Parte III
Cuando el viento dejó de traer los sonidos de los humanos, le acercó otros muy distintos. Agua que corría, el pasto que se agitaba ante el paso del viento, el sol que fuera calentaba los dulces algodones de azúcar. Todos eran sonidos nuevos que él nunca había podido acercar. Con la abertura del laberinto, estos desfilaban libres por entre los restos.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Meedari, estirando las piernas.
—Es el exterior —explicó el petirrojo, regresando a su lado—. Huele a muchas cosas distintas al mismo tiempo. No es como aquí, que solo se huele a vacío.
Era una mezcla que ella no podía reconocer. Había demasiados sentidos impregnados en el viento, ahora que los humanos no impedían el paso.
—¿Es malo afuera? ¿Por qué ellos destruyeron todo?
—Porque a veces los humanos se saltean obstáculos —explicó el ave—. Y a veces eso tampoco está mal. ¿Cómo se hace para entrar a un sitio que no tiene entrada?
Meedari se encogió otra vez.
—¿Cómo se hace para salir de un sitio que no tiene salida? —retrucó—. Antes pensaba que era bonito ir afuera. Ahora —agregó, echando una ojeada al camino que se perdía en las sombras, pero que tenía tanto exterior impregnado que ya no se sentía seguro—, tengo miedo de que algo entre a hacerme daño.
—Si volaras —dijo el viento, paseándose entre ellos—, nadie podría alcanzarte para ello.
Pero volar le daba también miedo. Imaginaba que se sentía como en su sueño.
—Las personas no vuelan —replicó, poniéndose de pie y sosteniendo con cuidado al conejo y a la ardilla, que de nada se habían enterado.
Se alejó entonces lo más que pudo del nuevo pasaje que los humanos habían abierto. El resto del laberinto parecía no haberse enterado de ello y Meedari rehuyó de cada sonido del exterior, buscando la oscuridad que tanto había odiado por siglos.
El sol se puso dos veces antes de que ella ya no supiera qué hacer para despertar a sus amigos. El petirrojo, preocupado, solo la dejó algunos minutos mientras sobrevolaba en busca de noticias de los humanos. Cuando se encontraba sola, el príncipe apareció en los pasillos, solo y con una pequeña caja en las manos. Meedari no supo cómo expresar su susto, pero lo primero que él dijo le pareció tener sentido.
—No grites, no vengo a hacerte daño —dijo, sonriendo—. ¿Cómo te llamas? Los animales me han dicho que tienes un nombre.
Sin tener a donde huir, aún en un lugar tan enorme como ese, Meedari se quedó contra la pared. Contestó, solo porque no sabía qué más hacer. Su imagen le daba tanto miedo como los gritos que había oído años atrás. La ardilla tenía razón siempre al decir que ellos eran capaces de hacer mucho daño; no quería estar sola con él.
—Estoy seguro de que eres la estrella fugaz de la que todos hablan.
—No, soy una persona —le dijo, cuando él tendió la caja hacia ella.
—Las personas no viven siglos encerradas sin nada con lo que subsistir. ¿Con qué te has alimentado? ¿Qué agua has bebido? Sobre el laberinto nunca llueve y nunca llega la luz del sol. Las personas necesitábamos todo eso, y más, para vivir, y nunca durante tanto tiempo.
Prudente como era —para no decir otra vez que Meedari era una absoluta cobarde y no dejar mal parada a la protagonista de esta historia—, no se atrevió a tomar la caja. Sus palabras ya de por sí bastaban para que ella recordara su sueño.
—No lo sé —contestó, mientras el príncipe sostenía el cofre en el aire.
—Es un regalo para ti, de mi padre. Para que veas que el reino es tu amigo —dijo, pero Meedari continuó contra la pared—. ¿Sabes? No tienes por qué seguir encerrada aquí dentro. Ya que ni tú puedes hacer florecer este lugar, no hace falta que siga siendo tu hogar.
¡Ah! Si el príncipe supiera cuánto ella lo había anhelado, tanto tiempo antes de que él naciera... Pero había comprendido que, por solitario que fuese el laberinto, era por siempre mucho más seguro. Hasta ahora.
—¿Por qué los animales te han dicho que estaba aquí? —preguntó, con congoja—. Yo no quería que ustedes vinieran. Ustedes destruyen cosas, queman castillos y bosques.
El príncipe se mostró apenado.
—Eso hicieron los enemigos. Atacaron nuestro reino y nos lastimaron mucho. Ahora no nos queda otra que obedecerlos para que eso no vuelva a ocurrir.
—¿Y por qué vinieron a destruir cosas aquí? ¿Qué les hice yo?
El tono de su voz se hacía cada vez más agudo, así que él dejó de intentar acercarse.
—Queríamos liberarte. Y esperar que quieras ayudarnos —expresó, con verdaderas ansias de calmarla.
—¿En qué?
El petirrojo aterrizó sobre su hombro en ese preciso momento, infundiéndole el valor que le había faltado en todo ese tiempo. El príncipe retrocedió y dejó la pequeña caja en el suelo.
—Por favor, si cambias de opinión, te estaré esperando fuera.
Se marchó cuando no pudo obtener otra respuesta. El petirrojo estaba enfadado y muy serio. Picoteó la caja hasta destruirla, pero eso, a prueba de toda imposibilidad, sobresaltó a Meedari, que lo apartó para recoger los pedazos.
—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó—. No sabíamos qué era.
—Cuando alguien intenta obtener algo de ti, siempre tratará darte algo a cambio. No te fíes de esas cosas solo porque son bonitos regalos —contestó, poniéndose fuera de su alcance.
Meedari sostuvo los trozos de la caja de madera fina, con una sensación de tristeza que ya no tenía nada que ver con la tristeza que la había atacado durante años. El miedo, también, se había apagado un poco.
El petirrojo, entonces, infló las plumas en una raíz alta y escondió la cabeza entre las alas. Meedari lo observó, sin comprender que su sueño sería eterno. Bajó la vista hasta el obsequio destrozado y encontró lo que el petirrojo no había podido descartar. Una pequeña estrella de cristal se deslizó por sus dedos, al igual que una sensación de añoranza y calidez que creía haber conocido en algún otro lado.
El sol se puso dos veces más y ni el petirrojo, ni el conejo, ni la ardilla dieron señales de querer despertar. Meedari volvía a estar sola y fría; cuando el calor en su pecho causado por el regalo del príncipe se apagó, no quedó más nada que una agonía lenta y maldita como la que ella siempre había conocido.
El laberinto, su laberinto, no estaba diferente. Era como si nada nunca hubiese cambiado. El viento, por su parte, también parecía haberse esfumado. En esas circunstancias, cualquier persona se hubiese marchado de inmediato. Pero, como ustedes ya saben, esta historia no trata de una persona. Meedari no era un ser humano y nunca había podido conectar con aquello que hacía a otros personas.
Jugó con su regalo hasta que los dedos se le congelaron. Por primera vez, ese frío del laberinto parecía afectarle. Meedari sentía que se apagaba, tal y como sus amigos, los animales.
Sin embargo, hubo una última cosa que hacer antes de dejar que eso la cubriera. Se levantó y merodeó por los pasillos del laberinto hasta encontrarse con los escombros. Siguió los pasos de los humanos en el polvo del suelo y se estremeció cuando el viento volvió por ella, trayendo algo cálido y dulce que le reconfortó la piel.
—¿A dónde vas? —le preguntó al oído.
—Creo que el petirrojo, la ardilla y el conejo no volverán —le dijo ella, con los ojos al frente—. Pensé que... ya que yo tampoco volveré, podía verlo al menos una vez. Ver por mí misma si es tan terrible.
—No es tan terrible —susurró el viento, girando alrededor de ella y acercándole el aroma a comida, a flores, a algodón de azúcar por millones, al césped y a la lluvia—. Pero nada es una cosa u otra. Ni siquiera aquí.
Al llegar al final del laberinto, con un brillante sol, una estrella todavía viva que la saludaba con ánimos, Meedari entrecerró los ojos y disfrutó plenamente del calor, de lo dulce de la libertad y de poder juzgar por sí misma.
El príncipe estaba afuera, esperando verla, pero no le prestó atención. El viento se mantuvo a su lado mientras los segundos se alargaban y los ojos de la estrella absorbían todo para sí misma. Las colinas, el cielo azul, las casitas a lo lejos, las flores, el río, el castillo del otro lado, los sueños de miles de niños que se convertían en canciones a la distancia. El mundo exterior no parecía ser tan malo.
—Hay cosas bonitas también. Y también hay cosas que dan miedo —agregó el viento—. Hay cosas que pueden ser muy bellas y que pueden herir al mismo tiempo. Cosas como tú.
Meedari continuó viendo a su alrededor. El frío se estaba yendo, el calor se concentraba en sus dedos y sus manos brillaban como faroles.
—Me gustaría... haberlo comprendido antes —le dijo ella, sintiendo como ese calor subía por su pecho—. Me hubiese gustado saberlo antes. Creo que estoy bien así.
—Siempre puedes volar para alejarte si algo quiere hacerte daño —le recordó el viento—. O, de otro modo, también puedes hacerle daño antes. Pero, cuando vuelas, no se siente mal. No duele como caer. No duele la gravedad. Es diferente, tú lo controlas. Yo lo sé porque hago volar a muchos.
El cielo se veía limpio y agradable. Meedari sonrió y asintió, reflejando la inmensidad azul en sus ojos de cristal.
—Me gustaría volar.
El príncipe vio lo más increíble que pudiera haber visto algún ser humano. De su pecho, brotó una luz y Meedari se convirtió en un punto incandescente que lo inundaba todo. Explotó en energía y calor antes de desaparecer con el viento, mientras el laberinto se desmoronaba a sus espaldas.
De ella, solo quedó el regalo de los reyes humanos y sus deseos de solucionar sus problemas. El príncipe aguardó en silencio por un largo rato, como si esperara algún otro suceso divino que todavía le salvara los zapatos del fango.
Pero no; si hay algo que en las historias olvidadas siempre se contaba, es que nada se resuelve enteramente con magia. El príncipe lo aprendió, al final, después de intentar conquistar a una estrella con artimañas para un fin desesperado, en el que solo un poco de valor y buenas decisiones haría falta.
Pero, si hay algo que también se contaba en las historias olvidadas, es que al final de ellas se aprende mucho más que si no existieran. Pues, a decir verdad, aunque esta historia tratara del único ser habitante del maldito laberinto, también trata de lo que dejó en el camino.
Y así, con la última esperanza marchita y sin más ideas, el príncipe comprendió que, para lograr su cometido y salvar a su reino, no quedaba nada más y nada menos que pelear por ello.
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