13. Débil
Débil
El museo histórico de Godwell era pequeño. Estaba rodeado de pinos y tenía un patio de recreo delante, con columpios y toboganes muy viejos.
Dargan se apresuró a pararse sobre el tobogán y me siguió con la mirada hasta que desaparecí por la entrada.
Pagué una entrada simbólica para poder recorrerlo y, como era temprano, estaba totalmente vacío. Merodeé sin guía, chusmeando las fotografías de los inicios de Godwell y de las personalidades que nacieron ahí, aunque pare mi eran desconocidos absolutos.
Mis pasos resonaron por los pasillos y galerías hasta que llegué al sector dedicado a la bruja, decorado con panfletos de festivales anteriores y guirnaldas conmemorativas. La vitrina que tenía los supuestos objetos que habrían sido de ella o pueblerinos de esa época estaba debajo.
Parecía un altar y se notaba que el festival era su mayor atracción. Le dedicaban tiempo y amor y no tenía que ver con el miedo a que la bruja volvería. Eso era algo antiguo; era un pensamiento mágico que se perdió con los años. Ahora, era motivo de fiestas, de alegrías y de la llegada de turistas.
Miré los objetos en silencio, pero me concentré en la piedra gastada que tenía la marca de la bruja. Saqué un papelito cuidadosamente doblado del bolsillo de mi pantalón corto, donde había dibujado el símbolo de mi talismán, y lo comparé, apoyándolo sobre el vidrio. No me atrevía a sacar mi pieza, por si me veían.
Asentí, estando segura de que se trataba del mismo dibujo. Ya estaba segura antes, pero la confirmación era la señal que necesitaba y me puse a mirar las antiguas notas de diarios enmarcadas en la pared. Había algunas de 1852, el día de la bruja, el 21 de marzo, que aseguraban haber visto a una chica desconocida merodeando en la oscuridad de la noche. A la mañana siguiente descubrieron el símbolo pintado en la plaza. Días después, una familia entera apareció muerta. No se supo que enfermedad silenciosa e invisible los mató.
Era demasiado curioso, así que comencé a tomar apuntes en las notas de mi teléfono. En ningún lado se mencionaban nombres que pudiese usar de referencias, pero otra nota de diario antigua, esta vez de principios del siglo anterior, hablaba de una desaparición en el pueblo para la fecha aniversario. Una joven viuda que se había mudado hacia un par de años y se esfumó sin dejar rastro de un día para el otro. Le adjudicaban su destino al malvado ente que todavía buscaba venganza.
Datos, sí, pero no datos que me sirvieran, al fin y al cabo, por lo que después de anotar todo lo que pude, salí del museo y me senté en los columpios a buscar artículos del tema en internet. Dargan voló hasta sentarse en la otra hamaca.
—Hm —susurré, para él. Para el tiempo que llevábamos juntos, ya estaba muy acostumbrada a hablarle como si fuese una persona—. Los artículos de estos blogs paranormales son muchísimo más entretenidos —le conté—. La bruja fue vista, según ellos, dando vueltas por la plaza en círculos, después del festival. Ja. Si es una Daevitaen, si es un ángel de la muerte, ¿por qué se entretendría tanto aterrando a un pueblo por tantos años?
Me giré hacia Dargan, él se giró hacia mi y ladeó la cabeza. Yo apreté los labios.
—No, claro, no tiene sentido. A ella solo deberían preocuparle los brujos. Lo más probable es que jamás haya vuelto desde 1852 —respondí—. Pero si ella era un ángel de la muerte, como yo, e hizo algo malo, ¿no significaría que la muerte se equivocó al elegirla? ¿Cómo podría Nora tener razón al decir que la muerte no sabe lo que hace? ¿Soy también un error?
Dargan hizo un gesto con las alas. Pareció que se encogía de hombros. Su pico castañeó y yo le dirigí una mirada hastiada.
—Qué amable —bufé—. Además, lo más probable es que ella haya muerto realmente hace mucho. ¿No? Y que la supuesta bruja que apareció en 1852 haya sido otro Daevitaen. Nora y su abuela por algo viajaban mucho. Aunque... es raro que yo jamás me haya cruzado a otro como yo, ¿verdad?
Dargan había girado el cuello hacia la calle desierte y no hizo ningún gesto más. Pese a lo comunicativo que estuvo el día anterior, hoy no parecía querer decirme nada. O tal vez no lo sabía. Después de todo, él nunca había visto el talismán en mi mochila, si lo había comprendido bien. Quizás, él solo sabía las cosas que le había dicho la muerte, como yo.
Miré el museo sintiendo de pronto que no había nada más que pudiese encontrar ahí. Tampoco sentí que tuviese nada más que buscar. Ayer, creí que había una razón para estar ahí, pero ahora no había por dónde continuar y al final, estaba olvidando algo muchísimo más importante:
—Siguen dos círculos de sangre abiertos —murmuré.
Los aliados de Black estaban cumpliendo con su palabra y estaban matando más chicas. Daba igual cuántas, era obvio que jugaban a ver quién llegaría primero a entregar doce almas al infierno.
Aunque yo estaba huyendo, no podía perder eso de vista. Y si esta historia me ayudaba a comprender por qué los brujos tenían tanta mala espina con los ángeles de la muerte, estaba bien. Pero ahora debía continuar, porque yo, sin lugar a dudas, no era como la bruja de Godwell. No iba a olvidar mi misión.
El camionero que fue amable al recogerme en la carretera no paraba de hablar. Era un señor que rozaría los cincuenta años, pero ya tenía nietos y derrochaba amor por ellos. Me pasó su teléfono y me hizo ver cuarenta álbumes de fotos de todos ellos. Al principio, fue tierno, pero luego empecé a desear bajarme del camión.
Además, hacía calor y el aire que entraba por las ventanillas me asaba la cara.
—¿Falta mucho para el siguiente pueblo? —pregunté, devolviéndole el teléfono una vez que entendí que si no lo interrumpía, él no iba a parar.
—Un par de kilómetros —me respondió Roberto, que así se llamaba el camionero—. ¡pero ahí no hay ni gasolinera! Hay que parar en el siguiente, que está a quince kilómetros más.
—No hay problema —dije, bajando más la ventanilla—. Me bajaré ahí, si no es una molestia.
El hombre alzó las cejas, incrédulo.
—¿Segura? Es un pueblo medio muerto. No creo que encuentres dónde pasar la noche ahí.
Eran casi las seis de la tarde. Intenté alejarme de Godwell todo lo que pude. Opté por viajar así para no dejar ningún registro con mi nombre en ningún transporte público. Tardé, más o menos una hora, pero tuve la suerte de, al menos, conseguir que este hombre pudiese llevarme por ya más de doscientos kilómetros provincia adentro.
—Además, se dicen cosas horribles los últimos días —siguió él—. Desapareció una persona hace poquito. Lo sé bien. Créeme, paso por esta ruta cinco veces a la semana.
Giré la cabeza hacia él, tan rápido que lo sobresalté.
—¿Alguien desapareció?
—Así es —contestó, sacudiendo la cabeza. Tragó saliva al volver la vista a la ruta—. También hay rumores de demonios y fantasmas. El pueblo ya es viejo, no hay gente joven. Dicen por ahí que quien desapareció era uno de los últimos jovencitos. Lo escuché en la gasolinera hace dos días.
—Los demonios no existen —le dije, con una sonrisa amable, pero él se estremeció.
—Como no, mija, si están en los campos, en las cuevas y los bosques. Todo el mundo lo sabe.
No contesté. Roberto era un hombre de ruta, así que tenía sentido que lo creyera. Pasaba su vida entera en ella y trabajaba sin descanso por horas y días para llevarle el pan a su familia. Todas sus creencias estaban basadas en lo que escuchaba de otros camioneros, de los vecinos de esos pueblos viejos, de las cosas que creía ver en la noche cuando sus ojos ya estaban cansados.
Yo no podía ir en contra de eso. Al final, para muchos, yo también era un demonio. La mayoría de las veces me olvidaba que debía ser una abominación, que era algo que estaba mal.
—Está bien, déjeme ahí. Mi tía vive ahí. Y de paso voy a chequearla —mentí, con calma. Esperé que no hiciera preguntas, pero mientras revisaba en el mapa de mi teléfono el nombre de ese bendito pueblo muerto, Roberto se lanzó a la carga otra vez.
—¿Sí? Es un pueblo horrible, no te voy a mentir. Entré una vez sola. ¿Pero tu tía no tiene a nadie? ¿Hijos, nietos?
Negué, con soltura. A mi se me daba bien inventar cosas, aunque hacia rato que no lo hacía tanto como en los últimos días.
—No. Está sola. Yo en realidad voy hasta Carolina, pero ya que estoy, le echo una miradita. No es una persona muy sociable. Seguro no va a querer que me quede mucho. Tiene muchos gatos. ¿Le gustan a usted los gatos?
Esperé que funcionara y por suerte el picó al instante. Me devolvió su teléfono para mostrarme todas las fotos de los gatos que tenía en su casa. Había por lo menos siete, además de gallinas, perritos y hasta un cerdo enorme con el cual sus nietos se sacaban selfies.
No pasó más de media hora cuando él bajó la velocidad del camión para dejarme a un lado de la carretera, en la entrada del pueblo. El cartel de bienvenida era tan viejo que el cemento corroído no se sostenía de los fierros que le daban forma a las letras del nombre: Cristo Redentor.
Arrugué la nariz, antes de que Roberto me mirara de reojo. No había ni una sola alma a la vista.
—Bueno, mija, ten cuidado, ¿sí? —me dijo, dándome la mano para estrecharla—. Anota mi teléfono por si necesitas un aventón en otra ocasión, ¿sí?
Dudaba que fuese a pasar por esa misma ruta, pero igual, por cortesía, anoté su teléfono en un block de notas del mío. Volví a agradecerle por el viaje y me bajé al costado de la ruta con mi mochila y mi bolso. En cuanto el camión arrancó, perezoso, con esfuerzo por el peso de la enorme carga que transportaba, me giré hacia la entrada del pueblo, hacia el cartel que se caía a pedazos. Un cuervo enorme volví hasta pararse sobre la letra D.
Quien no era lento ni perezoso era Dargan.
Crucé la ruta a las apuradas, cuando se hizo un espacio entre el tráfico y lo primero que noté en cuando me metí por la calle principal era que no se escuchaba nada en el pueblo. Era tarde para que todos aún estuviesen durmiendo la siesta, por lo que no me convencía que hasta las proveedurías estuviesen cerradas.
Tampoco nadie se asomó a ninguna ventana. A medida que el sol caía y Dargan volaba por encima de mi cabeza, gaznando con fuerza, reprimí un escalofrío. No solo parecía que estaba en una película de terror, si no que se sentía como una.
Algo no estaba bien ahí.
Me detuve. Dejé caer mi maleta al suelo y giré sobre mí misma. El silencio era abrumador. Ni siquiera se escuchaban perros o cualquier otro animal doméstico. Levanté los brazos y aplaudí.
El sonido retumbó en las paredes de las casas. El viento lo llevó lejos. Pude oír su eco. No hubo ni una respuesta. Se me heló la sangre.
—Dargan —lo llamé, con un susurro. Él se acercó de inmediato a mí. En cuanto sentí su peso en mi hombro, tomé valor para aplaudir una vez más. Sin embargo, la inquietud que se asentaba en mi pecho era aterradora.
Eso no era medio pueblo muerto. Eso era literal un pueblo fantasma. Porque además de lo que no podía ver ni escuchar, estaba lo que podía sentir. No percibía energía, no percibía vida.
«No puede haberse ido todo el mundo», pensé, mientras me agachaba para levantar mi bolso. Caminé hasta la siguiente intersección. Lo que parecía ser la calle principal, con una plaza pequeña y una iglesia, también estaba vacía. Había autos viejos estacionados. Uno tenía la puerta abierta. La luz de la calle del único bar estaba encendida, parpadeando.
«Carajo», pensé, con ganas de darme la vuelta y huir. Sentía que en cualquier momento me caería un demonio, como dijo el señor Roberto, uno que se arrastrara por el piso, cubierto de sangre, pudriéndose y retorciéndose. Me estremecí. Había vivido muchísimas cosas en mi corta existencia y sabía enfrentarme a muchas de ellas, pero a algo como eso... Simplemente, ¿cómo mataba algo yo que ya estaba muerto?
Dargan clavó su pico en mi cuello, sutil, pero hizo que mirara a la derecha. Tan pronto como lo vi, el viento arrastró el olor fétido hacia mí. Me tapé la nariz y la boca con las manos. Unos pies, boca abajo, se asomaban por la entrada de un jardín. No necesitaba acercarme para saber que llevaba unos días ahí, lo cual significaba que nadie estuvo cerca para hacerse cargo del pueblo.
—Dargan —dije, con tono ahogado—. Busca gente con vida.
Dargan agitó las alas. Las plumas me golpearon la nuca y sus garras pellizcaron mi hombro antes de salir volando. Gaznó, inquieto, mientras yo daba pasos hacia el cuerpo que estaba a unos treinta metros, preguntándome por qué siempre me metía en los peores lugares del mundo mundial.
«Siempre tengo que toparme con muertos», dije, conteniendo la respiración. No quería hacerlo, pero para conocer la situación del pueblo, para saber de qué se trataba todo eso, tenía que verlo y ver cómo había fallecido.
Me detuve cuando alcancé la reja del jardín. Era un hombre mayor. Estaba boca abajo. Tenía todavía las viejas sandalias de cuero puestas y junto a sus brazos pálidos, había unas bolsas con compras. Lo que había en las bolsas también se había podrido.
Sin embargo, tampoco él llevaba tanto tiempo ahí. El calor del verano había acelerado la descomposición. No me atreví a dar un paso al interior del jardín o de la casa, cuya puerta de madera vieja también estaba abierta. Más hedor venía desde ahí.
Me giré y avancé por la calle. Había otro auto con las puertas abiertas en la siguiente intersección. Me frené al ver que la ventanilla estaba rota y que había un rastro de sangre por el suelo hacia un pequeño pasaje, donde la oscuridad comenzaba a cernirse.
—¿Qué demonios pasó aquí? —musité, sacándome la mochila. La dejé sobre la vereda, con cautela.
No era un asesino común y corriente. La persona del auto no estaba por ningún lado, pero a medida que avanzaba hacia el pasaje, sumido bajo un dosel de ramas y enredaderas, vi más cuerpos tirados en las calles. Mucha gente mayor que seguramente no había tenido tiempo de huir.
Escuché a Dargan a varios metros, casi que gritando. Sonaba histérico, bastante preocupado y eso me hizo levantar la vista. Fue en ese segundo que algo se movió en callejón, más rápido de lo que yo tuve tiempo de bajar la cabeza.
Se estrelló contra mi un cuerpo pesado que me sacó el aire de los pulmones. Mi espalda golpeó contra la pared de ladrillos y casi que sentí dolor. Una mano se había cerrado en mi garganta con tanta fiereza que creí que me la perforaría.
Jadeé, confundida. Estaba demasiado sorprendida. Mis pies no tocaban el suelo y la desesperación me embargó por completo, porque era la primera vez en casi un año que me sentía tan débil, tan inútil.
Agarré el brazo de mi atacante mientras Dargan continuaba chillando en el aire, sobre nosotros, y, en cuanto lo hice, sentí como succionaban algo de mí. Como si de repente mi capacidad de pensar, de actuar, de todo, saliera por todos los poros de mi cuerpo.
No, de mi cuerpo no, de mi cuello, donde aquel malnacido me estaba ahogado. Y robándome.
Dargan cayó en picada. Oí sus chillidos casi sobre mi oído y sus plumas me golpearon la cara. La succión se detuvo unos segundos, lo suficiente como para que yo entendiera qué era lo que realmente pasaba.
El atacante se distrajo con el cuervo. Liberó mi cuello de una de sus manos pero sin control alguno seguía quitándome energía sin parar. Me mareaba, me descomponía. Tuve ganas de vomitar, dormir y llorar a la vez. Mi cerebro se convertía en una nube de polvo y silencio, donde los graznidos de Dargan se volvían más y más lejanos.
Entonces, se oyó un grito y la mano me soltó. Caí de rodillas en el suelo, con la sensación agobiante de tener la garganta destrozada, aunque eso era imposible. Con muchísima menos energía que antes.
Levanté la mirada para ver al desgraciado trastabillar, mientras Dargan tironeaba de su cabello con las garras y el pico. Libre de su agarre, con la mente aclarándose, deslicé una de mis piernas y barrí las suyas.
Él cayó al suelo de trasero, agitando los brazos con la mirada oscura desencajada, furiosa. Sus movimientos eran extremadamente veloces, pero no conseguía aferrar las plumas de Dargan. Aunque lo intentaba, parecía que sus dedos cubiertos de sangre seca y suciedad, atravesaban al cuervo.
Yo sabía que no le estaba haciendo daño, pero sin duda era molesto para él, porque no le permitía concentrarse en su presa: yo.
Me estiré hacia delante. Agarré su pantorrilla desnuda y tiré de la energía que rebosaba en su cuerpo, ansiosa por recuperar la mía. Apenas lo toqué, apenas logré tomar algo para mí, los ojos negros del hombre, tan negros como el plumaje del cuervo, se clavaron en mí. Hubo un cambio en el brillo de su mirada. Lo supe. Pasé de ser la presa a ser el enemigo.
Debí verlo venir, pero en ese momento, yo era mucho más lenta que él. Me agarró de los brazos con una fuerza atroz. Me levantó del suelo en voladas y lo siguiente que supe es que me estaba dando la cara contra el cordón de una vereda.
Contuve una mueca. De nuevo, casi que hasta me dolió. Me dolió de verdad.
Dargan volvió a chillar. Esta vez, más cerca de mí. Fue una alerta para que reaccionara, para que me moviera antes de que él me alcanzara Me agarré del cordón y me giré a tiempo para ponerle los pies en el pecho.
Sus manos, filosas como garras, se clavaron en mis tobillos y jaló de ellos arrancándome un grito. Creí que me los separaría de las piernas a medida que volvía a chupar la energía que me quedaba. Me arrastró por el suelo y mi nuca golpeó contra el asfalto.
Esta vez, aunque Dargan lo atacó, él no se dejó molestar. Subió las manos por mis piernas desnudas, chupando todo a su paso. La herida en mi pecho se abrió más rápido que nunca jamás y aunque mi mente iba y venía entre la nubosidad y la realidad, grité. Me quemaba el pecho, la sangre se me enfriaba apenas se derramaba por mis costillas.
Mientras él se cernía sobre mí, como el monstruo que realmente era, yo tuve de nuevo la sensación de tener a mi único monstruo y pesadilla encima. Ahorcándome, llevándose toda mi vida, mis sueños, clavándome un cuchillo en el pecho.
Llegué al límite. Mi cuerpo entró en catarsis absoluta. La debilidad se convirtió en hambre, en apremio, en descontrol. Mi mente se perdió en un nubarrón, pero en aquel que me convertía en una daevitaen, no en una víctima.
Levanté la rodilla y lo empujé. Esta vez, él voló por los aires. No supe dónde cayó y poco me importó, porque sabía que lo encontraría. Me levanté con un gruñido pujando por salir por entre mis labios, con un instinto primitivo dominando mis acciones y pensamientos.
Dargan volvía a volar sobre mí, pero esta vez estaba callado. No hizo ningún sonido mientras yo me giraba hacia el otro daevitaen, que en su plena locura no podía siquiera dialogar. Una lástima para él, porque yo tampoco.
Yo necesitaba energía y la única fuente cercana que evitaría que muriera de nuevo y me quedara atrapada para siempre en mi cuerpo era él.
Corrí. Más veloz que él, haciendo acopio de mis últimas fuerzas. Lo alcancé por la espalda y no le di tiempo a recalcular, a reaccionar. Lo tumbé en el piso, tirando de sus brazos hacia atrás. Sabía que no se los arrancaría, pero no me importaba. Clavé la rodilla entre sus omoplatos y gritó.
Su voz ronca resonó en todo el pueblo. El silencio del pueblo se agitó ante su voz agónica. Y siguió gritando mientras yo tomaba todo de él y recuperaba poco a poco mi cordura, mi estabilidad.
Su tono se fue apagando, pero no me detuve. Con los dientes apretados, seguí adelante hasta que yo no quedaba más que unas pocas gotas de vitalidad. Cuando tomara eso, sería su fin. Porque si bien uno no podía matar a un Daevitaen con cualquier cosa, uno si podía secarlo por completo.
Lo pensé. Pensé seriamente lo que eso significaría para él, para su alma. Pensé que él intentó hacer lo mismo conmigo, pero por motivos muy diferentes a los que yo lo estaba haciendo ahora. Pensé y supe que no tenía otra opción y que eso me perseguiría por muchísimo tiempo. Pero él no tenía salvación. Ya estaba loco, ya no tenía consciencia, ya era realmente un demonio.
Tiré de esas últimas gotas de energía hacia mí. Su cuerpo no dio ningún espasmo. Simplemente se quedó lánguido en mis manos y bajo mi rodilla. Fue como sacarle la batería a un juguete, como si alguien simplemente bajara el interruptor de la electricidad. Se desplomó en cuando lo solté.
Jadeando, llena de mi propia sangre, permanecí de pie, observando el cuerpo de aquel joven hombre cuya alma ahora gritaba de espanto y terror dentro. Dargan voló, silencioso, hasta posarse en mi hombro. Esta vez, fue delicado. Su pico contra mi mejilla, con ligeros toques, también lo fue.
—Estoy bien —dije. Sí, mi herida había cerrado ya, el tatuaje brillaba de nuevo en mi pecho tras mi vestido ahora sucio y rajado. Pero, igual, eso era una mentira.
Me dije que no era solamente él o yo. La prueba estaba a mi alrededor. Él había asesinado a un pueblo entero. ¿A cuánto había estado de abandonar Cristo Redentor para alcanzar otros pueblos y ciudades? Estaba bastante lleno de energía, lo que significaba que su locura solo tenía unos días.
—Mierda —murmuré, tapándome la cara con las manos.
Era la primera vez que me cruzaba a alguien como yo. Era la primera vez que veía lo que un daevitaen sin control podía ocasionar. Fue como una patada en el hígado darme cuenta de que los brujos tenían razón en perseguirlos y liquidarlos, así como darme cuenta de que, en ese momento, aunque ese hombre era igual que yo, yo me sentía del lado contrario. Del lado enemigo.
El pico de Dargan se coló por entre mis dedos. Intentaba apartarme las manos, verme, así que las dejé caer y di pasos hacia atrás, alejándome del daevitaen caído.
—Estoy bien —repetí, pero la voz me salió rota y Dargan ladeó la cabeza y me miró desconfiado—. Yo... es que...
Es que había muchas cosas que daban vueltas ahora en mi cabeza. No solamente que había condenado a alguien más a un horrible destino: la sensación de estar debajo de alguien, luchando por mi vida otra vez, me causaba un pavor helado que nacía desde el centro de la herida que me había causado la muerte.
Eso y el hecho de que era la primera vez que me cruzaba con alguien que era capaz de lastimarme a un nivel físico distinto. No era como las brujas, que necesitaban valerse de artilugios y hechizos. Estaba más que claro. Los Daevitaen podíamos matarnos entre nosotros y yo no era, ni de lejos, la más fuerte.
La única manera en que pude detenerlo fue entrando en la maldita crisis que me volvía imparable, instintiva, un monstruo como él.
Me alejé más del cuerpo y me froté los brazos. Mis músculos se habían recuperado de los golpes. Ya no los sentía agarrotados, tampoco sentía frío, pero tenía la piel de gallina.
Me senté en el cordón de la vereda al otro lado de la calle y exhalé lentamente, al darme cuenta que temblaba. Dargan seguía mirándome con atención y ante su escrutinio no se me ocurrió otra cosa que hablarle de otra cosa que no fuera mi estado mental. No quería que un pájaro me viera así de vulnerable y que para colmo no me creyera cuando le mentía.
—No hay nadie con vida en todo el maldito pueblo, ¿verdad? —inquirí.
El cuervo asintió rápidamente con la cabeza. Entonces, volvió a ladear la cabeza. Uno de sus ojos conectó con los míos. Desvié la mirada.
—Los camioneros saben que había una persona desaparecida en este lugar —dije, señalando al daevitaen caído—. Una que tuvo el tiempo de liquidar a un pueblo pequeño y viejo como este. Pero, ¿dónde mierda están los brujos, eh?
Dargan encogió la cabeza y alzó las alas, evidenciando su desconcierto.
—Me cazan a mi como si fuese una porquería, después de todo lo que he hecho por las personas de la ciudad, después de todas las almas que salvé, ¡después de evitar que se cerrara un maldito círculo de sangre y saliera un estúpido demonio...! ¡Después de todo, me cazan a mí, pero no son capaces de defender a personas inocentes! —El tono de mi voz aumentó hasta que mis gritos me desgarraron la garganta. Me puse de pie y Dargan salió volando—. ¡No son capaces de detectar a un daevitaen haciendo estragos a tiempo! ¡Yo tengo que hacer todo el sucio trabajo! Pero, ah, ahí van tratando de matarme. ¡Y lo harán cuando me encuentren, porque son una manga de hipócritas!
Detrás de toda la pena que sentía por ese hombre, por la gente de ese pueblo, por mí misma, sentía furia. Ahí estaba de pie en medio de un pueblo totalmente muerto, sin nadie que supiera lo que había sucedido, con decenas de personas que pasarían a la intemperie sin un entierro digno por quién sabía cuánto tiempo...
Porque yo no podía quedarme ahí.
Agitada, pateé una roca del suelo, un trozo del cordón que se había desprendido. Exhalé con brusquedad y me di la vuelta hacia donde había dejado mi mochila. No podía quedarme ahí, no podía hacer el trabajo sucio todo el tiempo. ¿Con cuántas cosas más cargaría si también me llevaba todo lo que había ocurrido ahí conmigo?
Llegué a la calle principal y encontré un viejo teléfono público. Junté las únicas monedas que tenía encima y las pasé por la inútil máquina varias veces. Luego marqué al 911 y dije solamente lo que era necesario:
—En Cristo Redentor, en la ruta 6, están todos muertos.
Colgué, antes de que la operadora me preguntara algo más, porque yo no podía decir nada más.
Me limpié la sangre con el agua de una canilla del jardín de una casa que no tenía cuerpos cerca. Me saqué la ropa manchada y me puse lo más discreto que tenía encima. Entonces, seguida de cerca por Dargan, volví a la ruta, a sabiendas de que, aunque no lo quisiera, ya estaba cargando conmigo todo lo que había ocurrido.
Fue muy difícil para mi encontrar el camino con esta historia otra vez. Pasaron muchas cosas en el último año, en el que creí que no solo no daba con el tono, con la voz, con la narrativa, si no que también sentía que no iba a ningún lado.
Hoy, estoy feliz de estar de vuelta con Suspiros robado en físico con la editorial de mis sueños y segura de que Serena tiene mucho por dar. Así que, primero que todo, gracias por esperar tanto tiempo esta historia. Y segundo, ¡GRACIAS POR APOYAR EL LANZAMIENTO EN FÍSICO DE SUSPIROS!
Los amo y espero que hayan disfrutado esta historia. ¡Hasta la próxima!
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