Escalofriantes memorias
Todavía recuerdo la noche en que las pesadillas comenzaron. Tenía apenas doce años cuando la primera llegó. Vi el mundo a través de la mirada de una persona desconocida, tal como me sucedió al ser testigo del asesinato de Camila. Creo que se trataba de una chica. El tamaño de sus manos y de sus pies, aunado al timbre agudo de su voz, apuntaban a ello. Sin embargo, no estoy segura al cien por ciento. Nunca pude ver su rostro ni su cabello. Varias capas de ropas amplias la cubrían por completo hasta las rodillas, por lo que la forma de su torso no se distinguía.
En aquel sueño, había un largo camino polvoriento frente a los ojos de la muchacha. Avanzaba a pasos lentos, pues el ardor en el tobillo derecho la hacía cojear. Había una larga incisión sangrante allí. No llevaba ningún calzado que protegiera sus pies de lo agreste del terreno. Además, tenía decenas de cortes y algunos moretones repartidos en ambas piernas. Su piel lucía casi negra por la suciedad adherida al sudor. Respiraba con dificultad porque su pecho estaba lastimado. Por la magnitud de las punzadas que la acribillaban, era probable que tuviera varias costillas rotas.
Aunque nunca supe qué le sucedió a esa persona para acabar en esa situación, la acompañé como lo haría una amiga con exceso de empatía. Experimenté cada instante de su angustia. Sentí que me estaba ocurriendo a mí. Había algo o alguien siguiéndola a ritmo acelerado. No se atrevía a mirar hacia atrás, pero detectaba la presencia de un depredador en lo más hondo de las entrañas. Pese a que deseaba parar y aovillarse en la tierra, sabía que su vida corría verdadero peligro. No podía detenerse ni siquiera para recuperar el aliento. Un segundo desperdiciado podría significar su fin. Entre temblores y quejidos, continuó la amarga travesía sin tregua.
Después de un largo rato vagando por tierras desoladas, quien protagonizaba el sueño me mostró una puerta en el suelo. Estaba camuflada entre grandes rocas. Olvidándose de la debilidad corporal, se echó a correr hacia ese punto. Sus manos se aferraron al picaporte oxidado y tiraron de este con mucha fuerza. Apretó los dientes para no sucumbir a un desmayo mientras forcejeaba. Estaba utilizando las últimas reservas de energía en esa tarea. Tras una ardua lucha, la pesada plancha metálica cedió. La fugitiva sin nombre descendió por las escaleras a toda prisa.
Cuando alcanzó el final de la escalinata, un pasillo oscuro la recibió. El considerable descenso en la temperatura le puso la piel de gallina. No se escuchaba ningún ruido ni tampoco había movimiento a su alrededor. El aire viciado despedía el hedor propio de los cadáveres. Inhalarlo le produjo fuertes arcadas, la falta de luz disparó sus nervios, pero nada de eso la detuvo. La amenaza que pisaba sus talones le parecía peor. Se adentró en el pasadizo a ciegas, palpando las paredes para no caer de bruces contra el piso frío.
El mareo ralentizó el ritmo de su caminar, pero se obligó a seguir. Miles de agujas invisibles se clavaron en sus músculos. A pesar de su tenacidad, había un límite para las exigencias a su deteriorado cuerpo. Sin darse cuenta, lo había traspasado desde que la huida comenzó. Cuando sus piernas de pronto se doblaron, cayó de rodillas. Todo su peso se recargó en esa zona, haciéndola rabiar de dolor. Sus alaridos destruyeron la quietud de la estancia. Tumbada boca abajo, respirar se convirtió en una odisea. Las palpitaciones en la cabeza anularon su capacidad de pensar. Se deshizo en llanto al saberse derrotada por su propia fragilidad.
Pese al agotamiento y a los múltiples dolores que la aquejaban, la chica usó los brazos para arrastrarse hacia delante. La absoluta negrura del recinto imposibilitaba ver, pero ella parecía saber exactamente hacia dónde quería llegar. Inhalando aire por la boca, la desconocida se obligaba a mover las piernas. Al desplazarse de esa manera, casi no avanzaba. Aun así, su determinación nunca se extinguió. Un fuerte estruendo a la distancia la sobresaltó, pero ni siquiera eso la apartó de la meta.
Se colocó de costado y se apoyó en los antebrazos antes de doblar las rodillas. A duras penas se puso de pie. Todos los músculos de sus piernas temblaban. Dio cinco zancadas hacia el frente para luego saltar. Aquello me pareció un acto sin sentido, pero enseguida cambié de opinión. No tardé en comprender que se había lanzado al vacío. Su cuerpo empezó a descender en picada hacia la muerte. Creí que mi conexión onírica terminaría en cuanto su cuerpo se estrellara contra el suelo. Una vez más, me equivocaba. Varios minutos pasaron, pero el fondo del precipicio no aparecía. Era casi como si flotara en el espacio, bañada por las tinieblas.
Aunque estaba por convertirse en un puñado de vísceras esparcidas, la chica no lucía asustada. Por primera vez desde el inicio del sueño, se veía tranquila. Tal vez haber elegido el modo en que moriría le daba cierta paz. Sin embargo, mi hipótesis se derrumbó cuando sacó una daga fosforescente de entre sus ropas. Si hubiera podido hablarle, le habría exigido que me dijera por qué había esperado tanto para utilizar aquella arma. No era una muchacha débil e indefensa después de todo.
No entendía para qué necesitaba un cuchillo si se encontraba en medio de la nada. Pero no me hizo falta crear una teoría al respecto. La respuesta llegó de manera abrupta. Probablemente grité dormida cuando un par de manos se cerraron en torno al cuello de la chica. A pesar de que el puñal brillaba, no pude ver el rostro del atacante. Arremetió contra ella desde atrás, tal como lo hacen los traidores y los cobardes. La muchacha pataleaba y boqueaba desesperada por pequeña una bocanada de aire, pero la presión sobre su garganta no se aflojaba.
En ese instante, la chica tomó la daga con ambas manos y se la clavó en el pecho. Quise llorar al verla acabar con su vida después de haber luchado tanto por sobrevivir. Para mi sorpresa, no se trataba de un suicidio, sino de una admirable estrategia. Justo cuando el filo de la hoja se clavó en su pecho, dejé de ser una mera espectadora que se compadecía del dolor ajeno. Sentí el dolor que ella estaba experimentando en carne propia. La desconocida y yo nos volvimos un solo ser.
El indescriptible ardor en la piel y en los músculos al ser despedazados no cesó cuando la daga alcanzó el corazón. No sé de qué material estaba hecha, solo sé que se extendió hasta alcanzar el tamaño de una lanza. La afilada punta desgarró la espalda de la muchacha para luego enterrarse en el tronco del atacante. El cuchillo los traspasó a ambos en una sola estocada. Pese al agudísimo dolor que la desconocida y yo estábamos padeciendo, el alarido gutural del agresor fue una canción de victoria a nuestros oídos. Sonreímos en perfecta sincronía.
Antes de que pudiera conocer el desenlace de la pesadilla, me desperté de golpe. Mi pecho dolía mucho. Tuve la sensación de que alguien me había lanzado hacia mi cama desde un sitio muy alto. Estaba jadeando y tiritaba igual que una enferma febril. Mi piel se había cubierto de sudor y mi boca estaba seca. Movida por la histeria, me palpé el pecho y revisé el colchón decenas de veces. Esperaba descubrir una herida gigantesca en algún lugar de mi cuerpo. Creí que encontraría charcos de sangre en la sábana, pero no había más que telas transpiradas encima y debajo de mí.
Lejos de calmarme, no tener evidencias físicas de lo vivido me perturbó. Con la respiración acelerada, me puse de pie, encendí la luz y corrí a mirarme en un espejo. La sonrisa triunfal y la mirada maliciosa que encontré en mi reflejo no coincidían para nada con mi personalidad. Por unos segundos vi la chispa de otro espíritu operando en mí. Aquel gesto era igual al que compartí con la desconocida cuando hicimos sufrir a nuestro enemigo. Cerré los ojos y me restregué los párpados. Cuando me observé de nuevo, el destello de su presencia ya se había desvanecido.
De entre los incontables sueños aterradores que vinieron después de ese, ninguno se fijó en mi mente de la misma forma. Dicha pesadilla le dio rienda suelta al caos latente en mi vida. Siempre despierto con una punzada en el pecho, pero no retengo casi nada de lo sucedido en el mundo onírico. En cambio, soy capaz de evocar la pesadilla de la chica de la daga y describirla con total precisión. Todos mis sentidos guardan recuerdos nítidos de ese episodio. Desde la zozobra de la huida, pasando por la desesperanza de tropezar y caer, hasta la satisfacción al producir sufrimiento.
¿Por qué nunca pude olvidarme de ese sueño? Hasta la peor de las pesadillas se habría borrado de mi memoria si no hubiera existido una conexión conmigo. Por mucho tiempo me dije que las cosas que había visto no tenían nada que ver con mi existencia. Nuestros cerebros nos muestran cosas absurdas mientras dormimos. No todo se relaciona con la realidad de cada quien. Sin embargo, ni yo misma logré convencerme de que esas visiones nocturnas eran inocuas. Algo en mi interior me contradecía a gritos.
El eco de muchas voces en los pasillos a mitad de la madrugada, los incesantes pasos apresurados en dirección al sótano, los golpes y los alaridos amortiguados por puertas que nunca me permitían cruzar... Desde que Camila cumplió ocho años, la casa de mi familia dejó de ser un hogar. Empezaron a ocurrir cosas perturbadoras después de la medianoche. Todo olía a secretos oscuros, mentiras monstruosas y nulo remordimiento. La atmósfera densa que se respiraba durante el día provenía de la putrefacción liberada al ocultarse el sol.
Hablar con mi madre sobre los ruidos que oía al anochecer resultaba inútil. Solía actuar como si no me escuchara o desviaba la conversación hacia otro tema. Tuve que aprender a dejar pasar esos comportamientos, pero había ocasiones en que me era imposible permanecer callada. Podía fingir que había dormido toda la noche sin despertarme. Podía simular que los ruidos no me afectaban. Pero jamás habría podido aparentar que no me importaba ver a mi hermana siendo maltratada.
Muchas veces, al reunirnos en la cocina para desayunar, Camila entraba cabizbaja y jorobada. Se veía pálida, ojerosa y llena de moretones de un día para otro. Mamá no hacía nada al respecto, ni siquiera lo mencionaba. Actuaba como si mi hermana luciera saludable y feliz. En esos momentos, yo estallaba de rabia e impotencia. Aventaba platos y vasos contra la pared para obligarla a prestarme atención. Nunca se alteraba por eso ni tampoco me regañaba. Solo se volteaba hacia mí y me miraba a los ojos, invitándome a hablar.
Me destruía la garganta en chillidos para exigirle a mamá que reaccionara. ¿Cómo era posible que ver a una niña en ese estado no la afectara? ¿Por qué ignoraba el dolor de su propia hija? ¿Era ella quien la lastimaba? Nunca recibí respuestas a mis preguntas. Después de escucharme despotricar en su contra, simplemente sonreía y le restaba peso a lo ocurrido. Decía que mis temores no tenían razón de ser porque mi hermana estaba bien. Caminaba hacia ella y le acariciaba el pelo. Ambas se dedicaban gestos dulces como buenas amigas.
Mi madre afirmaba que mi imaginación era demasiado grande y que me vendría bien dejar de leer tantas historias fantasiosas. Así no confundiría la realidad con simples ilusiones. Ver la paz y la alegría de Camila vez tras vez comenzó a sembrar dudas acerca de mí misma. Tal vez mi mente sí me jugaba malas pasadas y yo no me daba cuenta. ¿Acaso estaba volviéndome loca? Quizás por eso nunca recibía regaños, castigos ni gritos. La condescendencia no faltaba. ¿Mi propia familia sentía lástima por mí? ¿Se avergonzaban de mi condición y no me lo decían?
El único medio para averiguar si mamá decía la verdad era mi hermana. Tenía que hablar con ella en privado. Pero había un enorme obstáculo para lograr ese objetivo. Camila y yo casi nunca estábamos a solas durante más de un minuto. Mamá nos acompañaba a todas horas. Siempre nos ayudaba con los deberes escolares y compartía mucho de su tiempo con nosotras. Salíamos a pasear, jugábamos juntas y nos hacía regalos a menudo. Ella era todo lo que una buena madre debía ser. No perdía los estribos, pues su paciencia no tenía fin. Pero yo, en vez de agradecerle, no podía arrancarme las sospechas de que fuera un lobo disfrazado de oveja.
Esperé pacientemente por la oportunidad de hablar con mi hermana durante mucho tiempo. Pensé que jamás sucedería, pero un día de tantos, mientras estábamos sentadas en el parque, un perro negro llegó a visitarnos. Saltaba de un lado a otro dando lengüetazos, juguetón. Todo parecía normal hasta que, de repente, el animal empezó a tirar del medallón que mamá llevaba. La cadena se reventó y el cachorro se fue corriendo con la pieza atrapada en su hocico.
Esa fue la primera vez que vi a mi madre realmente alterada. Se levantó de un salto e inició una persecución a toda velocidad detrás del perro. Su cara se contrajo con furia. Cada movimiento suyo iba impregnado de violencia. Fruncí el ceño, perpleja. A ella nada la hacía perder la compostura. ¿Por qué se inquietaba por un simple medallón? Quizás no era tan simple como parecía, después de todo. Pese a lo intrigada que estaba por su reacción, mamá pasó a segundo plano en apenas un instante. ¡Por fin estaba a solas con mi hermana! Al percatarme de ello, no perdí ni un segundo de esa valiosa oportunidad. Fui directo al grano.
—Camila, sé honesta conmigo, por favor. Alguien te ha estado lastimando, ¿cierto? Las marcas que tienes no son imaginarias. Justo ahora tienes una en el pecho.
Señalé el sitio con mi índice derecho y miré su cara, buscando allí la respuesta que tanto anhelaba hallar. Ella soltó un largo suspiro, pero no se volteó para verme. Sus ojos permanecieron fijos al frente.
—Samara, nadie me ha lastimado. Lo que está pasando no es lo que piensas. No deberías juzgar sin saber.
Me quedé boquiabierta por varios segundos. Acababa de admitir frente a mí que sí estaba ocurriendo algo, pero me reclamaba por mi ignorancia. Eso me indignó.
—¿¡Y cómo quieres que sepa algo si ni mamá ni tú hablan conmigo al respecto!? Si lo que te pasa no es nada malo, ¿por qué me lo escondes? ¿Te amenazaron? ¿Estás encubriendo a alguien? ¿Mamá tiene algo que ver en esto?
—Nadie me ha amenazado, mucho menos lo haría mamá. Estás diciendo tonterías, como siempre lo haces.
Sus palabras me golpearon fuerte. Estuve a punto de llorar de ira. Tuve ganas de darle un puñetazo, pero me contuve. La quería demasiado. En vez de responderle de mala manera, me acuclillé frente a ella. Coloqué mis manos sobre sus hombros para obligarla a mirarme.
—Entonces dime, ¿qué es lo que te ocurre? No puedo entender cosas que no me has explicado. Cuéntame qué tienes, quiero ayudarte. No voy a juzgarte por nada, te lo prometo. Puedes confiar en mí, lo sabes.
En sus ojos vi una sombra fugaz que irradiaba tristeza mezclada con enojo. Negó con la cabeza y bajó la vista. Tragó grueso antes de contestar.
—Confío en ti, pero quisiera que tú también confiaras en mí. Si te digo que estoy bien es porque de verdad lo estoy. Hay ciertas cosas que son privadas, eso es todo. Tú y yo tenemos derecho a la privacidad, ¿no lo crees? Solo respeta mi espacio.
—Lo respeto, créeme. No busco meterme en tu vida, Cami. Es que me preocupo mucho por ti. No quiero que nadie te lastime.
—Y nadie lo está haciendo, Sam. Vive tu vida y yo la mía, ¿de acuerdo? Olvídate del tema y ya está. Las dos seremos felices así. No necesitas saber más.
En ese momento, mamá reapareció en escena. Traía el medallón de nuevo en su cuello y jadeaba de cansancio. Se agachó para apoyar las manos sobre las rodillas. Pese a que respiraba con cierta dificultad, había una sonrisa amplia en sus labios. Le tomó casi un minuto recuperar el aliento.
—Acabo de hacer una maratón para poder alcanzar a ese perro. Es todo un atleta.
Hizo una mueca ridícula y Camila se rio como si aquello hubiera sido divertidísimo. Mientras ellas charlaban acerca de la persecución del perro, mis ojos detectaron algo extraño en mamá. Al enfocarme en sus manos, noté que había líneas rojas debajo de todas sus uñas. No eran manchas de arcilla ni tampoco de pintura, pues ella jamás usaba esmaltes. Parecían hechas a base de sangre fresca.
Cuando levanté la vista, nuestras miradas se encontraron. Detecté una diminuta chispa de pánico alojada en sus pupilas. La sonrisa impecable que exhibía se resquebrajó por un milisegundo. Podría jurar que la puse nerviosa por el sencillo hecho de observarla. Sin embargo, recompuso el gesto de inmediato y cruzó los brazos detrás de la espalda con gracia. Nadie habría dudado de ella, excepto yo.
Antes de que preguntara por las marcas en sus uñas, anunció que necesitaba ir al baño. Mi hermana enseguida se ofreció a acompañarla. Sin previo aviso, mamá salió corriendo hacia los retretes públicos con Camila pisándole los talones. En lugar de unirme a su juego, me quedé inmóvil. Mi cerebro aún no terminaba de procesar lo que había visto y escuchado. No podía ni quería aceptar la cruda realidad. Había sido excluida de mi propia familia sin motivos ni explicación alguna.
Ese día, como nunca antes, me sentí extremadamente sola. Camila y mi madre eran el dúo perfecto para todo. Se decían miles de cosas con solo mirarse. En cambio, yo solo era una pieza sobrante en un rompecabezas que ya estaba completo. Justo ahí, en mitad de ese parque, me prometí que buscaría un empleo cuanto antes. Empezaría a trabajar tan pronto como la ley me lo permitiera. Así podría largarme de casa sin depender de nadie. Me alejaría de esa familia que me asfixiaba entre silencios y sonrisas falsas.
Justo eso hice. Me fui a vivir sola antes de cumplir los veinte años. Mamá no intentó detenerme. Decía que me apoyaría en cualquiera de mis decisiones porque me amaba. ¡Ja! Lo suyo no fue una muestra de apoyo, sino de alivio. Estoy segura de que se alegró de poder sacarse la máscara de madre perfecta apenas me fui. Y yo creí que mis malditas pesadillas terminarían cuando abandonara esa casa. ¡Pobre tonta! Las alucinaciones empeoraron. Cada nuevo sueño era más agotador que el anterior. No he tenido una sola noche en que duerma tranquila desde que soñé con la chica de la daga.
Me convertí en un zombi malhumorado y apático que a duras penas sobrevive. Ha habido momentos en que la desesperación es tan grande que quisiera morir. Pero hay algo que me hace aferrarme a la vida. No tenía idea de lo que era hasta que vi el asesinato de Camila. Sed de venganza, eso es. Necesito destruir a quien sea que se atrevió a lastimar a mi hermana cuando era niña y también a quien provocó su muerte hace apenas unas horas. Aun si tengo que forzar a mi madre a hablar, lo haré. Confesará todo lo que sabe por las buenas o por las malas.
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