Capítulo 13 {1ª Parte}
Beth Latimer corre todos los días desde hace tres años. Es una manera de hacer frente a los acontecimientos de su vida que se escapan a su control, o a aquellos que simplemente ya no tienen remedio. También es una forma de procesar lo sucedido en su vida desde la desafortunada muerte de Danny. En ocasiones se encuentra pensando que, si Danny hubiera sido más abierto con ellos, si ella hubiera hecho las cosas distintas, ahora mismo serían una familia feliz y Mark no se habría distanciado tanto. Pero entonces le sobreviene el pensamiento de que, con toda seguridad, con lo que escuchó en el juicio aquel día, Mark habría continuado su aventura con Becca Fisher y los habría abandonado, a ella y a los niños. Quizás no sería una situación muy distinta a la actual, pero la diferencia siempre radica en lo mismo: Danny. Tendría a su niño con ella, pero lamentablemente, esa no es la realidad.
Deshecha esos pensamientos con cada zancada que da en la calzada mojada. No puede hacer nada por cambiar el pasado, pero sí el presente. Puede criar a sus hijas como debe hacerlo, y puede ayudar a la gente cuando lo necesitan. La Beth de hace más de tres años habría sido incapaz de hacerlo. En parte, y no quiere regodearse demasiado en este pensamiento irónico, la muerte de Danny la ha hecho mejor, más fuerte. Y como consecuencia de ella también, tiene a Lizzie, y ha empezado a ver a Paul como un hombre en vez de como un amigo de la familia. Un hombre que, a diferencia de su marido, está ahí para ella, apoyándola y ofreciéndole consuelo en caso de necesitarlo, pero que también demuestra esa vulnerabilidad, esa necesidad de que alguien también cuide de él, que ella tan desesperadamente necesita dar. Con Mark era imposible: siempre fue, desde que lo conoció, demasiado independiente. No podía demostrar con él esa actitud de cuidadora que ahora tan despreocupadamente demuestra a Paul. Mark tampoco era tan vulnerable, de ahí que su falta de comunicación provocase su propio distanciamiento y su aventura con la dueña del Hotel Traders.
Y hablando del rey de roma... En unas pocas zancadas se percata de que el hombre de cabello color ónix y ojos celestes la observa, habiéndose sentado a un lado de la calzada, esperándola. La ha visto correr infinidad de veces, y por ello sabe cuál es su rutina. No le extraña encontrárselo allí, pero se pregunta qué querrá ahora. Se le acerca cuando ella aminora la marcha. En su mano derecha lleva una botella de agua fría.
—Hola.
—¿Qué haces aquí? —intenta que su tono de voz suene amable—. ¿Por qué sonríes?
—Yo también me alegro de verte —responde él vacilonamente—. Te he traído un poco de agua —añade, haciéndole entrega de la botella con un tono alegre—. Nunca bebes lo suficiente —esa actitud tan conciliadora desconcierta y pone en alerta a Beth: el día anterior estaba diciéndole que no podía tratar con él de forma amistosa, como si las cosas fueran normales entre ellos, y ahora lo tiene delante, tratando con ella como no hubiera problemas conyugales de por medio.
—Gracias —dice sin aliento mientras toma la botella que se le ofrece, girando el tapón.
—¿Estarás en casa a mediodía?
—Sí —afirma la matriarca de la familia al momento.
—¿Y Chloe también?
—Sí —hace memoria, dándole un trago a la botella—. Su examen acaba a las 12:00 —recuerda que su hija le ha comentado que volverá a casa pronto debido al examen, pues no tiene ninguna clase esta tarde—. ¿Por qué lo preguntas? —inquiere, curiosa por cómo está comportándose.
—¿Te parece bien que me pase? —Mark responde con otra pregunta—. ¿Sobre las 13:00 estaría bien?
—¿Para qué? —Beth siente un ligero hormigueo en la boca del estómago, como si quisiera indicarle que su todavía marido tiene una agenda oculta que no comparte con nadie. Y eso no es una buena señal. Semanas desconectado de la realidad, prácticamente desde el final del juicio, y ahora pretende volver a sus vidas como si nada... Aquí hay gato encerrado.
—Luego os lo cuento —insiste Mark, negándose a decir nada más sobre el tema, lo que solo provoca un aumento en las sospechas de la castaña vestida de sport—. Venga, sigue, no quiero estropearte tu carrera.
—Vale... —Beth continúa corriendo, alejándose del fontanero.
Mark observa a su mujer correr lejos de él. Se mantiene unos minutos observando el recorrido que lleva al otro extremo de la costa incluso cuando ya ha desaparecido de su vista. No ha sido casual que se haya encontrado con Beth en el paseo de la playa, y ha podido intuir que ella lo sabe también. Estaba esperándola con un objetivo concreto en mente, y lo ha conseguido. Cuando llegue la tarde, espera poder habar con Beth y Chloe acerca de lo que realmente ha ocupado sus pensamientos desde hace días. Si Beth estuviera al corriente de sus planes probablemente se negaría a escucharlo, o incluso a dejarlo entrar en la casa, pero espera que, al menos en esta ocasión, lo escuche.
Ian Winterman lleva la misma ropa con la que ayer se reunió con Jim Atwood, en su taller de coches. Apenas ha podido pegar ojo esta noche, y se ha ido a dormir con la ropa puesta. Sarah se ha despertado y lo ha confrontado acerca de ello, preguntándole a qué se debe que haya dormido vestido, e Ian, que no sabe mentir demasiado bien, al menos no lo haría tan bien frente a un experto analista del comportamiento, no ha podido mantener la boca cerrada. Le ha contado a Sarah lo que Leah le dijo la noche anterior: Trish es la mujer a la que se hizo alusión en el comunicado de la policía. Su pareja se ha quedado momentáneamente muda al escucharlo, y se ha marchado al trabajo la primera. No es de extrañar: como mujer, debe poder comprender lo que siente Trish en este momento, por mucho que no le caiga bien.
Es por eso por lo que está ahora frente a la que antaño fuera su casa. Espera poder ver a la que aún es su mujer. Preguntarle cómo está, si puede hacer algo por ella... Lo que sea. No soporta la idea de no haber estado consciente cuando la agredían sexualmente. La culpa que lo invade es desgarradora. Toca el timbre de la puerta principal pero no obtiene respuesta. Se acerca a la ventana de la entrada, pero no consigue ver a nadie en el interior. Probablemente se encuentre en su habitación con las ventanas y la puerta cerradas. Es evidente que no quiere hablar con nadie, al menos de momento. Pero eso no quiere decir que él no pueda hacerle saber lo mucho que le importa, y lo mucho que quiere ayudarla. Saca su teléfono móvil del bolsillo del pantalón. Marca el número de teléfono de la casa y espera. Da tono, pero como vaticinaba, nadie responde. Deja que salte el contestador automático.
—He oído lo que ha pasado, Trish —empieza a dejar su mensaje en un tono sereno, lleno de compasión y lástima—. Necesitaba venir y verte —carraspea, pues no sabe exactamente cómo abordar el tema, cómo dejarle saber que está ahí si lo necesita—. No... No sé qué decir —se sincera con ella, antes de suspirar pesadamente—. Lo siento mucho —hace tiempo que debería haberse disculpado con ella por todo lo que pasó en su matrimonio, por haberse enamorado de Sarah cuando aún están casados—. Dios, suena tan ridículo... —se mortifica solo de pensar en lo irónico de la situación: que haya necesitado que a su mujer la agredan sexualmente para disculparse con ella por todo lo que ha pasado... Si eso no deja claro la clase de hombre que es, no sabe qué lo hará—. Oye, da igual lo que haya pasado en los últimos meses, si me necesitas, estoy aquí —finalmente encuentra el valor para dejarle claro lo que quiere conseguir con esta llamada—. Quiero apoyarte, si me dejas —sugiere, antes de suspirar—. Te quiero, Trish.
Trish Winterman, que ha estado sentada en el suelo, junto al radiador que queda bajo la ventana de la entrada, se lleva las manos al rostro al escuchar las palabras de Ian. No puede creer que tenga ahora el valor de pedirle las disculpas que tanto se merece tras haber sufrido ella un ultraje y un ataque así de personal. Agradece el apoyo, eso es cierto, pero podría haberlo ofrecido de una forma menos condescendiente y más empática. En ocasiones no se ha sentido conectada con Ian, como si un muro invisible los separase. Ahora ese muro es tangible a su espalda, y lo aleja de ella, al menos momentáneamente. Hasta que está lista para hablar con él y decidir si lo quiere de vuelta en su vida. Claro que, no solo debe tomar esta decisión ella, sino que deberá tomarla en consonancia con Leah, a quien también afectarían las consecuencias. Escucha cómo sus pasos se alejan lentamente de su vivienda, y cuando el motor de un coche rompe el silencio de la mañana, suspira pesadamente. Está sola de nuevo. Y aunque la soledad la protege de los peligros del exterior, se siente más desamparada y perdida que nunca.
Aproximadamente a las 6:30, Alec Hardy ha organizado junto con Ellie Miller y Coraline Harper una nueva rueda informativa. La pareja ha llegado hace relativamente un cuarto de hora al centro de investigación, y tras reunirse con Ellie, quien cariñosamente le ha recordado al escocés cómo de galante llevó a su analista al coche la noche anterior, reúnen al equipo. Como bien han decidido entre ellos, deben informarlos acerca del mensaje que ha recibido su principal testigo, además de las novedades sobre el interrogatorio, por no hablar del hecho de que deberán examinar el registro de mensajes y llamadas del número de Trish para verificar quién es el autor del mensaje. El trabajo se les acumula de forma desbordante, de modo que tienen que ser eficientes en todos los aspectos.
—Trish Winterman recibió un mensaje de texto anónimo y amenazante de un numero oculto, ayer por la noche —Alec inicia la rueda informativa con los eventos más prioritarios—. Averiguar quien envió dicho mensaje, es prioritario para determinar lo siguiente. A: si se trata de una amenaza seria; y B: si es del agresor, en cuyo caso, sería la mejor pista que tengamos —suspira con pesadez, reconociendo en su cadencia un ritmo frenético por terminar cuanto antes esta parte del trabajo, a fin de ponerse manos a la obra.
—Bien, ¿quiénes de nuestra lista de posibles sospechosos podrían tener acceso al número de Trish? —inquiere Cora, interviniendo en la rueda informativa con un tono reflexivo, dejando la pregunta en el aire por unos segundos—. La Inspectora Miller tiene el móvil de Trish —señala a su compañera con el mentón, y esta asiente al momento. Nada más dice esa palabras, todas las miradas se posan en la mesa de la castaña, en cuya superficie se encuentra dicho teléfono, precintado en una bolsa de pruebas—. Habrá que examinar los contactos y el historial de mensajes.
—El interrogatorio de Trish fue menos productivo de lo que esperábamos —continúa Alec, agradecido de que la mujer que adora haya dejado claro ese punto para acelerar el proceso de transmisión de información entre los agentes del equipo—. Sigue muy traumatizada, evidentemente, de modo que llevaremos a cabo interrogatorios aclaratorios con ella cuando esté más recuperada —no es consciente de ello, pero la mirada celeste y orgullosa de su protegida y novia se posa en él, feliz de ver que sigue sus consejos como analista, dejándole más tiempo a su superviviente para aceptar lo sucedido y procesarlo debidamente—. Pero sí nos contó que se acostó con un hombre, que no era su marido, la mañana de la agresión —la sagaz mirada de la mujer de treinta y dos años capta al momento el leve arqueamiento de la ceja izquierda de Katie Harford, en una silenciosa critica, lo que la hace cruzarse de brazos, posando su mirada reprobatoria en ella. Al momento, Katie baja la ceja—. Sin embargo, por el momento, se niega a revelarnos su identidad.
—¡Qué gran ayuda...! —Katie no se esfuerza en controlar ni disimular su decepción, pues aunque intenta ser amable y asertiva, no puede evitar pensar que la testigo actual del caso está poniéndoles las cosas aún más difíciles.
Por desgracia para ella, el Inspector Hardy, aunque concuerda con que la actitud de Trish no ayuda a la investigación, no dispone de la paciencia suficiente hoy para aguantar sus desplantes. Además, hay maneras mucho más adecuadas de decir lo que se piensa sin ofender a nadie, y el escocés estalla. Su voz resuena en la estancia como un huracán.
—¿¡Sabes qué, Harford!? ¡Hoy no estoy de humor para tus comentarios! —exclama, provocando que muchos de los veteranos, que ya trabajaban en la comisaría antes de la llegada de la novata al cuerpo, posen sus ojos en ella—. ¡Si no tienes nada relevante que añadir, cállate!
—Sí, señor —Katie se amedrenta al momento, pues no está nada acostumbrada al ánimo hostil y airado de su jefe con acento escocés. Agacha el rostro, avergonzada por haber sido amonestada de esta forma tan pública, sintiendo las miradas de los veteranos en su persona—. Lo siento, señor.
—Bien —Alec respira hondo, intentando calmarse, pues no es habitual que pierda los papeles de esta forma tan evidente, pero desde la negativa de Trish anoche, ha estado con un humor de perros. Sabe que no debería extralimitarse en sus funciones, y que en otro momento Katie no se habría merecido tal reprimenda, pero su actitud soberbia empieza a probar su paciencia, y lamentablemente para ella, no le sobra precisamente—. ¿Qué más sobre el interrogatorio, Miller? —cuestiona, dirigiéndose a su compañera de cabello castaño, quien intercambia una rápida mirada con la analista del comportamiento. Ambas están preocupadas porque este caso también esté afectando en demasía a su compañero.
—Sabemos que Trish llegó a la fiesta en un taxi conducido por un hombre llamado Lucas, de Budmouth Taxis —Ellie no pierde ni ripio, y continúa con la rueda informativa, contemplando por el rabillo del ojo que, disimuladamente, Cora se coloca junto a su jefe, propinándole una reconfortante caricia en la espalda—. Afirma que su radio no funcionó en toda la noche, pero no tiene una coartada clara sobre su paradero durante la hora del ataque, de modo que es algo que queremos concretar —traga saliva, pues hablar tan rápido como lo está haciendo le reseca la boca, siendo la cadencia que ha notado en su amigo trajeado tantas veces antes. No hay que ser muy avispado para ver que ha conseguido pegarle su estilo a la hora de dar charlas a la tropa. No sabría decir si le gusta o no—. Estamos investigando el historial laboral del taxista y su situación familiar.
—Creemos que el ataque fue entre las 23:00 y la 1:00 de la madrugada, pero Trish no tiene claro a qué hora salió de la fiesta, ni cuánto tiempo estuvo inconsciente —clarifica la mentalista con rapidez, habiéndose separado brevemente de su pareja, utilizando un tono de voz firme para dejar claro la importancia de dicho dato.
—Harford —la voz de Hardy resuena nuevamente en la estancia, y cuando el apellido de su subordinada sale de sus labios, la aludida siente un leve escalofrío en sus carnes, inconscientemente preparándose para una nueva regañina—. ¿Cómo vamos con la esquinita del envoltorio del condón?
—Hemos identificado la marca —responde la mujer negra, volviéndose hacia su escritorio y sujetando una hoja de papel en su mano derecha—. Y he conseguido una lista de los distribuidores locales, incluyendo máquinas expendedoras, así que ahora estoy intentando localizar todas las compras recientes, sobre todo las de los días previos al ataque.
—Cuanto antes mejor —afirma su superior tajantemente—. Hay mucho que investigar, y poco tiempo —añade con cierto resquemor, pues el hecho de contar con menos efectivos que con el caso de Danny empieza a hacer mella en su carácter. Por no hablar de que, mientras no obtengan una avance significativo en el caso, no podrá pasar tiempo de calidad con Daisy o Lina—. De momento hemos interrogado a 27 invitados a la fiesta —hace mención al hecho de que, el día anterior, cuando se encontraban separados, Lina no solo se pasó por comisaría a darle a Katie la lista de sospechosos, sino que se dedicó a coordinar a varios agentes para realizar los interrogatorios pertinentes—. Todos tenéis una tarea. Quiero resultados a última hora del día.
—Seguid recogiendo muestras de ADN: es primordial para encontrar cualquier pista que relacione al dueño con la escena del delito —comenta la analista del comportamiento, contemplando que todos están atentos a sus palabras. Ve en sus rostros expresiones aliviadas, pues parece que el grito de su novio los ha alertado a todos, y ahora agradecen que ella se dirija a ellos en un ademán más calmado y menos tenso—. Tomad nota de los que se nieguen a daros una muestra, pues de ser así, pasarán a nuestra lista prioritaria de sospechosos, ¿queda claro? —todos asienten en silencio, apuntando en sus libretas rápidamente lo que les ha indicado—. Katie, hoy trabajarás conmigo —se dirige a su subordinada, y ésta, por lo que advierte de su comportamiento, está hasta cierto punto extasiada por la oportunidad. Agradece que, en contraste a los días anteriores, la novata oficial demuestre más iniciativa, por mucho que se haya equivocado al hablar a destiempo hace unos minutos—. Organizaremos la pizarra de los sospechosos —le clarifica su tarea del día, y la muchacha negra asiente, rebuscando rápidamente en su mesa la lista de sospechosos que le entregó el día anterior. "Bien. Está dispuesta a trabajar con ahínco en esta ocasión. A juzgar por su talante, cómo enarca las cejas, y sujeta firmemente la hoja en su mano, quiere asegurarse de hacer un buen trabajo para compensar sus meteduras de pata", analiza en un santiamén la taheña de ojos azules—. Concretaremos los detalles y los movimientos de los asistentes masculinos antes de acabar el día, ¿entendido?
—Sí, señora.
—Ya lo habéis oído —sentencia el escocés con vello facial castaño—. A ello —añade, dando por concluida la reunión, antes de caminar hacia su despacho, con la intención de coger su chaqueta y su bloc de notas, además del bolígrafo, claro.
Los agentes se dispersan al momento, apresurándose en realizar su trabajo para no provocar un nuevo arrebato de ira en su jefe. Ellie camina hacia su amiga pelirroja, quien se ha quedado cerca de la mesa de Katie, con las manos cruzadas bajo el pecho, reflexiva.
—¿Crees que está bien? —cuestiona la madre de Tom, realmente preocupada.
—El caso lo está estresando más de lo debido, en una forma distinta a como lo hace conmigo —se explica la joven de treinta y dos años—. En su caso, quiere resolverlo para poder pasar tiempo con Daisy, porque como yo lo veo, está preocupado por no prestarle la debida atención... —ambas desvían su mirada hacia el despacho del inspector, quien está colocándose la chaqueta, abotonando después los botones—. No quiere que se repita nuevamente lo de Sandbrook: pasaba mucho tiempo trabajando, y apenas aparecía por casa.
—Dios mío... —Ellie se horroriza. Sabía que Hardy es un adicto al trabajo, ¿pero casi no estar en su propia casa? ¿Ni para dormir? Eso ya es una obsesión en toda regla. No le extraña el cambio que ha pegado desde que volvió a Broadchurch: con Cora cuidando de él, no hace los mismos excesos que antes, como quedarse toda la noche en la comisaría o saltarse las comidas, pero claro, ni la mentalista hace milagros—. ¿Cómo lo lleva Daisy?
—Es una chica fuerte —se enorgullece la de piel de alabastro, y la castaña deja que una sonrisa enternecedora aparezca en sus labios al contemplar ese ademan maternal en su amiga. No hay duda de que será una gran mamá para ese pequeño Hardy que viene en camino—. Aunque es capaz de comprenderlo y aceptarlo, no la culpo por sentir algo de resentimiento con este trabajo... Sé lo mucho que le gustaría pasar una tarde tranquila con Alec.
—Cuando acabemos con este caso, haz que se tome unos días libres —le sugiere la castaña con un tono amable—. Yo puedo encargarme de los casos que surjan, y en caso de necesitarlo, puedo pedirte ayuda —como madre comprende lo necesario que es para un progenitor pasar tiempo con los hijos, y ahora que conoce más en profundidad al escocés, está claro que su hija es lo más preciado que tiene en este mundo, además de Coraline, por supuesto—. En cuanto a hoy: déjamelo a mi —le susurra en confidencia—. Cuidaré de él.
—Gracias Ell —le sonríe la pelirroja, correspondiendo esa confidencia—. Me quitas una gran preocupación de encima —ambas se carcajean por lo bajo, antes de que la exmujer de Joe Miller se acerque al despacho de su superior, mientras que la mujer de ojos azules se dirige hacia Katie. Camina hasta su mesa, quedándose junto a ella—. Lamento que te haya amonestado así —se disculpa en su nombre, y la oficial parece quedarse en shock al escucharla.
Está claro que no esperaba que se tomase las molestias de hacerlo, especialmente porque no es algo que los superiores hagan normalmente con sus subordinados. De hecho, muchos de ellos ni siquiera se preocuparían por su estado. Es más, su palabra es la ley, y los cadetes, como ella, deben seguirla y acatar todo lo que les echen encima, incluyendo las regañinas. No tienen derecho alguno a protestar, porque simplemente, la cadena de mando no lo permite. Siempre ha sido así, desde que finalizó la instrucción, lo que, en última instancia ha fomentado su carácter normativo y protocolario. Pero ahora comienza a ver que, al menos en la comisaría de Broadchurch, las cosas son distintas. O al menos, la sagaz mujer de mirada celeste es una persona que no encaja en ninguno de los cánones establecidos.
—No tiene por qué disculparse, Inspectora Harper —niega la mujer negra en un tono suave, amistoso incluso—. He sido yo quien ha metido la pata: debería guardarme mis opiniones para mí misma, y solo hacer juicios de carácter hasta después de conocer todos los detalles —parece que ha reflexionado sobre sus acciones durante el transcurso de la rueda informativa, y Cora agradece que se haya observado con mirada crítica.
—Sí, reconozco que ese comentario ha estado fuera de lugar —afirma la pelirroja, sentándose en la equina de la mesa con el fin de acercar posturas, y, con suerte, trabar una buena amistad con la oficial—. Y en otras circunstancias no habríamos siquiera reparado en ello, o te lo habríamos hecho notar de una manera menos evidente —enumera, y Harford parece avergonzarse nuevamente—. Pero aunque esté preocupado y cansado, esa no es excusa para tomarla contigo, especialmente cuando es un error sin intención dolosa —suspira pesadamente—. Hablaré con él en cuanto me sea posible, ¿de acuerdo? —Katie asiente al momento, sintiéndose un poco más cerca de su superiora, comenzando a conectar con ella—. Independientemente de esto, agradezco que hayas analizado tu comportamiento —le dedica una sonrisa que la muchacha negra corresponde al momento—. Bien, ¿qué te parece si empezamos a revisar esa lista y la cuadramos con los resultados de los interrogatorios que ya tenemos?
—Me parece un buen sitio para empezar, Inspectora Harper —asiente la novata con confianza—. Después, se me ha ocurrido que podríamos pasarnos por la Casa Axehampton, a hablar con el dueño y pedirle que nos entregue las grabaciones de las cámaras de seguridad, para comprobar quién salió y quien entró por cada salida, y a qué horas.
—Tenemos un plan entonces —afirma la pelirroja, asintiendo vehementemente, antes de contemplar que Ellie y Alec salen del despacho del segundo, dirigiéndose rápidamente a su próximo destino: la tienda de comestibles de Ed Burnett—. ¡Hasta luego! —les dice en cuanto pasan a su lado, haciéndoles un gesto con la mano derecha a modo de despedida.
—¡Nos vemos luego, Cora! —responde Ellie, sonriéndole animadamente.
—¡Adiós, Harper! —sentencia Alec en un tono formal, continuando con su tácito acuerdo de mantener una relación profesional en el lugar de trabajo, a fin de no complicar en exceso las cosas. Sin embargo, en sus palabras tan serenas y rápidas, la taheña detecta al momento un mensaje implícito lleno de cariño: «hasta luego, querida». Esto la hace sonreír.
Son las 7:12. Tom Miller ha esperado hasta que su abuelo haga el desayuno a Fred para subir a escondidas al dormitorio de su madre. Por un momento le asalta el recuerdo de su padre y ella, durmiendo juntos, pero al rememorar lo sucedido en el juicio de Danny, siente que se apoderan de él la rabia y el resentimiento. Está tentado a dar media vuelta, dejar su teléfono en posesión de su madre, pero quiere recuperarlo a toda costa. Empieza a rebuscar entre los armarios y los cajones de sus mesillas de noche. Cuando no lo encuentra ahí, se dirige entonces al tocador cercano a la ventana. Revisa primero los cajones, y como esperaba, no encuentra nada. Ni siquiera repara en que alguien toca el timbre de la puerta principal.
Sus ojos azules se posan entonces en el joyero que hay sobre la superficie del tocador. Sería un escondite poco común para su móvil, pero no pierde nada por rebuscar ahí. No se percata de que su abuelo le abre la puerta a la persona que ha tocado el timbre, escuchándose que alguien externo ingresa a la vivienda. Abre la tapa, dejando varias joyas a la vista, entre las que se encuentra su anillo de bodas. Se le encoge el corazón al verlo, deteniendo la mano que está a punto de levantar la caja que contiene los abalorios, pues está seguro de que el dispositivo electrónico se encuentra ahí, rememorando todo lo que su madre ha perdido y sacrificado por Fred y él. Ella no se merece que rompa su confianza y sus límites establecidos. Sin embargo, las ansias de recuperar el dichoso teléfono son más fuertes que su resistencia, por lo que levanta la caja de los abalorios. Bajo ella, en el fondo del joyero, se encuentra su teléfono, junto con sus auriculares, aún conectados.
No es capaz de detectar que alguien sube las escaleras hasta el dormitorio, y para cuando ha guardado su teléfono junto con los auriculares en el bolsillo de su pantalón, ya es demasiado tarde. Al girarse para salir de la estancia, se encuentra cara a cara con el rostro severo de Coraline Harper. Ésta se ha cruzado de brazos y ha arqueado una de sus cejas cobrizas.
—¿Estás seguro de que deberías hacer eso, Tom? —inquiere la mentalista de ojos celestes, provocando que el adolescente trague saliva, claramente atemorizado y nervioso por haber sido pillado in fraganti—. No creo estar equivocada cuando digo que tu madre te lo ha confiscado por una buena razón, ¿verdad? —él niega en silencio, dejándola hablar, pues sabe que no puede mentirle. Lo notaría al momento—. Siéntate —le hace un gesto hacia la cama, y el rubio obedece al momento. No había planeado empezar la charla de esta forma, pero no tiene más remedio—. Tom, ¿eres consciente de que compartir pornografía es ilegal? —ante su pregunta, los ojos del adolescente se tornan nerviosos, asustados—. Veo que no —la analista del comportamiento suspira pesadamente, sentándose a su lado—. Verás... Comprendo que, a tu edad estés interesado en el sexo, junto con todo lo que eso conlleva, pero déjame decirte algo —gira su rostro para observarlo a los ojos, y se percata al momento de que Tom le presta toda su atención—. La pornografía no es más que una exageración de lo que realmente son las relaciones sexuales. En muchos casos además, el surrealismo es tal, que se llega al punto de la tortura, y en casos extremos, se asemeja mucho a una violación —el rostro de Tom palidece ante sus palabras—. ¿Eres consciente del caso que tu madre y yo llevamos entre manos? —el adolescente de cabello rubio asiente lentamente, pues todos en el pueblo hablan de la mujer que fue agredida—. No deberías idealizar esas fantasías sexuales, Tom. La realidad no se parece en nada a lo que puedas ver en ese contenido que tienes en el teléfono —le asegura con un tono factual—. Si quieres consumir ese tipo de contenido, algo que yo personalmente no encuentro nada agradable por motivos puramente personales, hazlo, pero siempre con moderación. Y asegúrate de que no aparezcan menores en el contenido, o incluso que sea consensuado. De lo contrario, estarías incurriendo en un delito tipificado en el código penal —es consciente de que es probable que amedrente al hijo de su amiga, pero ya es casi un adulto. Si quiere conocer los entresijos de este mundo, deberá empezar por esto—. La reproducción y consumo de pornografía puede volverse una adicción incluso más peligrosa que el tabaco o el alcohol... Podría cambiar tu mente y tu perspectiva sobre ello para peor —su tono baja a cada palabra, conforme explica la gravedad de sus acciones—. ¿Te suenan los nombres de Ted Bundy o Ed Kemper? —el muchacho asiente, tragando saliva, pues empieza a encontrar realmente repulsivo el contenido que ahora lleva en su teléfono móvil. Es como si el dispositivo de pronto tuviese más peso que antes. Está deseando deshacerse de lo que hay ahí—. No hace falta que te diga entonces, que muchos agresores sexuales han acabado así por no controlar sus fantasías. Ten mucho cuidado Tom.
—Tienes razón, Cora: es enfermizo, y no voy a seguir con ello —es la primera vez que el chico abre la boca para hablar, habiendo reflexionado sobre sus palabras y consejos, antes de tragar saliva, sacando su teléfono móvil del bolsillo del pantalón—. Quiero que veas cómo lo borro —le dice, y la mentalista suspira aliviada, contemplando cómo desbloquea el teléfono, eliminando cada archivo multimedia relacionado con ese contenido pornográfico—. Ya está todo.
—¿Estás completamente seguro? —inquiere la mujer trajeada.
—Eh... —Tom reflexiona para sus adentros—. Creo que aún hay archivos en mi ordenador.
—Será mejor que los borres antes de ir a la iglesia con tu abuelo y Fred —le aconseja la compañera de su madre, levantándose de la cama al mismo tiempo que él—. No creo que a Ellie le haga mucha gracia si examina tus dispositivos —añade, contemplando que el chico corre a su habitación a deshacerse de esos archivos. Lo sigue lentamente, posando sus ojos en el adolescente desde el umbral de la puerta de su dormitorio, en el pasillo. Ve cómo elimina definitivamente todos los archivos, y puede respirar tranquila finalmente. Es bueno saber que ha conseguido atajar esto de raíz. Será una preocupación menos para su amiga—. Bien hecho, Tom. Estoy muy orgullosa de ti —lo alaba, y el muchacho se sonroja al momento—. Será mejor que me vaya: tengo trabajo que hacer y solo me pasaba a saludar —se disculpa tras echarle un vistazo a su reloj de muñeca.
—Te acompaño hasta la puerta —ofrece el rubio de ojos azules, haciéndole un gesto para que baje ella primero las escaleras—. Después de ti.
—Oh, vaya, que galante por tu parte —se divierte la pelirroja, carcajeándose por lo bajo—. Gracias —le agradece el gesto tan caballeroso que ha tenido con ella, descendiendo por los escalones hasta llegar a la planta baja. Se encuentran con el abuelo de los niños, el padre de Ellie, en la entrada. Al otro lado de la puerta recién abierta se encuentra un chico que Coraline ha visto con anterioridad, y precisamente esta misma mañana—. Oh, hola otra vez... ¿Eres amigo de Tom?
—Sí, yo... —el chico de cabello y ojos color ónix parece nervioso por un momento, pues es demasiada casualidad el haberse topado con la madre de Daisy, que es una subinspectora de la policía, en el mismo día—. Me llamo Michael.
—Y me imagino que tú también estás castigado por compartir pornografía en el teléfono... ¿no es así? —el adolescente no responde a la pregunta, pero el hundimiento de los hombros y el desviamiento de su mirada al suelo le dicen a la mentalista todo lo que necesita—. Ya me lo imaginaba —suspira la joven de treinta y dos años, antes de dirigirse al padre de Ellie—. Ha sido un placer conocerlo, Señor Barret —le extiende la mano al amable anciano, quien se la estrecha efusivamente.
—Oh, llámame David —le pide el hombre con cabello canoso—. El placer es mío, Coraline —le asegura con una sonrisa de oreja a oreja—. Después de haber escuchado a mi hija hablar tantas maravillas de ti, estaba deseando conocerte, querida.
—Oh, estoy segura de que ha exagerado algunas cosas, David.
—No estoy tan seguro de eso, querida —rebate él, antes de soltarle la mano—. Bueno, no te entretenemos más, que me imagino que tendrás mucho trabajo que hacer —pasa su mirada por los adolescentes, antes de darle la mano a Fred, quien se ha apresurado en reunirse con ellos tras tomar en sus manos su jirafa de peluche favorita—. Voy a llevar a estos dos pillos a la iglesia para que cumplan con el castigo impuesto por la escuela.
—Te deseo que tengas un buen día entonces, David —se despide la analista del comportamiento, antes de caminar hacia el exterior de la vivienda, frente a cuya calzada tiene aparcado su habitual coche azul brillante. En el asiento del copiloto se encuentra sentada Katie Harford, quien ha acompañado a su superiora en esta pequeña parada, antes de dirigirse a la Casa Axehampton, tras haber elaborado la mayor parte de la lista de potenciales sospechosos—. Ya he acabado aquí —le expresa a su subordinada, y la joven negra asiente, contemplando a los adolescentes en la entrada de la vivienda. Reconoce al momento al hijo de Ellie, y le sobreviene una sensación de ternura al comprender que la Agente Harper estaba velando por los hijos de su compañera—. Espero no haberte hecho esperar demasiado.
—Para nada, Inspectora Harper.
—Ya llevamos trabajando eficientemente desde esta mañana, ¿no es así? —la aludida hace un gesto de asentimiento con la cabeza, confusa sobre a dónde quiere llegar su jefa—. Llámame Coraline —le sonríe, antes de meter las llaves en el contacto.
—Pero eso sería poco profesional... —Katie está nerviosa de pronto—. La escala de mando...
—Mira, Katie, si te preocupa lo que el Inspector Hardy pueda pensar, llámame solo Coraline cuando estemos las dos solas, ¿te parece bien? —la mujer negra asiente al momento, evidentemente aliviada por esta alternativa—. Aunque, de todos modos, no habría problema por mi parte, y si nuestro jefe tiene algún problema con eso, que hable conmigo —murmura entre dientes, más para sí que para su subordinada, lo que la hace reír por lo bajo—. ¡Allons-y! —asevera, expresando en francés la habitual expresión «¡vamos!». Tras arrancar el motor, la pelirroja de ojos azules pisa el embrague y conduce lejos de allí.
—Vamos, andando que es gerundio —anima David a los adolescentes, cerrando la puerta de casa, antes de comenzar a dirigirse hacia la iglesia de Broadchurch, la cual domina la colina lejana.
David encabeza la marcha, sujetando de la mano a Fred, quien camina alegremente a su lado. Tom y Michael siguen al hombre de avanzada edad con pasos lentos y resignados. Es evidente que son conscientes de que sus acciones tienen consecuencias, y estas no se han hecho esperar. Al enfilar la cuesta que atraviesa el cementerio que precede al sacro lugar, contemplan la figura del reverendo Paul Coates en la entrada. Está con los brazos cruzados sobre el pecho, bajo el pórtico de la iglesia. Nada más verlo, a Tom le sobreviene la ya tan conocida sensación de la vergüenza. Vergüenza por haber realizado las acciones que lo han llevado actualmente a estar allí, en presencia del vicario. En su mente aún resuenan frescas las palabras que le ha dirigido la compañera y amiga de su madre, y no puede estar más de acuerdo con sus aseveraciones. Michael por su parte, no parece compartir el mismo sentimiento de vergüenza que su amigo del instituto, sino que parece más resignado a lo que va a suceder en las próximas horas. Casi parece que estuviera desconectado de la realidad y la gravedad de los hechos.
—Ah, sí —David Barret saluda al párroco con una amable sonrisa y un asentimiento de la cabeza—. Vengo a traerle a estos dos —hace un gesto con su mano izquierda hacia los adolescentes que lo acompañan, quienes desvían la mirada, nerviosos.
—Muchas gracias —responde Paul, habiéndose arremangado las mangas del jersey marino.
—¿Y para qué están aquí? —cuestiona el padre de Ellie en un tono cordial, aún algo impactado por las declaraciones que ha escuchado de boca de la subinspectora taheña. Quiere pensar que su nieto no ha incurrido en algo así, aunque dadas las circunstancias, ya no sabe qué pensar—. ¿Un sermón sobre moralidad y las enseñanzas de la Biblia?
Paul Coates no puede evitar reírse ante el aparente tono distraído del padre de Ellie, además de por sus palabras, claro. Es cristalino que no concibe la idea de que su nieto mayor se haya comportado de un modo deleznable.
—No —niega con rapidez el pastor, antes de suspirar pesadamente—. Cinco minutos de charla sobre por qué son idiotas, y luego dos horas de trabajos de interés comunal arrancando malas hierbas en el cementerio —la voz de Paul se torna severa a cada palabra, dirigiendo su mirada cristalina hacia los adolescentes. Contempla al momento que Tom agacha el rostro, avergonzado por sus acciones, pero Michael al contrario, le logra sostener la mirada, y solo se la aparta en el último segundo. No parece tan arrepentido como su compañero—. Es el castigo preferido del colegio.
—Parece que no son los primeros, por como lo dice, Padre...
—Claro que no son los primeros —ironiza Paul, pues desde hace un tiempo, la escuela y el instituto han contado con él para administrar los castigos en forma de interés general a los estudiantes. Desde tráfico de influencias a novatadas. Ha visto de todo en estos años, pero nunca algo tan escalofriante como la posesión y divulgación de pornografía—. ¿Y qué tal tú? ¿Todo bien? —inquiere, preocupándose por el estado del anciano hombre frente a él. Su tono, hace escasos momentos irónico, se ha tornado simpático y cordial. Es consciente de lo duro que debe haberle resultado el dejar su hogar y lugar conocido tras la muerte de su esposa, para trasladarse con su hija y nietos. No es lo que un hombre de su edad debería entender como jubilación anticipada, desde luego.
—¿Qué? ¿Yo? —David Barret parece momentáneamente descolocado por el repentino interés del vicario en su persona, pero no tarda en reponerse rápidamente—. Sí, sí —afirma con rotundidad, asintiendo de forma vehemente con la cabeza. Lo hace con tanta fuerza que, por un momento, teme que vaya a caérsele el sombrero que lleva puesto—. Estoy durmiendo en el trastero de mi hija, mientras ella se deja la vida trabajando... —explica sin demasiado preámbulos, pues como Paul esperaba, no es la vida ideal para un hombre anciano y jubilado, que debería estar disfrutando de sus últimos años—. Es la jubilación con la que siempre había soñado.
—Aún estarás sufriendo por su pérdida... —empatiza Paul, quien hace años tuvo que enterrar a su padre cuando aún era un joven descarriado. Una pérdida así no deja impune a nadie. Aún ve cómo su madre se retrae en sí misma en ocasiones al pensar en ello.
Es indudable que, los que sufren la agonía con más profundidad son los compañeros de toda la vida de los fallecidos. El vicario de cabello rubio espera tener también a su lado a una compañera leal, con la que poder envejecer y vivir sus últimos días. Por un momento la imagen de Beth aparece en su mente, pero se obliga a mantenerse centrado.
—Sí, bueno... Intento sobrevivir —admite Barret con un hilo de voz, tragando saliva. No quiere hablar del tema, y Paul lo respeta, pero eso no quita que quiera ofrecerle su ayuda, su apoyo y su consejo—. No puedo cambiarlo, ¿verdad?
—Si te apetece hablar...
—Oh, no, no, gracias, Padre —niega el hombre de cabello canoso, antes de recuperar las defensas que hasta ese momento había dejado algo bajadas—. No me van esas chorradas —incluso aunque diga esas palabras, a Coates no se le escapa que el hombre lleva al cuello una cruz de plata, aunque oculta ahora por el cuello del jersey. Diga lo que diga, está claro que en algún momento fue un hombre de fe, y que no la ha perdido del todo. Pero ahora mismo está perdido y necesita distanciarse de todo aquello que le recuerde a su difunta esposa—. No se ofenda —se disculpa con el reverendo, pues es hasta cierto punto, consciente de que su tono y forma de hablar han resultado en extremo cortantes y groseros. El alivio recorre sus facciones al percatarse de que el hombre cruzado de brazos que hay frente a él, no se lo toma a pecho, sino que le dedica una sonrisa amable. Sí, puede que haya perdido la fe en la Iglesia, pero quizás con este joven como guía, pueda recobrar algo de ella—. Venga, Fred, ¡al parque! —el pequeño inmediatamente empieza a tirar de su brazo derecho, deseando llegar cuanto antes para columpiarse y bajar por el tobogán.
Tras contemplar que David Barret se aleja con su nieto pequeño de su rango de audición, Paul Coates da unos severos pasos hacia los adolescentes, quienes se han quedado allí de pie, como estatuas. Tom nuevamente agacha el rostro en cuanto advierte su proximidad. Y al igual que antes, Michael no aparta la mirada hasta el último segundo. El vicario de cabello claro suspira pesadamente, posando su mirada serena y azulada en los jóvenes.
—Porno en vuestros móviles... —sentencia la gravedad de los hechos con un tono bajo, casi ronco, que siente cómo le raspa la garganta—. ¿En serio? —rueda los ojos tras unos segundos, haciéndoles un gesto a los muchachos para que lo sigan al interior del edificio sacro, comenzando a caminar pocos segundos después. Espera poder sermonearlos lo suficiente como para que no vuelvan a hacer algo parecido en el futuro inmediato. Cuanto antes se corte esta tendencia, antes podrán llevar una vida relativamente normal.
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