Capítulo 11
Coraline Harper está sentada en una de las sillas de la cocina, esperando en la oscuridad de la noche a que su pareja vuelva a casa. La única luz que ahora envuelve la estancia es la de la luz cálida del techo, junto con los rayos pálidos de la luna, que entran por los traslucidos cristales de la ventana cercana. Son aproximadamente las 21:15, y hace un cuarto de hora desde que ha preparado la última comida del día, habiéndola consumido con Daisy, pues como esperaba, el hombre de origen escocés no ha llegado puntual a la cena. Se pregunta si seguirá molesto con ella, y si es así, se pregunta si volverá esta noche a casa para dormir. "Conociéndolo, es capaz de pasar la noche en la comisaría, como ya ha hecho en algunas ocasiones antes. Si es lo que decide hacer, me temo que no tendré más remedio que ir en su busca, pues no pienso dejar las cosas como están: no podemos irnos a dormir sin haber hablado entre nosotros acerca de lo sucedido esta mañana", se dice a sí misma, desviando sus ojos celestes a la hora que marca su microondas. "Bueno, le doy cinco minutos más para venir a casa... Si no lo hace, me pongo la chaqueta y voy a buscarlo", se decide entonces, pues a diferencia de Daisy, quien ya se ha puesto el pijama y se ha ido a dormir, ella aún continúa con su ropa de trabajo. En ese preciso momento, el sonido de las llaves girando y la puerta principal abriéndose la hacen voltear el rostro tan rápido hacia la entrada, que teme que vaya a partirse el cuello. Se levanta rápidamente, caminando con pasos ligeros hacia la entrada, encontrándose de sopetón con su pareja, quien apenas acaba de cerrar la puerta, moviéndose con tal sigilo que parece que es un ladrón en su propia casa. Sus ojos pardos están abiertos, al igual que su boca, en una expresión desconcertada, pues no esperaba ver a la mentalista despierta a estas horas, y mucho menos, esperándolo con una expresión tan angustiada en el rostro.
—Estaba pensando que quizás no ibas a venir —admite la pelirroja en un tono sereno, cambiando su expresión angustiada por una más tranquila, al tiempo que contempla que Alec deja las llaves puestas en la cerradura interna, cerrando la puerta con dos giros de su muñeca derecha.
—Sí, por un momento yo también he pensado no hacerlo —responde él en un tono intranquilo, desviando su mirada hacia el suelo de la entrada por un breve instante. Está claro que no las tenía todas consigo acerca de volver a la casa, teniendo en cuenta además, su estallido y comportamiento de esta mañana. La taheña inmediatamente se dirige hacia la cocina, una vez él cuelga su abrigo en el perchero cercano a la entrada—. No sabía si sería bienvenido...
—¿Por qué no? —se sorprende ella momentáneamente, deteniendo su caminar justo en el umbral de la cocina—. Esta es tu casa —asevera en un tono factual, gesticulando a su alrededor, antes de suspirar pesadamente—. En todo caso, si alguien tiene que irse de aquí, soy yo... —sentencia con ironía, antes de rodar los ojos, habiéndose cruzado de brazos bajo el pecho.
—¿Quieres hacerlo? —inquiere Alec con un tono lleno de tristeza, acercándosele, aún en el umbral de la cocina, contemplándola. Son capaces de aspirar la colonia y el perfume que el otro lleva, pues apenas se encuentran a unos dos pasos el uno de la otra.
Para el escocés, escuchar esas palabras es como si alguien acabase de sacarle el corazón del pecho, comenzando a estrujarlo fuertemente entre sus manos, amenazando con resquebrajarlo nuevamente. Al momento, a la joven mujer la recorre una sensación gélida desde los tuétanos a las extremidades, al ser testigo de la mirada tan melancólica y desesperanzada que lanza en su dirección. Palidece nada más procesar mentalmente la pregunta de su enamorado.
—¿¡Qué!? —se escandaliza, notando cómo su pulso aumenta por el horror de haberle provocado un pensamiento así. Comienza a negar con la cabeza rápidamente—. ¡No! —da un paso hacia él, y alza la voz más de lo apropiado para la hora actual, por lo que, al recordar que Daisy está dormida en la planta de arriba, automáticamente se tapa la boca—. No, claro que no quiero irme —reafirma sus palabras casi en un susurro—. Pero pensaba que quizás tú... No me querías aquí.
—Yo no he dicho eso —rebate el hombre con vello facial castaño, antes de frotarse el entrecejo con un ademán hastiado: ya están discutiendo otra vez. "Como odio los malditos malentendidos... Solo lo complican todo innecesariamente", piensa para sí mismo, deseando arreglar de una vez por todas las cosas entre ellos, aunque claro, el sacar a la superficie tamaña discusión lo hace temblar ligeramente: ¿y si, por su intento de arreglar las cosas, provoca un altercado incluso más fuerte que el anterior? No cree que pueda soportarlo. Lo último que quiere es volver a enfrentarse con la brillante analista, y algo le dice, que ella tampoco desea hacerlo—. No esperaba encontrarte despierta a estas horas... —intenta cambiar de tema, postergar el discurrir acerca de su desacuerdo matutino—. Me has sorprendido.
—Sinceramente, no podía dejar de darle vueltas a la cabeza —exhala la analista del comportamiento, tomando asiento en una de las sillas de madera blanca que quedan junto a la mesa de la cocina, ocupando el espacio que ha dejado vacío hace algunos instantes. No le pasa desapercibido que él se mantiene de pie, cerca de la mesa, como evitando aproximarse, no sea que provoque su ira nuevamente—. Y tenía que mantener mi promesa de esta mañana, de modo que... —no termina la frase, y ambos saben a qué se refiere. Ha estado todo el tiempo allí, o al menos, parte de él. Aún no quiere sacar el tema de la querella entre ambos, pues siente que, una vez comiencen a hablar sobre ello, las cosas podrían torcerse nuevamente, de modo que traga saliva, tratando de infundirse valor—. Bueno... —no sabe cómo continuar. Está claro que a ambos los tiene aterrados el hecho de hacer siquiera una mínima mención al incidente, pero quieran o no, deben atajar el problema de raíz—. Tenemos que hablar —finalmente, decide apelar a esa desgraciada discusión, la cual los ha mantenido a distancia durante todo el día. Hace un gesto con su mano derecha a la silla que queda frente a la suya, indicándole a su querido inspector que tome asiento.
—Sí, tienes razón —afirma él, retirando la silla ligeramente antes de sentarse en ella, frente a su taheña de ojos celestes, entrelazando los dedos de sus manos sobre la superficie de la mesa—. No podemos seguir dejándolo de lado, ignorándolo, como si no hubiera pasado —admite en un tono que mezcla su nerviosismo con la determinación. Nuevamente, la estancia queda en un profundo y, francamente, incómodo silencio—. Lo siento mucho...
—Lo siento mucho...
Ambos se quedan mudos nuevamente, pues han hablado al mismo tiempo, utilizando incluso las mismas palabras. Están tentados a dejar escapar una carcajada nerviosa, pero tienen la sensatez de contenerse: este no es el momento ni el lugar. Aunque, por fortuna, este intercambio de palabras ha logrado su propósito: eliminar de raíz la incomodidad y la tensión que ha reinado entre ambos desde su reencuentro en la entrada de la casa. Tanto al inspector como a la subinspectora los recorre un leve escalofrío, no por la ansiedad ni por el miedo, sino por el alivio. El alivio de que, al menos según las palabras que se han dirigido, tienen la intención de disculparse mutuamente por lo sucedido.
—Tú primero.
—No, por favor —niega el de cabello castaño, cediéndole la palabra—. Tú primero.
—Primero de todo, quiero disculparme —la mujer con piel de alabastro y ojos marinos imita la postura de su pareja, colocando sus manos entrelazadas sobre la superficie de la mesa de la cocina. El hombre que ama la escucha en silencio, esperando sus siguientes palabras—. Me avergüenzo de cómo me he comportado esta mañana —tras suspirar hondo para prepararse, inicia su discurso con un tono honesto—. Siento mucho el haberte gritado y echado en cara que tus acciones estaban equivocadas, solo porque no compartimos los mismos puntos de vista acerca del caso, y por nuestras diferencias acerca de cómo actuar o proceder con Trish —desvía sus ojos a sus manos, y el hombre trajeado contempla cómo aprieta ligeramente sus manos al continuar, siendo un gesto que la ha visto hacer anteriormente, cuando está nerviosa—. No quiero justificarlo, porque no debería haber reaccionado así, pero admito que Ellie y tú teníais razón: este caso me está afectando más de la cuenta, y he dejado que mis recuerdos y vivencias me condicionen...
—Comprendo tu reacción —intercede Hardy, antes de, dubitativamente, alargar su mano derecha, posándola sobre las entrelazadas de la joven frente a él. Ella no rechaza ni rehúye su cálido toque—. Eres una analista del comportamiento, y no solo eso: eres una superviviente —la describe con infinito cariño, provocando que ella alce el rostro, contemplando su rostro, iluminado ligeramente por la luz de la lámpara y la luna—. Está intrínseco en tu naturaleza y en tu trabajo el empatizar con otras personas, el ponerte en su lugar independientemente de sus acciones y pasado, y esta vez no ha sido distinto —argumenta, pues lleva toda la mañana pensando en cómo poner en palabras aquello que quiere decirle, y la subinspectora con el cabello recogido en una coleta asiente lentamente al escucharlo, manteniéndose en silencio—. Has pensado en cómo debía sentirse Trish, en cómo podía afectarle el que yo la presionase para testificar sin estar preparada, y has reaccionado en consecuencia —una suave sonrisa hace acto de presencia en los labios del escocés de cabello castaño—. No puedo sermonearte por eso —niega con la cabeza al mismo tiempo que deja escapar un suspiro sereno—. Y es una pena, porque me encanta hacerlo —bromea, y ella corresponde su sonrisa, antes de ser testigo de cómo los ojos pardos de él se desvían de su rostro hacia la mesa, demostrando un ademán abatido—. También lo siento —las disculpas llegan entonces, escuchándose un tono melancólico y dolido arraigado en sus palabras—. Yo también me avergüenzo de mi comportamiento —asevera con un tono bajo, que deja entrever su rechazo ante sus propias acciones—. No debería haber alzado la voz, y... —cierra los ojos con pesadez, rememorando sus palabras de esta mañana—. Dios, Lina... —apenas puede creer que esas palabras hayan salido de su boca, sujetando con mayor firmeza las manos de su novia en la suya, antes de frotarse el entrecejo con la mano izquierda—. Siento mucho haber dicho...
—Ha sido un pronto del momento, Alec —asevera Coraline, interrumpiéndolo. Sujeta entonces en su mano izquierda la derecha de su querido Alec, propinándole un leve apretón. Ella misma ha repasado la discusión en su mente desde esta mañana, y ahora, con sus palabras, quiere hacerle entender que no lo ha tomado a pecho, sino que ha comprendido, porque lo conoce muy bien, que no había ninguna intención de hacerle daño—. Sé que no lo decías en serio —hace un gesto de asentimiento con la cabeza, y él alza la suya, posando sus ojos pardos en los celestes de ella—. Por eso he cortado la discusión nada más escucharte decir esas palabras... —reflexiona acerca de lo sucedido por un momento, antes de sonreírle—. Aunque, bueno, admito que te he pegado una bofetada no solo para hacerte entrar en razón...
—También porque me la merecía con creces, lo sé —afirma él sin perder un momento, correspondiendo la sonrisa que ella le dedica, sintiendo en su interior una cálida sensación que lo recorre de arriba-abajo. Es evidente que todo resquemor y posible rencor ante lo sucedido esta mañana queda ahora en el pasado—. Espero que puedas perdonarme, Lina.
—Lo mismo digo, Alec —responde ella—. Espero que puedas perdonarme.
Apenas salen esas palabras de su boca, contempla cómo su testarudo inspector asiente al momento, antes de levantarse de la silla, caminando hacia ella, rodeando la mesa. Es evidente lo que pretende hacer, y ella imita sus movimientos. Se levanta de la silla, esperándolo. A los pocos segundos, siente cómo unos cálidos brazos envuelven su cuerpo, quedando su torso presionado contra una firme y cálida superficie. Sus labios se encuentran entonces, compartiendo un tierno y cándido beso, con el que dejan atrás cualquier resquicio de su discusión. Ella corresponde su abrazo rodeando su cuello con sus brazos, profundizando el beso lo máximo posible. A ambos los recorre la sensación de que miles de fuegos artificiales estallan en su interior. Rompen el contacto de sus labios tras una sesión de besos cariñosos y algo pasionales, respirando agitadamente. La taheña coloca su mano derecha sobre el pecho de su novio, sintiendo el palpitar acelerado de su corazón.
—¿Estás bien? —cuestiona, preocupada por su marcapasos. La mano izquierda de él inmediatamente se posa sobre el dorso de la suya, acariciándolo suavemente, intentando tranquilizar sus temores.
—No te preocupes, Lina, estoy perfectamente —asiente con un tono sereno, antes de besar su frente afectuosamente, dejando que un cómodo silencio se instale entre ellos, disfrutando de su tan habitual intimidad.
—Alec, en realidad... —Cora rompe el silencio que se ha instalado en el ambiente, pero antes de poder continuar, hace una pausa. Necesita valor para confesarle lo sucedido esta mañana, además de los eventos de su pasado que ha mantenido en secreto—. Hay algo que quiero contarte.
Por un instante, los ojos pardos de Alec se posan en el sobre cercano al microondas, donde se encuentra la carta escrita por Nadia Taylor-Harper, la cual ha leído esta misma mañana. Se pregunta si querrá hablar sobre ello, pero lo descarta, pues otra posibilidad acaba de planteársele.
—¿Es sobre aquello que querías decirme esta mañana, cuando hemos hablado por teléfono? —su voz adquiere un tono inquieto, sentándose en la silla adyacente a la de Coraline, quien ha retomado su posición de hace unos segundos—. ¿Te ha pasado algo? ¿Alguien te ha dicho o hecho algo...?
—No, hoy no he tenido ningún encontronazo con nadie, salvo contigo, claro —su jefe y protector arquea una ceja como advertencia, indicándole que no debe bromear con un asunto así de serio—. Pero he tenido flashes —en el mismo instante en el que la última palabra sale de sus labios, siente las cálidas manos de su compañero en sus antebrazos, acariciándolos con ternura—. He sentido cómo Joe Miller me estrangulaba, y he tenido un ataque de ansiedad... Como aquellos que tenía hace más de tres años —clarifica, y en los ojos pardos del hombre trajeado se aprecia una infinita lástima y compasión—. Ha sido... Incapacitante y francamente horrible.
—Oh, Lina... —su voz se quiebra ligeramente por la decepción y el tormento que sufre ahora en su propia piel—. Debería haber estado contigo para consolarte, debería haberte acompañado a casa —se recrimina, negando con la cabeza en un ademán derrotista—. Lo siento.
—Eh, no es culpa tuya —intenta consolarlo su protegida, frotando los brazos de su pareja.
—Podría haberte ayudado.
—Ahora lo estás haciendo —le indica la analista del comportamiento en un tono suave—. Y para mi es más que suficiente —sonríe con cariño, brindándole un beso en la mejilla izquierda.
Sin embargo, a pesar de su cálida sonrisa, el escocés advierte un brillo inseguro y nervioso en sus ojos, y para desgracia de su protegida, no piensa dejarlo correr. Cuando habla, su voz está más contenida, intentando mantener la calma, pues no sirve de nada que pierda los nervios. Ya no puede hacer nada por remediar lo sucedido a la mañana, al fin y al cabo.
—Hay algo que sigues sin decirme, querida —afirma, y la pelirroja siente un escalofrío que la recorre de arriba-abajo, pues como siempre, su querido escocés es extremadamente sagaz y directo. No es de extrañar que llegase a su puesto de inspector a una edad temprana—. ¿Qué es?
—Es... Difícil de explicar —admite Cora con inseguridad, sintiendo que le tiemblan las manos, las cuales acaba de bajar a su regazo—. ¿Podrás mantener una actitud abierta y no interrumpirme hasta terminar? —inquiere, y Alec asiente al momento, tomando sus manos en las suyas, en un gesto de consuelo, que ha repetido infinidad de veces con anterioridad, desde que la conoció. El verlo realizarlo una vez más sobrecoge a la mentalista, quien hace un esfuerzo por no llorar por el incondicional apoyo que su novio le brinda. Cuando está segura de que no va a temblarle la voz, comienza—. En 2006, un tiempo después de la agresión sexual y la muerte de mi padre, al salir de una academia de idiomas, unos tipos vestidos enteramente de negro me sorprendieron. Empecé a correr en cuanto me di cuenta de que me seguían, pero eran demasiados y no conseguí despistarlos —su tono tiembla ligeramente al recordarlo—. Me sujetaron entre todos y luego perdí la consciencia tras colocarme un trapo en el rostro, probablemente con cloroformo. Cuando abrí los ojos estaba en una habitación enteramente blanca junto con otras chicas, de diversas edades y etnias. Apenas había chicos —el rostro de Alec va palideciendo conforme la escucha hablar—. ¿Recuerdas a las tres personas con las que me viste en Sandbrook? —el escocés asiente ante sus palabras, pues es capaz de visualizar en su mente aquel día, cuando fue a cenar con Daisy y ésta conoció a su actual novia—. Estaban en esta habitación, conmigo. Fue allí donde nos conocimos —confiesa, antes de suspirar, cerrando los ojos para recapitular—. Aquel lugar era una institución aislada de toda civilización en unas montañas de Rusia, propiedad de la mafia, y el único propósito de nuestra presencia allí, era el utilizarnos como armas humanas: nos entrenaron, condicionaron psicológicamente, y nos obligaron a trabajar para ellos, encargándonos inclusive de retirar a aquellos activos que ya no resultasen de utilidad —al pronunciar la palabra «retirar», a Alec lo sobrecoge un escalofrío por la espina dorsal, pues sabe perfectamente que Lina está usando esa palabra como un eufemismo de «matar»—. Pasamos tres años allí encerrados, no conociendo otra forma de vivir, salvo una: la supervivencia del más fuerte —sus palabras reflejan amargura—. Los mayores cuidábamos de los pequeños cuando nos era posible, aunque eso significase recibir un castigo en consecuencia —su tono de voz baja, tornándose oscuro y pesimista—. Aguantamos lo necesario hasta que la Interpol apareció allí para ayudarnos. Muchos de los integrantes necesitaron ayuda psicológica urgente, aunque ya quedábamos pocos, comparándolos con los que éramos al momento de unirme yo a ellos...
—¿Y Tara...?
—No dejó de buscarme —se adelanta a la evidente pregunta acerca de qué hizo su madre cuando supo que había desaparecido—. Se encargó de contactar con los padres de los demás desaparecidos, y junto con la Interpol, hicieron lo posible por localizarnos. Finalmente, sus esfuerzos dieron fruto en 2009, y volvimos con nuestras familias, aunque muchos apenas eran los mismos —es evidente que aún siente una ingente cantidad de lástima por aquellas personas que no lograron recuperarse de esa traumática experiencia. Alec acaricia su mejilla para intentar tranquilizarla—. Tras lo sucedido, nos aconsejaron que por unos años no nos asentásemos en ningún lugar.
—Por eso cursaste tus estudios de policía en varios lugares —supone el escocés.
—Así es —asiente ella, feliz porque le haya ahorrado la explicación—. En principio no pensaba hablarte de esto... —la mirada parda del Inspector Hardy se torna severa ante su comentario—. Pero los recientes acontecimientos me han provocado una gran crisis de ansiedad, como ya te he comentado, y he revivido partes del condicionamiento, que francamente, prefiero olvidar...
—¿Qué quieres decir?
—Para asegurarse de que cumplíamos con el trabajo que nos asignaban, el jefe de esa organización nos recitaba una serie de palabras en un ritmo monótono, anulando nuestro libre albedrío, convirtiéndonos en seres desprovistos de voluntad, cascarones vacíos que existían únicamente para cumplir sus órdenes —responde la mentalista, cerrando los ojos con fuerza, al mismo tiempo que aprieta los puños, pues ese simple hecho, el arrebatarle su humanidad y capacidad de elegir, la hacer encolerizar—. Y hoy, en ese ataque de ansiedad que he sufrido tras recordar cómo se sentía el agarre de Joe en mi cuello, he comenzado a escuchar su voz, repitiendo esas palabras con esa misma cadencia —lágrimas saladas caen de sus ojos al recordarlo, pues esa sensación de indefensión ha vuelto a ella—. Me he sentido tan asustada...
—Ven aquí —Alec la atrae hacia él, abrazándola contra su pecho con firmeza y ternura—. No va a pasarte nada, Lina, no mientras esté contigo —le asegura en un tono suave, besando su cabello—. Y te aseguro que no pienso alejarme de ti mientras siga respirando —la escucha reír ante sus palabras, y siente que el alivio lo recorre, pues si algo quiere, es evitar que la mujer que ama siga sufriendo—. Gracias por contármelo, querida —le susurra dulcemente, comprendiendo su reticencia a hablar de ello, pues siendo un evento tan traumático, como lo fue el hecho de su agresión sexual, necesitaba tiempo para valorar cómo plantearle la cuestión—. ¿Estás mejor? —cuestiona, separándose de ella una vez las lágrimas se han detenido, con el ánimo de su pareja habiéndose calmado considerablemente.
—Como si me hubiera quitado un gran peso de los hombros —admite con un tono más relajado y una sonrisa cariñosa, la cual él corresponde. Ambos se recolocan en las sillas de una manera más cómoda—. Espero no despertar a Daisy con nuestra charla —se preocupa de pronto, pues se ha percatado de que llevan bastante rato charlando con un tono de voz ligeramente elevado.
—No lo creo, Daisy tiene el sueño lo bastante profundo como para no despertarse por esto —niega su novio factualmente, antes de suspirar pesadamente—. Hablando de Daisy... Gracias por haberte quedado hoy con ella, a la hora de comer —su tono de voz da testimonio de su auto aversión—. ¿Se ha decepcionado conmigo?
—Yo no diría eso, pero sí que estaba algo triste por no verte por allí —responde su pareja—. Alec, sé que no solo quieres resolver el caso de Trish cuanto antes porque los altos cargos te lo pidan, sino porque quieres pasar más tiempo con ella, pero no puedes aligerar la investigación a costa de no estar con ella —lo alecciona, y él se mantiene en silencio, pues sabe que es cierto—. Elige un día, el que quieras, y sal antes del trabajo. Pasa tiempo con ella... —le aconseja, y Alec asiente nada más escucharla, considerando esa posibilidad—. Ellie y yo podemos encargarnos de lo que sea.
—Lo pensaré, te lo prometo —le jura, y la mujer de treinta y dos años sonríe como una niña con zapatos nuevos, contenta porque Daisy vaya a poder pasar tiempo con su padre. Sin embargo, este tema da paso a uno del que la pelirroja quiere hablar con él.
—Ahora que hablamos de Daisy... Hay algo que deberías saber —sus palabras provocan en su querido confidente y compañero una tensión inmediata, pues no sabe exactamente a qué atenerse. El tono de sus palabras está lleno de nerviosismo e indecisión, lo que, a todas luces, no ayuda a tranquilizar a Alec—. Desde esta mañana he notado que me llama «Mamá»... —el hombre con acento escocés parece momentáneamente en shock al recibir dichas noticias, aunque comprende que su querida hija haya comenzado a apelar así a su novia, pues el talante maternal que le dispensa lo demostró nada más conocerla en Sandbrook—. ¿Te parece bien que lo haga?
—Solo si tú no estás incómoda con ello.
—No, de hecho me halaga y me siendo honrada —se sincera con él sobre este punto, y contempla cómo la felicidad irradia de todo su ser al escucharla—. Y aunque le he dejado claro que no significa que vaya a reemplazar a Tess, sus palabras me han dejado completamente descolocada.
—¿A qué te refieres?
—Me ha revelado parte de la razón por la cual se vino contigo a Broadchurch, y la razón que la llevó a distanciarse de su madre, habiendo discutido con ella en varias ocasiones.
—Sí... —afirma Alec, pues tiene conocimiento de tal información—. Pensaba contártelo cuando fuera más oportuno, pero parece que ha querido hacerlo ella misma —suspira pesadamente, alabando internamente la madurez que está demostrando Daisy—. Por eso no me extraña que te llame Mamá.
—He intentado razonar con ella, que vea las cosas desde otro punto de vista —se explica, rememorando los eventos acaecidos en la hora de la comida, en el instituto—. Le he aconsejado que no deje que el tiempo pase en vano, sin siquiera intentar hablar con Tess para decirle todo aquello que quiere... Aunque no sé si lo hará —se encoge de hombros—. Al fin y al cabo, es su decisión, y no podemos interceder.
—Eso me temo, sí —afirma el escocés, agradecido porque su querida compañera intente terciar y ayudar a Daisy a reparar la relación con su madre. Comprende que el resentimiento haya ocupado el lugar del afecto en su corazón en lo que se refiere a Tess, pero no quiere que su hija sufra del mismo resquemor que él hacia su padre. Puede que en su caso no haya remedio, pero la rubia aún está a tiempo. Si alguien puede terciar mínimamente y hacerla cambiar de idea, esa es su querida analista del comportamiento—. Tenías razón, por cierto —comenta Alec de pronto, sorprendiendo a su novia, quien lo contempla con una ceja arqueada, completamente confusa por sus palabras—. Respecto al testimonio de Trish —clarifica, disipando las dudas que han sobrevenido a su chica.
—Sí, ha sido un desastre, ¿verdad? —inquiere Cora con sabiduría, sentándose nuevamente en la silla de la cocina, aunque en esta ocasión, su querido escocés se sienta a su lado—. Ha abandonado la entrevista en cuanto las preguntas se han vuelto más personales...
—¿Cómo has...? —empieza a indagar Alec, realmente sorprendido por el hecho de que la taheña sepa lo sucedido en el interrogatorio, a pesar de no haber estado presente. Sin embargo, detiene sus palabras súbitamente al suponer acertadamente la respuesta—. Cómo no: Ellie...
—Bingo —asiente su subordinada con una sonrisa, disfrutando de la expresión ligeramente molesta de su enamorado. Molesta, advierte, por el hecho de que Ellie haga uso de su libre albedrío para hacer cosas a sus espaldas. Saca entonces su teléfono móvil del interior de su chaqueta, enseñándole algunos mensajes de su compañera castaña—. Se ha asegurado de mandarme los detalles, pero quiero oírlo de tu propia boca —le pide, bloqueando la pantalla del smartphone, y él sabe perfectamente a qué se refiere.
—Está bien, de acuerdo... —se rinde, suspirando pesadamente—. Puedes decirme «te lo dije».
—Te lo dije —se carcajea ella, contagiándolo momentáneamente antes de adoptar una actitud más seria y profesional, con él imitándola—. Ahora que hemos dejado eso de lado, quiero que me cuentes exactamente qué es lo que ha pasado.
—Ha respondido de forma ligeramente certera a las preguntas que le hemos hecho acerca de la noche de la agresión, pero al momento de preguntarle acerca de con quién habló en la fiesta, sus ojos se han desviado arriba a la izquierda al mencionar a Jim Atwood —Alec relata a su querida mentalista lo poco que ha podido notar del comportamiento de su principal testigo, y la contempla reflexionar en silencio—. Al momento de preguntarle por la última vez que mantuvo una relación sexual, ha respondido que fue la mañana de la fiesta, pero se ha mostrado problemáticamente esquiva en ese punto...
—Y ha respondido que ha sido con un desconocido de una web de citas, ¿verdad?
—Exacto —afirma el hombre que ama, con su acento escocés pronunciándose en cada sílaba.
—Pero como ha sido una respuesta tan rápida, según lo que Ellie me ha comentado, podemos dar por hecho que la ha dado debido a la ansiedad que la estaba invadiendo en ese momento, pues estaba haciendo lo posible por salir de ese interrogatorio —rememora, cruzándose de brazos—. Recapitulemos —la pelirroja se dispone a realizar un análisis del comportamiento y las respuestas de Trish en el interrogatorio—. Responde de manera concisa y clara a todas las preguntas relacionadas con la fiesta del sábado, pero sin embargo, se resiste a revelar con quién tuvo relaciones sexuales esa misma mañana —coloca una mano en su mentón—. No puede ser su marido, o de lo contrario nos lo habría dicho, y no se sentiría culpable a juzgar por la respuesta tan rápida que ha dado —analiza rápidamente, antes de suspirar—. La única opción que tenemos es que sea un conocido, probablemente alguien de su entorno a quien puede ver con frecuencia. ¿Has dicho que ha desviado sus ojos arriba a la izquierda al hablar de Jim Atwood?
—Sí, ¿por qué...? —el hombre con cabello lacio y castaño empieza a cuestionar su razonamiento antes de interrumpirse, pues la respuesta ha llegado a él—. Espera, ¿estás sugiriendo que Trish mantuvo una relación sexual con Jim Atwood, el marido de su mejor amiga, la mañana de la fiesta?
—Eso es exactamente lo que estoy sugiriendo, cielo —asevera ella con confianza, cruzándose de brazos—. Si no fuera así, no se habría mostrado tan esquiva, y no habría reaccionado así al momento de hablar acerca de con quién conversó en la fiesta.
—Tendremos que recabar indicios —propone el hombre de ojos pardos en un tono sereno—. No podemos ir acusando por ahí a cualquiera mientras solo dispongamos de una hipótesis —su adorada subinspectora de ojos celestes asiente ante sus palabras nada más escucharlo, y la estancia se mantiene en un silencio sepulcral.
Ambos vuelven la vista atrás hacia lo que sucedió con Jack Marshall, el dueño del quiosco del pueblo. Éste fue una víctima colateral del caso de Danny Latimer, a quien las habladurías y rumores, además de invasión de su privacidad, terminaron arrojando a las gélidas aguas de Broadchurch. Aún es un recuerdo constante en sus mentes, como la voz de su conciencia que no les permite cometer el mismo error.
—Hay una última cosa de la que deberíamos hablar...
—¿Es acerca del sobre junto al microondas? —inquiere el taciturno inspector al momento, pues no veía el momento adecuado para sacar el tema y hablar sobre ello—. Verás, el caso es...
Sus palabras desconciertan por un momento a la taheña, quien se queda muda, pero pronto es capaz de suponer cómo ha llegado a esa conclusión, por lo que, en un ademán calmado, procede a expresar verbalmente dicha hipótesis.
—...La has leído.
—En mi defensa diré que la carta estaba prácticamente fuera del envoltorio —comenta el con un tono ligeramente bromista, contemplando cómo una sonrisa aparece en el rostro de su compañera, quien no está enfadada por su curiosidad.
—Tú siempre buscando un vacío legal para salirte con la tuya... —se ríe Cora con divertimento, antes de que su expresión adquiera un cariz serio—. ¿Qué crees que debería hacer?
—¿Me preguntas mi opinión?
—Claro —no duda en dejar claras sus intenciones—. Lo que sea que decida, os repercutirá a Daisy y a ti de forma colateral porque sois mi familia, de modo que, lo que a mí me atañe a Nadia y Aidan, también es asunto tuyo —se defiende, y Alec siente una punzada de calidez en el pecho al momento de escucharla decir que su hija y él forman parte de su familia—. ¿Qué piensas de la carta? ¿De todo esto?
—Bueno, si lo que me estás preguntando es si he detectado algún tipo de intención dolosa por parte de Nadia en su carta, mi respuesta es no —se sincera el escocés de mirada parda, cruzándose de brazos—. Por sus palabras y la forma en la que se ha dirigido a ti, a pesar de no haber tratado jamás contigo, diría que es una persona educada y muy sensata, por no hablar del hecho de que, a priori, su único y principal interés es conocerte en persona —reflexiona acerca del contenido de la carta que leyó hace días—. Ha dejado claro, además, que no pretende chantajearte por la herencia de Tara, y que de tú así quererlo, ella y su hermano se harán a un lado... Creo que eso dice mucho de ella como persona, Lina.
—Sí, eso he pensado yo también —afirma la taheña de ojos celestes—. Al fin y al cabo, si lo que dice es cierto, porque de momento no lo comprobaré hasta tenerla delante y leer su comportamiento, soy la única familia que les queda.
—Y ellos la única que te queda a ti.
—Exacto.
—Creo que no hay nada de malo en concertar una cita para conocernos, al menos para quedarte tranquila —el hombre trajeado habla claro y de forma factual, suspirando pesadamente, pues aunque también él considera algo inusual el hecho de que su pareja tenga una familia secreta, considera que se merecen una oportunidad—. De todas formas, si sientes que hay algo que te escama, o simplemente no deseas mantener contacto con ellos, no tienes por qué hacerlo tras ese encuentro.
—¿«Conocernos»? —Cora finalmente procesa sus palabras—. ¿Quieres estar presente?
—Tú lo has dicho: Daisy y yo somos tu familia —ratifica en un tono confiado, logrando hacerla sonreír con dicha—. No pienso quedarme al margen en lo que a ti concierne, especialmente si es un asunto familiar.
—Gracias, Alec —la pelirroja de piel de alabastro lo abraza cariñosamente, antes de besar sus labios con ternura—. Te quiero — declara afectuosamente una vez sus labios se separan por falta de aire, con el castaño sujetando su cadera con firmeza.
—¿No más secretos?
—No más secretos —afirma la pelirroja con un tono lleno de cariño antes de asentir, besando brevemente su mejilla derecha—. Y ahora, será mejor que te des un baño y cenes algo: necesitas relajarte después del día de hoy, y francamente no te culpo por ello —bromea, y su querido compañero se une a ella en su carcajada, encontrando esas palabras ciertamente divertidas, antes de volver a besarla en los labios con devoción.
—No tengo demasiada hambre, siendo sincero —comenta el inspector en un tono bajo, con su acento escocés haciéndose más pronunciado en cada palabra, besando su cuello antes de sonreírle con ternura, como si no quisiera separarse de ella ni un solo instante—. He tomado un café y unas tostadas de camino —se justifica, y raudamente puede ver la reprimenda que surge tras los ojos azulados de Lina, indicándole implícitamente que eso no puede considerarse una cena. La forma en la que cuida de él lo hace estremecer, y de hecho, no sabe cómo es posible, provoca que se enamore aún más de ella—. Aunque no le diré que no a un baño caliente... —añade pícaramente, contemplando cómo su novia se separa de él, quedando de pie, a su lado, con una expresión llena de conflicto. Está debatiendo en su fuero interno el significado de sus palabras, y no sabe si debería preguntar qué quiere decir con eso—. Siempre que me acompañes, claro.
—Creo que es mejor que disfrutes del baño tú, cielo —Cora intenta zafarse de esa situación en cuanto se le presenta, pues quiere evitar a toda costa que su pareja vea los cambios que, con cada vez mayor rapidez, se suceden en su cuerpo por causa del embarazo—. Si lo haces, puedo encargarme de calentar las sobras de la cena que he preparado, y así, tenerla lista para cuando termines —nada más dice estas palabras, contempla al hombre que ama levantarse de la silla, quedando muy cerca de ella, lo que provoca que su corazón lata desbocado y sus mejillas ardan. No es la primera vez que están así de cerca, o irónicamente no estaría encinta, pero probablemente debido a las hormonas, su reacción ante su proximidad se ha visto exponencialmente aumentada.
—Lina, creo que ambos sabemos que la cena puede esperar, especialmente si solo vamos a recalentarla —la amonesta cariñosamente, pues ha advertido sin demasiados problemas la forma en la que intenta escaquearse de su ofrecimiento, y no piensa dejarlo estar—. El día no ha sido solo agotador para mí, sino para ti también, y creo que necesitas relajarte tanto como yo —argumenta, y la mujer de treinta y dos años maldice en su mente, pues está exponiéndole un razonamiento perfectamente válido, y odia no poder rebatirlo—. Y no te preocupes: no despertaremos a Daisy —añade, pues supone acertadamente que su pareja está preocupada por las posibles consecuencias que acarrearán sus acciones, de llevarlas a cabo.
La joven mentalista de cabello carmesí y piel de alabastro reflexiona para sus adentros. Es cierto: el día la ha dejado para el arrastre, y conforme avanza su estado, empieza a encontrarse más cansada que antes. Sus músculos y articulaciones chasquean, protestando por las horas que ha pasado en tensión, deseando aliviarse. "Bueno, apenas se me nota, y siempre puedo argumentar que he comido más donuts o magdalenas que de costumbre... Aunque conozco a Alec, y es demasiado educado como para hacer un comentario así sobre mi peso, de forma que, en principio no debería haber problema alguno", la mujer trajeada reflexiona para sus adentros, y finalmente toma una decisión. A ella tampoco le vendría mal un relajante baño caliente.
—Está bien —se rinde, y el escocés sonríe tiernamente al ver cómo hincha ligeramente los mofletes en señal de hastío por su insistencia. Aunque evidentemente, para él está claro que no está molesta con él—. Pero en cuanto terminemos, vas a cenar las sobras, ¿de acuerdo? —insiste, señalándolo con el dedo a modo de advertencia—. Necesitas cenar algo con fundamento, y un mísero café con unas tostadas no son suficiente.
—A sus órdenes, Agente Harper —el tono entre pícaro y seductor de Alec la toma por completo desprevenida, y se sonroja violentamente. El escocés aprovecha ese momento de desconcierto para tomar la mano derecha de la mujer que ama en su izquierda, con la cual lo está señalando, para así, besar su dorso—. Con permiso, querida... —añade, antes de sujetarla por el brazo, atrayéndola hacia él, depositándola sobre de su hombro izquierdo. Como respuesta a tan súbita acción, Coraline deja escapar un pequeño grito, y su protector se carcajea por lo bajo, realmente divertido, comenzando a caminar hacia la planta superior.
Entretanto, Katie Harford ha conducido su coche hasta la tienda de comestibles propiedad del jefe de Trish Winterman, Ed Burnett. La lista de nombres está grabada a fuego en su mente, logrando ver con claridad meridiana el nombre de esta persona subrayado en naranja fosforito. Aparca el vehículo cerca de la tienda, y suspira pesadamente antes de apearse de él. Camina en dirección a la vivienda del dueño de la tienda de comestibles, como si conociera de antemano el lugar, o ya hubiera estado por allí anteriormente. Desvía su mirada oscura hacia la derecha en cuanto pasa cerca del redil de los cerdos que allí tiene el hombre negro. Pasa bajo varios arcos llenos de vegetación bien cuidada y podada, antes de caminar hasta la puerta principal de la vivienda, no muy lejos de la tienda. Apenas se llega en unos veinte pasos. Una vez allí, toca la puerta con los nudillos de la mano derecha, esperando que el habitante de la casa se encuentre allí. Para su buena fortuna, es así, y el hombre de cabello color ónix le abre la puerta en cuanto la ve allí parada.
—Hola —la saluda con una sonrisa cariñosa, que ella no corresponde.
—Hola, Papá —apela a su relación familiar de forma ligeramente tirante, pues hace mucho tiempo desde que no lo llama así, pero si ha venido hasta aquí es para cerciorarse de algo importante, de modo que, el hecho de tener que llamarlo así es soportable.
—No esperaba verte esta noche.
—Necesito hablar contigo de una cosa —le confía la novata oficial de policía en un tono sereno, antes de desviar su mirada hacia su espalda, como si temiera que en cualquier momento alguien de su departamento pudiera encontrarla allí. Al fin y al cabo, nadie del cuerpo conoce el parentesco entre ella y Ed Burnett—. Tiene que quedar entre nosotros —clarifica, y su progenitor asiente en silencio—. ¿Puedo pasar? —le ruega, y para su alivio, su padre se hace a un lado, invitándola dentro.
Una vez allí, Katie Harford pone al corriente a su padre acerca de los hechos de la investigación, pero no acerca de la identidad de la superviviente de la agresión sexual. Sin embargo, por cómo responde su padre a la información que le proporciona, puede ver que no es necesario decírselo. Lo sabe. Lo cuestiona entonces acerca de su coartada para la noche del sábado, en el momento de la agresión, y este admite que no tiene nada que ver. Katie desvía su mirada al exterior de la vivienda, mordiéndose disimuladamente el labio inferior. Es ligeramente consciente de que no debería hablar con su padre de los hechos del caso, pero mantiene cierta esperanza infantil en que diga la verdad, y por ello, no tenga nada que ver en todo este asunto.
El Inspector Hardy ha subido las escaleras de su vivienda con la pelirroja a la que ama sobre su hombro izquierdo, como si se tratase de una bolsa de patatas, aunque ella no va a quejarse por ello. La situación le parece en extremo divertida también, aunque no puede dejar de lado su preocupación por su bienestar, recordando que posee un marcapasos. El miedo se aferra a su corazón con sus frías manos, y espera que el hecho de que Alec realice este esfuerzo no le provoque una consecuencia harto desagradable.
—¡Alec, bájame! —le pide con preocupación la mujer de ojos azules—. ¡Tu marcapasos...!
—Tranquila —él inmediatamente ataja sus temores, depositándola en el suelo nada más se detiene frente a la puerta del aseo del piso superior—. Tú misma has escuchado mi corazón: está más fuerte que nunca —se jacta, y ella niega con la cabeza, resignada ante sus palabras.
—Eres idiota —comenta la analista en un tono bromista, besando su mejilla, antes de internarse en el aseo junto a él, cerrando la puerta a su espalda—. Veamos, la pregunta del millón de libras —se gira hacia su compañero una vez queda cerca de la bañera, colocando el tapón en el desagüe—: ¿agua templada, como a ti te gusta, o tirando a caliente, como yo la prefiero? —cuestiona, habiendo comenzado a llenar la bañera de agua, pero no girando el grifo demasiado hacia el lado con el indicador de color rojo.
—¿Te refieres al agua que sale de las calderas de Lucifer? —bromea Alec en un tono divertido, haciendo alusión al hecho de que la pelirroja adora tomar baños con el agua a una temperatura, para su gusto, demasiado extrema—. ¡Oye! —no puede evitar emitir un leve grito de sorpresa al sentir el impacto del agua tibia contra su rostro, pues su novia acaba de enchufar el mango de la ducha en su dirección, abriendo el grifo. En su rostro hay una expresión maliciosa pero divertida.
—Eso es por insultar mis sesiones de baño terapia con agua caliente —comenta ella, antes de contemplar que Alec se afloja la corbata y se despoja de la chaqueta, echando ambas prendas a la secadora de la estancia, antes de remangarse la camisa blanca, haciéndola tragar saliva—. Ah, no, no des ni un paso más... —advierte, dirigiendo la ducha nuevamente hacia él—. Alec, te lo advierto, no... —está a punto de abrir el grifo de la ducha nuevamente para empaparlo, cuando él es más rápido, sujetando el mango de la ducha, devolviéndole la jugada, rociándola con agua tibia.
—Donde las dan las toman —asevera él, contemplando cómo los ojos de su novia recorren su cuerpo de arriba-abajo, habiéndose finalmente percatado de que debido al agua, la ropa se le ha pegado al cuerpo. Las prendas se le han transparentado ligeramente—. ¿Disfrutando de la vista, querida? —cuestiona, arqueando una ceja. Como respuesta ante su pregunta tan directa, Cora enrojece al momento, tragando saliva por haber sido pillada infraganti.
No es la primera vez que admira el cuerpo de su enamorado, y no será la última, pero hay algo al verlo de esta guisa, aunque no sabe describirlo, que... La hace estremecer. Por su parte, el escocés, aunque ha sido realmente atrevido y directo en sus palabras, no puede evitar que un intenso rubor recorra sus mejillas y orejas, tiñéndolas con un característico tono rojizo. Es evidente que no es de piedra, y no puede evitar que el corazón le vaya a cien por hora al contemplar a la mujer que ama empapada hasta los huesos, con la ropa acentuando cada curva de su cuerpo.
—Lo mismo podría decir yo, cielo —responde Cora con la mayor soltura y entereza de la que dispone—. ¿Te gusta lo que ves? —se atreve a preguntarle, antes de intercambiar una mirada y una sonrisa llenas de cariño y seducción con su pareja, quien rápidamente se acerca a ella nada más escucharla decir esas palabras. A su juicio, es como si la pequeña pelirroja estuviera retándolo a responder en consecuencia. Es entonces, cuando la tiene prácticamente presionada contra su propio cuerpo, que el inspector comienza a desabrocharle los botones de la chaqueta—. Aún recuerdo cómo desvestirme.
—Sí, pero yo lo hago mucho mejor —bromea él con un tono ronco de voz, provocando que su querida compañera se estremezca, antes de detener sus manos—. ¿Quieres que pare? —cuestiona en un tono seductor, arqueando una de sus cejas castañas, contemplando que su querida Lina traga saliva, antes de negar en silencio con la cabeza.
Tras recibir la confirmación por parte de su novia, Alec continúa con su labor, deshaciéndose de la ropa empapada de su querida protegida y compañera de trabajo, dejándola con cuidado en la secadora, a fin de que esté lista para el día siguiente. Por su parte, Coraline lo contempla en silencio, correspondiendo sus acciones, ayudándolo a despojarse de su propia ropa húmeda. La primera prenda del Inspector Hardy que la Subinspectora Harper introduce en la secadora, es la camisa, y la taheña no se resiste a pasar su mano por el torso de su amado una vez hecho esto. Dedica un momento a mantener su mano sobre la cicatriz del marcapasos, sintiendo cómo el corazón de su protector y confidente late con fuerza bajo su palma. No le pasa desapercibido, sin embargo, el estremecimiento que lo recorre nada más sentir su toque en su pecho, lo cual la hace sonreír tiernamente.
Al cabo de unos minutos, cerca de las 22:13, con el agua tibia rodeando sus cuerpos, la espalda de la pelirroja de ojos azules se apoya ligeramente contra el pecho de su confidente y pareja. Éste rodea su torso con los brazos, acercándola más a él si eso es posible, con ella quedando entre sus piernas. La mujer de treinta y dos años se estremece ligeramente ante su toque, no por el hecho de sentir que su corazón late desbocado, como él cree, sino por el hecho de que podría percatarse de los cambios en su cuerpo. Afortunadamente, no parece reparar en ello, y simplemente la abraza con infinito afecto. La mentalista inclina su cabeza hacia atrás, apoyándola en la clavícula izquierda de su querido Alec, quien como respuesta le brinda un cariñoso beso en la frente. Esto provoca que los azules ojos de ella se cierren con suavidad, disfrutando de este momento de paz, el cual, está segura que no volverán a disfrutar en un tiempo, especialmente con un bebé en camino. Se quedan un buen rato en el agua, con la pelirroja sintiendo que, debido al calor que desprende el líquido, el sueño va venciendo a su resistencia poco a poco. Sus parpados se cierran pesadamente, y Alec lo advierte al momento, especialmente porque su querida Lina se apoya aún más sobre él. Cuando su respiración comienza a calmarse está tentado a no despertarla, pero no puede permitir que se enfríe, de modo que opta por una alternativa. Con calma, la toma en brazos y sale con ella de la bañera, caminando con ella hacia el dormitorio que comparten, una vez se ha asegurado de que la puerta de la habitación de Daisy está cerrada, por supuesto. Dios lo libre de que su hija adolescente lo llegue a ver como su madre lo trajo al mundo. Sería bochornoso a más no poder.
Una vez en la habitación, el escocés hace lo posible por moverse en silencio, intentando no despertar a su pareja. La deposita con suavidad en su lado de la cama, antes de recoger el camisón que ha dejado esta mañana en el suelo de cualquier manera. Se agencia asimismo algo de ropa interior para su novia. Incluso estando medio dormida, la joven hace un esfuerzo por colocarse las prendas de ropa, lo cual él agradece. Tras conseguirlo, la arropa con las sábanas y la manta, una vez abiertas, y la observa acurrucarse cómodamente de costado. Mientras la observa con una tierna mirada, le asalta el pensamiento de que le ha prometido a Lina que cenará las sobras, pero teniendo en cuenta la hora, y el hecho de que ese baño efectivamente lo ha relajado como debía, ahora mismo no se siente con fuerzas de bajar nuevamente las escaleras. "Seguro que entenderá que, después de un baño tan relajante, lo único que necesito es recostarme a su lado para descansar", piensa para sus adentros mientras se coloca la ropa interior y el pijama, abriendo las sábanas de su lado, recostándose bajo ellas, con su querida subordinada acurrucándose contra él, buscando su calor y su protección, algo que él está más que dispuesto a dar. "Bendita seas, Ellie, bendita seas", agradece mentalmente el consejo y los ánimos de su amiga de cabello castaño, pues está seguro de que, sin ella, este malentendido habría continuado durante días, deteriorando su relación con Cora. Pero, por supuesto, esta admisión jamás saldrá de su boca, y probablemente se llevará el secreto a la tumba. Mientras deja que los brazos de Morfeo lo lleven al mundo de sus sueños oníricos, siente la calidez de su persona amada entre sus brazos, y es consciente de que no desearía estar en otro lugar que no fuera este.
Trish Winterman, que tras su asfixiante interrogatorio en la comisaría aún no ha conseguido calmar del todo sus nervios, está viendo un programa de cocina nocturno. Tampoco es como si esta noche también el sueño la esperase con los brazos abiertos en la cama, incluso con la llegada de Leah a casa. Prefiere mantenerse despierta unas cuantas horas más, al menos, hasta que el agotamiento finalmente haga presa de ella. De pronto, el sonido de su teléfono, indicando la llegada de un mensaje entrante, la hace desviar la atención de la televisión. Toma el teléfono en sus manos, contemplando el mensaje que acaba de aparecer en la pantalla del smartphone, y por poco pega un salto:
22:24 Cállate. O TE VAS A ENTERAR.
Rápidamente arroja su teléfono móvil al sofá, lejos de ella, como si la hubiera quemado.
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