Capítulo 16 {2ª Parte}
Tras despedirse de su buena amiga e ingresar en el coche azul brillante de la pelirroja de ojos celestes, la pareja llega hasta la academia de defensa personal en la que se encuentra Daisy. Para alivio de Coraline, descubre que Daisy está charlando animadamente con algunas chicas jóvenes de su edad en el exterior de la academia, sonriendo como no lo ha hecho en mucho tiempo, prácticamente desde que se difundieron sus fotografías por el colegio. Baja la ventanilla del coche y toca el claxon, sobresaltando mínimamente a Daisy, quien inmediatamente después, comienza a carcajearse, despidiéndose de sus amigas, antes de entrar en la parte trasera del vehículo.
—Hola, Papá, hola, Mamá —los saluda a ambos, utilizando sin ser consciente de ello el apelativo cariñoso que le ha otorgado a la pelirroja con piel de alabastro. Alec no comenta nada al respecto, pues como ya le dijo a su enamorada, no está en contra de que apele a ella con ese nombre. Tras unos segundos, la adolescente se inclina desde la parte trasera del coche, brindándoles a cada uno un beso en la mejilla—. ¿Qué tal el día?
—Agotador, cielo —responde Alec, sintiendo el bamboleo del coche mientras su protegida desaparca—. Demasiados sospechosos, pocos datos... Lo habitual —decide no hablar de trabajo mientras esté con su hija, de modo que cambia de tema a los pocos segundos—. ¿Qué hay de ti? ¿Qué tal las clases? —cuestiona, preguntándole por las clases del instituto, siendo desconocido para él aún que no asiste a ellas. No se percata de la rápida mirada que intercambian su novia y su hija antes de que la segunda le responda.
—Bueno, no demasiado mal: como han decidido que sea una evaluación continua, no vamos a depender tanto de los exámenes, pero sí del trabajo en clase —le cuenta, siendo una verdad a medias, pues aunque no asiste a las clases, Cora se ha encargado de comunicarse con su profesora vía email para entregarle las directrices de los trabajos a realizar, y los envía de vuelta cuando los termina. Esa misma profesora le comunicó que habían cambiado los criterios de evaluación—. Al menos, gracias a este cambio estoy más relajada: con menos exámenes, menos presión por aprenderlo todo de memoria, aunque admito que la idea de hacerlo todo con trabajos es agotadora.
—Bueno, es un método mejor que el que usaban cuando yo era estudiante: todo de memoria, y si no acertabas con la lección, castigada a copiarla en el recreo —comenta tras carcajearse irónicamente la pelirroja trajeada, mientras tuerce en una intersección. En cuanto la escucha decir esas palabas, Daisy parece mortificada, pues no quiere ni imaginarse cómo eran sus clases—. Por suerte ha quedado en el pasado —añade con un suspiro pesado, conduciendo con calma hacia su casa para relajarse tras un día agotador para los tres—. ¿Y las clases de defensa personal? ¿Las disfrutas? —aprovecha un semáforo en rojo para desviar sus ojos a la parte trasera del coche mediante el espejo retrovisor, siendo testigo de la mirada feliz y aliviada que le dirige su apreciada muchachita rubia.
—Son geniales —Daisy dice la verdad a juzgar por su actitud y lenguaje no-verbal, asintiendo con vehemencia. Está claro que la disfruta enormemente, y no solo por el hecho de poder alejarse de los problemas, sino porque está aprendiendo a defenderse, y ha entablado una relación de amistad con algunas de las chicas que acuden allí. De hecho, le parece haber visto de reojo a Chloe Latimer, pero no puede estar segura porque apenas podía verle el rostro al momento de realizar los ejercicios—. He aprendido muchas técnicas, y la profesora está muy contenta conmigo: dice que tengo una excelente base, y que no me cuesta demasiado seguir el ritmo —le comenta, y contempla que sus padres intercambian una mirada orgullosa, contentos porque su decisión haya resultado en algo tan positivo para la adolescente—. De hecho, le he comentado que ha sido mi madre la que me enseñó las bases, y me ha preguntado si en algún momento considerarías dar tú una case —ante sus palabras, ambas se carcajean, provocando que Alec también lo haga a los pocos segundos.
—Oh, ya no me muevo como antes —intenta excusarse la taheña, arrancando nuevamente el coche, conduciendo por la calle principal de Broadchurch—. Creo que tu profesora sería capaz de hacerme sudar la camiseta incluso antes de empezar —añade, pues ante todo, no quiere desvelarle a Daisy los demonios que ocultan los senderos de su pasado, con su querido protector captando al momento la intencionalidad tras sus palabras—. Pero dale las gracias por el ofrecimiento.
—Lo haré —afirma la adolescente, antes de despojarse de la sudadera de entrenamiento, colocándosela en la cintura a modo de bandolera improvisada—. Por cierto, ¿qué vamos a cenar hoy? —pregunta de pronto, sintiendo que le ruge el estómago, pues tras tanto ejercicio, está francamente hambrienta.
—He pensado que podría preparar unos macarrones con queso y una ensalada cesar... ¿Os parece? —sugiere la pelirroja, ganándose una mirada sorprendida por parte de su hija, quien no esperaba que tuviera tantos conocimientos de cocina.
—¿Por qué no cocinamos todos juntos? —intercede Alec con un tono cariñoso, recibiendo un abrazo por parte de Daisy junto con un amoroso beso en la mejilla, indicando que esa sugerencia la hace en extremo feliz.
—¡Sí, sí, sí! ¡Genial!
Pasar tiempo de calidad con su padre y con Cora es algo que adora, y teniendo en cuenta que la falta de esa atención hizo que apareciera una brecha entre Tess y ella, es normal que ahora encuentre dichoso el realizar cualquier actividad, incluso cocinar, siempre que estén con ella y lo pasen bien todos juntos, como una familia. Una familia que, siendo inadvertido para el escocés, pronto aumentará con la llegada de un nuevo miembro. La taheña de ojos cerúleos sonríe con ternura al ver que Alec está haciendo caso a sus consejos, intentando pasar más tiempo con Daisy.
Son las 22:35, y Cath Atwood está esperando a que su marido Jim llegue a casa del trabajo. Ni siquiera se ha molestado en despojarse de la ropa con la que ha dado un paseo por la playa con Trish, habiéndose quitado únicamente la chaqueta, la cual ha dejado sobre el asiento de la mesa de la cocina. De igual manera, ha preparado la cena: macarrones con tomate, pero ella ya se ha comido su ración. La de su marido está servida en un plato sobre la mesa, a la espera de ser devorada. Mientras espera, se ha servido una copa de vino tinto del que tanto le gusta, habiendo dejado la botella casi a la mitad. Mientras da un sorbo a la bebida, cavila en su mente acerca de lo que le ha pasado a Trish: tiene razón al decir que todos los invitados de la fiesta son conocidos o amigos suyos. Por fuerza, debe haber sido alguien de su entorno más próximo. Se pregunta quién habrá podido ser, y si Jim podría haberlo ocultado deliberadamente. Ya sabe de buena tinta que los hombres siempre se cubren las espaldas cuando uno de ellos mete la pata hasta el fondo.
No quiere pensar hasta qué punto puede ser veraz esa idea, pero no tiene más remedio que plantearse esa posibilidad: ¡Patricia es su mejor amiga, por al amor de Dios! No va a dejar de remover cielo y tierra para intentar ayudarla como sea, incluso aunque tenga que encarar a su marido por sus infidelidades, algo en lo que ya es una experta tras años de práctica. En ese momento, escucha el sonido característico de la puerta principal cerrándose, y alza la vista de la copa de vino: Jim acaba de llegar a casa, y camina por el pasillo hasta la cocina, dispuesto a cenar antes de irse a dormir. Se desvía momentáneamente a la nevera, sacando de ella una cerveza Heineken, quitándole el tapón antes de darle un buen trago, sintiéndose aliviado de haber terminado su jornada laboral.
—Vale... Pasta otra vez —es lo único que murmura el mecánico al momento de sentarse a la mesa, contemplando el plato de pasta que hay frente a él. No sería descabellado decir que esperaba algo un poco más original, pero teniendo a Cath en la cocina, ¿qué más puede esperar? No es precisamente una chef de cinco estrellas... Bueno, ni siquiera sabría decir si sabe cocinar algo que no sea pasta a estas alturas—. ¿Qué te pasa? —inquiere al notar la penetrante mirada de su mujer en su persona, al igual que el silencio con el que lo está tratando. Tras tragar un bocado de la pasta, la cual, reconoce, no está tan mal, bebe un trago de la cerveza, esperando su respuesta.
—Prométeme que no tuviste nada que ver con lo que le pasó a Trish —la mujer de cincuenta años es directa en su petición, pues es de la opinión de que es mejor ir con la verdad por delante, a hacer las cosas por detrás. Y quiere que Jim sea sincero con ella en este punto, o de lo contrario, tendrá que considerarlo seriamente como un sospechoso o un cómplice del agresor.
Al momento, el rostro de Jim se desencaja, palideciendo. No puede creer lo que está oyendo.
—¿Me lo preguntas en serio? —se extraña, confuso y ciertamente ofendido a partes iguales porque lo pueda estar considerado mínimamente sospechoso del delito—. Tanto vino tinto no te sienta bien, cariño.
—Si oíste algo, o si sospechas de alguno de tus amigos...
—¿Por qué tuvo que ser uno de ellos? —exige saber el mecánico de cabello castaño con un tono afilado, dispuesto a defenderlos a ellos y a sí mismo en cualquier momento. Es imposible que su mujer esté sugiriendo lo que cree que está sugiriendo... Seguro que está soñando, pero quiere despertarse ya si es así.
—Porque estaban allí, ¿no? —Cath deja su copa de vino en la encimera a su izquierda, junto a la olla en la cual ha preparado los macarrones. Se acerca a la mesa de la cocina entonces, ejerciendo una mínima presión en su marido para que coopere con sus pesquisas—. Estaban en una fiesta, y son nuestros amigos: tiene que haber sido uno de ellos por fuerza.
—¿Y crees que me lo consultaron? —ironiza el hombre frente a ella con un arqueamiento de la ceja izquierda. Definitivamente, quiere despertarse ya de esta pesadilla—. Lo planearon, me lo contaron, y yo les dije: «vale, ¡adelante con ello!».
—No has respondido a mi pregunta —la mujer de Atwood se cruza de brazos, bajando el tono.
—¿Qué es lo que quieres preguntarme en realidad, Cath? —mantiene su mirada fija en ella, casi sin parpadear, con sus pupilas dilatándose poco a poco ante las acusaciones que su mujer parece dirigir en su contra—. ¿Si violé a una de nuestras mejores amigas? —incluso el decir esa palabra que empieza por v le provoca un sentimiento horrible en la boca del estómago—. Quieres que responda, ¿verdad?
—Sí.
Ambos se quedan en silencio en ese preciso instante, manteniendo entre ellos una batalla de miradas. Cath busca con sus ojos cualquier indicio de culpabilidad en su marido, pues tras tanto tiempo engañándola, ha aprendido a captar esos matices en sus tics faciales o micro expresiones. Quiere que responda, porque si no lo hace o le da una evasiva, no piensa volver a confiar en él, y probablemente, hablará con la policía para compartir sus sospechas. Por su parte, Jim no desvía la mirada del rostro de su mujer, buscando en ella algún indicio de que lo considere realmente culpable del crimen que se cometió en la fiesta. Conoce a su mujer al dedillo, y sabe que cuando algo se le mete en la cabeza no hay quien la haga cambiar de idea, de modo que debe responder a la pregunta con la verdad. Finalmente, toma aire antes de contestar a su pregunta.
—No, no lo hice.
El mecánico se levanta entonces de la mesa de la cocina, dando por terminada la charla y la cena, subiendo con pasos rápidos las escaleras que conducen a su habitación. Sin embargo, en vez de torcer a la derecha en el pasillo de la planta superior, tuerce a la izquierda, caminando hacia la habitación de invitados, pues, desde la primera vez que engañó a Cath, esta lo ha echado de la habitación de matrimonio, obligándolo a dormir al otro lado del pasillo. Frente a sus amigos y el público parecen el idílico matrimonio inglés, pero de puertas adentro es otro cantar completamente distinto.
Ian Winterman, cuya coartada se inventó con los Agentes Miller y Hardy para evitar que las sospechas recayesen en él por la agresión de su mujer, se apea de su coche gris en el pequeño aparcamiento de la playa de Broadchurch, lo bastante lejos de la comisaría de policía. Una vez cierra el coche con la llave, se apresura en caminar por la carretera, hacia el vehículo estacionado justo frente al suyo, el cual tiene aún las luces encendidas. Cuando llega a la altura de la ventanilla del conductor, se agacha ligeramente, logrando ver con claridad al propietario del coche color negro: Leo Humphries. En cuanto ve al que antaño fuera su profesor de biología y ciencias naturales, el joven de veintitrés años baja la ventanilla para poder hablar con mayor comodidad y libertad.
—¿Por qué quedamos aquí, Ian?
—Lo que le hiciste al ordenador portátil que te di hace unas semanas... —a pesar de ser consciente de que se han reunido en un lugar aislado para evitar ser descubiertos u escuchados, el profesor de instituto no puede evitar susurrar, temiendo que alguien, quizás un transeúnte, pueda escucharlos—. ¿Puedes borrarlo? —le pide con un tono urgente, pues aquello que instaló se podría considerar no del todo lícito, especialmente en lo que se refiere al concepto de privacidad.
—¿Lo tienes aquí? —cuestiona Leo, quien está dispuesto a ayudar a su profesor con lo que sea menester, pues en el pasado, él lo ayudó mucho personalmente hablando, y le debe muchos favores. Está intentando pagárselos, y parece que este ruego va a ser uno de esos.
—No —niega Ian, rememorando que está en la casa de Trish, donde él antes solía vivir. No se le ha ocurrido ir a buscarlo para que Leo se encargue de hacer desaparecer sus modificaciones de software—. Creí... —traga saliva, incómodo y nervioso, desviando la mirada a los lados. A pesar de que acaba de comprobar que no hay nadie a la vista, siente que le sudan las manos, pues el temor de que lo descubran allí, aumenta su tensión exponencialmente—. Creí que podrías hacerlo a distancia, ¿sabes?
—No —niega el joven, quien sabe más de tecnología de lo que parece, antes de suspirar pesadamente—. No funciona así: ese software se instaló en el ordenador mediante una versión portátil que llevo en un pendrive, de modo que, a menos que me traigas el ordenador, no voy a poder deshacerme de lo que le hice, ¿lo entiendes? —intenta explicarse lo mejor posible para que Ian entienda que no es todopoderoso, y necesita acceder al dispositivo electrónico.
—No quiero que nadie lo sepa... Por favor, Leo.
—Tráeme el ordenador y lo borraré, te lo prometo —asegura, antes de pulsar la tecla en la puerta del coche para subir la ventanilla, instantes antes de pisar el embrague y meter la primera marcha, conduciendo lejos de allí, dejando a Ian solo en mitad de la oscura y no transitada calle.
Tras una noche agotadora, llevando y trayendo a clientes habituales y esporádicos en el taxi, por no hablar del incómodo rato pasado en comisaría, Clive Lucas llega a su apartamento, identificado con el número 5 en la fachada, cerca de la puerta principal. La luz interior está encendida, de modo que Lindsay se encuentra en casa, aunque lo extraño es que no sea así, pues no estudia ni trabaja, y solo se dedica a cuidar de la casa, además de cocinar para su hijo y él. Saca el manojo de llaves del bolsillo de su chaqueta, abriendo la puerta principal. Una vez la cierra a su espalda, el taxista de cabello y ojos color ónix entra a la cocina, que se encuentra a mano izquierda nada más entrar al pasillo del apartamento.
Lindsay, que aún está rememorando las preguntas que le han realizado los inspectores cuando han venido a verla, está concentrada fregando los platos de la cena. Como sabía que Clive llegaría tarde, únicamente le ha dejado preparada la comida en la nevera, para evitar que se estropee, y permitirle servirse lo que quiera. De hecho, está tan concentrada fregando, tras haber limpiado la casa y tendido la ropa en el colgador exterior, que ni siquiera repara en que su marido ha llegado a casa hasta que no escucha la puerta de la nevera abriéndose a su espalda. Clive no dice nada a modo de saludo, y ella tampoco lo hace, dirigiéndole únicamente una mirada ladeada a modo de reconocimiento. Lo escucha tomar una cerveza del interior de la nevera, sin siquiera molestarse en coger el plato de comida que tan generosa y cariñosamente le ha preparado para que cene y se relaje tras el agotador día de trabajo. Pero por desgracia, esto es algo habitual: Clive no suele apreciar su esfuerzo ni su duro trabajo en la casa. Ocurre con tanta frecuencia que la mujer que estudió para ser maestra simplemente ha desarrollado la habilidad de mantenerse impasible a sus desplantes. Por suerte, su hijo, que aún se comunica con ella, aunque sea con monosílabos pues está en esa edad rebelde en la que tienen secretos, aprecia su comida y su trabajo duro, dedicándole algunas amables palabras cuando llega a casa del instituto.
El hombre que conduce un taxi sale de la cocina con pasos lentos, caminando hacia el salón de la casa, de cuyo interior puede escucharse el sonido característico de la televisión. Parece que se está jugando un partido de futbol, a juzgar por los pitidos y el rugido de la afición. Se pregunta qué partido será, y se apoya en el dintel de la puerta, contemplando a Michael, su hijo, con sus ojos color ónix sin despegarse prácticamente de la pantalla. Al verlo allí, sentado, a Clive le sobreviene el pensamiento de que ya no es un niño. Ahora es un adolescente en camino a convertirse en un hombre. Rememora cómo jugaba con él cuando no era más que un niño, cómo le levantaba por las mañanas y le daba el desayuno, cómo lo llevaba al colegio... Ahora su relación se ha vuelto tan tensa que no es capaz siquiera de conectar con él, y probablemente, sea debido a su cambio de carácter con los años. El haberse relegado a ser un mero taxista lo ha hecho desencantarse con la vida en general, y especialmente con su vida familiar y de pareja con Lindsay. Él, que deseaba ser un médico de prestigio, ahora ya no puede seguir ese sueño, y debe confirmarse con trabajar y vivir en este pequeño pueblucho de la costa de Dorset.
—¿Todo bien, hijo? —intenta conversar con él, despojándose de la chaqueta de trabajo mientras aún sujeta la cerveza en la mano izquierda. Lo han expulsado del colegio por compartir pornografía con otro chico más, y no le extraña que haya pasado, aunque sea algo que muchos consumen en privado. Michael desvía su mirada momentáneamente hacia su padrastro, aunque no reciproca su saludo, sino que, como respuesta a su presencia, sube el volumen del partido de fútbol—. Sí, ya veo que muy bien... —asevera el taxista en un tono malhumorado, dirigiéndose a la cocina para comer las sobras de la cena, a fin de irse cuanto antes a la cama.
Aproximadamente a las 22:30h, habiendo llegado a casa hace varias horas tras haber pasado por el supermercado a hacer las compras pertinentes, Coraline está sacando los ingredientes necesarios para cocinar los macarrones con queso y la ensalada cesar, con Alec y Daisy ayudándola. Bueno, ayudándola puede que no sea la palabra adecuada, pues cuando la mentalista ha fundido parte del queso y la nata, habiéndolos mezclado en un cuenco y reservando un poco para una futura repetición de la comida, su querido y testarudo novio ha creído conveniente —y divertido—, el tomar un poco y lanzárselo a la ropa de estar por casa. Por suerte ya no estaba tan caliente como hace unos minutos, pero se ha llevado una buena sorpresa al sentir cómo el queso, con una textura cremosa, impacta contra su espalda.
—¡Alec...! —exclama Cora, dando vueltas sobre sí misma como un perro que se busca la cola, intentando dar con la mancha en la chaqueta de andar por casa—. ¿Cómo has podido...? —se lamenta de forma dramática, colocando una mano en su pecho, disimulando como le es posible una carcajada.
—Lo siento mucho, querida... ¡Es la guerra! —se defiende él con dramatismo, sorprendiéndola, pues esta es una faceta desconocida para ella: nunca se habría imaginado que su querido escocés tiene un lado dramático y divertido. Pero queda claro que, ahora que tiene plena libertad para ser feliz, está intentando recuperar algo de su antiguo yo, aunque para eso aún falta un largo camino.
—¡Oh, me muero...! —la mujer de treinta y dos años hace un amago de caer al suelo, pero se mantiene en pie, observando que Alec también sonríe, intentando mantener a raya una estridente carcajada por sus habilidades de actuación.
—¡No te preocupes, Mamá, yo me encargo! —exclama la rubia, acercándose con rapidez al cuenco sobrante de queso fundido—. ¡Venganza! —como respuesta a la jugarreta de su padre, Daisy, en un ademán protector hacia la pelirroja y el Bebé Hardy, como ella lo llama cariñosamente en privado, le lanza un poco de queso fundido, impactando éste en su jersey de estar por casa. Incluso, la adolescente puede ver cómo unas leves porciones han impactado contra la camisa que lleva debajo de dicho jersey—. ¡Toma ya! ¡100 puntos! —exclama con una sonrisa, vitoreando su puntería y chocando las manos con su figura materna.
—¡Bien hecho! —se carcajea Cora, provocando que Daisy también lo haga.
—¿Con que esas tenemos? —Alec parece dispuesto a hacerles pagar esta leve guerra de comida, antes de despojarse de sus gafas de cerca, depositándolas con cuidado sobre la encimera de la cocina.
—¡Dios mío, el Rey enemigo se ha transformado en dragón! —exclama Cora con una entonación dramática, antes de tomar la mano de Daisy en su izquierda—. ¡Huyamos, alteza!
Se inicia entonces una persecución por la casa, con Alec corriendo como alma que lleva el diablo para atrapar a su novia y a su hija. La primera en caer es Daisy, quien es sujetada por su padre, estrechándola contra él en un cariñoso abrazo, sintiendo que le besan la frente y las mejillas con afecto, logrando hacerla carcajearse y sonreír de manera dichosa. Entonces, padre e hija deciden formar equipo para ir en busca de la pelirroja, quien con una sonrisa vuelve a intentar escabullirse. Cuando el cansancio empieza a hacer presa de ella tras unos dos minutos corriendo, pues su estamina se ha visto reducida por el embarazo, la analista del comportamiento aminora deliberadamente la marcha, dejando que su querido confidente y protector la tome en brazos como a una princesa, antes de besarla afectuosamente. Una vez la deposita en el suelo, con sus pies tocando tierra, Daisy la abraza por el torso, con los tres compartiendo un tierno momento familiar.
—Ha sido divertido —comenta Daisy, aún entre los brazos de sus padres—. Pero deberíamos seguir cocinando, a menos que queráis que me coma a alguno de vosotros por el hambre voraz que tengo —bromea, haciéndolos sonreír con ternura—. Voy a preparar la ensalada —sugiere con un ademán más serio, antes de salir del abrazo, acercándose a la encimera, donde se encuentran un cuenco de cristal y los ingredientes.
—Solo necesitas seguir las instrucciones que he escrito, Dais —le comenta la pelirroja con un tono amable, recibiendo un gesto por parte de la rubia para indicarle que no hay problema: un levantamiento de pulgares—. Será mejor que nos quitemos la ropa que está llena de queso si queremos cenar tranquilamente y sin incomodidades —sugiere a su compañero, quien está de acuerdo con ella, antes de subir al baño del piso superior para dejar la ropa en la lavadora.
—Hacía mucho desde que no veía a Daisy disfrutar tanto —dice Alec tras despojarse del jersey y la camisa, aplicándoles un producto quitamanchas, frotándolo contra el rastro del alimento, antes de meterlos en la lavadora. Una vez hecho esto, se coloca una camisa blanca que está ya seca en el perchero del aseo—. Me alegra haberla visto reír así de despreocupada —añade, abotonándose la prenda mientras contempla cómo su querida novata, algo que la seguirá llamando hasta el día en el que se muera, se despoja de la chaqueta, aplicándole el mismo producto quitamanchas, antes de echarla a la lavadora.
—También a mí me ha gustado verla así —concuerda la pelirroja, poniendo en marcha el electrodoméstico, antes de tomar su mano en la suya, comenzando a caminar hacia las escaleras que llevan al piso bajo.
—Ni siquiera en Sandbrook era capaz de expresar sus verdaderos sentimientos, ¿sabes? —le cuenta en confidencia—. Las discusiones con Tess acabaron con gran parte de su felicidad y sonrisas, y me propuse recuperarlas al volver aquí.
—Pues lo has conseguido, querido —le asegura—: Daisy está muy contenta porque hayamos podido pasar la tarde con ella, y estoy muy orgullosa de lo mucho que te estás esforzando por estar a su lado —él da un apretón a las manos que tienen entrelazadas como respuesta a sus palabras, agradeciéndole que lo apoye tanto—. Aunque si te soy sincera, he disfrutado sobre todo de tu sonrisa y de lo relajado que te he visto con ella... También tú necesitabas esto —apostilla, besando sus labios con ternura. Ternura que él corresponde al momento, abrazándola contra su pecho, antes de dirigirle una mirada llena de afecto, bajando con ella hasta la cocina, donde encuentran a Daisy, que prácticamente ha preparado los ingredientes de la ensalada, y solo le falta mezclarlos en el cuenco—. ¡Vaya, parece que tenemos una chef en la casa! —la alaba, yendo hasta ella y acariciándole el cabello con orgullo, provocando que la adolescente se sonroje levemente por el halago—. Bien hecho, cielo —le dice, antes de ver por la periferia que su inspector se coloca a su lado, continuando la labor de preparar los macarrones con queso.
Una vez terminan de preparar la comida y se sientan a la mesa, la cena transcurre animadamente, charlando de varios temas en particular, pero con Alec intentando obviar por completo su trabajo, a fin de concentrarse en su familia. Y hablando de familia... Recuerda que la de su pareja vendrá pasado mañana a Broadchurch, lo que le provoca un leve escalofrió: ¿y si dice algo fuera de lugar? ¿Y si mete la pata? Son los hermanos de su querida Lina, y no quiere complicar las cosas, especialmente porque las reuniones sociales no son lo suyo. No tiene más que traer a la mente el recuerdo de aquella cena en casa de Ellie para cerciorarse de que sería una mala idea. Sin embargo, como si leyese sus pensamientos y supiera exactamente lo que pasa ahora mismo por su cabeza, Cora posa una mano sobre la suya, en la superficie de la mesa, dándole un leve apretón cariñoso, indicándole que todo va a ir bien.
—Daisy, queríamos comentarte algo sobre pasado mañana —empieza a decir la mentalista, captando la atención de la hija de su novio, quien inmediatamente la mira a los ojos—. Van a venir unos familiares a conocernos a tu padre y a mí, y puede que te los encuentres en casa o por el pueblo en algún momento de los días posteriores —le comunica con un tono lo más calmado posible, antes de terminarse su plato de macarrones a pesar de las protestas de su estómago debido a las náuseas—. Quería decírtelo de antemano para evitarte sorpresas.
—¿F-Familiares? —la muchacha arquea una de sus cejas, confusa, pues no es consciente de que su padre tenga hermanos o hermanas. Traga una cucharada de los macarrones con queso antes de beber del vaso de agua a fin de remitir la sensación de calor en la garganta—. ¿Qué familiares?
—Son los familiares de Cora —recalca Alec al momento, habiéndose percatado de la mirada confusa que su hija les dirige, terminándose su propio plato de macarrones, antes de pinchar con el tenedor los pocos restos que quedan de la ensalada cesar, de la cual han dado buena cuenta—. Concretamente, sus hermanos, Nadia y Aidan —le explica, clarificando la procedencia de sus invitados para resolver las dudas de la adolescente—. Tienen que venir por... Asuntos legales relacionados con la herencia de Tara —decide ser sincero con ella, pues ya es prácticamente una adulta, y se merece que la traten como tal, pues es lo bastante madura como para entender dichas cuestiones.
La ve asentir lentamente, procesando la información.
—Nunca los has conocido entonces... —asevera acertadamente, y su figura materna niega con la cabeza, preparándose para cualquier reacción que la rubia pueda tener—. Bueno, si son tus hermanos me encantará conocerlos también —añade con una sonrisa llena de emoción, deseosa de que llegue pasado mañana—. Si son la mitad de buenos que tú, nos llevaremos de maravilla —los adultos en la estancia suspiran aliviados porque haya reaccionado de forma tan positiva a la noticia, contemplando cómo se termina la cena con una gran satisfacción, antes de ayudarlos a recoger la mesa.
—Bueno, no sé cómo serán, pero al ser hijos de mi padre, espero que sean igual de buenos que él —comenta la pelirroja de ojos cerúleos mientras friega los platos con la ayuda de su querida hija, con Alec dedicándose a recoger y limpiar la mesa de la cocina.
Daisy le dirige a su madre una mirada llena de lástima, pues comprende el significado detrás de las palabras «hijos de mi padre». No hay que ser muy avispada para entrever que únicamente comparten dicho parentesco, y con toda seguridad, por el tono ligeramente melancólico en las palabras de Cora, fueron fruto de una infidelidad. No puede hacerse idea de lo sorprendente que debe haber sido para ella el enterarse no solo de la infidelidad de su padre tras la prematura y dolorosa muerte de su madre —a quien ella no conoció pero ha aprendido a querer—, sino también de la existencia de dos medio-hermanos de los que no tenía conocimiento alguno. Una vez terminan de fregar los platos, habiendo recogido todo, la adolescente le propina a la taheña un abrazo cariñoso lleno de afecto, siendo correspondido por la brillante analista, quien le da un beso en la frente para agradecerle el apoyo.
Cuando finalmente la adolescente va a su habitación a descansar, los detectives se retiran a su dormitorio, pues están exhaustos tras el día que les ha tocado vivir. Una vez se cambian la ropa de andar por casa por el pijama y el camisón respectivamente, se preparan para dormir. Aunque antes de relajarse en la cómoda y mullida cama, la pelirroja debe vomitar la cena en el aseo al otro lado del pasillo, disimulando lo suficiente su premura con el objetivo de no levantar sospechas. El escocés por su parte, que ya se ha metido bajo las sábanas, advierte que Lina ha desaparecido de la habitación en un visto y no visto, de modo que suspira, saliendo de la cama a los pocos segundos. Al ver la puerta del aseo del pasillo cerrada a cal y canto, es capaz de adivinar dónde se encuentra. Nuevamente, vuelve a preocuparse por su estado de salud al escucharla vaciar el contenido del estómago. Sin duda, empieza a parecerle algo más grave que una simple gastroenteritis, aunque hay cierto runrún en su cabeza, apenas inaudible para él, que está gritando que hay una explicación perfectamente válida para su estado.
Una vez la mujer de treinta y dos años sale del aseo, es recibida por un amoroso abrazo por parte de su enamorado, quien tras besar su frente, la hace recostarse en la cama, bajo las sábanas, en un esfuerzo por cuidar de ella como se merece, pues por costumbre, es ella quien cuida de él y su hija. Esta vez, quiere devolverle el favor. Tras ingresar en la cama y apagar la luz de las lámparas de noche, el escocés rodea el cuerpo de su novia con sus brazos, atrayéndola hacia su torso. La de piel de alabastro coloca su cabeza contra su pecho, dejando que la calidez de su cuerpo, el rítmico latir de su corazón, y sus amables caricias la lleven al mundo de los sueños. El inspector no tarda en seguirla, sumergiéndose en sus paisajes oníricos, realmente dichoso por tener la oportunidad de vivir una vida feliz a su lado.
Trish y su hija Leah están en casa, sentadas en el sofá viendo una telenovela que les encanta, esperando a que les entre el sueño suficiente para irse a dormir. Cuando llega el momento clave en el que la protagonista se declara a su amor de la infancia, momento que se ha retrasado durante episodios, un repentino sonido rompe la tensión y el momento. Se producen cinco rítmicos toques en la puerta principal de la casa. Ambas intercambian una mirada sorprendida a la par que preocupada, antes de que Trish pulse el botón de pausa del mando a distancia, haciendo el amago de incorporarse del sofá al igual que Leah.
—Voy yo —indica la adolescente, dispuesta a defender a su madre de lo que sea.
—No —Patricia es categórica en su negación: ya es suficiente con que ella haya sobrevivido a una experiencia tan traumática. No es necesario que su querida hija pueda verse envuelta en algo similar.
—Mamá, no tienes por qué hacerlo... —la jovencita de cabello moreno hace lo posible por interponerse en el camino de su progenitora, instándola a que cambie de idea y la deje ayudar, pero la cajera corta sus palabras con un tono de hierro.
—He dicho que no, Leah —Trish la obliga a sentarse nuevamente en el sofá, antes de coger en su mano derecha el manojo de llaves de la entrada, apresurándose en llegar a la puerta principal. Siente que todo el cuerpo le tiembla ante la posibilidad de que su agresor la esté vigilando, pero se dice que debe mantenerse fuerte: debe proteger a Leah. Cuando abre la puerta, la oscuridad total de la noche la recibe—. ¿Qué...? —no es capaz de finalizar la frase, pues aunque esperaba encontrarse a alguien en su puerta, no esperaba para nada el toparse con un ramo de flores frescas. Incluso hay una tarjeta—. «Pienso en ti» —lee el contenido de la tarjeta, revisándola de un lado y otro para encontrar un nombre o una dirección por parte del remitente, pero no haya ninguna. ¿Qué clase de depravado o psicópata deja un ramo de flores anónimo en la casa de alguien? No se le ocurre ninguna respuesta, de modo que traga saliva, apresurándose en entrar las flores a la vivienda, junto con la tarjeta. Ya tendrá tiempo a la mañana para dar parte a la policía sobre ello, o a Beth, en todo caso, quien podrá transmitírselo a los policías.
—¿Qué es eso, Mamá? —cuestiona Leah nada más la ve entrar el ramo de flores, depositándolo en un florero con agua para evitar que se pongan mustias. Se levanta veloz del sofá, acercándose a la mesa del comedor, junto a la sala de estar, observándolas—. ¿Un ramo? —arquea una de sus cejas, confusa—. Vaya, son muy bonitas...
—Y mis favoritas —asevera Trish, quien reconoce al momento el perfume de las flores, así como su forma. Hay pocas personas en su vida que sepan cómo componer un ramo de flores con sus preferidas. De hecho, podría contarlas con los dedos de una mano, lo que la hace tener un escalofrío involuntario: si la persona que le ha enviado las flores es el agresor... Significa que es alguien que la conoce muy bien—. Bueno, ¿seguimos viendo el episodio? Tenemos que saber lo que va a pasar con la protagonista antes de dormir —hace lo posible por desviar el tema de conversación, alejándose de la mesa y del ramo, con el propósito de retomar su lugar en el sofá.
—Sí, claro... —Leah habla con un tono no demasiado entusiasta, pues no es una niña pequeña, y sabe distinguir perfectamente cuándo su madre intenta distraerla o cambiar el tema de conversación. Pero ya han pasado demasiadas cosas el día de hoy, de modo que la adolescente lo deja pasar... De momento. Ya tendrá otra oportunidad para hablar de ello con su madre—. Dale al play: ¡estoy deseando ver esa declaración! —exclama tras sentarse junto a su progenitora en el sofá, fijando sus ojos oscuros en la pantalla.
El ramo de flores y la tarjeta con sus misteriosas palabras quedan relegadas a un segundo plano, olvidadas en apariencia. Sin embargo, su presencia en la casa, y esta noche, no van a dejar de rondar en la mente de la cajera de Farm Shop. Debe descubrir la verdad: quién ha enviado el ramo, y porqué. Cuanto antes encuentre esas respuestas, antes podrá conciliar el sueño. Fija sus ojos celestes en la pantalla, intentando concentrarse en la telenovela, pero no hay forma de hacerlo: su noche ya está turbada por los recientes acontecimientos, y no cree que pueda relajarse hasta obtener las respuestas que necesita.
Cuando se ha terminado la cena, la cual por mucho que quiera negarlo, está deliciosa, Clive deja los platos en la fregadera, incluso cuando Lindsay ha acabado de fregar hace varios minutos. No es su trabajo el fregar la vajilla y los cubiertos cuando ha terminado de comer, y esta es su manera de decírselo. Sin embargo, una repentina generosidad se apodera de su mente, y el taxista de cabello color ónix se apresura en fregar sus platos y cubiertos usados. Lindsay, que ha pasado junto a la cocina hace unos segundos, lo observa momentáneamente en silencio, preguntándose si su marido ha cambiado finalmente de tercio, y está dispuesto a enmendar su comportamiento, a volver a formar parte de su familia y su vida romántica. Sin embargo, las pocas esperanzas que la mujer con cabello rizado pudiera tener, se desvanecen como un sueño al despertar, al contemplar que su marido baja a su garaje. Últimamente pasa horas y horas allí, cerrando la puerta a su espalda, como si no quisiera que nadie más entrase allí.
Clive Lucas abre a puerta del garaje de su apartamento, deslizando la puerta hacia arriba, antes de volver a cerrarla, dejando la estancia en una oscuridad total. Una vez hecho esto, procede a encender la luz del lugar, la cual parpadea por unos breves instantes antes de encenderse. Definitivamente, tiene que encontrar el momento para cambiar la iluminación del lugar. A simple vista, podría parecer el garaje de un individuo cualquiera, con herramientas de reparación y cajas de objetos personales apiladas aquí y allá, pero hay un pequeño detalle que lo delata. Un pequeño detalle que deja claro que este garaje no es uno cualquiera, sino que en realidad, es el lugar de evasión del taxista. En la mesa del garaje, hay un cajón cerrado con llave. Una llave que Lucas siempre lleva encima, y de la cual nunca se desprende, bajo ningún concepto. Ni siquiera cree que Lindsay sepa de su existencia. Con cuidado, tomando el candado en sus manos, utiliza la llave para abrirlo. Descoloca el cierre protector del candado, que impide que alguien lo abra a la fuerza, y tira del manubrio.
Dentro del cajón hay multitud de objetos: relojes de muñeca, gafas de sol, carteras, manojos de llaves, pendientes... Todo sería considerado normal, excepto por el pequeño detalle de que ninguno de estos objetos le pertenecen. Son todos de los clientes a los cuales ha llevado o traído en su taxi. Deja su último coleccionable en el cajón: un llavero con la imagen de una joven en él. Acto seguido, sus ojos se quedan fijos en un manojo de llaves en particular, por lo que lo toma en sus manos, observándolo. De él también cuelga una fotografía: son Trish Winterman y su hija, Leah Winterman. Pasa las yemas de sus dedos índice y corazón derechos por la superficie de la fotografía, especialmente por la zona en la que puede verse a Patricia. Rememora vívidamente aquellas copas que se tomaron en ese bar alejado del pueblo. Lo pasaron bien, pero estaba claro que no iba a funcionar entre ellos. Y ahora, con lo que le ha pasado... Es mejor que nadie descubra su colección secreta, y mucho menos Lindsay o Michael. Podrían meterlo en problemas y eso no es precisamente lo que le conviene ahora. No, mientras tenga a la policía sospechando de él. Tiene que mantener un perfil bajo. Sea como sea. No puede dejar que lo relacionen con la agresión de Trish Winterman.
Cierra los ojos con pesadez antes de suspirar hondo. Deposita nuevamente el manojo de llaves en el cajón de su garaje, empujándolo para cerrarlo. Coloca nuevamente el protector del cerrojo, antes de cerrar el candado. Cuando se ha asegurado de que nadie puede abrirlo, apaga la luz del garaje, antes de salir de él, volviendo al apartamento para descansar y prepararse para un nuevo día.
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