónde vas, Mark?

—He encontrado a Joe Miller —el patriarca de la familia Latimer no consigue acallárselo por más tiempo, y lo suelta de sopetón.

Para Paul es como si acabase de recibir un puñetazo en la boca del estómago: si bien es cierto que lo veía venir, dejándolo sin aire, no puede evitar sorprenderse. No puede creer el haber estado en lo cierto con sus suposiciones. No puede creer que su amigo siga empecinado en vengarse de Joe por lo que le hizo a Danny... No, no solo a él, sino a Coraline también. Su reacción es completamente visceral, con su rostro palideciendo y sus cejas enarcándose.

—¡Por supuesto que no! —exclama con voz contenida, cerrando los puños—. No pienso ir.

—¡Es hora de ajustar las cuentas...!

—Ya lo hicimos, Mark —le recuerda el párroco con un tono afilado, negándose a entrar en su juego. Hicieron lo que debían hacer. Fueron mejores que él, y el éxito de lo que hicieron depende totalmente de no dejar que Joe Miller siga emponzoñando sus vidas. Pero Mark es incapaz de dejar que los demás pasen página. No, mientras siga empeñado en vengarse y en recordar lo que les hizo a todos.

—¡No, no hicimos na...!

—¡Claro que sí! —Paul lo interrumpe de pronto con un tono férreo, iracundo, haciendo un gesto con su mano derecha a modo de un corte vertical y descendente, evitando que siga hablando. Todo su cuerpo está lleno de tensión ahora, habiendo llegado a su punto de quiebre. Puede que Beth, Maggie, e incluso Coraline puedan dejarle hablar durante unos minutos sobre su plan de venganza, pero para él es la última gota. Ya no puede seguir callado—. ¡Ya basta, Mark! Hicimos lo que teníamos que hacer para seguir viviendo nuestras vidas, para no dejar que lo que hizo ese monstruo nos afectase. Decidimos borrarlo de nuestras vidas para siempre, ¡y tu insistencia a recordar sus hechos y a vengarte de él, no solo afecta a tu capacidad para pasar página, sino a la de todos! —lo alecciona sin cortarse un pelo—. Puede que Beth sea demasiado blanda como para decirte esto, pero yo no: ¡ya basta de arrastrarnos a todos a esta espiral de autodestrucción, Mark! Entiendo que estás sufriendo, pero vengarte de Joe Miller, o hacer lo que sea que pienses hacer, no te devolverá la paz, ni a Danny —intenta razonar con él, hacerlo cambiar de idea, a pesar de saber que no lo va a conseguir—. Si sigues empeñado en no dejar morir su recuerdo, estás emponzoñando las vidas de todos los que tienes alrededor, incluyendo a Beth y a las niñas...

—¡No las metas a ellas en esto, Paul, ellas no son tu familia!

—¡Ahora sí que lo son, Mark! —rebate el reverendo, encarándolo y colocándose frente a él, pues no piensa dejar que lo amedrente—. Y por ello voy a hacer lo posible por protegerlas de lo que sea que vayas a desencadenar sobre ti mismo, porque se merecen seguir con sus vidas en paz, sin demonios que recorran su mismo camino —consigue dominar el temblor de su voz, provocado en gran parte por la ira que lo recorre—. ¿Quieres mi consejo? Busca ayuda, y déjalo estar... Porque estás solo en esto.

Con esas últimas palabras, Paul sigue su camino con pasos firmes y rápidos, deseando alejarse de allí lo antes posible. Mientras camina hacia el campo de juegos, debate en su mente sobre si debería hablar de esto con Beth, ya que no quiere preocuparla. Ahora mismo están pasando momentos muy felices, y no quiere estropeárselo. Pero sabe que si no se lo dice, y luego llega a descubrir que lo sabía, y a Mark le pasa algo, no se lo perdonará en lo que les quede de vida. Para bien o para mal, se preocupa por Mark: es su amigo, y es el padre de sus hijas. Deja escapar un suspiro hastiado tras alzar la mirada al cielo: ojala pudiera preguntarle a Él que hacer.


En una central de soporte electrónico, una mujer joven, de cabello rubio y ojos verdes está atendiendo una llamada. Ella es una de las responsables de la atención al cliente, y está resolviendo las dudas de uno de sus clientes más antiguos, con el cual ya tiene una relación amigable, casi como si se tratara de un amigo de toda la vida. Está ayudándolo a cambiar el equipo de sobremesa que la compañía le ofertó hace unos años, el cual aún tenía la garantía intacta. De modo que, con una sonrisa, se ha encargado de hacerle una oferta que está disponible solo este mes de junio, con la reparación o sustitución del equipo, completamente gratis. Su cliente, Tony, parece necesitar tiempo para pensar sobre qué hacer, de modo que educadamente, le da la opción de llamarlo la semana próxima, para darle un plazo para tomar una decisión. Cuando parece satisfecho por el acuerdo, la joven cuelga la llamada, despojándose el auricular que utiliza para realizar las gestiones. Con un suspiro nervioso, desvía su mirada al ejemplar del Eco de Broadchurch que tiene en su mesa de trabajo, a su izquierda. Está abierto por la página cinco, donde se detalla cómo se ha sucedido una terrible y brutal agresión sexual en la Casa Axehampton. Inevitablemente, siente cómo la bilis le llega a la garganta, cómo las lágrimas saladas le queman las corneas de los ojos. Se siente enferma, y rápidamente, se levanta de su mesa, saliendo casi escopeteada al servicio de mujeres de la planta.


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