
Encuentros cercanos
Pese a la escena que acabo de montar enfrente de todos en el velatorio, mamá luce serena. Su ropa es elegante y pulcra. No hay un solo cabello fuera de lugar. Ni siquiera tiene marcas de maquillaje corrido. No tiene rastros de estar pasando una noche de mierda. ¿Cómo puede verse así de perfecta y llena de luz en medio de la oscuridad de este día? ¿De verdad siente dolor por la muerte de Camila? Cuando recuerdo las veces en que vi los moretones de mi hermana, me dan ganas de abofetear a mi madre. Dudo de cualquier cosa que provenga de su persona.
Mientras camino detrás de mamá hacia el estacionamiento, siento náuseas. Si no me he abalanzado sobre ella todavía, es simplemente por mi fuerza de voluntad. No quiero que haya mirones a nuestro alrededor. Si tengo que cruzar los límites que impone nuestro parentesco, lo haré. Soy buena con los puñetazos y las patadas. No me va a conmover poniendo ojitos de cachorro. Sé cómo es y hasta dónde puede llegar, pero no se saldrá con la suya esta vez.
Una vez que entramos en el auto de mamá, me da la sensación de que el oxígeno está a punto de acabarse. La atmósfera que se percibe entre nosotras es venenosa y pesada. Sé que ella se siente igual de incómoda que yo, pero no lo demuestra. Mantiene la vista fija al frente y se abrocha el cinturón con paciencia. Coloca la llave del vehículo para iniciar la marcha, pero la detengo poniendo mi mano sobre la suya. Le aprieto los dedos con mucha más fuerza de la que debería. Un leve quejido se escapa de su boca. Se voltea a mirarme, extrañada. En sus ojos leo un reclamo a punto de salir, pero se lo impido al hablar primero.
—Deja de hacerte la sufrida y dime qué carajo está pasando. No finjas que no sabes nada porque ya no me trago tu basura. Siempre lo supiste todo, pero me lo ocultaste. Me hiciste a un lado como si fuera un bicho asqueroso. Es obvio que nada de esto te tomó por sorpresa. Es más, podría jurar que estabas esperando la muerte de Camila con ansias. ¡Habla de una maldita vez!
Mi voz cae como un rayo sobre un árbol en plena tormenta. El rostro de mi madre muta en dos segundos. La expresión serena y bondadosa se convierte en una mueca furibunda. Aparta su mano de la mía para luego estrellar la suya contra mi boca. El inesperado puñetazo me arranca un alarido. Sin embargo, ni siquiera el dolor en mis labios partidos y sanguinolentos me frena.
—¡Bravo! ¡Hasta que por fin te atreves a mostrarme tu verdadero yo! Empezaba a creer que nunca vería a la perra desalmada que maltrataba a mi hermana.
—¡No digas ni una palabra más, Samara! No tienes ningún derecho de hablarme de esa forma ni de lanzar acusaciones en mi contra. ¿¡Cómo te atreves a decir que yo quería ver a Camila muerta!? No tienes ni idea de lo mucho que me duele que ella ya no esté. ¡Yo nunca la maltraté!
—¿Ah no? Si no fuiste tú, ¿quién fue el hijo de puta que la usó como saco de boxeo por tanto tiempo? ¡Sé lo que vi! Los moretones eran reales, siempre estuvieron ahí, pero tú fingías que no. Me decías que yo estaba loca. ¡Me hiciste creer que eran trucos de mi imaginación! No solo permitías que lastimaran a Camila, sino que me manipulabas para que me callara. ¿Cuánto cinismo puede caber en una sola mujer?
—¡No tienes ni idea de lo que estás diciendo! ¡Cállate! Si no me respetas a mí, al menos guarda silencio por respeto a tu hermana.
—No me voy a callar hasta que dejes de mentirme. ¡Quiero respuestas, mamá! No, corrección, ¡exijo y merezco respuestas! Pertenezco a la familia Hexenblut, al igual que Camila. Aunque no te guste admitirlo, ¡soy tu hija también!
Al escuchar la última frase, mi madre suelta una risilla burlesca. Niega con la cabeza y desliza las manos por las mejillas, exasperada.
—Sí, eres una Hexenblut, pero no estás al mismo nivel de Camila.
—¡Qué dulce eres, mamá! No te importa admitir que tienes preferencias. ¡Vaya! Es una pena que la hija a quien tanto odias sea la que aún respira.
Los nudillos de mamá se ponen blancos cuando se aferra al volante con todas sus fuerzas. Sé que desea molerme a golpes, pero se está conteniendo. Mis palabras fueron demasiado afiladas como para que lograra ignorarlas. Yo misma percibo un regusto amargo luego de haberlas dicho. Odio mancillar la memoria de Camila de esta forma ruin, pero parece ser la única vía para destruir las defensas de mi madre.
—Por supuesto que sí tengo preferencias, Samara. ¿Cómo no voy a poner a mi hija por encima de una niña que no parí?
—¿¡Qué!?
Si mis palabras cavaron un cráter en el corazón de ella, las suyas acaban de incinerar el mío con lava pura. Me tiembla la quijada y empiezo a hiperventilar. Me cubro la boca con una mano y me entierro las uñas en la otra palma.
—Tenías menos de dos años cuando me casé con tu padre. Su primera esposa murió durante el parto, así que nunca la conociste. Acepté cuidarte como a mi propia hija por el amor que le tenía a Hermann. Llegué a quererte, pero...
La frase se corta de pronto. Gira el cuello hacia la ventana a su izquierda. Se queda mirando a través de los vidrios entintados del auto en silencio.
—Pero ¿qué? —Mi voz sale temblorosa, pero me controlo lo suficiente para no llorar—. ¿Sepultaste el amor que sentías por mí junto a papá? ¿Fue por eso que me sacaste de tu vida y de la de Camila?
—No, no tienes ni la más remota idea de lo que estás diciendo.
Su voz es un débil susurro apenas audible. Suelta un suspiro largo y mantiene la vista enfocada en el exterior.
—Siempre me trataste bien. Incluso después de la muerte de papá, fuiste buena conmigo, pero solo en apariencia. Con el paso de los meses, la sensación de que tu cariño no era del todo sincero crecía y crecía. ¿Por qué fingiste, Eloísa?
En ese momento, la aludida se voltea hacia mí de forma vertiginosa. Casi puedo oír el crujido de sus vertebras al girarse de golpe. Tal vez escuchar su nombre en vez de la palabra «mamá» la incomodó más de lo que creí. El latigazo de su mirada me descoloca. La fiereza que destila es abrumadora.
—Después de conocer la verdad sobre ustedes, no podía seguir queriendo a una criatura como tú. Me di cuenta muy tarde de que involucrarme con Hermann fue un grave error.
—¿A una criatura como yo? ¿A qué te refieres? Hablas acerca de mí como si no fuera un ser humano. ¿Y de cuál verdad estás hablando? Recién dijiste que querías mucho a papá, pero ahora me dices que haber estado con él fue un error. ¿Quién puede entenderte así? ¿Nos amas o nos odias? ¡Decídete de una puta vez!
El cuello de mamá se cubre de venas saltadas. Empieza a respirar tan rápido que se ve obligada a inhalar por la boca.
—Si hubieras aprendido a mantener la boca cerrada, a no meterte adonde no te llaman, podría ignorarte. Te ahorrarías muchos problemas. Pero hacer eso está más allá de ti. Es por tu sangre, por tu maldita sangre...
Mi madre aprieta la mandíbula y los puños a la vez. Sus párpados caen durante unos segundos. Agacha la cabeza y su respiración se detiene por completo. Cuando vuelve a abrir los ojos, sus pupilas se clavan en las mías. El tono marrón de sus iris ya no existe. Tampoco veo la blancura de las escleróticas normales. Dos globos oculares tan negros como cuervos me observan atentos. No quedan señales de humanidad en esa mirada. Me examina con la frialdad propia de una bestia cazadora ante una presa indefensa.
El pánico se adueña de mí en ese instante. Intento abrir la puerta del auto una y otra vez, pero soy incapaz de coordinar los movimientos. Mis dedos resbalan en la manija como si los tuviera engrasados. Siento los latidos de mi corazón en todo el cuerpo. Me falta el aire. Quiero gritar para pedir ayuda, pero mis músculos están tan tensos que no lo consigo. Ni siquiera puedo pensar con claridad. El último hilo de mi lucidez se rompe cuando mamá me toma del cuello. Sus manos me estrujan la garganta con la potencia de un enorme animal.
No puedo respirar. Lanzo arañazos y codazos hacia todas partes, pero ninguno de mis golpes hace efecto en ella. Su férreo agarre no cede ni un milímetro. No sé de dónde saca esa fuerza sobrehumana. Me sacudo desesperada en el asiento. Trato de girar la manija de la puerta otra vez, pero no cede. Mi vista comienza a nublarse. Hay miles de puntos negros frente a mí. Me arden los brazos y las piernas de tanto forcejear. Mi cabeza está a punto de estallar en medio de palpitaciones violentas. El ardor en mis pulmones es insoportable. Dejo mis músculos flojos, resignada a morir a manos de mamá.
Estoy a punto de quedar inconsciente cuando siento una punzada en el corazón. Una extraña onda de calor se expande por mi cuerpo entero. Escucho un chillido estridente que se parece al de los zorros. Un instante después, la presión sobre mi cuello desaparece de forma súbita. Comienzo a boquear como un pez fuera del agua. Mi garganta está destrozada. La siento seca y rasposa. Intento tragar saliva, pero solo consigo desatar un horrible ataque de tos. Tengo la vista empañada por las lágrimas, así que solo veo manchones a mi alrededor.
A pesar de que me duele todo, hago un esfuerzo colosal para darme vuelta. Si mi madre sigue en el auto, debe estar vigilándome. Podría volver a atacarme de un pronto a otro. Empiezo a temblar de solo imaginar un nuevo episodio de asfixia. Sin embargo, en cuanto me giro, no me topo con ella. Mis ojos casi saltan fuera de sus cuencas por la impresión. Gritaría si no fuera porque mi tráquea está dañada. Vuelvo a toser sin control. Siento la bilis subiendo por mi garganta y arqueo. No sé qué estoy mirando, pero intuyo lo que podría ser y me dan ganas de llorar.
Hay una gran masa deforme y carbonizada en el asiento del conductor. No distingo rasgos o colores definidos, pero tengo un presentimiento perturbador. Mi mano trémula viaja hasta el bulto negro para palparlo. La superficie es rugosa al tacto. Aparto los dedos cuando me doy cuenta de que está muy caliente. Hilos de humo salen del punto en el que hice contacto. Huele a quemado.
—No puede ser, no, es imposible... —susurro con tristeza.
Aunque corro el riesgo de quemarme, levanto la mano otra vez para continuar explorando el material desconocido. Deslizo los dedos por diferentes zonas y los quito cada cinco segundos para evitar daños en las yemas. Más humo brota de los puntos que toco. No parece haber otra cosa que carbón recién apagado. Mientras hurgo en los recovecos del bulto negro, pienso en pedirle ayuda a alguien, pero deshecho la idea enseguida. ¿Qué voy a decir? ¿Cómo voy a explicar esto? Ni yo misma tengo noción de lo que acaba de suceder aquí. Podría terminar metida en la cárcel o en el manicomio.
Retiro la mano de la masa oscura y examino mi palma. No queda lugar para una sola arruga más en mi frente. No doy crédito a lo que veo. En vez de estar tiznada, mi piel se ve blanca. Parece enharinada. Trato de sacudir el polvillo usando mi otra mano, pero no se cae ni una mota, sino que se traslada de una mano a la otra. Aún más contrariada, junto las palmas como si fuera a aplaudir. Cuando mis manos chocan entre sí, una luz brota en medio de ellas. Todas las partículas blanquecinas desaparecen de inmediato.
—Pero qué mierda...
Mis ganas de insultar se extinguen al mirar de reojo hacia el bulto opaco. Juraría que algo acaba de moverse en la parte de arriba. Un escalofrío me pone los vellos de punta. Giro la cabeza en cámara lenta. Entonces lo veo. El medallón que mamá siempre llevaba consigo, el mismo que la hizo perseguir a un perro, titila débilmente. Es una diminuta luciérnaga en un mar de petróleo.
—Acaso esta es... podría ser que yo haya... no... por favor, no...
Presiono mis sienes con ambas manos y cierro los ojos. Se me escapa un quejido ronco. Mi respiración y mi pulso se aceleran al unísono. Sin importar todo lo que pasó entre nosotras, mi intención no era matar a mi madre. Jamás querría hacer eso. El frío se cuela entre mis huesos hasta estremecerme el alma. ¿En verdad fui yo quien hizo esto? ¿Cómo lo hice? ¡No lo entiendo! Ella es mucho más fuerte que yo. Mis intentos por soltarme no funcionaron. Estuve al borde la muerte. ¿Cómo podría haber sido yo la asesina? La única pista que tengo brilla frente a mis ojos.
Inhalo hondo y exhalo despacio. Levanto la mano derecha de nuevo y la acerco poco a poco al medallón. Pese a que me tiembla el brazo, me armo de valor y cierro los dedos en torno a la pieza. Basta un leve roce de su superficie para desatar una revolución en mí. Vuelvo a escuchar el extraño chillido de antes. La temperatura a mi alrededor desciende de forma brusca, pero la sangre en mis venas quema. La joya palpita atrapada en mi mano como si tuviera vida propia.
Un sinfín de escenas inconexas comienza a reproducirse en mi cabeza. Rostros desconocidos desfilan ante mí mostrándome muecas espantosas. No reconozco a ninguna de esas personas, pero lloro por cada una de ellas al darme cuenta de lo que les ocurre. La mano del asesino de mi hermana aparece en todos los escenarios. Con sus garras destroza el pecho tanto de hombres como de mujeres. Arrebata sin piedad decenas de corazones que luego le sirven de alimento.
Quiero aventar el medallón lo más lejos posible, pero ni siquiera puedo soltarlo. Mis dedos no van a relajarse hasta que la tétrica visión se acabe. La última imagen que contemplo me arranca un grito ahogado. Un lago refleja el rostro de la versión deformada de mí misma, la que vi en el espejo justo antes de la muerte de Camila. Sus ojos vacíos y oscuros están fijos en el estanque. De repente, golpea el agua con el puño y soy yo quien recibe el impacto. Me apunta con el índice y abre la boca al máximo. Su voz me retumba en los oídos cuando pronuncia mi nombre.
Luego de eso, la aterradora alucinación se apaga. Suelto el medallón a toda prisa. Mi mano está hirviendo. Giro la muñeca para revisarme la palma y descubro una marca rojiza estampada allí. Tiene la forma de una hoz ensangrentada. Cuando deslizo los dedos de mi otra mano por los bordes, oigo un silbido metálico. De alguna rara y retorcida manera, ese sonido me calma los nervios.
De repente, detecto de reojo la figura de alguien que corre a una impresionante velocidad. Una imperiosa necesidad de ir tras esa persona me invade, así que me giro rápidamente hacia la puerta del auto. No tengo idea de qué diablos se apodera de mí en ese momento, pero decido darle un fuerte puñetazo a la ventana con mi mano marcada. El vidrio se rompe como si fuera una simple cáscara de huevo.
Salgo del vehículo de un salto y me echó a correr en dirección a la figura escurridiza. No siento ningún miedo, me olvido del dolor en mi cuerpo, de las pesadillas, de mi hermana en el ataúd y de la mujer calcinada que dejo atrás. Por alguna razón que no entiendo, solo puedo pensar en alcanzar a quien sea que está huyendo de mí. Apresuro los movimientos de mis piernas hasta llevarlas al límite. Cruzo avenidas, recorro aceras y me cuelo entre callejones poco iluminados sin detenerme ni un segundo a descansar.
Cuando llegamos a la linde de una zona arbolada, la persona a quien persigo se detiene en seco, pero yo sigo corriendo. No freno hasta que la tengo a menos de dos metros de mí. En ese instante, decide voltearse para darme la cara. Una oleada de adrenalina dispara mis latidos. Acabo de encontrar a la protagonista de mis más recientes pesadillas. Sus largas manos huesudas son inconfundibles. Es ella quien arranca corazones para devorarlos. Es ella quien acabó con la vida de Camila. Es la réplica contrahecha de mi rostro. Es el ente pálido y cruel que vi en el espejo, el famoso Descorazonador que mencionó Eloísa.
Una avalancha de ira me invade. Mis manos se crispan ante el deseo de matarla. Quiero, no, más bien, anhelo cobrar venganza aquí y ahora. Me preparo para luchar con el engendro, pero este no se mueve. Cuando nos miramos a los ojos, podría jurar que detecto pavor en ellos. ¿Acaso está temblando? Sin previo aviso, se echa a correr de nuevo aún más rápido. Desaparece de mi vista y se camufla entre la espesura de los árboles. La familiar punzada en mi pecho me asalta en ese instante. Caigo de rodillas y grito. La marca en mi mano duele. Vuelvo a ser la chica asustada de antes. El peso del agotamiento gana la batalla y me sumo en la inconsciencia...
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