Capítulo 12. ❄
Clarisse
Me encontraba agazapada en una esquina del sofá, ojos llorosos, nariz roja e irritada y a cada rato subía el moco. Escondí mis manos en las largas mangas de mi pijama mientras observaba a Tanner, quien se mantenía en el otro extremo del sofá, codos apoyados en sus rodillas, se estrujaba los dedos, espalda ligeramente encorvada y me miraba cada cinco segundos.
Lo que quería en este momento era abrazarlo y decirle que todo iba a estar bien que me iba a quedar a su lado, que no renunciaría, pero aquello sería mentir porque tanto él como yo estábamos tan rotos que no podía pensar en la posibilidad de empezar algo con alguien que todavía no superaba su pasado, no era psicóloga para ayudarlo cuando ni yo sabía lo que quería en ese momento.
—Di algo —habló por fin. Por dentro también me estrujaba los dedos. Limpiaba mis ojos a cada rato cuando las lágrimas no me dejaban ver más allá de mi nariz.
—No sé qué decirte —enrosque los dedos de mis pies. Giró la cabeza para mirarme y lo sentí en lo más profundo de mi ser y mi alma. Tenía los ojos ligeramente rojos y retenía las ganas de llorar.
—Lo que sea —musitó —. Necesito saber qué piensas, que sientes —de nuevo miró sus manos. Apretaba sus dedos unos con otros, a veces de manera suave, pero otras más de manera salvaje como si quisiera arrancarlos de sus manos.
—Estamos mal, acabados y desgastados, ambos lo estamos —me dio la razón asintiendo con la cabeza —. No podemos siquiera pensar en la posibilidad de empezar algo cuando ambos nos encontramos en esta situación —esta vez negó —. Lo sabes, lo sé.
—Tú no sabes lo que yo quiero —espetó. Su mandíbula se tensó y destensó a los pocos segundos. Las venas en sus manos se marcaron más cuando apretó los puños, sentía que si ejercía mucha más presión se podía hacer daño.
—¿Y qué quieres? No lo sé, porque nunca hemos hablado de sentimientos. No sé si se te olvida, pero eres mi jefe, quien paga mi salario cada quince días. Nada más —de nuevo me miró, pero esta vez lucía molesto, indignado.
—¿Nada más? ¿Estás segura de eso, Clarisse? Porque yo creo que no y lo sabes bien —sacudí la cabeza.
—No entiendo, no sé de qué me hablas —pasé saliva para refrescar mi garganta.
—Estamos rotos, lo sé, pero encajamos tan bien como las piezas de un puzzle que fueron creadas para que separadas no sean nada, pero juntas forman una figura —negué, pero él insistió —. Sí, lo somos —aseguró, determinado.
—¿Por qué insistes tanto en esto que no existe entre los dos?
—¡Por qué lo sentí, joder! —se puso de pie rápidamente, molesto, frustrado —. Y tú también lo sentiste. Dios. La pasión y el deseo, se sentía como si fuera arrastrado a tu cuerpo para venerarlo y hacerte sentir bien, porque eso es lo único que quería en ese momento que disfrutaras, que te sintieras cómoda —se acercó y arrodilló frente a mí —. Dime que no te gustó, dime que no lo sentiste. Y si lo niegas sabré que estás mintiendo, que tienes el descaro de mentirme en la cara cuando yo estoy siendo sincero contigo.
Me mordí el labio en un gesto inconsciente que tenía, pero que no podía evitar por más que lo intentaba.
—No hagas eso —puso ambas manos en mis piernas.
—¿Hacer qué? —pregunté, confundida.
—Morderte el labio de esa manera, no sabes cuanto me gusta —sonreí apenada por su confesión —. ¿Te das cuenta de que sí hay atracción? Y una descomunal, Clarisse —se puso de pie para sentarse a mi lado.
—Una relación no se basa solo en atracción y sexo, Tanner —estaba tan cerca que el aroma de su colonia me acariciaba la punta de la nariz.
—Ya sé que no, pero no solo existe eso entre tú y yo, hay más.
—¿Cómo qué?
—Nos gustan las mismas cosas y odiamos algunas más, me gusta tu inteligencia y que seas tímida en ciertos aspectos, pero me mata cuando dejas salir a la Clarisse sexi y salvaje —se acercó un poco más —. Me encanta cuando crees que no me doy cuenta, pero me tocas suavemente y me observas en la distancia.
Oh mi Dios, sí se daba cuenta.
—Me fascina cuando olisqueas mi ropa cada que puedes y cuando paso a tu lado y se queda el rastro de mi colonia flotando en la atmósfera. También me gusta el café que preparas y las galletas que llevas a la oficina solo para mí, sé que son compradas pero las compras para mí nada más. ¿Crees que no te he observado estos dos años?
—Eso pensé —dije trémula.
—No puedes estar más equivocada, Clarisse. También te he observado más de la cuenta, si me atrevo a decir.
—¿Y qué ha notado en mí, señor Russel? —terminó con la poca distancia que nos separaba para quedar a mi lado, casi lo tenía encima de mí.
—Que cubres tu frente con tu flequillo mal recortado —sonreí y apartó algunos cabellos de mi frente —. Que te gusta tu trabajo, eres una buena amiga y compañera de trabajo. Amas a los animales y descubrí que también te gusto, que no te soy indiferente.
Mi corazón junto a todo mi cuerpo latía y se agitaba dada su cercanía, tenía su boca a centímetros, su mirada azul pegada a mis iris, sus pupilas dilatadas. Estaba tan cerca que podía observar cada marca en su piel, cada línea y trazo perfecto de su rostro.
—¿Y sabes qué? —preguntó en medio de un suspiro.
—¿Qué? —respondí con la misma intensidad.
—Que todo eso me gusta de ti —su mano se asió a mi cintura y la otra subió a uno de mis pechos para con dos dedos pellizcar mi pezón —. Me gusta tu flequillo mal recortado y tu mirada, me gusta cuando me miras solo a mí. Me gusta tu cuerpo y tu voz —hablaba sobre mis labios —. Me gustan tus lunares —dejó unos cuantos besos en cada uno de los lunares que tenía esparcidos por el rostro —. Me gustan las pecas de tu nariz, me gustas tú, Clarisse Dawson —y con eso terminó para estampar sus labios contra los míos. Sus labios embonaron a la perfección con mis labios, sostenía mi cintura con una mano, sus dedos hundiéndose en la tela de mi pijama. Me recostó suavemente contra el sofá para meterse en medio de mis piernas que abrió con sus rodillas —. Dime que no te gusto, que no me deseas ni un poco y...—puse el dedo índice sobre sus labios para acallarlo.
—Sí me gustas, Tanner, me gustas mucho —sonrió sobre mis labios para seguir devorando estos con ímpetu. Abrí mucho más las piernas para él dejando que acercara su pelvis, lo que provocó que su miembro se restregara sobre mi sexo descaradamente. Llevé mis manos a su espalda para atraerlo más a mi cuerpo, lo quería sentir por completo. Sus labios rellenos chupaban mi lengua, la succionaban y con los dientes mordía mis labios, tiraba de ellos para calmar el dolor con un suave beso.
—Gatita —jadeó sobre mis labios —. Te quiero probar de nuevo —exclamó desesperado.
—Hazlo —me encontraba igual o más desesperada que él para que se bajara —. Por favor, Tanner, hazlo —sonrió separándose. Dejó un casto beso sobre mis labios y procedió a bajar las manos para con los dedos coger la parte de abajo de mi pijama, tiró de la tela con los dedos y me levanté un poco para que quitara la prenda de mi cuerpo. Sus ojos se enfocaron en mis pechos que no dudó en meter a la boca, los lamió con sumo cuidado, los trató como si fueran una pieza delicada y les dio el amor que nadie les había dado en tres años. Me hizo sentir segura con cada caricia sobre mi piel, cada lamida en mis pezones que mordía y chupaba.
—Me vuelves loco —dijo cuando se separó. Sus manos bajaron a mis tobillos y no dudó en quitarme el pantalón junto con mis bragas. Cogió la blusa y sus manos tomaron mis muñecas.
—¿Qué haces? —le pregunté cuando procedió a atar mis manos con mi blusa.
—Atarte —se mojó los labios. Bajó por mi cuerpo con suaves besos repartidos en mis senos, costillas y vientre. Lo vi perderse en medio de mis piernas y después de eso apenas sabía mi nombre y donde me encontraba. Se hizo cargo de mi sexo, lamía despacio mientras sus dedos se hundían en mi vagina, apretaba mis senos con una mano, chupaba y mordía lo suficiente para hacerme gemir por todo el placer que sentía. Arqueaba la espalda, abría la boca en busca de aire, me retorcía y gemía bajito para que los vecinos no me fueran a escuchar, pero no creo que alguien pudiera escuchar nada con la tormenta que empezó a azotar la ciudad.
—Dios, así —pedí mucho más, al sentir ese cosquilleo característico en mi cuerpo —. Así, así —eché la cabeza hacia atrás. Una especie de electricidad que empezó en mi vientre bajo y se extendió por todo mi cuerpo me hizo enroscar los dedos de mis pies y arquear la espalda. Lo dejé salir junto con un jadeo que me quemó la garganta y cuando por fin todo pasó me sentía como una casa a la que le ha pasado un tornado por encima y solo ha dejado escombros y los cimientos en el suelo. Tanner se deslizó hasta llegar a mi boca que no dudó en besar con tanta pasión que me hacía arder por dentro.
—¿Te das cuenta de que no es solo sexo? —asentí. Me mordí el labio.
—¿Cuándo será mi turno de hacerte gemir? —sonrió de lado. ¿Cómo debía tomarme eso?
—¿Eso quieres, gatita, tenerme dentro de tu boca?
No te imaginas cuanto.
—Lo deseo tanto, señor Russel —su sonrisa se ensanchó mucho más, si es que eso se podía y acercó su miembro a mi sexo que seguía sensible por lo acontecido tan solo segundos atrás.
—Todavía no, gatita, pero será pronto —hice un puchero con la boca —. ¿Puedo pasar a tu baño? —asentí y se puso de pie.
—Segunda puerta a la derecha, esa es mi habitación —se apartó un poco confundido. Excitado diría yo, ya que lo primero que hizo fue llevarse la mano a esa zona para acomodarse los pantalones —. ¿Me vas a dejar así? —me senté y le mostré mis manos que seguían atadas.
—Cuando regrese te desato —fruncí el ceño levemente.
—Tanner —rodeó el sofá y se alejó sin hacerme ni un poquito de caso —. Genial —miré a Marcy que tenía los ojos extrañamente entornados en mi dirección —. No me mires así, tú también te divertiste cuando pudiste hacerlo —tal parece que la diva me entendió por qué frunció el entrecejo —. Déjame disfrutar, Marceline. No me mires así como si fuera pecado —la muy diva se bajó del sofá, se estiró y pasó frente a mí contoneando las caderas de un lado al otro —. ¡No me juzgues, Marcy!
—¿Estás hablando con la gata? —preguntó Tanner desde mi habitación.
—¡No! ¿¡Y tú qué haces que tardas tanto!? No vayas a revisar mis cosas.
—Estoy meando, gatita, ¿quieres venir a ayudarme?
—No puedo —sentí mis mejillas arder.
Tanner
Fui a su habitación tal y como me lo indicó, empujé la puerta con cuidado y miré el lugar desde el umbral, todavía afuera. Adentro se sentía el calor de un hogar, no como en mi departamento que todo era tan frío y gris. Aquí no, era todo lo contrario. Di un paso dentro sin dejar de mirar todo a mi paso, a mi lado derecho había un perchero con algunas bufandas y bolsos mal colocados. Frente a mí una cama con sabanas de color rosa y cobertores lila, frente a la cama una ventana cubierta con cortinas de un rosa pálido. Había un escritorio con algunos libros encima, una computadora cerrada, bolígrafos mordidos, hojas con notas. De ese lado había una puerta de color blanco que era el baño. Encima del escritorio una repisa con algunos trofeos y medallas, un pequeño librero atiborrado de libros y más libros, ya no cabía ni uno.
—¡No me juzgues, Marcy! —escuché a lo lejos.
—¿Estás hablando con la gata? —le pregunté entrando al baño.
—¡No! ¿¡Y tú qué haces que tardas tanto!? No vayas a revisar mis cosas.
Si supieras.
—Estoy meando, gatita, ¿quieres venir a ayudarme?
—No puedo —la pude escuchar perfectamente.
Dejé la puerta entreabierta y me bajé los pantalones para poder orinar. Todo estaba perfectamente acomodado en su lugar, olía tan bien, una mezcla de frutas y un toque de algo más que no logré identificar. Cuando terminé me subí los pantalones y tiré de la cadena. Fui hacia el lavabo para lavarme las manos, donde encontré una cajita de anticonceptivos. Había un peine, un mueblecito en la esquina con todo tipo de jabones corporales, champú, cremas y no sé qué más. Salí del baño y fui a su cama, cogí una sábana para olisquearla.
—Todo huele a ti, Clarisse —al jalar la sabana descubrí un osito de peluche que no dudé en coger y observar detenidamente. Era de color rosa con un pequeño moño rojo en la parte delantera, se veía viejo y desgastado, casi se le caía un brazo y una pierna, uno de sus ojos estaba a punto de ceder —. Mi pequeña gatita —dejé el peluche en su lugar y cogí una frazada que yacía en los pies de la cama.
Cuando regresé a la sala Clarisse mordía la blusa que mantenía atadas sus manos.
—¿Qué se supone que haces? —me senté a su lado cubriendo su delgado cuerpo con la frazada —. Te vas a lastimar los dientes —se quejó.
—Si alguien no me hubiera dejado desnuda a punto de morir de hipotermia no intentaría morder mi blusa para desatarme —me miró de reojo —. ¿Qué tanto hacías en mi habitación? —frunció el entrecejo.
—Solo miraba, un poco —abrió los ojos de par en par —. ¿Escondes algo que no quieres que vea? Por ejemplo un consolador —dos de mis dedos ascendieron por sus hombros —. ¿Eh? —al mirarla tenía las mejillas ligeramente teñidas de rojo —. ¿Es eso?
—¿Un consolador? ¿Qué es eso? —se rio de manera nerviosa. Huyó de mi mirada —. ¿Se come o cómo se usa?
—No eres una blanca palomita, gatita —acerqué mi nariz a su cuello provocando que se estremeciera. Ronronee sobre su piel.
—No hagas eso —pidió. Me aparté —. ¿Me puedes desatar? —me puse de pie.
—No.
—¿No? ¿Por qué no?
—Se me antoja un té y unas galletas —fui a su cocina. La miré y tenía esa cara de querer golpearme, pero no lo haría, al menos no ahorita si tenía las manos atadas. Tal vez podía darme una patada, pero no creo que fuera tan mala persona para lastimar aquellas partes sensibles de mi cuerpo.
—Tanner, desátame, me quiero vestir.
—Yo creo que te ves mucho mejor desnuda —busqué en los cajones y gabinetes donde calentar el agua para el té. Puse la tetera sobre la estufa y saqué dos tazas, dos cucharas y el té.
—No hay galletas —dijo desde el sofá —. ¿Qué harás al respecto, Tanner Russel? —me estaba retando.
—Observa —fui por el móvil que se encontraba en uno de los bolsillos del abrigo y lo saqué para pedir una caja de galletas y panes. Me miraba desde el sofá sin decir nada, pero a la espera de lo que estuviera haciendo.
—¿Qué se supone que haces? —preguntó. Hice el pedido y guardé el móvil de nuevo en el bolsillo.
Regresé a la cocina para ver como iba el agua en la tetera.
—Dijiste que no tienes galletas así que pedí unas —alzó una ceja justo cuando me giré a verla. Apoyé las caderas en la encimera y me crucé de brazos esperando que el agua hirviera.
—Por supuesto, el multimillonario Tanner Russel debe valerse de todo su poder para pedir unas simples galletas y pan —se dejó caer sobre el respaldo del sofá.
—¿Dime que no te gusta? —me miró de reojo y bufó.
—Para ustedes los ricos todo es fácil. El dinero mueve el mundo, claro está —me acerqué a ella y me senté sobre sus piernas con todo el cuidado de no lastimarla —. ¿Qué haces? —masculló. Apreté mucho más la blusa alrededor de sus muñecas.
—Eres respondona y maleducada, cuando dejes de portarte mal te voy a desatar —la miraba a los ojos. Los suyos oscurecidos por el deseo y la lujuria.
—Ojalá estuvieras en mi lugar —alcé una ceja.
—No sabes lo que daría para que me ates a la cama y hagas de mí lo que tú quieras —se mordió la esquina del labio inferior. Tocaron el timbre y me puse de pie para abrir. Del otro lado de la puerta se hallaba un joven con una gorra de color negro y rojo.
—Señor, aquí está su pedido —cogí las cajas y saqué un billete de mi pantalón, se lo entregué y sonrió agradecido.
—Gracias.
—Gracias a usted, señor Russel —cerré la puerta con el pie y dejé las cajas encima de la mesa del comedor. Serví el agua en dos tazas, las llevé a la mesa y fui por Clarisse que seguía atada de manos.
—¿Voy a estar así todo el día? —jalé la silla para que se sentara en la silla. Cuando se sentó empujé la silla hacia la mesa —. Estoy desnuda y tengo frío, si me enfermo me vas a llevar al hospital.
—Si te enfermas te llevo al hospital, compro las medicinas y me aseguro de cuidarte —cogí la azucarera —. ¿Cuántas cucharadas de azúcar? —frunció los labios antes de responder.
—Dos —se limitó a decir entre molesta y un poco seria —. ¿También me vas a dar de comer?
—¿Quieres que lo haga? Yo encantado de hacerlo —bufó.
—Pues ya que —se quería escuchar molesta, pero no lo estaba. Creo que era todo lo contrario, adoraba estar atada de manos y que hiciera todo por ella.
—No te escuchas muy molesta que digamos.
—Pues lo estoy, ¿qué no ves? —señaló su rostro.
—Solo te veo a ti, gatita —huyó de mi mirada. Cogí su taza con té, la acerqué a mis labios y soplé un poco, la retiré para que le diera un sorbo —. ¿Está bien de azúcar? —asintió y aparté la taza.
—Te quedó muy bien —abrí las cajas de galletas y pan, cogí una de mantequilla y la llevé a sus labios, que se abrieron ligeramente a mi paso, estos chuparon un poco mis dedos y de nuevo los chupé yo ante su atenta mirada —. Dime la verdad, ¿voy a estar así todo el día?
—Claro que no, nada más estoy jugando. ¿No te gusta jugar? ¿No te habían atado antes? —negó sutilmente —. ¿Nunca en la vida?
—Hasta ahora —confesó con pena.
—¿Y te gusta? —asintió. Tenía esa manía en la que sin poder evitarlo sus mejillas se ponían rojas y adoraba verla así.
—¿Si te digo que me gusta estoy mal?
—Para nada, hay personas a las que les gusta que las aten, hay quienes les gustan otro tipo de cosas.
—¿Acaso eres un tipo de amo o algo así? —no pude evitar carcajearme —. ¿Sí? ¿No?
—No soy nada de eso, gatita, no sé de qué van esas cosas.
—Solo te gusta atar a las mujeres porque se portan mal.
—Solo me gusta atarte a ti, porque te portas mal —le corregí. Separó los labios formando una perfecta O —. Cuando haces eso solo puedo pensar en mi pene dentro de esa boquita.
—Pues ya te estás tardando —musitó.
—¿Ah así? —enarqué una ceja.
Cogí mi taza y la acerqué a mis labios esperando que respondiera, pero tal parece que los ratones le comieron la lengua. Le di un sorbo a mi taza, esperé, pero de su boca no salía ni una palabra.
—¿Ahora no dices nada? Hace unos segundos estabas tan habladora y ahora, ¿qué pasó, señorita D? —se mordió una esquina del labio.
—Hace mucho que no me dices señorita D —dijo trémula.
—No me cambies el tema, Clarisse —sorbí de nuevo sin dejar de mirarla. Tenía las mejillas teñidas en color carmín —. ¿Ya me estoy tardando en meter mi pene en tu boca? —subí los codos a la mesa —. Habla si no quieres que te deje desnuda todo el día, yo no tengo problema con eso —encogí un hombro.
Me acerqué con todo y silla, la jalé a ella para que quedara frente a mí con una pierna en medio de las suyas, desnudas. Podía ver algunas partes de su piel y deseaba lamer cada centímetro de su cuerpo.
—¿Serías capaz de hacerlo? —inquirió.
—Sí, no tengo problema alguno con eso, yo estaría encantado de verte desnuda y atada, más que nada —de nuevo llevé la taza a sus labios y le dio un sorbo. Esta vez corté un pedazo de pan que puse sobre sus labios. No estaba encantada con esto cuando yo estaba fascinado por poder meter la punta de mis dedos a su boca y chupar estos después.
—Sí, la verdad ya te estás tardando —sonreí ante su descarada confesión.
—¿Cuánto lo deseas? —le pregunté.
—Mucho —cogí la silla de las orillas para atraerla más a mí.
—¿Y cuánto es mucho, señorita D?
—No se puede imaginar cuánto, señor Russel. He tenido sueños salvajes con usted —alcé una ceja —. Sueños donde me toma de una manera brusca y me hace el amor con ferocidad y deseo. En su oficina, sobre su escritorio, en su silla, en todos lados —se mojó los labios lentamente.
—No pensé que tuviera esta clase de sueños y fantasías —encogió un hombro.
—Usted tiene la culpa por ser tan sexi.
—Descarada también —sonrió.
—Y usted tan caliente.
Terminamos de desayunar, la mantuve con las manos atadas toda la mañana y parte de la tarde cuando comimos, también me encargué de darle de comer en la boca. Se seguía resistiendo a mis sucios juegos en los que tenía que depender de mí para comer e ir a todos lados, pero me fascinaba verla atada de manos suplicando que la soltara y dejara libre, pero su imagen así, desnuda y sumisa me ponían mucho.
—No me quiero ir —le dije en medio de un beso —. No te quiero dejar —sonrió sobre mis labios.
—No te vayas —miramos la ventana al mismo tiempo.
—Diane no tarda en llegar y no quiero que te vea así, atada de manos y desnuda. No quiero que piense que soy un pervertido —entornó los ojos.
—Pero lo eres —puse un dedo sobre sus labios.
—Por ti —dejé un golpecito en la punta de su nariz con mi dedo.
—Pediste comida y lavaste los platos, me ayudaste a ir al baño —levantó un poco sus manos —, y le diste de comer a Marcy. ¿Puedes ser más perfecto?
—No soy perfecto, Clarisse, estoy lejos de serlo.
—Para mí lo eres —tomé sus manos entre las mías para quitar la blusa y por fin soltar sus manos, que al fin quedaron libres —. Pensé que no me ibas a soltar —se sobó las muñecas, tuve cuidado de no apretar de más.
—Me hubiera gustado dejarte atada, pero ya será en otra ocasión —subió sus manos a mi cuello —. Me tengo que ir, Clarisse —asintió.
—Gracias por todo.
—Clarisse —puse dos dedos bajo su barbilla —. Tomate el tiempo que necesites para pensar las cosas, no te presiones por nada de lo que pasó hoy. No quiero que regreses bajo presión y si lo haces es porque así lo quieres —dejé una suave caricia en sus labios —. ¿Entendido?
—Entiendo, señor Russel —dejé un casto beso sobre sus labios. Me puse de pie para ir a coger mi abrigo.
—Por cierto, te ves muy bien desnuda, espero verte así muchas veces más —me puse el abrigo y le hice un guiño antes de abrir la puerta y salir —. Hasta luego, señorita D.
—Hasta luego, señor Russel —dijo sentada en el sofá. Cerré la puerta y apoyé la espalda contra la pared, soltando un largo suspiro —. ¿Qué me estás haciendo, Clarisse?
Me sentía confundido y aterrado por esto que estaba pasando con Clarisse. Desde hace mucho que nadie me gustaba de esta manera, sí, hubo algunas mujeres que me llamaron la atención y con las que llegué a pasar buenos momentos, pero con ella se sentía diferente. No era por el sexo porque ni siquiera estuvimos juntos, había algo más que me gustaba de Clarisse, que me atraía a ella y me gustaba en demasía, no la quería lejos, la quería tener tan cerca como se pudiera y conocerla mucho más, porque sabía que detrás de esa dulce mirada había mucho dolor y secretos.
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