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Parte II

Los animales no parecían querer preocuparse por sus dudas. El petirrojo fue diestro al traer semillas de árboles de algodón de azúcar y el conejo y la ardilla, esta última a regañadientes, cavaron y levantaron rocas para intentar encontrar tierra fértil.

Meedari dejó de participar en aquella actividad cuando las estrellas en la noche corearon al viento al decirle que para lograrlo deberían hacer cosas un poco distintas. Para que algo creciera en un lugar mágico, se necesitaba magia. Ella no dijo nada a sus amigos, pues no quería destruir sus esperanzas. Por otro lado, el miedo de que la abandonaran al comprender que no podían traer nada de sus antiguos hogares hizo que guardara el secreto con más fuerza.

Esa sensación de incertidumbre la tenía dando vueltas sin rumbo. Oía el siseo de la ardilla a través de los muros; el eco acrecentaba su vocecita aguda. Por esos caminos poco había transitado en todos esos milenios. Era la parte más oscura del laberinto y la había evitado por años al buscar lo que había del otro lado, del lado de los humanos.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó el viento en el oído—. No vienes casi nunca.

Meedari se recogió el cabello. El conejo le había enseñado a trenzarlo, porque según él, si algo sabían los humanos era lo importante de cuidar el pelaje. «Como tú eres más bonita que todos ellos, debes tenerlo todavía más largo y hermoso», anunciaba. La ardilla, en cambio, gruñía que todo eso era innecesario. El viento, al parecer, en ese momento parecía contrariado por no poder agitarlo.

—No quiero que se pongan tristes —le dijo ella—. Como has dicho, nada puede crecer aquí de la manera en la que lo hacen los humanos.

Se detuvo al llegar al centro del laberinto, donde un enorme agujero se había llevado lo que antes había existido en ese lugar. Si Meedari le hiciera caso a los sueños, ese sería el sitio donde había despertado después de caer del cielo.

—Deberías volver. —El viento era siempre sincero y certero—. No deberías estar sola. Hay algunas cosas que pueden asustarte.

Meedari no supo a que se refería, pero le hizo caso. Nunca el viento le había mentido, ni tampoco la había dañado. Volvió junto a sus amigos, que habían tomado un descanso mientras el petirrojo daba su vuelo semanal. Por supuesto, aunque para nosotros y para el viento fuera obvio, no habían hallado forma posible de plantar la semilla.

—Vamos a tomar una siesta —anunció el conejo, sorprendiéndola.

—Nunca han hecho eso.

—Porque no lo necesitábamos —le aclaró—. Pero la ardilla y yo estábamos cansados. Nuestras cabezas han buscado ideas y ninguna ha funcionado. ¿Podemos acurrucarnos contigo?

Meedari abrió los brazos y sus amigos se acomodaron en su regazo, cansados por primera vez en más de un siglo y medio. El viento se quedó un rato junto a ellos, pero se fue antes de que el petirrojo regresara, agitado y un poco turbado.

—¡No es momento de dormir! —exclamó, pero el conejo y la ardilla no se despertaron. Meedari nunca lo había visto así—. Los humanos están demasiado cerca del laberinto.

Ya que eso nunca había ocurrido antes, para ella era difícil de creer. Lo que ciertamente Meedari no sabía es que Drirris tenía otro tipo de problemas que nada tenían que ver con la guerra. En esos largos años en que los animales habían vuelto a los bosques, las cosas habían cambiado mucho para el reino. Se habían vuelto más cautos y habían aprendido a aceptar las voluntades de los reinos más fuertes. De ese modo, no había sangre ni armas, pero de ese modo también se habían perdido viejas leyendas y enseñanzas.

Ya no se recordaba bien por qué el laberinto era algo maldito y los niños preguntaban a menudo. Los reyes y reinas habían olvidado los cuentos y habían prometido a sus hijos en matrimonio para evitar que los destruyeran.

Los animales que habían vuelto a sus hogares, por otra parte, se habían llevado algo del laberinto con ellos. Algunos, y curiosamente los que más habían hablado con el petirrojo por todos esos años, también podían comunicarse con los seres que cambiaban de humor como de piel, así como decía la ardilla. Por eso, Meedari no era capaz de imaginar que los animales habían hablado de ella.

El primer sacudón envió al conejo al suelo. Meedari se apresuró a recogerlo, preguntándose por qué dormía tanto a pesar del barullo y del dolor que experimentaba el laberinto al ser atacado.

—No es hora de dormir —zanjó el petirrojo, picando a la ardilla en la cabeza. Pero esta apenas si bostezó.

—¿Por qué hacen esto? —le preguntó Meedari, comprendiendo ahora porqué el viento le había recomendado que volviera con sus amigos—. ¿Por qué no se quedan en sus hogares?

Un temor nunca imaginado se estaba haciendo realidad. Por su cabeza pasaron muchas cosas; la más importante tenía que ver con el alma puramente destructiva del ser humano y su pasión por tomar todo aquello que estaba a su alcance. El laberinto había perdido su temible poder ante ellos.

—Debemos alejarnos. Les tomará mucho tiempo romper estos muros —le dijo el petirrojo. Para nada imaginó Meedari que eso fuera el final de su cuento soñado, ese en el que venían a rescatarla de su encierro. De todas formas, ella no era una princesa. Era alguien que soñaba haber caído del cielo.

Recogió a la ardilla y al conejo y se marchó con el petirrojo, buscando el sitio más recóndito del laberinto, con las paredes más gruesas y las sombras más oscuras. Allí se refugiaron por días, oyendo a lo lejos las bombas que tiraban abajo las rocas. Muchos días más ocurrieron antes de que el viento le trajera las primeras voces.

Meedari se encogió, abrazando al conejo y a la ardilla, que no cesaban su sueño.

—Tengo miedo, petirrojo —le dijo al único que quedaba, que posado en su hombro prestaba atención. Él podría haberse alejado a revisar que tan lejos estaban los invasores, pero ya sabía incluso antes de que ella lo dijera cuanto terror sentía. No se atrevió a dejarla sola, porque como se sabe, los petirrojos son, en todas las historias, los amigos más fieles de todos.

—No te preocupes, no llegaran nunca hasta aquí. Se cansaran antes. Los humanos son a veces un poco vagos.

Pero los humanos no se cansaron, por lo que el petirrojo tuvo que admitir que a veces también eran un poco tenaces. Cuando el viento trajo más voces, fuertes y cercanas, Meedari se abrazó a sus amigos y lloró en silencio. Los golpes retumbaban, como truenos enfurecidos; las paredes se desmoronaban y ella ya no tenía más donde esconderse.

Se tapó la cara, como si de esa manera pudiese ocultarse de ellos; pero esconder el rostro no funciona siempre para escondernos del mundo. Los humanos dejaron sus armas y se reunieron en silencio, alejando el polvo y los escombros, a su alrededor. Esperaron, con dudas grabadas en el rostro, hasta que el joven príncipe dio varios pasos adelante.

—¿Señorita, está usted bien?

Meedari no se movió; le rezó a las estrellas que la hicieran invisible, pero el único que respondió fue el viento.

—No van a ayudarte.

No le quedó otra que levantar la mirada de cristal.

El príncipe era encantador, alto y elegante, pues así se suponía que debía ser, pero eso ya era algo sin sentido para ella. Se encogió contra la roca, apretando al conejo y a la ardilla contra su pecho.

—Déjenme en paz —pidió, con la voz quebrada.

—Estamos juntos en esto —le dijo el petirrojo, encogido sobre su hombro.

—¿Es usted la estrella?

La pregunta era poco comprensible. Meedari negó y apretó las piernas contra su propio cuerpo.

—¿No es usted la estrella que mencionan los animales del bosque? —El príncipe insistía y lo único que ella sabía, por supuesto, es que las estrellas estaban en el cielo—. Necesitamos de su ayuda, señorita estrella.

Si la ardilla hubiese estado despierta, probablemente le hubiese dicho que los humanos eran unos creídos. Pensaban que lo sabían todo y estaban acostumbrados a creer que lo necesitaban todo. Pero tanto ella como el conejo solían sobrevalorar lo que conocían del ser humano y solo el petirrojo podía obrar en consecuencia.

—Diles que no —insistió él, temblando.

—Aún así, no se van a ir —acotó el viento, solo para los oídos de Meedari, sin despegar los ojos del príncipe, que con una sonrisa franca y adorable extendía su mano hacia ella.

—Usted podría ayudarnos, ¿no es así?

El conejo, prudente, le hubiese dicho que no tomara su mano e intentara explicarse. La ardilla, en cambio, le hubiese recomendado que lo mordiera. El petirrojo, por otro lado, clavó el pico en su cuello, despertándola del pavor.

Sin embargo, Meedari no sabía qué hacer ni qué decir. No entendía sus palabras y todos sus recuerdos de la horrible guerra se enredaron con la imagen que tenía delante de los ojos. Hombres grandes, fuertes, armados, que destruían cada cosa a su paso. Habían destruido los muros del laberinto que la había convertido en un ser maldito y aún así no era capaz de ver la luz del exterior.

—Yo no sé nada —les dijo, cogiendo fuerza del cariño que el petirrojo todavía le daba.

El príncipe no dejó de mostrarse agradable.

—Los animales del bosque me han contado que aquí vive una estrella —empezó, pero ella negó.

—Las estrellas viven en el cielo —apuntó, como si fuese obvio.

—Hasta que caen —corrigió el príncipe—. Los animales dicen que aquí cayó una estrella y que su magia es muy fuerte. ¿Es usted la estrella?

Como no pensar, entonces, en los sueños en los que caía del cielo. A gran velocidad se deslizaba siempre su cuerpo; el aire le hacía daño y, mientras más rápido bajaba, más peso sentía sobre las extremidades que antes no había notado que tenía. Conocía allí al viento pero este nunca podía sujetarla, por mucho que quisiera. Entonces, Meedari se estrellaba en las rocas y todo explotaba y dolía. Pero como en cada sueño, las cosas eran turbias y poco claras. Por eso, ¿qué sentido tenía tomarlo en serio? La gente no cae nunca de las nubes, menos del cielo.

El príncipe esperó en vano una respuesta. Meedari no quiso dársela. El petirrojo, sabiendo que nada bueno podía salir de eso, se adelantó para enfrentar a los humanos.

—No es ella. Pueden buscar por otro sitio —mintió, ante la mirada desconcertada del príncipe, que retrocedió.

—¿Hay acaso alguna otra chica aquí? —preguntó.

—Los animales se equivocaron —replicó el petirrojo—. Pueden marcharse ahora.

Puede que el ave se haya sentido satisfecho con sus palabras. Los hombres se marcharon al comprender las órdenes del príncipe, mientras la muchacha de largo cabello negro y ojos de cristal se mantenía en silencio. A su paso, dejaron los enormes escombros de los muros del laberinto y un camino de raíces quebradas y murmullos apagados.


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