
Capítulo 13
XIII
La ciudad capital de los Caños, Albia, era un monumento a la austeridad y al patriotismo extremo.
Situada en lo alto de una gran cordillera, Albia se ocultaba tras unas gruesas y altas murallas de piedra grisácea. A simple vista parecía una ciudad cualquiera de edificios achaparrados y calles estrechas, pero lo cierto era que en el interior de aquella fortaleza de piedra se encontraba un auténtico museo en honor al Dios Serpiente de los antiguos colonos.
Atravesar los muros no fue una tarea demasiado complicada. Mientras Morten y Lucius acudían al encuentro del guardia de la entrada para negociar el acceso a la ciudad, Elledan aprovechó para echar un rápido vistazo más allá de las murallas. Tal y como decían las leyendas del lugar, la noche perpetua de Démeter había convertido a aquella ciudad en un triste escenario de piedra donde tan solo el susurro del viento parecía tener cabida. Los edificios estaban muy juntos, separados únicamente por estrechas calles de poco más de dos metros de amplitud, y sus fachadas eran tan severas e insulsas que incluso parecían estar abandonadas.
Temerosos de que se pudiese iniciar algún tipo de disputa no deseada, Kriegger y Ravenblut aceptaron gustosamente la invitación de parlamento por parte del guardia. Hasta entonces no habían tenido demasiados problemas para irse moviendo de un lado a otro por lo que aquel repentino inconveniente les enervó más de lo esperado. Se acercaron cautelosos al puesto de vigilancia, y una vez bajo el toldo de este, aguardaron a que el centinela contactase a través de la radio interna con su superior.
Unos minutos después, procedente del laberinto de calles que se abría más allá de las murallas, surgió una figura de estatura media y ancha de espaldas. Cubría su rostro con un casco de color amarillo caqui y su fornido cuerpo con un uniforme del mismo color totalmente desconocido para ellos.
No obstante, la acusada cojera le delataba.
El hombre avanzó trabajosamente hasta el puesto de control antes de detenerse ante ellos. Intercambió un par de palabras con su subalterno, y tras un breve debatir, se quitó el casco, dejando a la vista un rostro de rasgos cuadrados enmarcado por una gruesa mata de pelo negro.
—Bienvenidos a casa, muchachos —dijo cordialmente—. Os esperaba.
Kenneth Birgman, el captain de Erich Imya, y el resto de sus hombres, casi sesenta supervivientes, habían logrado llegar hasta la ciudad de Albia días atrás. Todos ellos se habían visto envueltos en varios combates antes de su llegada, pero el potencial militar que acusaban había impedido que pudiesen llegar a ser derrotados. Todos y cada uno de ellos habían librado sus propias batallas en solitario o por grupos, y siguiendo las órdenes mudas de su superior marcadas a través de las horas de transmisión vía radio, se habían retirado hacia Albia. A partir de entonces, ya de nuevo unidos y seguros tras las gruesas murallas de la ciudad, se atrincheraron.
Kenneth no descartaba que siguiesen llegando más de los suyos. De los ciento veinticinco miembros de su compañía sabía que al menos diez de ellos habían sido apresados y llevados a la capital, pero la situación del resto era un auténtico misterio. Algunos habrían caído seguramente, posibilidad que Kenneth no contemplaba, pero otros tantos aún estarían en camino, ansiosos por alcanzar al fin un lugar donde resguardarse y curar las heridas.
Así pues, expectante ante su inminente llegada, Kenneth había decidido apostar a uno de sus guardias en cada una de las entradas, relegando a la guardia propia de la ciudad a un segundo plano. Como era de suponer, aquella usurpación del poder no había sentado excesivamente bien a los auténticos dueños de la ciudad. Por suerte una breve demostración de su potencial militar y mal talante había bastado para dejar clara la nueva situación.
El bastión elegido como base del nuevo gobierno militar de Kenneth era un antiguo edificio de tan solo una planta donde hasta hacía relativamente poco se había encontrado la comisaría de policía local. No era un lugar especialmente grande ni bien protegido, pero al menos poseía la suficiente cantidad de material como para que, tres días después de su llegada, las cámaras de seguridad controlasen absolutamente toda la muralla.
Kenneth mostró las instalaciones con orgullo. Desde los inicios de su convivencia en la Valkirie, Kriegger había sabido que Kenneth echaba de menos tener un cuartel general como el que había tenido en su planeta natal por lo que, por primera vez en mucho tiempo, se sentía como en casa, y así le hizo sentir.
Tras visitar absolutamente todos los rincones de la base, Birgman llevó a sus invitados al edificio contiguo donde tanto sus hombres como el resto de refugiados habían sido instalados. Desde fuera el edificio se asemejaba bastante al resto, pues sus fachadas eran igual de grises y austeras que los que le rodeaban, pero por dentro era un lugar bastante cálido y agradable. Tiempo atrás aquel lugar había sido un convento, pero tras las últimas reconversiones había acabado siendo un magnífico centro de recreo donde sus visitantes tenían la posibilidad de descansar en cómodas celda perfectamente aclimatadas, comer suculentos platos en el restaurante, y disfrutar de fuentes termales en su zona de recreo.
Repartidos por las distintas salas, Kriegger fue saludando uno a uno a todos los hombres de Birgman. La mayoría de ellos se mostraban sorprendidos ante su aparición, pero no había uno que rechazase su saludo. Al contrario. A diferencia de lo que cabría pensar, los hombres de Kenneth no consideraban a Kriegger culpable de lo sucedido, sino que le veían como una víctima más. Una víctima que no había tenido opciones de defenderse, y que gracias a un gran esfuerzo había logrado sobrevivir a lo que, sin duda, tendría que haber sido su final.
Lucius intercambió unas cuantas palabras con los más cercanos, bromeó con los que mejor humor demostraban, y, tras realizar una rápida visita a la galería donde el Doctor Constance había reunido a los heridos y enfermos, se retiró a una sala de reuniones improvisada con vistas a las termas donde Verner les esperaba.
Los praetores se estrecharon la mano como saludo mientras Kenneth y un par de sus hombres traían una mesa plegable y unas sillas donde poder conversar. Trajeron también papel y pluma, un par de mapas de la zona, y una cafetera con unos vasos y pastas dulces.
Una vez solos, Birgman cerró la puerta y se acomodó a la cabeza de la mesa, justo encima de una de las termas de mayor tamaño. Al ser el suelo de cristal, Kriegger pudo ver que entre los afortunados que disfrutaban de un relajante baño de agua salada se encontraban Daga y Gala. El resto, más de cinco hombres con el pecho al descubierto y ganas de divertirse, pertenecían a los hombres de Kenneth.
Lucius tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para concentrarse en la reunión. Después de tantos días de tensión lo que más le apetecía en aquel entonces era darse un baño y descansar. Lamentablemente, incluso allí el deber seguía estando por delante del querer.
—El enemigo tiene dominado prácticamente todo el planeta —anunció Kenneth mientras llenaba las tazas de café—. Las comunicaciones vía radio han caído por lo que únicamente puedo informarme gracias a lo que transmiten los noticiarios. Según dicen, han tomado la mayor parte de las ciudades, y no solo eso. Han rastreado punto por punto todas las coordenadas marcadas por el Káiser, y uno a uno han ido cazando a los nuestros… tienen a más de cien.
—¡Cien! —exclamó Kriegger con perplejidad—. Es increíble. Son muchísimos.
—Sin contar a todos los que han ejecutado, claro —prosiguió Kenneth. Llenadas ya todas las tazas, las repartió por la mesa—. Pero hay algunos que han logrado escapar, de eso tengo constancia.
—Cien hombres es demasiado —insistió Kriegger.
—Bueno, cien de quinientos es un número elevado, sí, pero inferior del que temía —admitió Kenneth con franqueza—. Pero eso no implica que no hayan matado al resto. Confío en que siguen con vida, pero no puedo asegurar nada.
—¿Quinientos? —Verner y Kriegger intercambiaron una rápida mirada entre sí—. No somos quinientos, Birgman. ¿Acaso no has visto los noticieros? Berith…
—Sí, sí. —Kenneth le dio un largo trago a la taza—. Berith no está ya de nuestro lado, pero sus hombres sí. Los ha dejado con el culo al aire.
Fue una respuesta francamente sorprendente a la que ninguno de los presentes supo cómo responder. Si había algo importante en la vida de los praetores eran sus hombres, y que Berith hubiese sido capaz de traicionarles de tal modo resultaba muy desconcertante.
—¿En serio? —tartamudeó Verner boquiabierto—. No me lo puedo creer.
—A mí también me sorprendió la noticia —admitió Birgman con desazón—. No voy a mentirles; Berith siempre me pareció una arpía, pero jamás imaginé que pudiese llegar a hacer algo así. Pero sea como sea, ahora lo que realmente importa es que esos chavales están abandonados, y me temo que si queda alguno con vida, cosa que dudo, les queda muy, muy poco tiempo.
—¿Y que sabemos de ellos? —Quiso saber Kriegger con repentina vehemencia—. ¡Me niego a pensar que no podamos hacer nada por ayudarles!
—Desde que todo empezó estoy transmitiendo por onda vacía tal y como se suele hacer en casos de extrema urgencia. El problema es que desconozco si los hombres de Berith han sido adiestrados para reconocerlo. No es una medida que se emplee cuando comes con embajadores y demás imbéciles.
Kenneth estaba en lo cierto. Los hombres de Berith no estaban acostumbrados a aquel tipo de situaciones límite. En el caso de que alguno hubiese logrado sobrevivir, cosa que Kriegger dudaba mucho teniendo en cuenta que había sido su propia superior quienes les habían traicionado, lo más probable era que estuviesen demasiado asustados como para intentar contactar con el resto.
—¿Qué podemos hacer entonces? —insistió Kriegger—. ¿Dejarles morir?
—Me temo que no tenemos muchas otras opciones —confesó Kenneth con frialdad—. No podemos hacer otra cosa por el momento. No voy a dejar de transmitir, eso téngalo por seguro, pero me temo que no podemos ir ciudad por ciudad tratando de salvarles cuando ni tan siquiera sabemos si aún siguen con vida.
—Es comprensible. —A pesar de la conmoción inicial, Verner parecía comprender a la perfección a su camarada—. Aunque francamente, nos sería de gran utilidad conseguir el testimonio de alguno de ellos para saber qué está pasando.
—Si les han dejado fuera del plan es porque no saben nada —reflexionó Kriegger—. No son más que peones.
—En eso estamos de acuerdo —aceptó Verner—. Pero esos peones tienen accesos a ciertos datos que sí podrían ser muy reveladores… por cierto, ¿sabe algo sobre la Valkirie, Birgman?
Lucius se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de que hacía mucho tiempo que no pensaba en su nave. A aquellas alturas imaginaba que Tempestad ya la habría tomado a la fuerza, pero habiendo al menos siete de los suyos a bordo, no podía negar que cabía la posibilidad de que aún hubiese un poco de esperanza. Si con un poco de suerte sus compañeros se declaraban afines a la causa de Kriegger y los suyos, la Valkirie podría convertirse en el medio de transporte perfecto para escapar de Démeter.
La respuesta de Birgman no se hizo esperar. El captain llamó a gritos a uno de sus subalternos, y este a su vez trajo consigo un pequeño terminal portátil como el que tiempo atrás Kriegger había tenido en su celda.
Lo depositó en mitad de la mesa.
—Buena pregunta —dijo mientras tecleaba unos cuantos códigos en el teclado de gel—. Hasta hace relativamente poco no habíamos recibido ningún tipo de señal de la nave. Suponíamos que Tempestad la habría tomado, pero empleando los satélites propios del planeta llegamos a la conclusión de que la nave había desaparecido.
—¿Han logrado escapar? —Kriegger no podía ocultar su alegría.
Kenneth no respondió. Siguió tecleando hasta convertir la pantalla azul en un océano de datos, números y runas sin aparente sentido para el resto, y navegó por estos hasta localizar el archivo que buscaba.
—Esto llegó hace escasas cuatro horas.
Los praetores se reunieron alrededor de la pantalla, inquietos. A simple vista se trataba de un video en el que únicamente se podía ver el emblema de la Valkirie.
—¿Pero qué…?
Pasaron casi dos minutos, pero la imagen no varió. Fuese quien fuese que había hecho el video, había dejado la grabadora fija en aquel punto para obviar su rostro.
Alcanzado el minuto cinco, una voz bastante familiar iniciaría un peculiar discurso que ninguno de los tres presentes jamás olvidaría.
—Mis queridos ex jefes de Tempestad, ¿qué hay? Sé que he incumplido sus órdenes al no mantener la nave en el punto asignado, y también sé que quizás se molestarán al descubrir que los hombres que nos enviaron han salido disparados al espacio con la marca de mi bota en el trasero, pero francamente, si antes me importaba poco, ahora menos. Mi lealtad es para mis auténticos jefes, los praetores de abordo, y para Lightling, no para un puñado de descerebrados vestidos con ropas de mujer que se creen con derecho de trastocar nuestros planes. De eso nada, cabrones. En mi nave yo soy la ley. Y diréis… ¿Qué importa? Pues bien, imagino que a vosotros nada, pero estoy convencido de que Lightling no opinará lo mismo. Actualmente mis hombres y yo nos dirigimos hacia el sistema solar con la buena nueva por navidad… imagino que le alegrará enormemente saber que habéis masacrado a centenares de hombres buenos. —Hubo unos segundos de silencio—. Vuestros actos no tienen ni van a tener ningún tipo de perdón. Habéis condenado vuestras almas, y me voy a encargar personalmente que Lightling os envíe de cabeza al infierno. Poco más que decir. Salud.
La cámara siguió grabando cuatro segundos más hasta acabar cortando la emisión.
Kriegger no pudo evitar esbozar una sonrisa al finalizar el mensaje. Le entristecía enormemente saber que una de sus pocas oportunidades de salir de allí acababa de desvanecerse, pero le enorgullecía que el Capitán hubiese tomado aquella decisión. Su posición no había sido fácil, y ponerse de lado de sus camaradas caídas estando rodeado por Tempestad, mucho menos. No cabía duda de que era un hombre admirable.
Kriegger no pudo ocultar su decepción. Nadie le escucharía. Su petición de socorro caería en el olvido, convirtiéndole seguramente a él mismo en un traidor, y, además, todos morirían.
Iba a ser un final bastante poco poético.
—El Capitán siempre fue un buen hombre, muy leal a la causa... —alegó Verner.
—La lealtad está muy bien —le secundó Kriegger—. Pero lo que ahora realmente necesitamos es gente sagaz…
—Antes de que pueda decir algo de lo que se vaya a arrepentir, Kriegger… —interrumpió Birgman—. Debe saber que la Valkirie permanece oculta en la cara oscura del planeta, justo en la parte trasera de una de las lunas. Este mensaje no es más que una gilipollez que se le ocurrió para engañar a Tempestad.
Y lo había logrado, o al menos eso era lo que Kriegger deseaba pensar.
Necesitó hacer un gran esfuerzo para mantener los labios sellados y no empezar a dar gritos de pura alegría.
—¿Y lo logró? —preguntó Verner con ahínco—. ¿Los han engañado?
—Les costó la vida de dos de las lanzaderas y quedarse prácticamente sin suministro energético, pero sí, lo consiguieron. Hace una hora nos llegó un mensaje encriptado en el que añadían un par de coordenadas bastante interesantes. —Birgman ensanchó una sonrisa cansada, pero victoriosa—. Nos están esperando… y lo que es mejor, ha logrado que esa zorra de Arianne y el parente Iranzo abandonen el planeta.
Era demasiado bueno para ser verdad.
—¿Significa entonces que conocen nuestra posición? —insistió Verner—. ¿Saben dónde estamos?
—Lo saben, y en cuanto recoja a mis chicos, nos vendrán a buscar.
Festejaron la gran noticia con abrazos y apretones de manos. Charlaron durante largo rato sobre sus posibilidades y de cómo se organizarían, y tras acabar con la primera cafetera, ordenaron que trajesen otra con un buen chorro de ron. Después de tantos días de tensión, aquella noticia era algo con lo que ni tan siquiera habían podido soñar.
—Al fin un poco de buena suerte. Espero que Imya no se retrase demasiado, porque contamos aún con él, ¿verdad? —preguntó Verner durante los últimos coletazos de la celebración. Hasta entonces ambos habían tenido la pregunta en mente, pero ninguno se había atrevido a formularla—. ¿Se sabe algo?
Antes de responder, Kenneth dejó escapar un suspiro de cansancio. Sabía que tarde o temprano le harían esa pregunta, y aunque se había estado preparando la respuesta, le resultaba francamente complicado decirla abiertamente.
—Sí, algo sé —admitió finalmente—. Está muerto.
Kenneth decidió anunciar la buena nueva aquella misma noche. Todos los supervivientes de la Valkirie se reunieron en uno de los pabellones del edificio, y tras una copiosa cena en la que el vino y el cordero no faltaron, el captain decidió dar la noticia a bombo y platillo desde lo alto de un antiguo altar de piedra. Inmediatamente después la explosión de alegría de los bellator convertiría aquella cena en una de las mejores y más emotivas celebraciones jamás vivida.
Kriegger, demasiado agotado y conmocionado aún por la noticia, únicamente se quedó hasta el anuncio. A partir de entonces, sintiendo el peso de la conciencia clavarse en su espalda como si cargase con el mundo entero, decidió salir a las cálidas calles a relajarse. No cabía duda de que aquel era uno de los mejores días de su vida, pero también uno de los más tristes. Era la gran oportunidad que todos habían esperado; una posibilidad entre un millón de lograr escapar de lo que había sido la peor trampa hasta entonces jamás sufrida, pero también un motivo por el cual plantearse su posición. Lógicamente, como cualquier otro, Kriegger deseaba poder escapar de aquel infierno y empezar desde cero, pero había demasiadas razones de peso como para no poder aceptarlo.
Kenneth había estado en lo cierto cuando dijo que partirían cuando recogiese a sus chicos. El problema era que aquellos hombres no eran los de Kriegger, y el praetor no estaba dispuesto a abandonarles a su suerte.
También era consciente de que lo más probable era que acabasen siendo ejecutados por Tempestad antes de que él pudiese llegar a intervenir, pero a pesar de ello se sentía incapaz de abandonarles. Es más, ni tan siquiera se lo planteaba. Aquellos hombres formaban parte de él, y abandonarles a su suerte era algo que jamás podría llegar a perdonarse.
Pero que él no fuera a partir no significaba que los suyos no pudiesen hacerlo. Y precisamente para que su decisión no les arrastrara, Kriegger decidió apartarse de la celebración. Llegado el momento verían que partirían solos, pero hasta entonces Lucius se encargaría de que no pudiesen llegar a plantearse lo contrario en un arrebato de lealtad.
Aquella noche Kriegger no pudo conciliar el sueño. La música y el alboroto de la celebración se filtraban a través de los pasillos y las salas de tal modo que, incluso encerrado en su celda, lo oía todo.
Poco a poco las horas fueron pasando. La noche fue dejando paso a la madrugada, y alcanzadas las siete de la mañana, los últimos supervivientes de la fiesta se retiraron a sus celdas. El silencio se apoderó del edificio entero, y durante casi tres horas, el mundo a su alrededor quedó totalmente abandonado.
Aprovechando la paz, Kriegger salió de su celda para darse el tan ansiado baño. Horas antes Morten y los suyos habían intentado sacarle de la cama para que se bañara con ellos, pero Kriegger había rechazado la propuesta excusándose en que le dolía el brazo. Ahora, en cambio, la idea le parecía muy atractiva. Cogió una de las toallas de baño que tan amablemente habían decidido dejarles los dueños del negocio, y convertido en una silenciosa sombra, atravesó los pasillos hasta alcanzar las escaleras de mármol que daban a las termas. Descendió uno a uno los peldaños, pisando con cuidado para que la madera y hierro que los unía no crujiese ni chirriase, y alcanzada la zona de las fuentes, se deshizo de toda la ropa.
La sala era mucho más amplia de lo que había creído. Desde lo alto del despacho de reuniones Kriegger había creído ver tan solo tres amplias fuentes de forma circular, pero lo cierto era que había más de cincuenta bañeras en las que poder disfrutar de todo tipo de combinaciones de agua salada y dulce, y caliente y fría. La mayoría de ellas no eran demasiado grandes, pues no tendrían más de tres metros de ancho y uno de profundidad, pero al tener el agua tintada de distintos colores resultaban muy atractivas.
Una a una, Kriegger las fue probando en busca de la más adecuada para él. Algunas tenían colores muy llamativos, pero al meter el pie descubría que la temperatura no se adecuaba en absoluto a lo que él buscaba. Lucius quería tranquilidad, y para ello ni el calor sofocante ni el frío invernal le servían. Quería un punto medio, y tras mucho buscar, lo encontró casi al final de la sala, justo detrás de una amplia columna que había sido la culpable de que tardase casi media hora en localizar la fuente.
Kriegger dejó la toalla a los pies de la fuente y hundió primero un pie. Tal y como suponía, aquellas aguas de color violeta eran perfectas para él. Metió el otro pie, y ayudándose de la pequeña escalera dorada de acceso para acomodarse, se adentró en lo que sería un largo y relajante baño.
Una vez dentro, extendió los brazos y piernas, permitiendo así que el alto nivel de sal hiciese flotar su cuerpo sobre la cálida superficie. Estiró los músculos por completo en un intento por liberarse, y ya algo más relajado, cerró los ojos. Al instante un auténtico torrente de recuerdos, voces y canciones acudieron a su mente con sorprendente realismo.
Se vio a si mismo riendo en la cantina, a Mort bailando con aquella preciosa chica de cabello rojo que tanto le gustaba dos años atrás, y a Fuchs jugando a las cartas con Adler y Varick Vogel. También se vio llevando a Sena por los jardines de la nave, y a Elledan riendo como una hiena en compañía de Mort mientras les espiaban. A la Doctora vendándole una de tantas heridas que a lo largo de los años se había hecho, y a Constance mirándole desde detrás de sus pequeñas lentes redondas. A Daga besándole…
Kriegger se sobresaltó al recordar el sabor de sus labios. Miró a su alrededor con las mejillas encendidas, y una vez convencido de que nadie le había visto, soltó una sonora carcajada ante su propia estupidez. La mente podía llegar a ser muy traicionera cuando se relajaba.
El baño le sentó francamente bien. Tras un largo rato de relax, Lucius salió del agua con el cuerpo totalmente relajado y con el brazo herido bastante más recuperado de lo que esperaba. El Doctor le había informado la noche anterior que le quitaría la escayola aquella misma tarde, pero Kriegger no se había mostrado demasiado receptivo. Bajo su punto de vista era demasiado pronto, pero una vez relajado el músculo, se dio cuenta de que estaba equivocado. El brazo estaba recuperado, y cuando antes le quitasen el yeso, muchísimo mejor.
El edificio aún seguía en completo silencio cuando volvió. Kriegger acudió a su habitación para ducharse y vestirse. Poco después, bastante más despejado aunque con el sueño enrojeciéndole los ojos, bajó al comedor. Deambuló por el salón tratando de dar un tiempo prudencial al personal de cocina para que acudiese a sus puestos, pero al recordar que Birgman los había expulsado a todos, decidió entrar.
Para su sorpresa, alguien se había adelantado.
Vestida totalmente de negro con uno de los uniformes de Daga, Gala parecía otra persona. Su cabello rojo estridente lleno de mechas de colores seguía captando todas las miradas, pero al menos ya no resultaba tan llamativa como antes. De hecho, le sentaba francamente bien.
La joven, que en aquel entonces estaba friendo pan en una sartén llena de aceite, alzó la mano derecha como saludo.
—No te vi anoche en la fiesta, jefe —exclamó como saludo—. Aunque tampoco te busqué demasiado, no te voy a mentir.
—Ya me imagino. De todos modos no me quedé. ¿Qué tal estuvo?
—Ni idea, en cuanto pude me largué. Tanto borracho alegre me da asco.
Gala esbozó una sonrisa amable, pero lo único que logró con ella fue demostrar el evidente nerviosismo que estaba padeciendo. A diferencia del resto de sus hombres, la vida de Gala iba empeorando segundo a segundo.
—¿Desayunamos juntos?
—Pero no revueltos; no quiero darle más motivos a tu amiguita para que me saque los ojos.
Kriegger decidió desayunar un par de tostadas con mermelada, un bollo dulce y un café solo muy cargado. A bordo de la Valkirie los desayunos solían ser un auténtico banquete con carne, frutas y huevos de por medio, pero teniendo en cuenta que aquel restaurante pertenecía a una empresa privada, prefirió no abusar más de lo necesario. Puso todos los platos sobre una bandeja de pláxtec decorada con un par de flores rojas, y ya servidos y preparados, salieron juntos al salón del restaurante.
De las más de doscientas mesas vacías que había, decidieron acomodarse en una de las que estaban situadas junto a la pared. Encendieron un farolillo de tela azul situado en lo alto del muro revestido de madera, y bajo la tenue luz de este, disfrutaron de un agradable desayuno.
—Así que os largáis… eso está bien —comentó Gala tranquilamente mientras repasaba con la mirada las más de cien pictogramas que los dueños habían colgado en las paredes—. Ya pensaba que estabais condenados a morir aquí.
—Hemos tenido suerte; hasta hace unas horas yo también creía que no íbamos a salir. —Kriegger esbozó una leve sonrisa—. Afortunadamente las cosas han cambiado.
—Claro… pero no para todos, ¿eh? Venga ya, Schnider o cómo demonios te llames, está claro que tú no vas a irte con ellos. Tú no eres de esos.
Sorprendido ante la determinación de aquellas palabras, Lucius alzó la vista hacia la muchacha. Aunque en cualquier otro momento seguramente solo habría intentado ponerle a prueba, en aquel entonces era contundente. Ni preguntaba ni le tanteaba; simplemente confirmaba.
—¿Tan predecible soy?
Gala se encogió de hombros.
—Yo creo que más bien eres un tío de palabra. Además, si hubieses decidido ir a estas alturas estarías durmiendo como el resto. ¿Me equivoco?
A pesar de que Kriegger hubiese preferido guardar un poco más su secreto, la mirada vivaracha de Gala evidenciaba que ya era demasiado tarde para ello. Aquella peculiar mujer era bastante más empática de lo que había creído en un inicio. Afortunadamente para él, la poca relación que mantenía con el resto de bellator la convertía en un peligro asequible.
No se lo diría a nadie.
—No se te escapa una —concedió con un leve asentimiento de reconocimiento—. De acuerdo, ese es mi plan… pero mantenlo en secreto, ¿de acuerdo? No quiero problemas con nadie.
—No creo que sean tan ilusos de creer que te vas a ir con ellos, jefe, y mucho menos los lame-cerebros esos que llevas contigo.
—¿Lame-cerebros? —El término logró arrancarle una carcajada—. ¿De dónde has sacado eso?
—Es lo que hacen, ¿no? No soy estúpida, Kriegger. —Gala le guiñó el ojo—. Ahora hablando más en serio: me parece muy honorable lo que haces, aunque bastante estúpido si quieres que te diga la verdad. ¿Tanto significan esos tipos para ti? Si ahora te quedas lo más probable es que nunca puedas salir. Es más, tarde o temprano te acabaran encontrando.
—Seguramente —admitió con desazón—. Y probablemente no sobreviva, pero tampoco podría vivir sabiendo que les dejé abandonados. Se podría decir que es algo así como un código de honor.
—Un código de honor… —Gala mordisqueó el trozo de pan frito untado en mantequilla con sabor dulce que tenía entre manos—. Hay que ver qué cosas tenéis los perros de Lightling. En fin, irás a Margyss, ¿no?
—Así es.
—Pues me voy contigo. Total, hasta que no se larguen esos mamones de Tempestad no podré volver a casa, si es que aún queda algo, así que me apunto.
—¿No te gusta Albia?
—¿Esto? —Gala chasqueó la lengua con desdén—. Esto es una mierda. Está demasiado lejos de todo; la capital es mejor. Además, allí me enteraré de lo que está pasando en mi ciudad. —La muchacha hizo una breve pausa en la que sus ojos siempre valientes y despiertos se ensombrecieron notablemente—. ¿Tú crees que mis primos se habrán muerto ya de hambre?
Kriegger se encogió de hombros, dubitativo. Últimamente él también se había hecho aquella pregunta en varias ocasiones, y creía saber la respuesta, claro. Había pasado ya mucho tiempo y todo apuntaba a que debían estar muertos. No obstante, no creía conveniente que la muchacha supiese lo que sospechaba; al fin y al cabo, no dejaban de ser eso, sospechas. Muy probablemente aquel par hubiesen encontrado la manera de escapar.
—Los habrán encontrado ya, tranquila —mintió a modo tranquilizador. De todas las posibilidades aquella era la más remota, pues sospechaba el funesto destino de todos los habitantes del pueblo, pero también la más esperanzadora.
—Eso espero… ¿sabes? Fue una auténtica cabronada lo que nos hicisteis.
Kriegger ensanchó la sonrisa ampliamente al ver que la mujer recuperaba el buen humor. Ya fuese cierto o no, Gala quería creer en él.
—Desde luego, aunque no tanto como la que vosotros pretendíais hacernos.
La muchacha le correspondió con una sonrisa traviesa. A pesar de sus malas artes y pésimos modales, no parecía ser una mala persona. Al contrario.
—¿Pero me llevarás a la capital?
—Puedes venir conmigo siempre y cuando mantengas la boca cerrada. No quiero que nadie se entere.
—Tranquilo, nadie lo sabrá.
Los días pasaban muy lentamente. Birgman había decidido con el Capitán que iría a su encuentro en cinco días, tiempo máximo que había dado al resto de supervivientes para acudir a la ciudad, pero las horas no parecían acabar nunca.
La mañana del cuarto día Kriegger decidió desayunar con Elledan y Morten como despedida. Mientras comían, sus compañeros planeaban su nueva vida. Kriegger, en cambio, se limitaba a escucharles atentamente sin intervenir apenas, disfrutando de su originalidad y de las extrañas ideas de futuro que se planteaban.
Echaría de menos su complicidad y buen humor; su bondad y lealtad. Su peculiaridad.
Llegada la hora de la comida, se reunió con Fuchs, Adler y Tunner. A diferencia de Mort y Elledan, ellos no hablaban del futuro sino que preferían compartir anécdotas vividas juntos. Rememoraron momentos de tensión y de peligro, victorias y derrotas, el día en el que se conocieron, y el peculiar destino que les había tocado vivir. También hablaron de la amistad y de lo que significaba aquella tercera oportunidad. Lamentablemente nadie habló de los compañeros caídos.
A pesar de ello, Kriegger disfrutó enormemente de las horas en común. Aquellos hombres habían significado mucho para él, y lo seguirían haciendo a pesar de que sus caminos fuesen a separarse. Eran, sin lugar a dudas, la mejor representación del espíritu del 9.
Caída la noche, Kriegger se retiró para disfrutar de su última velada a solas con Sena. Su plan era el de llevarla a cenar a uno de los restaurantes más exquisitos de la ciudad y después disfrutar la noche juntos, pero al no encontrarla en su celda ni por los alrededores, se vio obligado a variar los planes. Al parecer no era él el único que necesitaba pensar.
Siguiendo las recomendaciones del bueno de Elledan, el cual sabía perfectamente en todo momento donde se encontraba su hermana, Kriegger salió a la calle. Buscó por los alrededores durante casi una hora deteniendo a todo aquel con el que se cruzaba para preguntar, consciente de que se hallaría oculta en alguna plaza o callejón, pero nadie la había visto.
Empezó a preocuparse.
Casi dos horas después, tras recorrer todo el centro y calles colindantes, la encontró en las afueras, sentada en el frío y solitario banco de piedra de una plaza cualquiera. Tal y como había supuesto, la muchacha había buscado un lugar tranquilo y apartado en el que poder pensar. Tomó asiento al lado suyo en el feo banco de piedra donde se hallaba, y alzó la vista. Frente a ellos una monstruosa serpiente de piedra les observaba con las cuencas oculares totalmente vacías.
Miró su crono; ya era demasiado tarde para ir al restaurante.
—¿No había un lugar más solitario y tétrico donde esconderte?
Un simple vistazo le bastó para descubrir rabia contenida en su mirada. Consciente de sus capacidades, Kriegger había intentado hacer todo lo posible para no cruzarse con ella y poder evitar así que leyera su mente. No obstante, todo apuntaba a que en algún momento había fallado.
Molesta como pocas veces había estado, Sena ni tan siquiera se molestó en devolverle la mirada. Cruzó los brazos sobre el abrigo blanco que aquel mismo día su hermano le había regalado, y negó ligeramente con la cabeza, reticente a iniciar una conversación.
Kriegger frunció el ceño. Aunque había barajado la posibilidad, su deseo de poder disfrutar de aquella noche había eclipsado por completo su posible enojo. Lamentablemente, la realidad era la que era. Sena estaba enfadada, muy enfadada, y no le faltaba motivo para estarlo.
A pesar de ello, Lucius intentó quitarle importancia. No quería pasar la última noche discutiendo.
—Vamos Sena, no me digas que estás enfadada conmigo. Mañana…
—¿Yo? —interrumpió con brusquedad. La ironía del comentario había logrado arrancarle una sonrisa ácida—. ¿Por qué iba a estar enfadada? ¿Acaso me ha dado algún motivo?
Kriegger dejó escapar un suspiro. Aunque él le hubiese dado motivos para enfadarse, resultaba irónico que precisamente ella le hablase de aquel modo teniendo en cuenta todas sus mentiras. No obstante, Kriegger decidió ignorar la provocación. Tenía muchísimos motivos por los cuales iniciar una discusión, pero muchos más para evitarla.
—Sena, no he venido a discutir.
—Imagino que no.
Estaba muy dolida. Además de culparle de intentar apartarla de su camino dejándola en manos de Verner, Sena no le perdonaba que no le hubiese confesado su decisión final.
—Vamos Sena, solo quería una velada tranquila.
—Si lo que pretende es una despedida por todo lo alto me temo que se ha equivocado de persona, Kriegger. Puede que tenga más suerte si llama a otra puerta.
Kriegger frunció el ceño, ofendido ante aquel último comentario. A pesar de ser consciente de los auténticos motivos de su enfado, deseaba pensar que en realidad eran los celos los que hablaban por ella. Le gustaba aquella mujer; era innegable. Le gustaba y deseaba que le correspondiera. No obstante, más allá de sus deseos y fantasías, el praetor era bastante consciente de los auténticos precursores de su enfado.
Aquello no era un simple problema de faldas.
—Quizás sea lo que haga —decidió a mala gana. Todo el buen humor y entusiasmo que le había acompañado hasta entonces se esfumó—. En el fondo no sé qué demonios hago aquí.
Aguardó unos segundos para darle la opción a que se arrepintiera; a que decidiera cambiar de opinión y poder así disfrutar de un rato en su compañía. Sin embargo, a pesar de poder desearlo, o quizás no, Sena hizo no varió un ápice su postura o expresión. El orgullo se lo impedía.
Lucius fijó la mirada en el rostro de la serpiente de piedra y dejó que el tiempo pasara llevándose con él tanto su paciencia como la oportunidad de pactar una tregua. Empezaba a sospechar que su acompañante no tenía la más mínima intención de dar su brazo a torcer.
—Perfecto —estalló Kriegger visiblemente ofendido tras unos segundos de incómodo silencio—. Tranquila, ya te dejo en paz. Me voy… pero antes me responderás a un par de preguntas.
—Siempre lo hago.
Era peor que discutir con uno mismo. Hasta ahora Sena se había mostrado dulce y colaboradora, pero ahora que mostraba abiertamente su mal carácter, Kriegger se sorprendía de no haber imaginado anteriormente lo terca que podía llegar a ser. De haberse tratado de una cándida damisela en apuros, Tempestad la habría vencido mucho tiempo atrás.
—Empecemos entonces, ¿cuándo se supone que me ibas a contar lo de Naastrand? Creía que íbamos a ser sinceros el uno con el otro.
—¿Sinceros el uno con el otro? —Sena le dedicó una irónica mirada llena de reproche—. Déjese de estupideces, Kriegger. Los dos mentimos continuamente. Usted jamás llegó a confiar del todo en mí. Lo sé. Precisamente por ello creo que yo tampoco lo hice en usted. Es simple. Y sobre lo de Naastrand… se lo iba a explicar, se lo aseguro. Se lo iba a explicar el día en el que usted me demostrara que estaba decidido a venir con nosotros en vez de quedarse en este maldito planeta persiguiendo sueños imposibles. Ni más, ni menos.
La conversación iba a peor. Kriegger se había estado esforzando por no alzar la voz, pues ni le gustaba ni deseaba perder las formas, y mucho menos con ella, pero llegado a aquel punto las provocaciones habían acabado con su fuerza de voluntad.
Ya no había vuelta atrás.
—¿Sueños imposibles? —respondió prácticamente a gritos—. Así que bajo tu punto de vista que intentar mantener con vida a mis hombres es un sueño imposible, ¿eh? ¿Por qué será que no me sorprende? Qué fácil es vivir solo preocupándose por uno mismo, ¿eh Sena? Qué fácil es.
Sena enmudeció momentáneamente. Hasta entonces había procurado no sobrepasar los límites, pues aunque había sido la conducta de Kriegger la que había provocado aquella situación no deseaba causarle ningún mal ni ofenderle. No obstante, viendo su reacción, era de suponer que había fallado en algo.
Lamentablemente era demasiado orgullosa como para admitirlo y disculparse.
—Sé que no es lo que quiere escuchar, Kriegger, pero no le estoy mintiendo. Y sí, quizás yo sea una egoísta, pero al menos soy realista. Usted vive en una fantasía, praetor. Una fantasía en la que se cree capaz de todo… pero que no deja de ser eso.
Kriegger palideció. Hasta entonces habían sido muchas las mujeres que se habían cruzado en su vida, pero jamás ninguna de ellas le había ofendido de aquel modo tan cruel. O al menos eso era lo que quería pensar en aquel momento de enfado. En realidad no era la primera vez que le trataban de aquel modo, pero Kriegger lo sentía como tal.
Se lo podría haber esperado de cualquier otra, pero no de ella. No después de todo lo que había hecho por ella y su hermano.
—No me lo puedo creer —murmuró con perplejidad—. Te lo aseguro que no me lo puedo creer.
—Yo tampoco. ¡Estúpida de mí! Por un momento llegué a creer que éramos importantes para usted, Kriegger. Ahora veo que no.
—Venga ya, no digas locuras. Sabes perfectamente que lo sois. Joder, es evidente. ¿Acaso crees que me habría metido en todo esto si no me hubieseis importado?
—Eso quería pensar… pero es evidente que tenía sus propias razones. Al principio creí que lo hacía todo por nosotros; que me había creído. Sin embargo la verdad es obvia; lo hizo por usted mismo, Kriegger. Por todo lo que Tempestad le ha hecho. —Valdis se puso en pie y deambuló con paso lento hasta acabar bajo la sombra de la estatua—. Le agradezco mucho todo lo que ha hecho por nosotros. Se lo aseguro, hay muy pocos hombres tan valientes como tú en el universo… y le admiro por ello, pero por favor no trate de engañarme. Mi hermano y yo somos dos bellator más del 9, y usted nos trata y actúa en consecuencia. Su destino y el nuestro ha estado entrelazado durante el tiempo que usted ha necesitado para abrir los ojos, pero ahora ha llegado el momento de regresar con sus auténticos compañeros.
—Oh vamos Sena, vosotros también sois parte de mis compañeros. Ellos, vosotros; todos. Todos sois importantes para mí. Precisamente por ello ahora tengo que ir a por ellos; para salvarles. Además, si supiese que no ibais a estar bien no os dejaría, te lo aseguro. Verner…
—Da igual —le interrumpió Sena.
Kriegger lanzó un largo suspiro en busca de algo de tranquilidad. Sabía perfectamente que proseguir la discusión con aquel tono de voz no le serviría de nada.
—No estás siendo justa conmigo, y lo sabes. Verner va a cuidar de vosotros.
—¡Pero yo no quiero que sea Verner quien nos cuide! Joder Kriegger, ¿tan complicado es?
Aquella declaración de intenciones logró hacerle sonreír.
—Te lo agradezco pero…
—No lo haga. No me interesan sus agradecimientos. Si a partir de ahora se van a separar nuestros caminos, ¿para qué esperar? ¡Hagámoslo ahora mismo! Yo no tengo nada más que decir.
Su sonrisa se esfumó. Sena lograba sacar lo mejor de él, pero también lo peor.
—Te estás comportando como una niña —le recriminó—. La vida de esos hombres corre peligro, ¿es que no te das cuenta?
—Soy consciente de ello, pero también de que ya no hay nada que usted pueda hacer para salvarles —respondió Sena a la defensiva—. Y sí, puede que sea una niña. Vamos, dígame. ¿Qué comportamiento habría sido el correcto según usted, Kriegger? ¿Hacer ver que no sé que nos va a dejar plantados e irme a cenar con usted? ¿Pasarnos la noche juntos, riendo y fingiendo que va a ser la primera noche de muchas otras?
“Quizás no habría sido el modo más justo de actuar, pero sí el más sencillo.” pensó Kriegger con amargura. “El mejor para los dos.”
—Puede.
—Entonces soy una niña, Kriegger. —Sena se dejó caer pesadamente en el banco—. Ahórrese mañana la despedida por favor, con esto me basta. Y ahora, si es tan amable…
—No puedo creer que te vayas a ir enfadada.
—Lo que yo no puedo creer es que se vaya, Kriegger. No a estas alturas. Yo creía que entre nosotros… que había algo especial; algo distinto.
La furia en su voz se disipó al pronunciar aquellas palabras. La mujer apartó de nuevo la mirada con los ojos brillantes, y hundió las manos en los bolsillos en un desesperado intento por ocultar el temblor de manos que el nerviosismo le había provocado.
—Me siento estúpida.
—Sena por favor, sabes que si pudiese elegir me quedaría con vosotros. Contigo. Pero no puedo.
La muchacha pareció dudar, momento en el cual Kriegger aprovechó para agacharse a su lado y tomar una de sus manos. Lamentablemente, aquel gesto trajo como respuesta un claro rechazo en forma de palabras.
—Nuestro primer objetivo será el planeta Naastrand —murmuró—. A partir de ahí desconozco qué haremos, pero puede que si logra salir a tiempo nos crucemos en el camino. De lo contrario imagino que será totalmente imposible. El universo es demasiado grande. Además, no queremos seguir enturbiando la fama de estos hombres. Encontraremos la manera de seguir por nuestros propios medios, y nos iremos. Y sí, Kriegger… nacimos en Naastrand hace veintiséis años, y de algún extraño modo estamos directamente relacionados con lo que en aquel entonces usted y Morten sufrieron, pero no sé el por qué. Si algún día lo descubro, créame que intentaré hacérselo saber.
El quinto día una enorme sombra surgida de la propia oscuridad descendió desde las estrellas. La Valkirie, negra como la noche y esbelta como una pluma, planeó con gracilidad alrededor de la ciudad amurallada, y tras casi cuatro minutos de vuelo raso, localizó en la zona este, a casi tres kilómetros de distancia, una planicie donde poder aterrizar.
Unos minutos después, la gran compuerta de los hangares se abrió lateralmente para dejar paso a la larga lengua metálica que era la rampa de descenso.
Desde la lejanía, Kriegger pudo ver como varios oficiales salían a recibir a sus recién recuperadas camaradas. La mayoría de ellos ostentaban simples puestos de occulus, pero después de tanto tiempo juntos el lazo de unión entre ellos era tan estrecho que los supervivientes fueron recibidos con grandísimos honores. Kriegger vio abrazos y besos, y poco después, una larga fila de hombres que, con paso firme y rápido, abandonaban las tierras de los géiseres para iniciar una nueva vida más allá del seno de Spectrum.
Rodeado por sus camaradas del 9 y con la garganta totalmente seca, Kriegger observó como poco a poco los suyos empezaban a descender la ladera que les llevaría a la libertad. Desde un principio Morten le había instado para que entrasen los primeros, temeroso de que pudiese haber algún tipo de incidente, pero Kriegger ni tan siquiera había respondido. Su mirada estaba fija en Sena, y mientras que la veía partir en compañía de su hermano por el suelo de piedra, notaba como algo en su interior se quebraba.
Después de ellos fue Isis Betancourt quien se unió a la fila de tropas. La rampa era demasiado estrecha para que pudiesen subir de dos en dos por lo que, llegados a la plataforma, los supervivientes empezaron a hacer cola.
El embarco no se alargaría mucho más, pero Kriegger confiaba en que algo cambiase el triste final de la noche anterior. Quizás una mirada, una sonrisa… una palabra de despedida.
Lamentablemente, se equivocaba. Sena atravesó la ladera sin volver la vista atrás.
Los siguientes en iniciar el ascenso fueron Adler y el Doctor.
—Luc, tenemos que ir —insistió Morten—. Ha llegado el momento.
Kriegger asintió, pero no se unió a él. Ravenblut descendió un par de metros a grandes zancadas junto a Fuchs, pero al ver que su compatriota no le seguía, se detuvo en seco. Inmediatamente después Fuchs volvió la vista atrás con el rostro contraído en una mueca de auténtico pánico.
Morten insistió una vez más.
—Lucius —advirtió con tono más formal—. Vamos.
—Morten…
Antes de que pudiese acabar la palabra, Morten alzó la mano para hacerle callar. Por su expresión se adivinaba que conocía su objetivo, y no estaba dispuesto a consentirlo.
—No es una pregunta. Vamos.
—Adelántate.
—No, Lucius. No me adelanto. Esto no es un juego. Es nuestra única oportunidad. —Ascendió los metros descendidos, y le tomó con fuerza por la muñeca—. No te voy a dejar aquí así que tú verás cómo lo hacemos. Puedes bajar a las buenas o a las malas, pero vas a bajar.
—Jefe… —suplicó Fuchs—. Por favor jefe, no nos haga esto… por favor…
Sena empezó el ascenso a través de la rampa con paso lento pero firme. Justo delante de ella, adelantados casi cincuenta metros de los ciento cincuenta que medía la plataforma, dos jóvenes bellator intercambiaban sonoras bromas y carcajadas llenas de júbilo.
Morten le siguió con la mirada, pero no dijo nada al ver hacia donde se dirigía. Dio un tirón de su brazo, y juntos descendieron un par de pasos hasta alcanzar a Fuchs.
Desde la cola, Adler y Elledan les miraban dubitativos.
—Alguien tiene que hacerlo.
—¡No! Ellos tuvieron su oportunidad de salvarse al igual que la tuvimos nosotros. Yo también lo siento Lucius, te lo aseguro, lo lamento con toda mi alma, pero sé que quedarme aquí es condenarme. Y si todos nos dejamos matar, ¿quién demonios va a vengar a los caídos? —Morten sacudió la cabeza con vehemencia—. No podemos desaprovechar esta oportunidad. Ha sido un regalo del cielo que no se va a volver a dar. Por favor, no me condenes a mí también. Si tú te quedas, yo también.
—Y yo también —le secundó Fuchs—. Al infierno con todo, si lo que quiere es morir, no lo hará solo.
Adler y Elledan estaban ya subiendo la rampa, pero ella no se detenía. De hecho, ya estaba prácticamente a mitad de camino.
La próxima en subir era Daga.
—Chicos, no es momento de jue…
Un estremecedor zumbido silenció todas las conversaciones. Kriegger alzó la vista, ensordecido por el sonido, y segundos después vio como la cubierta de los hangares donde había sido instalada la rampa saltaba por los aires.
A continuación oyó otro zumbido… y otro, y otro, y a su alrededor el mundo empezó a arder.
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