3. Oscura realidad
El pueblo de Santo Thomas era pequeño, estaba en el centro del vallecito y era pintoresco, con todas sus casitas a modo de cabaña, la niebla que se levantaba a la mañana y las tiendas de cerveza. Ahí radicaba el mayor atractivo turístico: parecerse a un pueblito alemán.
La última vez que había estado ahí me pareció aburrido hasta el cansancio, pero ahora que era mayor de edad y podía probar la cerveza, admitía que era más divertido.
La noche del día siguiente fuimos los cuatro a comer a uno de los restaurantes y luego visitamos la cervecería más grande y famosa. Me emocioné con la carta de fastuosos sabores y competí con papá para ver quién podía acabársela primero.
Después de dos rondas, donde gané en ambas sin trampa, mamá dijo que mejor volviéramos a la casa. La abuela, que había apostado a que papá perdería, aunque no tenía ni idea de que quizás yo ganaría por ser sobrehumana, protestó al igual que yo.
Era noche nos reímos mucho y cuando nos pasamos viendo filmaciones de cuando yo era niña y me mandaba mis mocos hasta las dos de la mañana. Resultó que la abuela tenía un buen vino guardado y también le gané a papá al bebérmelo antes que él.
Tuve que ayudarlo a subir a la habitación después de eso, porque era la única con fuerza suficiente para arrastrarlo por las escaleras. Me reí un poco de él cuando me dijo que estaba orgulloso de que su hija fuese tan dura y dejé que se desplomara sobre las almohadas, donde se quedó dormido al instante.
Yo tenía dudas de que mi resistencia al alcohol tuviese que ver con mis dones de daevitaen, porque nunca me había bebido dos porrones de cerveza más tres vasos de vino enteros sin tener ninguna secuela. La única vez que había bebido antes de morir y revivir, con un solo vaso de cerveza terminé en el piso, sin equilibrio.
Cerré la puerta y saludé a mamá cuando me la crucé en el pasillo.
—Tu padre es un caso perdido —me dijo, bastante enojada con él—. No puedo creer que sigas entera. Solo por eso no le doy un sermón.
—Ma —contesté, dándole un corto abrazo—. Tengo dieciocho, puedo beber, ¿recuerdas?
—Y no te dejo solo porque seas una deaviten —respondió, dándome una palmadita en el trasero que me sorprendió.
—Daevitaen —corregí, tentada de risa.
—Lo que sea.
—¡Pero ya viste que el alcohol no me hace nada, parece!
Mamá entrecerró los ojos y me inspeccionó de arriba abajo. Su mirada de avispa me hizo reír otra vez y ella se cruzó de brazos.
—Ah, sí, la que no le hace nada el alcohol —me regañó—. Estás bien alegre. ¡Ve a acostarte ahora, Serena!
Pasó de mi y yo, encontrando totalmente disparatados todos sus gestos, la ignoré y bajé las escaleras para reencontrarme con mi abuela, que no se había enterado que prácticamente cargué a papá al cuarto, debido a las distracciones de mi madre.
—¡Así que aquí está la campeona! —me felicitó, cuando me reuní con ella en la cocina, poniéndome el dinero que ganó en las apuestas en la mano—. No sabía que tenías tanto talento para beber, dulzura.
—Tuve práctica —mentí, logrando que ella me mirara con el ceño fruncido, preguntándose qué demonios habría bebido en los últimos meses para ser tan dura.
Sacudió la cabeza al final y me besó en la mejilla antes de despedirse para ir a la cama y pedirme que apagara todas las luces y revisara las puertas. Me quedé sola en medio de la cocina con tres enormes billetes de 100 pesos, super emocionada. No podía creer que la abuela y mamá hubiesen apostado tanto.
También me reí de eso y le mandé un mensaje a Luca para contarle que había bebido como desgraciada y eso me había dado dinero. Lo único que él me preguntó fue cómo mi papá se había metido a eso conmigo, con lo estricto que intentaba ser la mayoría del tiempo.
Mientras cerraba las puertas y controlaba todos los pestillos, me dije que seguramente lo había hecho para divertirse conmigo. Si yo no hubiese pasado por situaciones como las que había vivido, jamás habría bebido tanto con su hija de dieciocho recién cumplidos. En realidad, por eso mamá también lo desaprobada.
Y quizás a mí el alcohol no me afectaba tanto como a otros, pero siguió dándome risa todo hasta que subí a mi habitación, cerré la puerta y me di cuenta de que mi ventana estaba abierta y el alfeizar y mi almohada, llena de plumas negras.
Me quedé congelada, pues estaba segura de que antes de irnos a cenar la había cerrado, por los bichos, claro. Pero ahí estaba abierta de par en par y algún pájaro desgraciado se me había metido.
Salí de mi sorpresa un segundo después y avance para coger la almohada y sacudirla fuera. Quizás la había dejado mal cerrada y el viento la abrió, pero en el fondo de mi mente también me preguntaba qué carajos hacia un ave a esa hora de la noche metiéndose a mi cuarto. Debía estar muy desorientado.
Agarré también las sábanas y las sacudí como pude. La pluma negra más grande me cayó sobre los pies y me agaché para levantarla. Pensé inmediatamente en el cuervo del bosque del día anterior y me asomé para inspeccionar la oscuridad.
El bosque formaba una masa negra tan densa que en realidad no pude distinguir mucho, ni siquiera siendo una daevitaen. Quizás el alcohol me daba algo más que risa, como menos capacidad para ver en la noche. Sin embargo, tampoco había ningún graznido ni sonido a los alrededores de la casa. Casi todos los animales estaban durmiendo.
Sin más, me encogí de hombros y tiré la pluma por la ventana y volví a sacudir las sabanas, por las dudas de que hubiese piojos o algo así. Cerré el postigo y esta vez me aseguré de dejarlo trabajado por completo.
La mañana siguiente me desperté con el sol dándome en la cara, pero en realidad fue debido a un mensaje de Nora, que me preguntaba cómo la llevaba. Lo miré y opté por no responderle aún. Como era en nuestro grupo de WhatsApp con Luc y Edén, no sabría cuando lo había visto o no, al menos por un rato.
No tenía ganas de responder eso, porque me hacía acordar las cosas que trataba de olvidar, así que me levanté y bajé a desayunar. Me senté en la mesa del comedor y miré a papá, que tenía la cara demacrada, producto de la resaca.
—Buen día —saludé, yo bien fresca como una lechuga, arrancándole una risa a la abuela. Mamá, en cambio, puso los ojos en blanco cuando me sirvió el café con leche.
—¿Dormiste bien, dulzura?
—Impecable —contesté, agarrando una tostada—, aunque un pájaro se metió dentro del cuarto y caminó por toda mi cama.
—¿No dejaste la ventana cerrada como te dije? —preguntó mamá, sentándose a la mesa.
Asentí y le ofrecí mermelada a papá, que seguía con la cara apoyada en una mano, aguantando como podía.
—Se ve que la cerré mal.
—Pon esas sábanas para lavar, linda —dijo la abuela—. Apenas volvamos de la tienda las meteré en el lavarropas.
Tomé un trago de mi café y observé a ambas mujeres con una expresión curiosa.
—¿Qué van a comprar hoy? ¿Qué harás de almorzar? —añadí, para la abuela.
Ella me dedicó una sonrisa.
—Qué vamos a comprar tú y yo, querrás decir. Tenemos que pasar por la farmacia por medicación para tu pobre padre y además me ayudarás a elegir los ingredientes para las posibles comidas de hoy. Creo que es hora que te enseñe a hacer mi famoso pie de limón.
La idea me emocionó. Acepté rápidamente, porque amaba el pie de mi abuela. Cuando no la veía por largos meses, algo de lo que más añoraba de su cocina era ese postre.
—¡Sí! —exclamé—. ¿Pero igual podré elegir el almuerzo, no?
—Algo livianito —alcanzó a decir papá, mientras intentaba masticar su tostada.
Lo contemplé con un gesto de compasión y ternura durante el resto del desayuno, muy consciente de todo su esfuerzo por mantenerme distraída y feliz. Luego, lo ayudé a llegar al sillón y fui a cambiarme.
Solo ahí me acordé de Nora y de su mensaje y me apresuré a contestarlo cuando vi que tanto Luc como Edén habían hablado en el chat.
«Todo está bastante bien. La abuela me está engordando». Seren.
«Me alegro que la estés pasando bien. Aquí está todo bien aburrido». Friki.
«Confirmo. La ciudad está igual que siempre, al menos que yo sepa. La vecina se le perdió un gato ayer». Ed.
Pude detectar el doble sentido en sus palabras, pero cambié de tema antes de que me obligara a mí misma a preguntar qué se sabía de Jason Black y su caso. Les conté que aprendería a cocinar pie de limón y que la perra de mi abuela odiaba a las ardillas, a lo que Luca contestó que su mamá perdió una chancla en el mar.
Hablamos un poco más mientras me cambiaba, por suerte de cosas cotidianas de nuestro día a día en esas vacaciones de verano y le agradecí mentalmente por ello, casi tanto como lo hacía con mis padres.
Me guardé el teléfono en el bolsillo de mi vestido y me calcé las zapatillas, con apuro cuando la abuela empezó a llamarme para irnos. Dejamos a Goldie encerrada con mamá y papá y bajamos por la empinada entrada a la casa, charlando sobre la ventana del cuarto y de que quizás había que arreglarla.
—Ya sabes que yo no uso esa habitación casi nunca. Permanece cerrada esa ventana todo el año —me dijo, mientras caminábamos por el borde de la ruta, rumbo al centro del pueblo, un par de cuadras sinuosas más adelante.
A esa altura del día yo lo atribuía totalmente a un error mío, ni siquiera a una falla del pestillo que la trababa, pero la abuela prefería creer que había algo mal con ella y no conmigo. Como siempre, defendía a su nieta, incluso aunque se tratara de un objeto inanimado.
Llegamos a la tienda enseguida y elegimos los limones más bonitos, a mi parecer, después de que ella me indicara las características necesarias para que fuesen jugosos y de revisar el color de la cascara. También conseguimos carne picada y papas para hacer un pastel de papas y luego fuimos a la farmacia por un medicamento para el malestar estomacal de papá.
Esperamos en la fila, mientras unas señoras cuchicheaban entre ella y con la farmacéutica delante de nosotras.
—¿Qué tal, Eleonora? —saludó una, al vernos—. ¿Tu nieta?
—Sí, ella es Serena, mi nieta menor.
Saludé con un murmullo y las señoras me sonrieron, pero había un brillo preocupado en su mirada.
—¿Pasó algo? —inquirió la abuela, cuando la farmacéutica nos hizo una seña con los dedos, indicando que ya era nuestro turno.
—Es la hija de Alberto, la más chiquita —musitó una, mientras la otra señora se tapaba la boca con la mano y negaba—. Desapareció anoche, la están buscando.
Mi abuela también se tapó la boca con las manos, pero yo sentí que el estómago se me retorcía. Una sensación de desasosiego me invadió y creí que no podría respirar. La farmacia pareció achicarse a mi alrededor y tuve que acercarme a la puerta, caminando dura como una estatua y excusándome con necesitar comprar algo en el kiosco.
No tardé mucho en darme cuenta, por lo último que escuché que antes de salir del local, que ese tipo de situaciones no eran frecuentes en Santo Thomas. Me quedé parada en medio de la vereda sopesando las posibilidades de que fuera coincidencia que justo yo estuviese ahí ante la desaparición de una joven, cosa que no era común como en Victoria Avery.
Lo único que pude hacer fue mirar el suelo, ajena a la realidad que me rodeaba y a la abuela, que salió de la farmacia preocupada por mi reacción, conociendo solo una parte de mi pasado.
—¿Serena, mi amor? —me dijo, tocándome la espalda—. ¿Te sientes mal? Vamos a casa mejor, ¿sí?
Tiró de mí, pero no me movió ni un milímetro. Yo había echado raíces en el suelo, todavía reflexionando. Esa sensación que había aparecido en mi pecho se convirtió más que en angustia. Se convirtió en un presentimiento, en uno malo y terrible como el que tuve cuando supe que Penélope estaba desaparecida por culpa de mi asesino.
Pero mi asesino no estaba ahí. Ya no. Ya no podía matar a nadie más.
Me mojé los labios, tratando de aclarar mis sentimientos turbios en base a esa idea, pero no me sentí más tranquila, ni un poco.
—¿Serena? —dijo la abuela, sacudiéndome el brazo.
—Necesito... hacer algo —solté, sin darle mayores explicaciones.
Salí corriendo, sopesando todos los lugares posibles donde podría estar una adolescente desaparecida. Crucé el centro del pueblo enumerando mentalmente las cuatro sierras principales que lo rodeaban, pero además de las rutas marcadas había varios caminos rurales y múltiples senderos por las montañas que no incluían las rutas turísticas. Podría estar en cualquier sitio, incluso si estaba perdida en el bosque había kilómetros y kilómetros para recorrer.
Pero eso no me detuvo. Seguí corriendo hasta cruzar las rutas y adentrarme en el bosque más cercano. Solo ahí me puse a saltar, haciendo uso de la energía que me quedaba de la que me habían dado mis padres esos días, siempre en momentos en los que la abuela no se percataba.
Me trepé a un pino e inspeccioné la zona, pero resultó ser mucho más fácil recorrerlo corriendo, al ras del suelo, que tratando de ver por entre medio de las ramas.
Saqué mi celular cuando me detuve un momento y me ubiqué con el GPS de Google Maps. Estaba al otro lado del pueblo, muy lejos de la casa de la abuela, pero me dio un panorama sobre todo lo que podría revisar.
Levanté la vista, dispuesta a seguir, y me quedé, en cambio clavada en mi sitio.
Había un cuervo parado en una roca, observándome fijo, como el otro día. Nos sostuvimos la mirada por un minuto entero, hasta que bajé lentamente el celular y el ave ladeó la cabeza. No sé cómo, pero supe que era la misma ave.
Entonces, me chilló y voló lejos. Corrí hasta la roca y miré hacia arriba, buscándola. La encontré unos cuántos metros más allá, sobre la rama de un pino, esperándome. Fue en aquel instante cuando me dije que las plumas negras sobre mi cama no era una coincidencia y que quizás, de verdad, no me olvidé la ventana abierta.
Avancé con premura y el ave continuó moviéndose cada vez que la alcanzaba, graznándome cuando le parecía apropiado para mantenerme detrás de ella como una tonta. Sin embargo, un rato después de recorrer cientos de metros, se le unieron más cuervos y me gritaron de la misma manera. Como si estuviesen apurándome o retándome por algo.
Fruncí el ceño y continué siguiendo al primer cuervo, o al menos al que creía que era el primero, hasta un pequeño acantilado en medio de la sierra boscosa, casi un kilómetro después del sitio donde había revisado el mapa.
Todas las aves volaron y yo salté casi sin pensarlo. Aterricé en una pequeñísima planicie, diez metros más abajo, y ahí los cuervos callaron.
Me erguí lentamente y avancé arrastrando los pies hacia el cuerpo de la adolescente de catorce años, que estaba pálido y boca arriba, seguramente mirando las estrellas que la habían acompañado cuando le quitaron el último suspiro. Los cuervos la rodeaban, bastante quietecitos, y uno de ellos golpeó el dedo inerte de la niña con el pico, como indicándome que finalmente había hallado mi objetivo.
Tragué saliva y me detuve a menos de un metro. El mundo se me vino abajo cuando vi que tenía una herida enorme, larga y fina, en el pecho, en el esternón.
Me mareé y caí de rodillas al suelo, comprendiendo por fin el sentido de mi presentimiento y por qué esa angustia no se había ido aun cuando pensé en razones más lógicas y menos rebuscadas que la posibilidad de un nuevo círculo de sangre. Pero ahí estaba ella, con los ojos verdes sin brillo, reflejando el cielo azul.
Me tapé la cara con las manos y ahogué un grito. Grité tanto que me dolieron las cuerdas vocales, como hacía tiempo no me dolía nada. Los cuervos volaron lejos, incomodos con mi llanto, y nos dejaron a ambas debajo de una lluvia de plumas negras.
Me dolió el tatuaje, casi como un efecto reflejo. No tuve que tocarme para saber que estaba sangrando un poco, porque apenas me quité las manos del rostro, noté que mi vestido verde agua estaba manchado.
Al principio, no supe qué hacer. No fui capaz de moverme, ni de mirar de nuevo a la muchacha, de la cuál ni sabía el nombre, ni avisarles a mis amigos lo que acababa de descubrir. De pronto, estar en presencia de ese cadáver me traía duros recuerdos, los míos. Pero también me obligaba a imaginar cómo habían quedado las demás chicas de mí circulo. Era enfermizo, tortuoso y obsesivo, porque volvía a pensar en Penélope y en que yo seguía sin encontrarla.
Sus huesos debían estar esperándome así, en esa misma posición, boca arriba, admirando un cielo que ya no podía ver.
—¡Carajo! —chillé, dándole un golpe a la tierra del suelo.
No me parecía tampoco que eso fuese casualidad. Más bien, sentía que los círculos de sangre me perseguían a mí y no yo a ellos y esa chica había estado bajo mis narices, secuestrada y asesinada mientras yo bebía y competía con mi padre, intentando ser normal.
Exhalé bruscamente y levanté la mirada hacia el cuerpo, preguntándome qué número sería ella. Entonces, noté que el mismo cuervo de antes, el primero de todos, seguía parado junto a la mano de la muchacha. Empujó sus dedos con el pico una vez más y noté que tenía una pulsera con un dije de corazón colgando de su muñeca.
Me puse de pie y me acerqué, con cuidado de no tocarla. Si yo estaba en lo correcto, había algo más que los cuervos guiándome. Observé al ave un momento más antes de agacharme y esta voló lejos, hasta las ramas del árbol más cercano.
Apenas puse los dedos en el metal, me sacudieron imágenes y gritos roncos. Pude ver lo que ella había visto cuando el desconocido, cuyo rostro estaba oculto por las sombras de la noche, la arrastró por el bosque, oprimiéndole la garganta hasta casi sin dejarle respirar.
La chica no pudo volver a gritar hasta que la tiró ahí, contra las rocas. Intentó pedir auxilio, pero él la silencio con una patada en las costillas que le quitó el aire otra vez. Luego, se le tiró encima. Ella intentó defenderse, agitando las piernas.
Se le subió el vestido celeste que tenía por encima de las calzas, y se me removió el estómago cuando él le aplastó el abdomen desnudo con una rodilla. No le habló, al igual que había hecho Jason Black conmigo. Solo la inmovilizó de nuevo por el cuello, clavándole el pulgar en el hueco de la garganta, para después sacar el cuchillo y clavárselo en el esternón.
Un sacudón me sacó de las últimas memorias de esa niña y me di cuenta de que estaba sentada en el suelo, agitada, transpirada y mareada. El miedo que ella había sentido aún se colaba por mis venas, como si fuese mío.
Solté la pulsera. Temblé y lloré, entonces, por un largo rato. Me abracé a mí misma y miré sin ver el bosque a mi alrededor, a sabiendas de que sentí mío ese terror porque había sido idéntico. La ansiedad, la esperanza de que alguien apareciera milagrosamente para salvarnos, el último instante comprendiendo que eso no iba a pasar...
Si tocaba la pulsera de nuevo probablemente pudiese obtener más información, pero no me sentía fuerte para volver a hacerlo, no al menos en ese momento. Estaba trastornada, golpeada de mil maneras diferente. No necesitaba tocar más nada para asegurar que se trataba de un nuevo círculo de sangre y que yo no había podido evitarlo.
No sé realmente cuando tiempo me quedé ahí, a su lado, acompañándola, aunque seguramente su alma no estaba ahí desde hacía tiempo. Por cómo se veía el cadáver, llevaba varias horas muerta y salvo que ella fuese como yo —y hubiese rechazado su segunda oportunidad de alguna manera—, la muerte ya debía de habérsela llevado a esperar su destino fatal en el limbo.
Me limpié las lágrimas, cuando sentí que estaba seca, y me estiré hacia la chica. Me detuve a dos centímetros de sus ojos abiertos y reflexioné sobre lo que haría a continuación. Mi tentación de cerrarle los ojos, de calmarla en su grito interno, si es que aún estaba ahí, podía complicar las cosas para la justicia y para mí. Si había restos del asesino, yo no podía destruirlos tocándola.
—Todo va a estar bien —le prometí, alejando la mano—. Perdóname por no haberte salvado. Pero salvaré tu alma, lo prometo.
Me puse de pie y pisé sin querer la pulsera. Me di cuenta de que tenía algo de sangre en ella. Solo ahí entendí lo valiosa que podía ser en ese caso y porqué el cuervo me la había señalado. Levanté la vista para buscarlo y lo hallé en el mismo árbol, atento a mis movimientos. De alguna forma extraña y retorcida, presentía que no me la había señalado solo por los recuerdos de su muerte, sino porque funcionaría perfecto para los hechizos de Nora: un objeto del muerto permite contactarlo con mayor seguridad en una invocación, eso lo aprendí bien.
Me agaché y la tomé con la punta de los dedos, esperando que me azotara otra ola de recuerdos, pero eso no pasó. Solo fueron sus sentimientos agónicos transfiriéndose a mi piel hasta que la solté en el bolsillo derecho de mi vestido.
Suspiré y de nuevo tuve que contener mis deseos de cerrarle los ojos a la pobre criatura. Su expresión desolada me dolía profundo en el alma, pero no podía hacerlo. De por sí, todas mis huellas estaban en lugar del asesinato y no necesitaba implicarme en nada de ello, no al menos de esa manera.
Me puse de pie y borré las marcas de mis zapatillas con la punta de mis pies. Alguna quedaría, pero esperaba que no fuese contundente. Pegué un enorme salto, después de mirar a la adolescente una última vez, y volví a la cima del pequeño precipicio, en el bosque.
Ahí, saqué mi teléfono y miré la ubicación en el mapa. Estábamos a casi dos kilómetros del pueblo y pude ver en mi cabeza como el hijo de perra había arrastrado a la niña todo ese largo tramo por el bosque. Recordar lo que la pulsera me había mostrado esta vez me llenó de ira. El dolor dio paso a una bronca que no había sentido ni siquiera cuando maté a mi asesino. Grité otra vez y estiré el puño hacia un árbol. La corteza crujió y el tronco se partió.
Me alejé varios pasos al notar el desastre había hecho, pero me sentí un poco mejor, por lo que le di otro y otro puñetazo a lo que quedaba, hasta dejarlo hecho leña, hasta que me dolieron también los nudillos, por no estar tan llena de energía como debería.
Nuevamente retrocedí y me dejé caer contra otro pino. Oculté el rostro entre mis brazos y me quedé así, todavía sosteniendo el teléfono con la otra mano, sin contar el tiempo y dándole vuelta una y otra vez a los huecos en las historias de esas mujeres de mi círculo que mi imaginación había llenado.
Me las imaginé gritar y el sonido de sus voces de la nada se oyó igual a algo que había escuchado en mis sueños, mezclado con los graznidos de los cuervos.
Levanté la cabeza de golpe, sobresaltada y agitada, como si los estuviese oyendo ahí mismo. Pero estaba sola, ni siquiera estaba ya el cuervo que tanto me había seguido. Me palmeé las mejillas con las manos, para hacerme reaccionar, y me di cuenta de que las tenías mojadas por un nuevo llanto del cual no me había percatado.
Me puse de pie, recordando de pronto que existía un universo alrededor de ese bosque. Que no solo buscaban a esa chica, sino que ahora mi familia me estaría buscando a mí.
Suspiré y activé la pantalla del celular. Seguía mostrando Google Maps, así que memoricé el lugar para lo que fuese hacer a continuación, aunque no estaba segura de cuál era la mejor estrategia para un caso así.
Luego, abrí el grupo de WhatsApp de Nora, Edén y Luca y observé los últimos mensajes que nos enviamos esa mañana, debatiendo si debía contarles ya mismo sobre eso o no. Tenía, en cambio, varios mensajes de papá y mamá y llamadas entrantes de ambos y de la abuela.
Guardé el celular, así como estaba, sin tocar más nada. Les hablaría y enfrentaría todo cuando hubiese acabado con eso.
Corrí de vuelta hacia donde creía que estaba el pueblo y apenas vi las primeras calles, me detuve entre los árboles para revisar el estado de mi tatuaje. Se estaba desvaneciendo en algunos lugares y el centro ya se veía más que colorado y ardiente. Mi herida estaba regresando, por eso ya tenía algo de sangre, y necesitaba energía pronto.
Me mordí el labio inferior, esperando que ningún habitante de Santo Thomas lo notara y salí de entre los árboles cuando me pareció que no había nadie. Luego, me concentré en la siguiente parte de mi improvisado plan: buscar un teléfono público.
Tuve que acercarme a las calles principales para eso. Rebasé personas, me asomé en varios locales y por desgracia el único que encontré estaba fuera de uso. Regresé por la avenida principal y mientras repasaba todos los posibles puntos para tener un teléfono público, a la vez que rezaba para que nadie ahí se fijara en la loca que corría para todos lados.
Me encaminé hacia la terminal de autobuses. Era pequeña, pero por lo general en ese tipo de lugares había teléfonos públicos. Estaba a dos cuadras de la plaza principal y no me tomó nada llegar, aun cuando estaba corriendo a una velocidad humana.
Una vez ahí, usé el poco dinero que tenía encima para comprar una golosina en el kiosco de la terminal y usé el vuelto en monedas para el teléfono. Marqué el 911 y miré a mi alrededor, chequeando la distancia de las personas a mí.
—«911, ¿cuál es su emergencia?»
—Le... hablo de Santo Thomas —dije, agitada y temblorosa. No por actuación, sino porque estaba cansada y de verdad perturbada—. Vi a un hombre llevarse a una chica al bosque... en la zona norte del pueblo, entre las calles Ginebra Roldán y... Mariano Tesseo —conté.
—«Bien, ¿puedes describirlos?» —dijo la telefonista, sin dudar ni un segundo.
—A él no, a ella sí —añadí, bajando la voz cuando una pareja que iba a formarse para esperar un bus de larga distancia pasó cerca—. Ella... era joven, una adolescente. Tenía el pelo oscuro, largo y lacio. Y tenía puesto un vestido celeste y creo que eran calzas azules.
—«De acuerdo» —me contestó, manteniendo la tranquilidad—. «¿Tu estabas con alguien más cuando los viste?»
—No —dije, casi tragando saliva. Nunca le había mentido a la policía y esperaba que no se notara que lo hacía. Era buena mintiendo, lo había hecho durante meses, pero en algunos momentos de crisis, como esos, me sentía más vulnerable y propensa a errar—. Se supone que debía estar en mi casa y no estaba... yo... no le puedo decir a mis padres. Pero la chica estaba asustada...
—«¿Eres de Santo Thomas?» —me preguntó.
—Sí. Y sé que hay una chica desaparecida —musité—. Podría ser ella.
—«¿Quisieras darnos tu nombre...?» —intentó la telefonista, pero me apresuré a colgar.
No sabía si tomarían en cuenta mi testimonio, pero al menos lo había intentado. No quería que la joven pasara días y días desaparecida, como le había ocurrido a otras de mi círculo de sangre. Mientras más pronto su cuerpo llegase a su familia, donde pudiesen velarla y despedirla, mejor.
Por mi parte, ahora sabía que tenía algo más que hacer, más que solo preocuparme por mí y por mi círculo. Porque, de alguna forma, Jason Black había dicho la verdad.
En primer lugar, quiero pedirles disculpas por no tener lista la ilustración de este capi ni las imágenes de los chats. Regresé a la uni, por un lado, y por el otro estoy a full con los preparativos de la publicación del último libro de mi saga en físico. Si no la conocen, los dos primeros libros estarán gratis en Wattpad hasta el 1ro de diciembre (El dije y El alma).
¡Vamos con las preguntas del día!:
¿Qué creen de la posibilidad de un nuevo círculo de sangre? ¿Estarían tan seguros de esto como lo está Serena después de lo que experimentó al tener los recuerdo de la pobre chica? ¿Qué opinan de los cuervos? ¿Y qué creen de lo que decidió hacer Serena con la pulsera y avisando al 911?
¡Los leo!
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