Capítulo 9
IX
Les seguían muy de cerca. Tras dos horas de conducción, Gala había dejado atrás las carreteras de montaña para internarse en un frondoso bosque donde la visibilidad era totalmente nula. La joven, conocedora del terreno, maniobraba con destreza como, esquivando los árboles, pero paulatinamente la tensión iba minando su determinación. Además, los neumáticos habían empezado a resbalar sobre las placas de hielo, lo que provocaba que el vehículo fuese dando tumbos, raspando los laterales con las ramas bajas y chocando contra los troncos.
Desde los asientos posteriores, Kriegger observaba a través de los restos de la luneta trasera cómo las luces de los focos delanteros del vehículo enemigo iban aumentando de tamaño. La persecución había empezado con más de cuatro transportes de gran tamaño persiguiéndoles a través de los senderos de las montañas, pero una vez atravesados los límites del bosque, tan solo uno de ellos les seguía.
Kriegger era consciente de que la situación era muy complicada. Gala gozaba de unas magníficas dotes para la conducción, pero sabía que eso no era suficiente. Los miembros de Tempestad eran hombres y mujeres nacidos para vencer la más cruenta batalla, y no se lo iban a poner fácil.
—Gala...
—¡No me pongas más nerviosa, Schnider! ¡O Kriegger! ¡O cómo demonios te llames!
—Deberías hablarle con más respeto —advirtió Sena, desde el asiento trasero—. Es un praetor de la flota Spectrum.
—Como si es el mismísimo rex de este jodido sistema, ¡me da igual! ¡Estáis en mi raxor!
—Necesitamos que vaya más deprisa, señorita. —Apuntó Verner, con los ojos cerrados y la piel blanca como la nieve. Gruesos chorreones de sudor corrían por su cara—. Mucho más rápido.
—Exacto: les tenderemos una trampa.
Gala maldijo entre dientes más por rebeldía que por rechazo, pero obedeció las órdenes. Lanzó un rápido vistazo por el retrovisor y, no sin antes advertirles que posiblemente morirían en el intento, apretó la palanca de aceleración.
Las ruedas chirriaron en la nieve cuando Gala dio giró bruscamente los mandos. Hizo virar el vehículo casi noventa grados y tomó una nueva trayectoria en la que los árboles parecían estar más separados entre sí. Aceleró el motor hasta hacer vibrar el raxor entero y, concentrándose al máximo en no estrellarse contra ningún tronco, fue serpenteando entre los árboles hasta que las luces persecutoras se perdieron en la oscuridad.
Durante el demencial avance una rama demasiado baja les arrancó el retrovisor derecho de cuajo. A pesar de ello, Gala logró mantener el control del raxor hasta que la llanura se convirtió en pendiente. A partir de entonces, el raxor empezó a resbalar por el hielo y la velocidad fue aumentando hasta tal punto que, inevitablemente, acabaron estrellándose lateralmente contra un árbol. El raxor giró sobre sí mismo hasta acabar chocando contra un antiguo depósito de madera abandonado.
Con la cabeza aún dándole vueltas y el sabor de la sangre por haberse mordido la lengua en la garganta, Kriegger escuchó a Gala apagar el motor con las manos temblorosas. A su lado, Elledan miraba el horizonte con el rostro contraído en una mueca de terror. Para su sorpresa, no habían muerto. Se habían estrellado, sí, pero estaban vivos. Sorprendentemente vivos.
Verner fue el primero en bajar del raxor, mareado y al borde del infarto. Abrió la puerta ayudándose de un fuerte manotazo, pues el choque contra el tronco la había hundido, y se dejó caer en el suelo pesadamente. Sena, en cambio, ni tan siquiera hizo el amago de moverse. Aunque no estaba herida de gravedad, la mujer estaba demasiado conmocionada por un golpe en la cabeza como para poder salir por su propio pie. Consciente de ello, Kriegger le ordenó a Gala que la sacara y escondiera mientras él se reunía con Verner en la nieve.
Elledan no tardó demasiado en unirse a ellos.
—No debe quedar ni uno con vida. En cuanto lleguen caeremos sobre ellos, ¿de acuerdo? Tenemos que conseguir su vehículo, o estaremos perdidos.
Elledan se llevó a Verner hasta la parte trasera de una pequeña acumulación de nieve, a unos setenta metros de distancia. Kriegger, por su parte, se ocultó tras el depósito de madera, cerca del raxor. El praetor sabía que corría el riesgo de que una bala perdida acabase con él con relativa facilidad, pero le interesaba poder estar lo suficientemente cerca como para no errar los disparos. Tenía pocas balas, y lo que menos le interesaba era desperdiciarlas tan pronto.
Aquella era su última oportunidad.
Kriegger aguardó en silencio unos minutos, con el cuerpo totalmente congelado. De haber sabido lo que iba a pasar habría llevado consigo su uniforme, pero vestido únicamente con unos pantalones de gimnasio y una camiseta de manga larga de algodón sintético, aquella experiencia en mitad de la nieve estaba resultando mucho más dura de lo que jamás podría haber imaginado.
"Al menos tengo las botas.", se animó a sí mismo. Aunque no sirvió de demasiado. Teniendo en cuenta las circunstancias, disponer de botas era una auténtica nimiedad.
Dos puntos de luz aparecieron entre las sombras. Desde su posición, algo más baja que la del vehículo, Lucius se sentía en desventaja, acorralado. Verner y Elledan, en cambio, disponían de una superioridad que, además de seguridad, ofrecía un campo visual bastante bueno. A pesar de ello, Kriegger no estaba preocupado. Al menos no por la posición, claro. Lo que realmente mantenía en vilo sus pensamientos era la falta de munición. Durante la huida había olvidado coger los cargadores, y después del primer disparo en la celda de Gala, era muy consciente de que únicamente le quedaban trece balas; seis en la pistola derecha, y siete en la izquierda. Trece balas con las que tendría sobrevivir y mantener al resto con vida. Un auténtico reto, desde luego, pero factible... o al menos eso quería creer.
El transporte de Tempestad se asemejaba más a un furgón que a un utilitario. El morro tenía forma de aguja, estilizando así todo el capó y el techo para poder resultar más aerodinámico, pero la parte trasera era tan cuadrada como cualquier otro furgón de transporte. La carrocería era blanca, con un par de líneas en el capó de color rojo que se unían entre sí, y el crucifijo de Lightling en el techo. También tenía las puertas marcadas por números dispares que marcaban la unidad a la que pertenecían. En aquel caso, Kriegger no sabía a qué se refería el 48 final del número, pero el 13 delantero los identificaba como unidades de élite terrestres. El 7 inicial hacía referencia al núcleo de parentes al que pertenecía, y el 0698, a la identificación de su superior.
Muy lentamente, el vehículo aminoró la marcha antes de empezar a descender por el sendero. A través de la luneta delantera se podía ver al conductor y el copiloto, alertados por la situación en la que se encontraba el raxor rojo, mirar de un lado a otro, en busca de algo.
El vehículo siguió avanzando cuantos metros más hasta alcanzar finalmente el raxor accidentado. Inmediatamente después la puerta trasera del vehículo se abrió verticalmente y surgieron de su interior siete guardias uniformados de blanco.
Uno a uno, los agentes empezaron a desplegarse por la zona con paso lento pero seguro, en forma de abanico, siempre buscando cobertura tras la cual ocultarse.
Oculto en su escondite y con el corazón de nuevo acelerado, Kriegger estudió el avance del enemigo, el cual, sin darse cuenta, iba directo hacia él. La tormenta había borrado sus huellas, pero los guardias eran conscientes de que, tras abandonar el raxor seguramente mal heridos, no podían haber ido demasiado lejos.
Sospechaban que estaban por la zona, y no se equivocaban.
Tres guardias se acercaron lo suficiente como para poder ser alcanzados fácilmente. Lucius únicamente tenía que salir de su cobertura y disparar para derribarles. Era sencillo. Sin embargo, al tener al resto guardándoles las espaldas, el praetor no se atrevió a intervenir. Podría matar a alguno, sí, por supuesto, pero antes de que pudiese llegar a disparar por segunda vez el resto ya le habría matado. Así pues, no le quedaba otra opción que esperar. Cerró los ojos con el cañón de ambas armas apuntando al cielo, y escuchó con atención. Además del rugido de la tormenta y los pasos, el viento traía consigo el chisporroteo de los sistemas de comunicación implementados en los cascos de los guardias. Al parecer, los más rezagados estaban transmitiendo al resto.
Kriegger se preguntó qué estarían diciendo. ¿Hablarían de las manchas de sangre en la nieve? ¿O quizás del golpe en el lateral trasero del vehículo?
El sonido del hielo al quebrarse bajo la bota de uno de los guardias devolvió a Kriegger a la realidad. Tres incautos más se habían acercado al vehículo en busca de pruebas, logrando así crear con sus propios cuerpos una barrera que los disparos de los más alejados no podrían atravesar fácilmente. Era una formación perfecta para él. Tan perfecta que ni tan siquiera se lo planteó dos veces. Kriegger cogió aire y, con la velocidad del rayo, salió de la cobertura para disparar dos veces con cada arma y volver a ocultarse. El primer disparo alcanzó al guardia más cercano, arrancándole el casco de cuajo al atravesarle la cabeza. El segundo, en cambio, dio en uno de los hombres situados junto al vehículo. La bala le atravesó el pecho y siguió su camino hasta estrellarse contra la carrocería. El tercer disparo le remató, hundiéndose en su nuca.
El último hizo caer ruidosamente a un tercer guardia sobre el capó del raxor.
Inmediatamente después, una lluvia de disparos cayó sobre él justo cuando retrocedía. Una de las balas le rozó el puente de la nariz, pero el resto se clavaron en la madera, arrancando astillas a su paso. Kriegger se agachó, y Elledan y Verner aprovecharon la ocasión para atacar desde el otro extremo del linde.
Cinco balas atravesaron el claro arrancando gritos y más disparos a su paso.
Con la adrenalina ya bombeando con fuerza en su interior, Kriegger decidió volver a intentarlo. El enemigo estaba cerca, prácticamente encima de él, pero no podía soportar permanecer oculto mientras el resto de los suyos atacaba. Así pues, contradiciendo a la susurrante voz que le aconsejaba mantenerse oculto, Kriegger se asomó dispuesto a disparar. Alzó las armas, apuntó... y a punto de presionar el gatillo, una bala perdida alcanzó el cierre del depósito de madera tras el cual se encontraba, provocando que todo su contenido se desplomara sobre él, enterrándole vivo.
A su alrededor se hizo el silencio momentáneamente.
Unos segundos después, tras la conmoción inicial, Lucius trató de incorporarse apartando a patadas y empujones los troncos que le rodeaban y aplastaban. El golpe había sido fuerte, pero no lo suficiente. Kriegger pateó y manoteó enérgicamente con desesperación, ansioso por salir, pero el peso de éstos le impidió conseguirlo hasta que, surgidas aparentemente de la nada, unas manos firmes y fuertes se hundieron en el océano de troncos para ayudarle. Sus dedos se cerraron alrededor del cuello de Lucius y, con un tirón certero, lo sacaron.
Ya en el exterior, el praetor tardó unos instantes en descubrir la identidad de su salvador. Unos instantes que marcarían para siempre la batalla. El guardia que acababa de rescatarle gruñó algo bajo el casco, seguramente un breve informe sobre su hallazgo, y antes de que pudiese llegar a reaccionar, le encajó un puñetazo tan fuerte en la mandíbula que Kriegger cayó al suelo, aturdido.
Ya en la nieve, recibió una larga e inacabable lluvia de golpes.
Demasiado conmocionado para actuar, Kriegger trató de defenderse cruzando los brazos sobre el rostro. Por desgracia, tal era la fuerza del adversario que un simple golpe en el antebrazo logró partirle los huesos. Cegado por el dolor, Lucius rodó por el suelo entre gritos y aullidos. A lo largo de su carrera se había roto varios huesos, pero jamás una lesión había resultado tan dolorosa como en aquel entonces. No obstante, no podía rendirse. No en mitad de una batalla. Kriegger trató de incorporarse, pero lo único que logró fue que su rostro fuera el blanco de la ira del guardia.
Lucius cayó de nuevo al suelo con el rostro lleno de sangre. A su alrededor el mundo daba vueltas blanco sobre blanco, y no se detenía. Puede que estuviese rodando, o puede que estuviese quieto: la cuestión era que todo cuanto le rodeaba carecía de sentido. Todo a excepción del insoportable dolor que, con cada herida nueva, iba adquiriendo más y más fuerza.
Sangraba y gritaba de pura desesperación. Lamentablemente, la batalla no parecía tener fin.
La armadura blanca del guardia volvió a aparecer en su campo visual. Se acercó con paso lento hasta él, o quizás rápido, ya no lo podía diferenciar, y estrelló el puño contra su pecho, dejándole sin aire. Kriegger volvió a girar sobre sí mismo, chocó contra varias rocas, y quedó tendido justo en lo alto de un pequeño terraplén. Aunque seguía muy desorientado, poco a poco iba comprendiendo que no podía caer. El barranco se extendía a lo largo de metros y metros, y a no ser que la buena suerte le aguardase con un colchón de plumas al final del trayecto, si resbalaba, moriría. Sin embargo, no le quedaban muchas otras opciones. El guardia iba a por él, y el tiempo se le acababa.
En un arranque de lucidez propio únicamente de los mejores, Kriegger cerró la mano sana alrededor de una gruesa raíz de aspecto sano y seguro. Giró sobre sí mismo y se dejó caer. El guardia tenía la orden de traerlo de vuelta, y así haría aunque le costase la vida. Su miserable y corta vida.
En un intento desesperado por cogerle, el guardia se precipitó tras él. Extendió los brazos para alcanzarle, pero antes de poder incluso rozarle, sus pies se hundieron en la nieve, haciéndole perder pie. Se le doblaron las rodillas y, como si de un peso muerto se tratase, cayó por el barranco. Kriegger, en cambio, permaneció sujeto, perplejo ante aquel arrebato de buena suerte.
Se tomó unos segundos para recuperar el aliento. El cuerpo le dolía horrores, y más en concreto el brazo partido, pero no había tiempo para ello. El praetor se arrastró por la nieve, clavando la mano sana en el hielo y, una vez en lo alto de la colina por la que había caído, se incorporó. Recogió con las piernas aún temblorosas una de sus pistolas del suelo y se alzó.
En ese mismo instante un disparo le rozó la oreja. Lucius volvió la vista atrás, sorprendido por la insistencia del guardia en no morir. Ni tan siquiera la caída había logrado minar su determinación. Era un tipo fuerte, de eso no cabía duda. Seguramente de los mejores. No obstante, eso no significaba nada.
Kriegger alzó el arma, apuntó y disparó.
—Es una herida muy grave —le trasmitió Elledan mentalmente por primera vez. El timbre de voz era algo más grave que el real, pero era reconocible—. Tiene el brazo literalmente partido, praetor. Necesita asistencia médica de verdad, y no hablo en broma. De lo contrario podría llegar a gangrenarse.
—Ponme un cabestrillo y cierra la boca —respondió Kriegger en un susurro, con el dolor reflejado en el rostro—. No tenemos tiempo para esto.
Mientras que las dos mujeres asistían a Verner con el botiquín que habían encontrado en la parte trasera del furgón enemigo, Elledan había llevado a Kriegger a parte, tal y como él había pedido. Según su propia diagnosis, la herida del brazo era muy grave, pero Kriegger se resistía a hacerla pública tan pronto. Lo que necesitaban ahora eran líderes fuertes que pudiesen guiarles, y con tener a Verner gravemente herido era más que suficiente.
Kriegger no podía permitirse flaquear.
—Pero jefe...
—Nada de peros. Hazlo y cállate.
Decidieron robar las armaduras a los guardias y seguir el viaje con ellas puestas. A excepción de Verner, que era bastante más alto y corpulento que el resto, a todos les iban muy grandes, pues los hombres de Arianne Razor eran grandes moles llenas de músculos. Sin embargo, al tener integrado sensores de auto climatización activos en el blindaje, nadie se quejó. Más que nunca, todos estaban encantados con sus nuevas galas.
A pesar de sus recomendaciones, Elledan ayudó a Kriegger a vestirse. Le ocultó el cabestrillo bajo la manga y le dejó a solas para que pudiese descansar, consciente de que necesitaba un poco de soledad. Más tarde volvería, pero no hasta que Verner hubiese mejorado al menos un poco. Él, a diferencia de Kriegger, sí que dejaba que le ayudasen.
Molesto con la situación, pero sobretodo consigo mismo, Kriegger aprovechó los minutos brindados por el telépata para ir a la parte delantera del vehículo. Allí abrió la puerta de un tirón y se acomodó en el asiento de piloto. No era una cabina especialmente amplia ni cómoda, pero al menos disponía de combustible para mil kilómetros más.
Aunque poco a poco, la suerte empezaba a sonreírles.
—Nos llevaremos los dos vehículos —anunció tras reunir a todos en la parte trasera del furgón, no muy lejos de la camilla donde Verner yacía dormido—. Tarde o temprano llegarán refuerzos y no nos interesa que sepan qué ha pasado aquí.
—¿Y qué pasa con los cuerpos? —Quiso saber Elledan. Ahora que no podían contar con Verner, Valdis sabía que era el único capacitado para hacer todo aquello que Kriegger no pudiese—. Deberíamos ocultarlos, ¿no?
—Exacto. Buena idea, Elledan. Encárgate de esconderlos. La tormenta no tardará demasiado en enterrarlos, así que tampoco te esfuerces demasiado. —Kriegger hizo una breve pausa—. Nos vamos a dividir. Gala y Sena, vosotras iréis en el raxor rojo, y Elledan y Verner vendrán conmigo. Intentad no mataros.
Era una decisión sorprendente teniendo en cuenta la rivalidad entre las mujeres, pero la aceptaron. En momentos como aquél, no había lugar a la discusión.
—No prometo nada —murmuró Sena con los brazos firmemente cruzados sobre el pecho. El golpe en la cabeza le había abierto una brecha en la sien, pero un vendaje bien prieto efectuado por su hermano había logrado cortar la hemorragia.
—Tempestad tiene mapas de la zona, así que no pararemos hasta encontrar un área de repostaje o una ciudad en la que poder ocultarnos. Verner necesita cuidados constantes, por lo que Elledan y yo nos ocuparemos de él. Sena, encárgate de que todo esté controlado.
—No hay problema, yo conduci...
—De eso nada —interrumpió Gala—. ¡Es...!
Pero ni tan siquiera se atrevió a acabar la frase. Sena le dedicó tal mirada amenazante que la muchacha selló los labios, aceptando al fin su papel en toda aquella trama.
Kriegger sonrió todo lo que las heridas le permitieron, satisfecho.
—A partir de ahora, yo iré delante. Seguidnos, y si en algún momento la situación se complica, no dudéis en escapar cueste lo que cueste. Con el equipo de Tempestad no pasaréis frío, así que apagad la refrigeración; necesitamos que el combustible del raxor dure el máximo tiempo posible. —Kriegger volvió la vista significativamente hacia el vehículo rojo—. Gala, te dejaremos en el primer lugar seguro que encontremos. Esto no es cosa tuya, así que hasta entonces te pido que obedezcas a Sena.
Gala frunció el ceño. Ninguna de las dos había participado en el combate, pero el haberlo escuchado había sido más que suficiente para que la rebelde comprendiera que no estaban jugando.
—Si sucediese algo o tuvieseis algún problema contacta con tu hermano, Sena. Él me lo hará saber. En caso contrario nosotros haremos lo mismo.
—Me parece bien.
—Ayudad a Elledan con los cadáveres. Yo aprovecharé para mirar hacia donde nos dirigimos: tenéis tres minutos.
La ciudad más cercana se encontraba a casi dos mil kilómetros hacia el sur. Una distancia más que considerable a recorrer, pero que, afortunadamente, contaba con tres áreas de repostaje intermediarias en las que no tendrían más remedio que detenerse.
La primera de ella se encontraba a doscientos kilómetros de allí, en el corazón de un extenso pantano por el que únicamente las caravanas comerciales procedentes del norte pasaban. La segunda estaba a casi seiscientos kilómetros, pero algo alejada de la carretera principal. Aquella era muy pequeña y apenas disponía de clientes, pero estaba demasiado cerca de una de las sedes del ejército de Démeter como para arriesgarse.
Kriegger descartó la idea.
Por último, la tercera estaba a novecientos kilómetros al sur, sin salirse de una de las carreteras secundarias. El camino hasta allí era complicado, pues atravesaba varios senderos de montaña, pero parecía bastante seguro siempre y cuando los navegadores de abordo no fallasen.
Las tres opciones comportaban peligro; Lucius era consciente de ello. Las tropas de Tempestad bien podían haberlas ocupado todas. No obstante, era imperativo hacer un alto. Necesitaban combustible. Así pues, tras mucho discurrir, Kriegger decidió viajar hasta la primera y comprar varios bidones. Más adelante, si fuera necesario, se detendrían en la tercera, pero teniendo en cuenta que lo más probable era que les estuviesen persiguiendo, dudaba que hubiese esa posibilidad.
Pero áreas de repostaje y combustible a parte, su objetivo real era la lejana ciudad de Userngard.
Según la información de la red de Tempestad, Userngard era una ciudad de casi dos millones de habitantes situada en la costa. Siglos atrás, la zona sur había dispuesto de un gran aeropuerto con cabida para naves espaciales, pero tras las últimas guerras civiles sufridas había quedado totalmente arrasado, al igual que los accesos a las estaciones ferroviarias, el puerto y los astilleros. De hecho, tal había sido el destrozo causado por la guerra que muchos la conocían como la Ciudad Fantasma.
Sentado en la butaca de copiloto y atento de que el vehículo de las chicas no desapareciera de su retrovisor, Kriegger repasaba los informes de la ciudad. A su lado, Elledan conducía en completo silencio sin apartar la vista de la carretera. El joven no tenía tanta facilidad como Gala para moverse por el hielo, pero conducía a la suficiente velocidad como para que, tras unas cuantas horas de continuo viaje, alcanzaran la primera área de repostaje. A partir de ese punto dejarían las carreteras y se internaron en sendas abandonadas para evitar ser localizados antes de tiempo.
Según decían los informes, la historia de Userngard se remontaba ocho siglos, cuando los colonos habían llegado a la planicie congelada donde actualmente se encontraban. Al parecer, en aquel entonces las costas estaban tan llenas de pescado y de focas con los que poder comerciar que los colonos decidieron instalarse.
Cuarenta años después, el pequeño campamento se había acabado convirtiendo en una de las ciudades más importantes del planeta.
En aquella época la capital planetaria se encontraba en el norte, y era conocida como Minestrom. Era un buen lugar para vivir, pero con un gobierno demasiado asustadizo que, al ver el crecimiento y la amenaza en la que se había convertido Userngard, optó por sabotear la ciudad rival, temeroso de perder su privilegiada posición global. Desafortunadamente para ellos, rápidamente fueron descubiertos y culpados de alta traición.
Cinco años después, la guerra iniciada en aquel entonces había acabado con ambas ciudades, convirtiendo a Margyss, la tercera potencia, en la nueva capital. Userngard cayó en el olvido y Minestrom, empleando sus últimas fuerzas, se independizó del resto del planeta, convirtiéndose así en la primera ciudad autosuficiente de todo el sistema.
Pero no la última, claro.
—Imagino que es por esto que nos mandaron aquí —murmuró Kriegger por lo bajo tras leer el memorándum—. Minestrom hace demasiado tiempo que dejó el camino de Lightling.
—¿Cómo dice? —preguntó Elledan a su lado. Gabía estado tan absorto en la conducción que ni tan siquiera sabía de qué le hablaba—. ¿Qué sucede?
—Nada importante. He estado leyendo sobre la ciudad a la que nos dirigimos, Userngard. Lleva muchísimos años destruida, pero hay registros de la existencia de al menos un núcleo de población que asciende hasta quinientas personas.
—¿Cree que tendremos problemas con ellos?
—Si entramos con estas ropas, no. Pagan sus impuestos, así que debemos suponer que sirven a Lightling. Si mal no recuerdo, Userngard era una de las últimas localizaciones asignadas al grupo de Adler. Quién sabe, puede que tengamos suerte.
—¿Usted cree?
—Lo dudo mucho. —Kriegger esbozó una sonrisa triste—. Pero poco nos queda a parte de esperanza.
Elledan aminoró un poco la marcha cuando alcanzaron una curva especialmente cerrada. El telépata presionó el pedal del freno y, empujando con todas sus fuerzas los mandos, hizo girar el raxor hasta una pequeña pendiente. Una vez atravesada, entraron en una amplia y larga estepa donde los lagos de hielo se mezclaban con frondosas acumulaciones de nieve coronadas por arbustos azulados.
Aquel paisaje le trajo recuerdos de los desiertos de Marko VII. En aquel entonces, las temperaturas también habían sido extremas, pero el equipo les había permitido trabajar cómodamente.
—¿Cómo sabías lo de Gala? —preguntó Kriegger un rato después—. Sabías perfectamente dónde dormía y por dónde podríamos escapar... —Seguidamente esbozó una leve sonrisita llena de picardía—. ¿Hay algo que deba saber?
—Oh, nada, nada. —Las mejillas de Elledan se encendieron—. La noche anterior, mientras usted dormía en la celda con mi hermana, estuve negociando con ella. Según me dijo, hacía tiempo que estaba pensando en comprarse ese raxor. Al parecer era del hijo del gobernador local.
—¿Y bien?
Elledan no pudo evitar sonrojarse aún más.
—Me enseñó varias instantáneas —prosiguió—. La verdad es que tiene bastante mal gusto, no le voy a mentir. El raxor era horroroso, pero al ser de segunda mano estaba a un precio bastante razonable.
—¿Y te llevó a verlo?
—Exacto. Gala llevaba unas semanas negociando con el dueño, y ahora que le había convencido para que se lo trajese, solo le faltaba el dinero para pagar. Un dinero que sus primos le habían prometido.
Un dinero que pagarían gracias al falso rescate de Verner... muy propio de delincuentes juveniles. En el fondo, aquellos muchachos habían tenido suerte de que hubiese sido Kriegger quien había descubierto el engaño; de haberse tratado de agentes de los Tempestad, a aquellas alturas estarían muertos. Lo único que ahora lamentaba era no saber si alguien acudiría a rescatar a los Vargas.
—Esa chica no tiene suerte, de eso no cabe duda.
—Desde luego. Puedo oír sus pensamientos cada vez que la miro, y le aseguro que está muy asustada. Cree que su padre está muerto. En sus primos no piensa demasiado, pero le preocupa que acaben muriendo de hambre encerrados en la torre.
—Tarde o temprano las cosas se calmarán y podrá volver. Lo que vaya a encontrar ya es otro tema, aunque confío que no habrán sorpresas. Mi concepto de Tempestad dista mucho de un grupo de bárbaros aniquilando a todo aquel que encuentra en su camino, así que quien sabe: puede que tenga suerte.
—Tempestad... —Elledan dejó escapar un suspiro—. Me pregunto si realmente somos tan valiosos como para llegar a este extremo... ¿usted qué cree, praetor?
—Buena pregunta. Sinceramente, no lo sé.
Dos horas después, Kriegger estaba durmiendo plácidamente gracias al efecto de los analgésicos cuando la voz de Verner le despertó. El praetor había despertado tras un largo sueño de seis horas, y aunque seguía ofreciendo el mismo mal aspecto que antes, podía hablar con relativa normalidad.
Satisfecho por su despertar, Kriegger pasó al otro lado del furgón, prometiendo a Elledan que no tardaría demasiado. Una vez allí se acomodó en uno de los asientos plegables situados al lado de la camilla. Verner únicamente vestía con la pechera y los pantalones del uniforme de Tempestad, pero era más que suficiente para haber logrado mantenerse en calor a pesar de las bajas temperaturas.
—¿Mejor?
Kriegger prefirió no mirar al suelo donde las chicas habían dejado varias vendas ensangrentadas. Habían hecho bastante buen trabajo, sobretodo porque tanto Elledan como Sena habían recibido adiestramiento para aquel tipo de intervenciones, pero no era suficiente. Verner necesitaba ir a un hospital, y lo que era peor, él también.
—¿Hacia dónde vamos, Kriegger? —preguntó Verner, con los ojos hundidos en unas oscuras ojeras que apenas dejaban ver dos finas rendijas blancas.
—Estamos camino a la ciudad de Userngard.
—A las ruinas de Userngard querrá decir —corrigió con cierta insolencia—. ¿Estamos muy lejos?
—Calculo que llegaremos mañana.
—¿Y seguiremos con el plan establecido? ¿O ha reconsiderado el seguir viajando con nosotros?
Aquella era una muy buena pregunta. Acceder a Margyss ahora se convertía en todo un suicidio teniendo en cuenta que los accesos a las vías ferroviarias de Userngard habían sido destruidos siglos atrás. No obstante, no se cerraba puertas.
—Por la cara que pone imagino que no es lo que esperaba. Le comprendo Lucius, yo también estoy preocupado por los míos. Sé que algunos habrán logrado ocultarse a tiempo, pues sus localizaciones eran muy lejanas, pero sospecho que el resto ha caído víctimas del engaño de Tempestad. Lamentablemente, poco podemos hacer por el momento.
A pesar de saber que era cierto lo que decía, se resistía a aceptarlo. Incluso en el peor de los escenarios, Lucius confiaba en que los suyos hallarían algún modo de sobrevivir.
—En cuanto encuentre otro lugar desde el cual viajar, iré a Margyss.
—Si esa es su decisión, la respeto.
Verner hizo un breve ademán con la cabeza hacia la pared contigua. Allí, clavado sobre un panel de madera, había un mapa del planeta repleto de puntos rojos.
—Mírelo, sabían perfectamente dónde encontrarnos. ¿No le da que pensar?
Kriegger abrió ampliamente los ojos, con sorpresa.
—Ni tan siquiera yo sabía que coordenadas había elegido cada praetor —confesó—. ¿Usted lo sabía?
—Tan solo dos personas lo sabíamos, Kriegger. Una de ellas era yo, puesto que le pedí personalmente los datos al Capitán para poder enviar el recuento de material al káiser.
—¿Y la otra?
—La otra es Berith Kirsch, Kriegger. —Verner hizo un alto para incorporarse—. Antes de descender, nuestra querida praetor me pidió que le diera las localizaciones exactas para poder estar en contacto. Según sus propias palabras, temía que la red de satélites del planeta fallara y quedara incomunicada.
—Eso me suena.
Verner esbozó una media sonrisa cargada de melancolía. Esperaba escuchar aquella respuesta.
—¿Stintos II?
—Cuando logramos que nos recogieran, Berith aseguró que las comunicaciones habían fallado.
—Y por eso les dejaron un mes entero abandonados en ese infierno, ¿eh? —Verner sacudió la cabeza—. Berith fue la encargada de decidir cómo actuaríamos en Démeter, ¿lo recuerda?
Kriegger no tuvo que esforzarse en exceso para recordar la peculiar reunión con Berith en su despacho. Aquella llamada le había sorprendido bastante, aunque no tanto como lo que Verner trataba de insinuar. Si había alguien a bordo de la Valkirie al que él tuviese gran aprecio y respeto a pesar de la falta de trato esa era Kirsch. No obstante, todo era posible. Después de las decepcionantes experiencias vividas hasta entonces con el género opuesto, no ponía la mano en el fuego por ninguna fémina.
Sin embargo, necesitaba poder creer en alguien.
—Es una acusación muy grave, Verner.
—¿Debo recordarle en qué situación nos encontramos? Debemos saber en quien confiar y en quien no, y aunque no sé cuál es su posición en todo esto, créame cuando le digo que yo no confío en ella.
Kriegger frunció el ceño con desanimo. Comprendía las dudas de Verner respecto a la crítica situación en la que se encontraban, pero le costaba mucho compartirla. Una cosa era desconfiar de Tempestad, pero otra muy distinta desconfiar de sus propios compañeros. Si no podía creer en Berith, ¿quién podía asegurarle que él mismo no era un espía?
—¿Qué cree que ha pasado con ella y con Imya?
—Dudo que hayan logrado vencer a Erich. De todos nosotros, él es el más complicado a abatir en un combate cuerpo a cuerpo. Pero ella... Berith es otro mundo, Kriegger. —Verner se levantó y cojeó hasta el mapa—. Propongo que tras visitar Userngard nos dirijamos a los Caños. Según mis informes, es una zona algo más cálida llena de géiseres activos donde tiene que haber al menos uno de mis equipos. Su acceso es algo complejo, así que dudo mucho que Tempestad haya perdido el tiempo en ello.
—Me parece bien. A continuación descenderemos hasta llegar hasta la ciudad de Urzuan. Con un poco de suerte, allí estarán aún en funcionamiento las líneas ferroviarias.
La leve recuperación de Verner permitió que, tras permanecer catorce horas al volante, Lucius sustituyera a Elledan, y, a su vez, Adelbert a Kriegger. Los dos praetores se acomodaron en la estrecha cabina y, siempre sin perder de vista el vehículo trasero donde ahora una silenciosa y cansada Gala conducía bajo la atenta e inquisitiva mirada de Sena, prosiguieron con el viaje bajo la perpetua noche de Démeter.
Conducir únicamente con una mano resultaba francamente complicado. Cada vez que Kriegger necesitaba cambiar de marcha Verner tenía que hacerlo por él, y no solo eso. Había ocasiones en las que los mandos estaban tan fríos y duros que necesitaba su ayuda para girarlos. Afortunadamente, lejos de echárselo en cara, Verner parecía disfrutar de aquellos momentos. Hasta entonces jamás había tenido una relación tan estrecha con Kriegger, y le gustaba la complicidad que empezaba a haber entre ellos.
—En cierto modo me recuerda a mi hermano, Kriegger —comentó tras cuatro horas de viaje.
Hacía rato que habían dejado atrás unos peligrosos senderos abiertos entre la montaña para alcanzar una pradera donde la naturaleza una vez existente había quedado congelada para siempre.
—¿Ah sí? —le gustaba aquel comentario. Verner le había hablado muy poco sobre su hermano, pero lo poco que sabía era más que suficiente para saber que había sido una de aquellas personas a las que él admiraría.
—Era un cabrón sin suerte. Muy bueno en lo suyo, de hecho uno de los mejores, pero demasiado exigente. No vio al lobo hasta acabar en su estómago.
—En el fondo es lo que nos enseñan a ser en Spectrum, Verner. La información es poder.
—Ben siempre decía eso —admitió con cierta sorpresa—. Precisamente por ello siempre me lo tomé tan al pie de la letra.
—Es una especie de tradición en la Valkirie. El praetor al que yo sucedí, Kurt Blane, solía bromear con nosotros sobre la información que Lightling conseguía a través de los sistemas de reinserción social. En vez de eliminarla, él aseguraba que se la guardaba en una gran biblioteca para, durante sus tiempos libres, curiosear. —Kriegger sonrió—. De haber salido a la luz muchos de sus comentarios y teorías, Kurt habría sido condenado por rebeldía. Era leal a la Suprema, sí, pero eso no le impedía ponerla verde cada vez que algo salía mal.
—Es una teoría curiosa —admitió Verner—. Y para serle sincero, no es del todo absurda. Según tengo entendido, el sistema de reinserción elimina los recuerdos para instalar unos nuevos en los que aparecen todas las directrices dictadas por Lightling. Esa es la teoría. Bien. Ahora imaginemos por un momento que, en vez de eliminar, son únicamente sustituidos. Los recuerdos extraídos podrían ser eliminados o archivados, cosa que, visto lo visto, explicaría muchas cosas. Piénselo, Kriegger. Si todo nuestro problema surge de lo sucedido hace veinticinco años, la reinserción habría sido más que suficiente para eliminar los recuerdos de lo acontecido. Pero en el caso de que no fuesen eliminados, cabría la posibilidad de recuperarlos, cosa que le convertiría en un auténtico peligro.
—Todo sería bastante más fácil si supiésemos el motivo por el cual quieren eliminarnos.
—Se podría llegar a descubrir si tuviésemos acceso a los informes de Berith. Con confirmar si le llegaron las llamadas de socorro de Stintos II bastaría. Piénselo Kriegger: si pudiésemos acceder a su base de datos y contrastar la información todo sería más fácil.
—Pero eso no nos confirmaría la teoría de que los recuerdos son almacenados.
—No, pero sería un buen principio, ¿no cree? Me pide que encuentre la manera de devolver la memoria del chico... ¿pero cómo voy a hacerlo si ni tan siquiera usted cree que se pueda hacer? —Verner negó ligeramente con la cabeza—. El Doctor Constance podría habernos ayudado bastante en esto; estúpido de mí, debí preguntar antes.
—¿Constance? —Kriegger apartó la mirada de la carretera momentáneamente para centrar la atención en Verner—. ¿Por qué iba a saber él algo sobre esto?
—Es un experto en la materia, Kriegger. Oh, vamos, ¿ni tan siquiera sabe de quién se rodea? Creía que había estado tan encima de él precisamente porque sabía quién era.
El choque contra una placa de hielo logró que Kriegger volviese la vista al frente.
Desde el principio, Constance le había preocupado, pero tal y como Verner había dicho, ni tan siquiera se había molestado en descubrir quién era. De haberlo sabido, las cosas habrían sido muy distintas. ¿Pero cómo hacerlo tras el gran descubrimiento que eran los hermanos Valdis?
El káiser había enviado a Constance con la excusa de los preparativos para la llegada de Tempestad, pero ahora que Kriegger sabía que había algo más, temía que el auténtico motivo fuese la evolución de los Valdis. ¿Estaría Lightling lo suficientemente preocupada por lo que aquellos muchachos pudiesen saber o descubrir como para enviar al Doctor? ¿O simplemente había ido para vigilarles? De haber sido así, lo más normal era que hubiesen enviado a un bellum...
—Constance estaba con Ravenblut.
—Si pertenece al enemigo, no lo habrán matado. O quizás sí, nunca se sabe. Sea como sea, por el momento es mejor que no le demos más vueltas. Lo mejor que podemos hacer es interrogar a algún hombre de Berith si tenemos la oportunidad.
Antes de asentir, Kriegger volvió la vista atrás. Oculto bajo las piezas de la armadura blanca con la que se había vestido, Elledan dormía plácidamente en la camilla. Tan plácidamente que más que estar siendo perseguido, el joven parecía disfrutar de un sueño profundo y seguro en su casa.
Elledan...
A Kriegger le costaba creer que alguien tan bondadoso como él pudiese ser capaz de ocasionar un incidente tan grave. Era un hombre agresivo, sí, con un gran potencial militar y una mente potencialmente peligrosa, ¿pero acaso no lo eran todos los miembros de Spectrum?
Fuese cual fuese la respuesta, lo único que Kriegger tenía claro era que aquellos chicos, además de ser su condena, eran también su salvación.
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