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Capítulo 1. ❄

Clarisse

Tanner Russel paseaba por su oficina, de un lado al otro con el teléfono pegado a la oreja. Llevaba puesta una camisa de vestir de color blanco arremangada hasta los codos, se encontraba abierta, ya que quitó dos de los botones, un hábito muy suyo que hacía cada que hablaba con alguien, cuando pasaba horas en el teléfono concretando un buen negocio o discutiendo con algún idiota de la competencia.

Sus pantalones de color azul oscuro se ceñían a su trasero cada que metía la mano dentro del bolsillo derecho. Me mordí el labio cuando se pasó la mano por la cabeza enterrando sus dedos en las hebras de su cabello ondulado.

Llevé el bolígrafo a mi boca, mordisqueando una de las puntas. Tanner se giró para caminar hacia el gran ventanal que permitía la entrada de luz a su oficina. Sin evitarlo solté un largo y sonoro suspiro que llamó la atención de mi mejor amiga, Diane.

—No lo mires tanto que se va a desgastar —opinó. Dejé el bolígrafo mordisqueado sobre mi escritorio y apoyé mi cabeza contra este, con cuidado, tampoco era tonta como para lastimarme a propósito.

—¿Crees que se dé cuenta? —pregunté.

—¿De qué? ¿De qué lo follas con la mirada? ¿Qué le quieres arrancar cada prenda del cuerpo para que quede desnudo? ¿O qué te quieres arrodillar y no precisamente para rezar el Ave María? —asentí —. Si sigues mirándolo como una depravada yo creo que sí, tarde o temprano se va a dar cuenta.

Levanté la cabeza de golpe encontrándome con su bonita mirada.

—No digas eso, lo que menos quiero es que me eche a patadas de aquí. Necesito este trabajo, Didi, lo sabes bien —suspiró bajito.

—Lo sé, y te entiendo, pero si no quieres que el jefe te despida deja de mirarlo como si no hubiera más hombres en la faz de la tierra. Por favor.

¡Pero es que no los hay!

Dios. ¿Cómo le hacía entender a Diane que para mí no existía nadie más que Tanner Russel? Que no importaba cuantos hombres se pusieran frente a mí yo no iba a tener ojos para nadie más porque para mí, el único hombre con el que soñaba y deseaba era él, mi sexy, encantador y atractivo jefe.

¿Cómo es que llegué a este lugar? Bueno, yo tampoco creía que algún día iba a terminar siendo la secretaria del presidente de las empresas Russel: Tanner, treinta y un años, divorciado, inteligente y buen negociador, le gustaba usar ropa cara y trajes Armani, zapatos que costaban más que la renta de mi departamento, adicto al café y al pay de manzanas, amante de los animales y la naturaleza. Por eso es que la compañía Russel aportaba mucho dinero en energía renovable y apoyaba a grandes y pequeñas fundaciones para combatir el maltrato animal y ayudar a rescatar perritos, gatos, etc., que sufrieran violencia o estuvieran en la calle.

El hombre perfecto.

Tenía dos años trabajando para él y desde ese momento se convirtió en el amor de mi vida, solo que él todavía no lo sabía y no lo iba a saber jamás. El amor que sentía por Tanner Russel se iba a quedar guardado en mi pecho y mis sueños nada más. Él jamás se iba a fijar en una mujer como yo, una chica de clase media, sin gracia y más simple que un agua de sabor sin azúcar. Tanner era de los hombres que salía con modelos, actrices, hijas de sus socios, mujeres con dinero y jodidamente hermosas. ¿Qué podía ver Tanner Russel en mí, la antipática y sencilla Clarisse Dawson? Nada, no tenía nada para ofrecerle, solo mi fidelidad y amor eterno.

Quizá enamorarme de mi jefe no era lo más correcto, pero no lo pude evitar, todo surgió natural, como lo hace un río en medio de un prado o las montañas. Su sencillez, su gran corazón y la energía positiva que emanaba hicieron que en mí empezaran a surgir estos sentimientos por él. ¿Cómo sabía que era amor y no un capricho? Solo lo sentía, era algo fuerte que me estaba consumiendo por dentro.

Creo que al final sí tenía algo que agradecerle a mi madre, el hecho de que casi me obligó a venir aquí y pedir trabajo.

—No tienes nada que perder, Clarisse —dijo madre —. Es un buen trabajo y pagan bien. Así podrás rentar un departamento.

Era más que evidente que ya no me quería en su casa, "el muerto y el arrimado a los tres días apestan". Y ese dicho quedaba perfecto conmigo, que llevaba unos meses viviendo con mi madre después de lo que pasó con Adam. Pasé todo un año buscando un trabajo estable, pero no lo había, hasta que en la web encontré el anuncio que solicitaban secretaria, no sabía nada de eso pero podía aprender. Se me dio la oportunidad y me dieron el trabajo, pero no tenía ni idea de que fuera a ocupar el lugar de la antigua secretaria de Tanner Russel, ya que la mujer tenía algunos años de más y era hora de su jubilación.

El día que quise renunciar el señor Russel me rogó y suplicó que no me fuera, me iba a doblar la paga, pero no me podía ir, dijo que era eficiente y aprendía rápido. Ese día entendí que lo que yo juraba era solo una tonta atracción por mi jefe era en realidad el amor que le tiene una mujer a un hombre. Entonces me quedé, ya tenía dos años trabajando para él. Era su mano derecha en esta empresa, no solo me encargaba de agendar citas o llamar a los proveedores o socios, me hacía cargo de que en su casa no faltara nada, mandaba su ropa a la tintorería, pedía su comida y despensa de toda la semana, sabía la talla de su ropa y sus calzoncillos también. Sin quererlo sabía todo de él y él... él no tenía ni idea de quién era la mujer que suspiraba cada que lo veía. Para mí era mejor que las cosas se dieran así, no esperaba que alguien como él se fijara en mí, me conformaba con el hecho de trabajar para él y ya. No pedía nada más.

—Señorita D, venga por favor —parpadeé para salir de mis pensamientos. Tanner se encontraba bajo el umbral de la puerta mirando en mi dirección.

Ni siquiera me di cuenta del momento en el que dejó de hablar por teléfono. Se dio la vuelta para entrar de nuevo a su oficina y me puse de pie cogiendo la agenda y mi boli que estaba más mordido que las patas de una silla cuando un cachorro empieza a morder todo lo que hay a su paso.

—Clarisse —me llamó Diane —. Límpiate la baba —con el dedo de en medio e índice hizo como si se estuviera limpiando la boca.

—Cierra la boca —se rio. Me acomodé la falda y entré a la oficina de mi guapo y estúpido jefe. Cerré la puerta y me quedé de pie frente a su escritorio a la vez que él dejaba caer la cabeza con cuidado en el respaldo de su silla acolchada. Jugaba con el anillo que rodeaba su dedo, el mismo que llevaba desde el día que entré a trabajar en este lugar.

Se decía por los pasillos de la empresa que el señor Russel no podía despegarse de su exesposa, que seguía amándola como el primer día y que por más que quería hacerlo, simplemente no podía, no quería olvidar todo lo que vivió con ella, se aferraba a su recuerdo y creo que eso es lo más doloroso y cruel que podemos hacer en nuestra contra. Yo también me aferré al recuerdo de Adam, lo hice por tanto tiempo que me negaba a creer que él haya hecho lo que hizo, que fuera capaz de dejar a su hijo, pero un día lo entendí, no fue mi culpa, yo hice todo lo que estuvo en mis manos y lo amé tanto como pude, no fue mi culpa que el poco amor que dijo sentir se haya esfumado cuando conoció a otra mujer que le podía dar lo que conmigo ya no quería tener.

Sentía un poco de pena por mi jefe porque conocía la bondad de su corazón, no se merecía sufrir así como lo hacía, pero nadie lo podía ayudar si él no quería salir de ese círculo que solo lo estaba llevando a destruirse.

—Señor Russel —informé pasados unos segundos. No se dio cuenta de que me encontraba frente a él esperando alguna indicación o que hiciera algún mandado.

—Lo siento señorita D —me empezó a decir así desde el primer día que puse un pie en su oficina. A veces pensaba que ya no recordaba mi nombre y le era más fácil llamarme por la letra inicial de mi apellido. No me sorprendería que lo hubiera olvidado, era un hombre muy importante que tenía miles de cosas que hacer —. Necesito que agende una cita en el restaurante para el día viernes. Iré a comer con Jones —se giró hacia mí revisando algunos papeles.

—¿A qué hora la cita? —pregunté.

—A las cuatro... No, no, a las tres... Espere, ¿tengo algo que hacer a las tres? —negué —. Entonces que sea a las tres y le avisas a su secretaria para que esté al pendiente —anoté en la agenda la hora de la cita, el lugar y que debía llamar a la secretaria del señor Jones.

—Listo —sonrió. De nuevo llevó sus dedos a ese anillo, pero esta vez no se perdió en sus pensamientos —. ¿Necesita otra cosa?

—¿Mandaste pedir la despensa? —asentí.

—Ya está en su casa. También su tío Nicolas, dice que le urge que le marque. Se escuchaba desesperado y molesto —bufó. Rodó los ojos y se llevó los dedos al puente de la nariz, con fastidio —. Lo siento.

—No se preocupe señorita D, no es su culpa que mi tío sea un gilipollas —cogió el teléfono y marcó, pero tal parece que su tío no estaba disponible —. Ni siquiera responde —dejó el teléfono en su lugar.

—También llamaron los socios de México, quieren una reunión virtual en lo que se concreta el viaje —apoyó la espalda en la silla.

Cada gesto y movimiento que realizaba se me hacían sexis y candentes. Sus padres tenían la culpa por crear tal espécimen, era perfecto el maldito y yo solo podía soñar con él cada noche. Soñaba que me tomaba con fuerza y me apoyaba contra ese escritorio para follarme duro y preciso. Tenía muchas fantasías con él, sí, no lo niego.

Diosito perdóname por ser tan pervertida.

—Busque un día en el que no tenga nada que hacer para que platique con ellos. Me avisa —señaló con un dedo —. Sería todo, señorita D.

—Sí, señor —hice el amago de darme la vuelta, pero su profunda voz me detuvo.

—Señorita D —levanté la cabeza en su dirección —. Gracias, por todo —le sonreí acomodando las gafas sobre el puente de mi nariz.

—Solo hago mi trabajo, señor Russel —mi corazón se hinchó de felicidad cuando me sonrió. Me estaba sonriendo, y yo no podía estar más feliz en ese momento.

—Vaya a comer, señorita D —sugirió y obedecí porque la verdad ya tenía hambre.

Lo bueno era que no teníamos que salir del edificio porque abajo había un comedor para los empleados y jefes. El señor Russel se encargaba de que sus empleados, tanto aquí como en las otras empresas tuvieran un lugar digno para trabajar y comer, entendía que sin nosotros sus empresas se venían abajo, no era un tirano como otros jefes que tuve que en más de una ocasión se quisieron aprovechar de mí y la necesidad para encontrar un trabajo.

Tanner

Clarisse Dawson, bonita, muy bonita, pero se escondía bajo faldas que le llegaban arriba de la rodilla, blusas demasiado holgadas, zapatos de señora y esas horribles gafas que no la hacían nada atractiva para los demás. Quizá si se deshacía de esa ropa de señora y usaba algo acorde a su edad se vería mucho mejor, pero quién era yo para decirle a esa mujer como debía vestir, no tenía por qué meterme en su vida, aquellos eran sus gustos. No era nadie para entrometerme en su vida.

Clarisse no era fea, nada fea, tal vez se ocultaba de ella misma porque tenía miedo que alguien como yo la mirara un poco de más. Quizá pensaba que no me fijaba en ella, que no veía a la maravillosa mujer que llegó a trabajar conmigo hace dos años. Eficaz, rápida y no se quejaba, era todo lo que yo necesitaba para que esta empresa funcionara así de bien. Clarisse creía que era una empleada más, desechable, pero ella no entendía que para mí era más que eso, la mujer era inteligente y en poco tiempo aprendió todo lo que tenía que saber acerca de este negocio, sin ella yo estaría perdido por eso es que el día que quiso renunciar porque con lo poco que se le pagaba no le alcanzaba para sus gastos casi me arrodillo ante ella. No se podía ir, no la iba a dejar ir, sin ella esto sería un caos y no estaba dispuesto a buscar a otra secretaría a la que había que enseñarle desde cero cuando Clarisse se sabía todos los movimientos de este lugar. Por eso le dupliqué la paga y le di horarios flexibles, una hora de comida y mi entera confianza.

Clarisse sonreía poco, lo hacía solo con su mejor amiga Diane, quien también trabaja para mí, o a veces lo hacía conmigo, eran pocos los momentos que llegué a ver a una Clarisse feliz o carcajeándose. Solo veía a una mujer rota y triste, lo sabía porque al igual que ella yo estaba así. El dolor era permanente en mi día a día, nos hicimos amigos y este no se quería alejar yo tampoco quería que se fuera, que me dejara solo. Sabía que Clarisse también sufría porque pasar tantos años en soledad me ayudó a identificar a las personas que estaban pasando por lo mismo, así que mi secretaria y yo teníamos más en común de lo que ella creía.

Nunca iba a encontrar a una mujer como ella así que no la iba a dejar ir. Jamás se iría de mi lado.

—Señor Russel —informó la pequeña castaña desde la puerta. En uno de sus brazos colgaba un abrigo y en el otro su bolso junto con algunos papeles. Se acomodó las gafas sobre el puente de la nariz arrugando esta unos segundos.

Adorable. Muy adorable.

—Dígame, señorita D —dejé lo que estaba haciendo para prestarle atención.

—¿Necesita algo más? —miré por encima de su hombro y Diane estaba recogiendo sus cosas para irse a descansar —. Es que ya nos vamos.

—No se preocupe, señorita D, vaya a descansar —me sonrió. Lo hizo de una manera sutil, casi como si quisiera esconder su dulce sonrisa.

Cómo dije, Clarisse Dawson era bonita, muy bonita y cuando sonreía lo era mucho más.

Deja de pensar en tu secretaria, sucio pervertido.

—Bueno —acomodó el bolso sobre su hombro —. Hasta mañana señor Russel.

—Hasta mañana, señorita D —me dijo adiós con la mano y la vi irse con Diane, se dijeron algo antes de entrar al ascensor para así no verlas más.

No demoré tanto en coger mi saco y las llaves de mi auto para salir de la empresa. A estas horas de la noche ya no había muchos de los empleados, la mayoría salía a las cuatro de la tarde, pero otros se quedaban más horas cuando había mucho trabajo. Por eso tanto Clarisse como Diane habían estado saliendo tarde, no quería que creyeran que era un tirano, un mal jefe que se aprovechaba de ellas, pero me era imposible que se fueran temprano cuando había muchas cosas que hacer en la oficina.

Al llegar a mi departamento la soledad me recibió con una dulce caricia en la mejilla. Las luces estaban apagadas y solo las de los otros edificios iluminaban un poco la sala, pero las demás habitaciones estaban sumidas en la oscuridad.

Al dar el primer paso dentro de aquel lugar las luces de la sala y la cocina se encendieron. Fui directamente a servirme un trago y llamar a mi tío Nicolas, tal vez quería saber como iban las cosas en la empresa, si estaba haciendo todo bien, si no había arruinado un buen negocio o tomado una mala decisión. Nicolas creía que era estúpido, que no sabía lo que hacía, que mi padre me haya dejado a cargo y no a él fue lo peor que su hermano pudo hacer. Yo no tenía la culpa que fuera un incompetente que más de una vez arruinó un negocio o que junto a su hijo solo tomaran malas decisiones.

Si las empresas Russel habían crecido tanto en estos años, fue gracias a mí no a ellos, porque de haber sido así estaríamos en la ruina.

—¡Tanner! —se escuchaba muy efusivo. Demasiado diría yo —. ¿Cómo estás, hijo?

—Estoy bien tío —fui al punto porque odiaba darle vueltas al asunto —. Me dijo mi secretaria que llamaste.

—Ah sí, tenemos que hablar del negocio en México. Estaba pensando que tal vez podríamos ir contigo.

De eso nada.

—¿Ir tú y Matthew? —rio un poco.

—Pues sí, hijo, ¿quién más? Recuerda que también somos socios y tenemos que asegurarnos que este proyecto se cierre, pero más que nada que nos beneficie —cogí mi vaso y fui a la sala.

—Yo puedo hacerlo solo, no te preocupes por eso —me rasqué la nuca.

—¡Para nada! Es un gusto ir contigo a México, hace tanto que no vamos, Matthew estará feliz de ir también. Te dejo, hijo. Descansa.

—Pero...—antes de decir una palabra más me colgó —. Maldita sea —arrojé el teléfono contra el sofá y me dejé caer en el que tenía más cerca.

No podía soportar la idea de tener que viajar con el tío Nicolas y su idiota hijo. No me gustaba y ahora estaba comprometido a pasar tiempo a su lado y tener que hablar con ellos de temas que no se relacionaran con la empresa.

Clarisse

Al llegar al departamento fuimos recibidas por Marcy, nuestra hermosa gata persa que se movía de un lado de la sala al otro. El departamento era pequeño, pero tenía el suficiente espacio para que Didi y yo viviéramos bien.

Después de lo que pasó con ese bastardo me dediqué a estudiar y conseguir un buen trabajo, fue así como llegué a trabajar con Tanner, mi sexy y encantador jefe moja bragas. ¿Me arrepentía? No, para nada, estaba encantada con trabajar para él, pero apenas me daba tiempo a escribir, que era lo que más me gustaba.

Estudiaba y trabajaba para poder pagar la renta del departamento y todo lo que me pedían en la universidad. Vivir con Didi fue la mejor decisión que pude tomar en todos estos años. Al final creo que todo se estaba arreglando poco a poco.

Lo primero que hice fue ir a mi habitación y dejar mis cosas encima de mi cama para darme un largo y relajante baño, que necesitaba con desesperación. Últimamente, el trabajo era muy pesado en la empresa, normalmente nuestra hora de salida era a las cuatro o cinco de la tarde, pero las últimas semanas salíamos a las siete u ocho de la noche. Tampoco es que me quejara tanto, así podía admirar unas horas más a mi encantador jefe.

Era patética, ¿no? Pensar que un hombre como Tanner Russel se podía fijar en alguien tan insípida y sencilla como yo. Eran solo sueños que tenía de vez en cuando, pero para una persona como yo le era imposible no imaginarse en un mundo irreal, donde Tanner se fijara en mí y viera más allá de mi ropa de señora como tanto decía. Era una romántica sin remedio y me importaba poco lo que dijeran los demás. Amaba el romance rosa y lo plasmaba en las historias que tenía en borradores y estaban más empolvados que mis libros de la universidad.

Salí de la habitación y el rico olor a comida recién hecha me golpeó la punta de la nariz. Al llegar a la cocina me encontré con Didi, servía la cena en dos platos mientras Marcy la miraba desde una de las sillas esperando que le sirviera un poco de comida en su plato, pero eso nunca iba a pasar.

—¿Sigues escribiendo? —preguntó Didi —. Lo que pasa es que no te he visto hacerlo estos días.

—Con todo el trabajo que hay en la empresa no tengo tiempo ni para respirar, Didi —le ayudé a poner la mesa y servir la cena. De las dos Didi cocinaba mejor y no es que yo fuera un asco es solo que la cocina no era lo mío, no me gustaba estar metida ahí y lo único bueno que sabía hacer era café y ya, eso lo tuve que aprender a hacer por el señor Russel quien ama el café negro.

—¿Y ya pensaste lo del seudónimo? —nos sentamos a cenar y porque no, platicar también. Las horas en la oficina no eran suficientes para chismear.

—Ya te dije que no voy a usar mi nombre real, ¿te imaginas que un día por casualidad mi jefe compre ese libro y se dé cuenta de que es una historia inspirada en él?

—No queremos eso —musitó.

—Ahí está —señalé —. Ni loca pongo mi nombre, a ver cuál me invento para el día que lo lleve a la editorial.

—Tú tienes la culpa por escribir una historia de una secretaria con su jefe —la miré mal —. Lo siento, Issy, pero ¿no se te ocurrió otra idea?

—No —respondí seca.

La verdad es que la idea de escribir un libro de un jefe multimillonario con su secretaria surgió de la tonta idea de que algún día Tanner Russel se iba a fijar en mí.

Sí, como si eso pudiera pasar en la vida real.

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