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Capítulo 12 {2ª Parte}

Jim Atwood conduce su camión de remolque hasta el taller. Ha sido un día largo, y a última hora ha tenido que remolcar los coches de varios clientes habituales. No es la parte más excitante de su trabajo, bien lo sabe él, pero las propinas que le pagan compensan todos las molestias. Cuando enfila la calle, contempla el letrero de su taller, aunque no es la pintura desconchada lo que lo hace sorprenderse, sino el hecho de que Ian Winterman se encuentra allí, esperándolo. Va ataviado con una camisa azul de cuadros, una cazadora, vaqueros y zapatos de ante. Está claro que ha pillado lo primero que ha encontrado por casa antes de salir. Una vez estaciona la grúa y se cambia el mono de trabajo por su ropa habitual, se reúne con Ian en el interior del taller. Éste parece nervioso, jugueteando con sus manos.

—Podrías haber venido a casa —le dice el marido de Cath en un tono amable.

—Han violado a Trish —Ian está mortificado y no puede creer que esas palabras salgan de su boca. Tiene que ser una pesadilla. Tiene que serlo. En cuanto posa sus ojos en Jim, sin embargo, comprueba que la noticia no le resulta sorpresiva.

—Sí, lo sé.

—¿Cómo lo sabes? —se sorprende—. Leah solo me lo ha contado a mí.

—La... Policía vino a verme —confiesa Jim con algo de incomodidad, pues el hecho de que la policía quiera hablar contigo no es muy halagador—. Querían ver la lista de invitados a la fiesta.

—¿La policía vino a verte y no me lo dijiste?

—No me correspondía a mí decírtelo —se sincera Atwood, encogiéndose de hombros—. Además, no estaba seguro de si se me permitía hacerlo —rememora la conversación con los tres detectives, suspirando pesadamente al hacerlo—. De hecho, la policía me instó a no divulgar la información, así que... Tenía las manos atadas —Ian comprende lo que quiere decir, de modo que no lo presiona más en este asunto—. ¿Has visto a Trish?

—¡Ja...! —para Winterman esa es una pregunta realmente graciosa, y es especialmente irónico que Jim la haya hecho, pues sabe perfectamente en qué punto se encuentra su relación en este momento—. No estoy en lo alto de su lista. No creo siquiera que quiera verme, especialmente tras la discusión en la fiesta, así que...

—¿Sabes lo que pasó? —quiere saber Jim, quien tiene autentica curiosidad por averiguarlo.

—No tengo ni idea —Ian se encoge de hombros—. Esperaba que tú sí.

—Solo lo que me dijo la policía —si Ian fuera un especialista en analizar el comportamiento, se percataría de que ha desviado los ojos arriba a la izquierda, evocando un recuerdo visual muy concreto, y que su voz ha temblado ligeramente al inicio de la frase—. Que fue en la fiesta, a última hora.

—Ay, Jesús... —Ian se sienta en el capó de su coche, estacionado en la puerta del taller, realmente preocupado. Se frota incesantemente la barba con la mano derecha, intentando rememorar los hechos de aquella noche. Cierra los ojos con pesadez, y solo los abre al percatarse de que Jim se ha sentado a su lado.

—Oye, sabes que Cath y yo apoyaremos a Trish, y a ti también —le asegura con un tono lleno de confianza, indicándole que puede contar con ellos si en algún momento lo necesita—. Los problemas que hayáis tenido, ya no importan, ¿me entiendes? —contempla que Ian mantiene su nerviosismo pero hace un esfuerzo por asentir ante sus palabras y ánimos—. Lo importante ahora es que Trish reciba la ayuda que necesita, y que la policía pille al tío que le hizo eso.

—Sí —la voz y la mirada de Ian parecen lejanas, alejadas del ahora—. Gracias —le agradece su apoyo, su amistad y su preocupación antes de suspirar pesadamente—. Oye —se rasca la nuca, incómodo, pues no sabe cómo abordar el tema—, creo que estoy en un lío.

—¿Un lio? ¿Qué quieres decir?

—Bueno, la policía vino a verme al instituto, antes de saber que era Trish —comienza a informarlo acerca de lo sucedido el día de ayer—. ¿Te puedes creer que no me lo dijeran? —se expresa, escandalizado. A su juicio, si alguien merece saber esa información de antemano, es él, su marido, separado o no—. Jim, prométeme que no dirás nada...

—No te puedo prometer nada hasta que no sepa de qué hablas.

—Le conté a la policía qué hice en la fiesta, a quien vi, cómo volví a casa... —recuerda su conversación con los Inspectores Miller y Hardy y se estremece—. Pero me lo inventé todo.

—¿Qué? —Jim está confuso—. ¿Por qué? —nada más hace esa pregunta, sus ojos se desvían rápidamente a su amigo, contemplando que su nerviosismo se ha acrecentado. Mueve los pies inquieto y sus ojos no dejan de parpadear—. Ian... —apela a él con un mínimo de urgencia, pues sea lo que sea lo que esconde, la razón que lo ha impulsado a mentir a la policía, no es bueno.

—Me desmayé.

—¡Oh, por el amor de Dios! —Atwood no puede creerlo, y se frota el entrecejo.

—Bueno, discutí con Sarah porque ella os odia a todos, y vosotros a ella, y acabó marchándose —relata lo sucedido hasta ese punto en su memoria. A partir de ahí, sus recuerdos parecen confusos—. Como sabes, discutí con Trish y después me puse a beber tequila —traga saliva—. ¿Tú puedes dar la cara por mí? Si surge el tema, simplemente puedes decirles cómo me pongo cuando bebo tequila...

—¿De cuánto te acuerdas? —necesita saber Jim, pues dependiendo de lo que responda, decidirá ayudarlo a engañar a la policía, a sabiendas de las consecuencias legales que esto podría acarrearles a ambos.

—Tío, tú también bebiste mucho aquella noche, y había sido una semana muy dura —las palabras de Ian, aunque desprovistas de amenaza, no dejar lugar a dudas: si no lo ayuda, podría dejar caer que Jim también bebió más de la cuenta aquella noche, y que no estuvo presente en todo momento en la fiesta—. Recuerdo que me desperté en la hierba, cerca del lago.

—Por el amor de Dios, Ian, la policía lo comprobará —habiendo sido testigo de la insistencia de los inspectores, especialmente de esa jovencita pelirroja y el ceñudo con vello facial castaño, está seguro de que no dejarán piedra sin remover.

—Lo sé, lo sé, pero ¿qué puedo hacer? No recuerdo nada... —se desespera, evidentemente nervioso y preocupado. Desde luego, si a la policía le da por investigar sobre él, conectando su amnesia con la agresión, no tiene buena pinta. Mas bien podría significar que se convertiría en el principal sospechoso—. Han violado a mi mujer, y no sé dónde estuve.


La mañana llega rauda a Broadchurch, amaneciendo con un cielo encapotado que presagia lluvia y mal tiempo. El sol ha quedado oculto entre las grises nubes que surcan el firmamento, como si el ánimo del cielo fuera en sintonía con la tragedia que han sufrido los humanos, en la tierra que contempla cada día. Coraline Harper, que se ha despertado antes que su pareja nuevamente, se ha vestido y ha llevado a Daisy a una clase de defensa personal que encontró ayer por la tarde, cuando la trajo de vuelta del instituto. De esta forma, no tendrá que mentirle a Alec en caso de que quiera ir a recogerla por la tarde, sino que será una media verdad. Detesta tener que hacerle esto, mantenerlo al margen, pero debe esperar a que Daisy sea sincera con él. No puede inmiscuirse hasta que la adolescente no deje claro que no piensa hablar con él de ello. Asimismo, ha hablado con su tutora y la directora, y ambas están de acuerdo en ser discretas, y en mantener a la rubia lejos del colegio, al menos de momento, ya que es la mejor decisión para mantenerla tranquila y resolver esto cuanto antes. Está claro que no quieren arriesgarse a que se suceda una investigación policial en el centro, algo que divierte enormemente a la taheña. Mientras está preparándole el desayuno a su pareja, siente que una oleada de nauseas la invade, como si el solo olor de las tostadas la hiciese enfermar. Inmediatamente las tira a la basura. "Malditas hormonas del embarazo", piensa para sí misma, antes de comenzar a hacer unas tortitas, habiéndose cerciorado de que esto no le repugna a su estómago. Esto solo indica que todo va bien, claro, pero para la mentalista, es el recordatorio constante de que poco a poco se acerca al momento límite para decírselo a Alec. Llegará un momento en el que no pueda ocultarlo, y teme que llegue antes de haber tenido la oportunidad de hablar con él. "¿Estará feliz? ¿Decepcionado?", se pregunta de forma distraída tras verter la mezcla de las toritas en la sartén. "No hay nada que desee más en este mundo que formar una familia con él, pero... ¿Y si no estoy preparada? ¿Y si él no quiere tener más hijos?", las preguntas se le arremolinan en la mente mientras da la vuelta a las tortitas, colocándolas en un plato.

—Buenos días —la voz barítona de su pareja resuena en la estancia entonces, con su característico acento escocés impregnando sus palabras. Ha colocado su cabeza cerca de su oído, y por ello, cuando esa voz que ella adora llega a sus oídos, se estremece deliciosamente. Al momento siente sus brazos rodeando su cintura, y se tensa imperceptiblemente, aunque para su desgracia, el inspector lo advierte al momento—. Querida, ¿ocurre algo? —su voz, hace escasos segundos alegre, se torna preocupada, y Cora se muerde el labio inferior, cavilando una respuesta.

—Me has sorprendido, solo eso —intenta excusar su comportamiento lo más rápidamente posible—. Y por si no te has dado cuenta, tengo una sartén con aceite hirviendo en la mano, y no quiero provocar ningún accidente por tus caricias matutinas, cielo —consigue bromear y que su voz salga natural de su garganta, lo que parece bastarle a su jefe y protector, quien simplemente le da un beso en la mejilla derecha, desenlazando sus brazos de su torso—. Ahora sí —asevera, una vez ha apartado la sartén, girándose hacia su enamorado, quien la contempla con una sonrisa adoradora—. Ya puedo saludarte como es debido —añade, acercándose a él una vez se despoja del delantal de cocina, rodeando su cuello con los brazos, antes de besar sus labios a modo de saludo—. Buenos días.

—Si vas a saludarme así todos los días, tendré que plantearme el levantarme más tarde que tú —bromea el hombre trajeado, quien se ha vestido para acudir a la comisaría, a excepción de su chaqueta, quedando en su habitual camisa blanca y su corbata azul marino—. Me alegra ver que has descansado lo suficiente —asevera con alivio, pues la noche anterior estaba francamente exhausta—. ¿Y Daisy? No la he visto en su cuarto...

—Como me he levantado tan pronto hoy, me he pasado por la empresa de correos a enviarle una carta de respuesta a Nadia, pidiéndole que venga a Broadchurch cuanto antes, a fin de conocernos y discutir cómo zanjar el asunto de la herencia —comienza a informarlo acerca del inicio del día—. Le he dado mi número de teléfono en caso de que quiera llamarme —Alec sonríe al escucharla, feliz porque haya decidido darles una oportunidad a ese par de mellizos—. Luego he acercado a Daisy al instituto —esta última parte es mentira, pero de momento deberá mantenerla como la verdad. Camina con él hacia la mesa de la cocina, donde deposita el plato de tortitas junto con dos tilas que acaba de preparar—. Ah, y la he apuntado a una academia de defensa personal —añade sentándose a la mesa, con Alec arqueando una de sus cejas en cuanto toma un sorbo de la tila, habiéndose sentado frente a ella—. Teniendo en cuenta lo que ha pasado últimamente, he pensado que sería lo mejor, y Daisy está de acuerdo. Incluso con lo que yo le he enseñado, es mejor que tenga una buena base para defenderse.

—Me parece una buena idea —asevera su querido escocés de cabello castaño, agenciándose una de las tortitas—. No le vendrá nada mal el saber defenderse ante cualquier situación, especialmente ahora —ambos comparten la preocupación de que algo pueda pasarle a la adolescente de cabello rubio, terminándose sus respectivos desayunos rápidamente—. Además, desde que vio cómo te desembarazabas de aquel hombre en Sandbrook, diría que ha estado deseando aprender a moverse como tú —ambos se carcajean nada más esas palabras salen de su boca. En ese preciso momento, alguien toca la puerta corredera del lateral de su casa—. ¿Quién podrá ser a estas horas? —cuestiona el inspector de ojos pardos, claramente molesto por esta interrupción, habiendo dejado los restos del desayuno en el lavaplatos.

—No lo sé —admite su novia, comenzando a caminar con él hacia la entrada de la casa.

Una vez cerca, los inspectores contemplan a tres chicos esperando en el exterior. El primero de ellos tiene el pelo rubio, los ojos verdes y una piel sonrosada. Parece musculoso y viste de sport, con una camiseta blanca, vaqueros marinos y deportivas negras. El segundo tiene la tez canela, de cabello y ojos oscuros, y viste con ropa casual, camiseta azul oscuro bajo una chaqueta verde a cuadros, con vaqueros y deportivas blancas. El tercero tiene el cabello entre castaño y rubio, con ojos azules, y viste con una camisa azul degradada a gris con un estampado de un búho real, vaqueros y deportivas.

Los ojos celestes de la analista del comportamiento se entrecierran peligrosamente entonces. Reconoce a esos chicos: son los que estuvieron ayer observando a Daisy de forma lasciva. Ah, no. Eso sí que no. No piensa dejar que estos tres chavales se acerquen a su querida muchacha con esas intenciones, especialmente sabiendo lo que sucedió con la fotografía. Ni hablar. Primero tendrán que pasar por encima de su cadáver.

—¿Puedo ayudaros? —cuestiona Alec en un tono sereno, intentando ser amable, pero no le pasa desapercibida la actitud antagónica que de pronto tiene su enamorada, habiéndose cruzado de brazos bajo el pecho, con su mirada azul taladrando los rostros de los adolescentes.

—¿Está Daisy? —cuestiona el tercero de los chicos, inclinando su cuerpo levemente para intentar atisbar el interior de la vivienda, lo que inmediatamente le hace ganarse dos miradas llenas de molestia.

—¿Quién lo pregunta? —cuestiona Coraline con una voz de hierro, casi gruñendo, y los chicos al momento fijan sus ojos en ella, reconociéndola. Está claro que recuerdan haberla visto en el instituto el día anterior, junto con Daisy. También recuerdan, a juzgar por cómo desvían sus ojos de ella, la mirada tan protectora que les lanzó.

—¿Son sus padres? —pregunta el primero de los chicos en un tono confuso, pues es evidente que no esperaban encontrarse con los progenitores de la muchacha rubia en la casa, sino con la susodicha.

—¿Quiénes sois? —el tono de Hardy ha cambiado, desestimando su amabilidad de hace unos segundos, reemplazándola por una pasivo-agresividad evidente. No le ha gustado la forma en la que esos chicos preguntan por su hija, y a juzgar por el comportamiento y el tono de su novia, a ella tampoco.

—Estará en el parque —supone el segundo de los chicos.

—Estará en el colegio —corrige el hombre con cabello lacio y castaño al momento, con una voz tirante. Hay algo en estos chicos que... No le gusta. No le gusta un pelo. Quizás se deba a que hay un agresor sexual suelto, pero no le gusta que haya chicos rondando a su hija, y mucho menos si son tres—. ¿Cómo os llamáis? Así podré decirle que habéis venido.

—Dígale solo que se han pasado los chicos.

—¿«Los chicos»? —como nombre de fraternidad o de grupo está muy pasado de moda, y no sabe exactamente por qué, pero un escalofrío lo recorre desde los tuétanos a las extremidades en cuanto los escucha—. De acuerdo.

—Gracias, padre y madre de Daisy... —dice el primero de los chicos en un tono que los hace estremecer a ambos, antes de marcharse lejos de la vivienda, hacia vete a saber dónde.

—¿A qué ha venido eso? —cuestiona Hardy, claramente molesto y suspicaz acerca de sus motivos—. ¿Estás bien? —quiere saber, habiendo advertido el talante hostil que ha mostrado su querida subordinada desde el momento en el que ha posado su mirada en el trio de muchachos. No es habitual—. Creo que no te he visto tan enfadada desde que encaraste a Ashworth cuando me tenía incapacitado en el suelo —rememora, acariciando su mejilla en un intento por tranquilizarla, pues es capaz de ver cómo sus hermosos orbes azules no se despegan del camino que han recorrido los chicos para marcharse.

—No me gusta que esos chicos vengan preguntando por Daisy —se explica la mentalista lo más sencillamente que puede, pues ante todo, no desea revelar lo sucedido con las fotografías—. Hay algo en ellos que no me gusta, Alec. Especialmente el segundo: la forma en la que tan confiadamente ha supuesto dónde estaría... —siente una nueva oleada de escalofríos, y no sabe discernir si su ademán protector está motivado únicamente por el secreto que le guarda a su querida adolescente, o bien por las hormonas del embarazo—. Ahora mismo me enorgullezco de haberla apuntado a una academia de defensa personal.

—Lo mismo digo, Lina —afirma él, antes de suspirar pesadamente—. Lo mismo digo.

—Será mejor que recojamos las cosas y vayamos a la comisaría —sugiere la pelirroja de piel de alabastro, antes de besar rápidamente a su querido novio, quien corresponde el beso con evidente ternura.

—Cierto —afirma el inspector a cargo del caso con un tono factual—. Tenemos que informarlos acerca del mensaje, y dar las ordenes pertinentes para que Harford empiece a elaborar la lista de sospechosos.

—En ese caso, en las primeras horas del día que me quedaré por allí para ayudarla —sentencia Coraline en un tono confiado, tomando en sus manos su abrigo y su bolso, contemplando que su protector y confidente toma su propia chaqueta y abrigo en las suyas—. Con lo eficiente que es, probablemente no tarde demasiado en indicarle cómo quiero que realice la clasificación.

—No hay nadie mejor que tú para enseñarle —la alaba el hombre trajeado con ojos pardos, antes de tomar las llaves de su coche, saliendo de la vivienda, cerrando la puerta con llave—. Ellie ya está allí, de modo que podemos ir directamente —añade, sentándose en el asiento del conductor una vez llegan al vehículo.

—Dime una cosa —pide cuando se sienta en el asiento del copiloto—. Ayer fue cosa de mi desbordante imaginación, ¿o realmente me tomaste en brazos?

—Lo hice —afirma su novio, desaparcando el vehículo ante la mirada atónita de Cora—. Y Ellie por poco me saca una foto al verlo —añade, antes de que a ambos les entre un ataque histérico de risa. Mientras conduce el vehículo, siendo inadvertido para él, su Lina descansa su mano derecha en su vientre, donde la nueva vida que han creado juntos, crece día a día.

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