Capítulo 25: La prueba (1/2)
Habían situaciones para las que estaba lista, sabía que al volver a la escuela debía enfrentarme al mundo real, tenía que luchar por obtener un lugar en el instituto Salazar, debía convencer a los supervisores académicos y al comité de jueces que yo era su mejor opción, que entre los cientos de muchachos que deseaban conservar su beca yo era la que más la aprovecharía, la que más oportunidades tenia de triunfar en el mundo profesional. Para eso estaba preparada, lo tenía en mente, lo pensaba todos los días, los contaba en regresiva hasta el momento en que presentaría el examen y les entregaría el escrito que me ayudaría a conservar mi lugar. Pero para lo que no estaba preparada, ni de cerca era para pasar tiempo a solas con Alejandro y Diego, aquellos días resultaron ser más determinantes que todos los demás.
Era cómodo estar en la casa de sus padres, en donde nos atendían a los tres, al igual que estar en la escuela, en donde a pesar de vernos diario no convivíamos en la misma habitación, de cierta manera no compartíamos techo, sin embargo ahí, en la casa de descanso que al principio me gustó tanto, no era lo mismo. Pasamos en total cuatro días en los que creí llegar a mi límite. No comíamos más que comida comprada, y cuando comenzó a acabarse el dinero lo mismo pasó con la poca armonía que habíamos conseguido. Las discusiones comenzaron ese día, en la mañana, justo después de lo ocurrido por la noche en la playa.
Diego y yo salimos tarde de la cama, tan desaliñados como solo nosotros sabíamos ser, cuando el hambre se hizo presente. Nos reunimos en la cocina, en donde luego de hurgar un momento en el refrigerador nos dimos cuenta de que solo había la comida fría que sobró de los días anteriores.
—Si consigues algo puedo prepararlo—comenté, mirando a Diego, con media sonrisa apenada.
—¿Sí sabes cocinar? —inquirió él, soltando un bostezo.
—Aja—asentí, mi simple asentamiento de cabeza carecía de seguridad. Me sentía idiota por no poder asegurar algo como aquello, había pasado tanto tiempo inerte que no podía realizar cosas básicas como aquello, aunque Diego tampoco sabía hacer muchas cosas. Los tres éramos muy inútiles para labores domésticas simples y hacíamos mala compañía. Hasta ese momento noté que yo debía incluirme en esa categoría. Los juzgaba a ellos, sin mirar hacia mí.
—No tardo—comentó, se acercó para plantar un beso en mi frente y emprendió la retirada.
Me quedé en la cocina, en el medio de la habitación, sin saber qué hacer en un sitio como aquel. Y ya comenzaba a hacerme reproches a mí misma, por la situación en la que nos encontrábamos cuando Diego regresó, molesto.
—¡Un pendejo vomitó en nuestra entrada!—exclamó.
Hice una mueca de desagrado y me reuní con él en la sala, cerca de la puerta.
—Es mi casa y me cago en ella si quiero—contestó Alejandro, que se encontraba acostado en el sofá principal de la sala. Había levantado la cabeza, y nos miraba desde su lugar. Lucia pálido, verdoso.
—¿Y ahora que mierda te pasó?—inquirió Diego, y aunque su tono era duro, se acercó de inmediato a su hermano. Se arrodilló a lado del sofá y le puso la mano en la frente, apartando sus cabellos negros en el proceso. Alejandro en un gesto desdeñoso retiró la mano de Diego. Ambos seguían enojados por el encuentro de la noche anterior.
—Nada—contestó, al tiempo que ocultó el rostro—déjame en paz.
Luego llevó la mirada a mí, pero la apartó en seguida.
—¿Tiene fiebre? —pregunté a Diego.
—Un poco —asintió.
Y fue por ello que comenzamos a discutir. Diego insistía en que debíamos llevar a Alejandro al médico, o llamar a alguien, mientras que yo consideraba que solo era fiebre, quizá la comida comprada por fin le pasaba la cuenta. No lo sabíamos, pero si Alejandro era molesto estando sano, enfermo era peor. Incluso consiguió enfadarnos entre nosotros.
—Se hace pendejo—se me ocurrió murmurar, pero Diego lo escuchó y me lanzó una mirada censuradora.
—Ingrid—gruñó.
—¿Qué? —me encogí de hombros. —No se va a morir.
Nos miramos un segundo, y luego Diego desvió la mirada, pero ya no estaba enojado, una leve sonrisa se proyectó por su rostro.
Regresamos a la cocina para intentar cocinar algo decente para el desayuno mientras Alejandro languidecía en el sofá.
—Ingrid, mi cielo—comentó Diego, mientras se encontraba recargado en el fregadero. —¿Estás segura que eso no le hará daño?
—Son huevos con tocino y café, Diego, no le hacen daño a nadie. —Contesté, al tiempo que me volví de la estufa para mirarlo —además tú lo compraste.
—Sí pero no sabía que se sentía tan mal, tal vez es mejor sopa.
—Bueno, —comenté, —si sabes prepararla, sería bueno.
Diego abrió la boca, pero lo interrumpí.
—No—dije en tono firme —la sopa instantánea no ayuda a los enfermos, no cuenta.
Diego soltó una risita que lo delataba, quizá no lo conocía también como creía pero ya comenzaba a hacerlo.
—No iba a decir eso—se rió, se acercó a abrazarme por detrás y me apartó de la estufa. —perdón, mi cielo, perdón. No te quería hacer enojar, estábamos tan bien anoche, no te enojes conmigo.
—No lo hago—dije, y muy a mi pesar sonreí.
Más tarde Alejandro mejoró, para la noche se sentía todo lo bien que podía estar, y lo noté por las ganas inmensas que tenía de fastidiarnos. Discutimos sobre lo que veríamos en la TV de la sala, de tal forma que terminé yendo a la habitación y concentrándome en los libros que encontré en ella. Diego y Alex se quedaron en la sala, viendo un documental sobre la fabricación de violines, algo que desde el principio yo deseaba ver, y no la película por la cual discutimos.
Y al cabo de los días las pequeñas acciones de Alejandro, que en su mayoría eran apoyadas por Diego comenzaron a inquietarme, e incluso las de él. Solían dejar la ropa sucia fuera del cesto, no levantaban la mesa luego de comer, tenían hábitos horribles en el cuarto de baño, no tocaban a las puertas antes de pasar, me interrumpían en mi lectura, iban al mar, nadaban, se asoleaban y luego lloriqueaban por las quemaduras del sol. Se resfriaron de inmediato. Tomaban las cosas y luego no recordaban donde las habían puesto, metían arena a la casa con las chanclas. Eran una infinidad de pequeñas actitudes que en ese momento tan solo me incomodaban, pero las soportaba de buen grado por una razón, y es que los veía felices, fueron días determinantes en nuestra relación, pero ellos estaban felices, y de inevitable forma también yo.
Al quinto día fuimos rescatados del naufragio en que habíamos convertido la casa por nuestros amigos. Ángela, Walter y Lorena llegaron cargados de provisiones y de sonrisas cálidas, trajeron consigo también paz y estabilidad. Estando solo los tres las cosas se tornaban extrañas, fingíamos que no era así pero no había forma de disimularlo.
No había manera de ir a la cama en la noche, sin pensar en que Alejandro se encontraba en el cuarto superior, escuchándonos si hacíamos demasiado ruido, y luego, en la mañana, fingíamos que nada había pasado, nos tratábamos con cordialidad, pero era rarísimo. También ellos pasaban mucho tiempo a solas, casi la mitad del día, por las tardes corrían en la playa, y me dejaban largo rato sola, conversaban mucho, sobre temas que yo desconocía. Me preguntaba si llegaban a hablar de mí entre ellos, o de sus padres, sus problemas, sus dudas existenciales, no lo sabía, solo entendía que ellos también disfrutaban de su tiempo a solas.
Cuando nuestros amigos llegaron nos recibieron con enfusimos besos en las mejillas, nos besamos entre todos, hasta que llegó el momento de saludar a Ángela, que me miró, pensativa. No nos habíamos hablado desde aquel día en que me gritó y me llamó de todas las formas horribles en que se puede llamar a alguien.
—Ven—me dijo. Todos los demás se quedaron callados, y con la mirada nos siguieron.
Ángela y yo salimos de la casa, pero no fuimos muy lejos, apenas avanzamos en la entrada.
—Perdón—dije, con el sonido de las olas como fondo.
Ella meneó la cabeza.
—No—contestó—esa es mi línea. Perdón.
Llevó la mirada al mar, lo contempló un segundo y luego me miró.
—En esta casa,—comentó—besé a Alejandro por primera vez, y aquí pasé mis primeras vacaciones de verdad con ellos, con Diego y con Alex.
Asentí, y retuve el instinto de volver a disculparme.
—Esos dos significan mucho para mí—comentó—más que para cualquiera, y me hirió lo que hiciste con ellos.
Bajé la mirada.
—Pero Diego dice que te perdona, y lo dice con tal convencimiento que quién soy yo para decir algo.
Asentí y me atreví a mirarla a los ojos, a esos ojitos castaños, soñadores.
—Y Alejandro se siente mal, se lo reprocha a sí mismo, pero no puede hacer nada, él dice que ya les pidió perdón, y que ustedes se lo han dado. Y por eso también te lo doy yo, y espero que me perdones tú, porque esto no me incumbe, no me lastimaste a mí, sino a ellos, y yo reaccioné así porque quería protegerlos, pero si ellos no quieren ser salvados yo no puedo hacer nada.
—Sí—gemí—gracias.
Y me acerqué a ella, que extendía los brazos. Dejé que me abrazara en su pequeño cuerpo cálido.
—Me siento tan mal—susurré.
—Lo sé—contestó—yo también. Te extrañé.
...
Con el resto de nuestros amigos la casa volvió a su estado normal, nos ayudaron a limpiarla y dejarla decente para tener una cena de año nuevo que no resultaba lamentable. Extendimos mantas en la arena esa noche, nos acomodamos en ellas, repartimos los contenedores llenos de comida, y esperamos, conversando, contándonos todo lo que nos habíamos perdido en nuestros días de separación.
Esta vez no había fogata, nos arremolinábamos en torno a una lámpara de baterías, y aunque hacía frío nuestra cercanía lo atenuaba. Diego estaba a mi lado, con su brazo en torno a mi cintura y Alejandro a su izquierda, él tenía la mirada perdida en el cielo nocturno y despejado, con sus manos se apoyaba en la arena mientras echaba la cabeza hacia atrás, para ver mejor algún punto en la negrura. Los chicos estaban muy cerca de las olas del mar, habían preparado una línea de cuetes, fuegos artificiales y demás pirotecnia para el momento en que el reloj marcara el primer segundo del año nuevo, y las observaban para asegurarse que todo estaba en orden.
—Que se acabe ya el desgraciado—comentó Alejandro en algún momento de la noche —el condenado se ha portado muy mal.
Lorena se rió.
—¿El año? —preguntó, al tiempo que se levantó de la arena. Abandonó su lugar a lado de Walter y se dejó caer cerca de Alex. —¿Por qué eres tan pesimista? —Inquirió—este año nos ha ido muy bien.
—¿Ah? —la miró Alejandro, mientras todos los demás los mirábamos, sonriendo. Escuchar a Alejandro conversar con Lorena era una de las cosas que más nos gustaba, jamás sabíamos quién de los dos ganaría. Ambos eran buenos contendientes. —A ver—dijo, con tono condescendiente—nos van a quitar la beca, nos quedaremos sin escuela, Ángela ha ido dos veces al hospital este año, yo la cagué con Diego, la cagué con mi mamá, nos eché a pelear a todos.
—No nos echaste a pelear—interrumpió Walter—no elegimos bandos si a eso te refieres, cuando pasó lo que pasó nadie dejo de hablar con los demás.
Bajé la mirada, porque aquello me hacía sentir mal, jamás habíamos hablado del tema entre todos, como en una mesa redonda.
—Pues igual —comentó Alex—ha sido bien culero este año.
—Ha habido peores—comentó Diego, mirándome, y luego a los demás.
—Cállate —comentó Alex, echándole una mirada a su hermano —no te pongas de melodramático.
—Es en serio—contestó Diego—el año de la rehabilitación fue peor.
Un pequeño silencio nos invadió, todos bajamos la mirada, porque no se suponía que comenzáramos a hablar de cosas dolorosas.
—¿Rehabilitación de qué? —preguntó Ángela, todos nos volvimos a mirarla, y por el tono tan débil con que lo preguntó, supe que ella no sabía nada. Diego la miró, con la disculpa escrita en los ojos, luego se incorporó, se apartó de mí y fue a sentarse a su lado, le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia él.
Yo lo miré mientras todo eso ocurría, y miré también los ojos de Ángela, la confusión en ellos, y luego las expresiones de todos los demás. Todos sabíamos a qué se refería, pero por alguna razón ella no lo sabía.
—¿Te acuerdas del año en que Alex se fue a estudiar a California? —inquirió Diego.
Ella asintió.
—Bueno—comentó él, y comenzó a contarle todo, todo lo que yo ya sabía. Y cuando terminó, sin darnos cuenta todos mirábamos a Alex, que a su vez miraba a su hermano, a sus hermanos, pues miraba a Ángela a intervalos, de la misma forma.
—¿Andrea es tu mamá? —terminó por preguntar ella, con la mirada fija en Alejandro.
Alex se encogió de hombros.
—Biológica—se limitó a contestar.
—¿Y tú no estabas en un campamento de pintura? —inquirió Ángela, mientas miraba a Diego, desde el interior de sus brazos, había una fiera pizca de rencor en sus palabras. —Tu mamá dijo que era un curso intensivo.
Diego asintió.
—¿Y por qué nadie me dijo? —inquirió Ángela, nos miró a todos y se percató de que era la única que no sabía lo de Diego, todos los demás lo sabíamos, aunque ignoraba desde cuándo. En cuanto a la situación familiar de Alejandro, solo yo lo sabía, en ese momento se enteraron los demás, sin embargo la atención estaba centrada en Diego, en su problema.
—Porque habías estado esa temporada en el hospital y no queríamos asustarte. —contestó Alex—además ya sabes cómo es mamá, prefiere que nadie se entere de lo que pasa en la familia.
Ángela suspiró, intentando procesar todo aquello.
—Bueno, —dijo, al cabo de los minutos—pues sí ha habido años peores.
Nos miró, y suspiró.
—Como el año en que empecé con la dieta por lo del maldito hígado, fue el peor.
Y entonces, aunque no era propio reírse, comenzamos a hacerlo, porque a pesar de que era doloroso, ahí estábamos, estábamos vivos, éramos jóvenes y no sentíamos poderosos estando juntos. Juntos dejábamos se ser puntos blancos en la oscuridad y nos convertíamos en pequeñas constelaciones de cosas rotas y hermosas, cosas que se atraen por la comprensión en los ojos de los demás. Nos mirábamos como reconociendo en los otros el dolor propio, y le dábamos nombre, compañía, le dábamos color.
—¡No hice el examen de bellas artes! —exclamó Walter, lo que nos hizo callar y volvernos a mirarlo.
—¿Qué? —exclamó Alejandro.
—No lo hice—contestó—y quedo como un pendejo frente a toda esta tragedia que son ustedes, pero no lo hice.
—¿Y por qué mierda no lo hiciste? —inquirió Alejandro, ahora con fuego en los ojos.
—Porque tenía miedo...
—¿Miedo de qué, imbécil? —Lo interrumpió Alex.
—No sé—meneó la cabeza Walter, al tiempo que hundía más las manos en los bolsillos de su chamarra café. —te todo, de que me aceparan, de que no me aceptaran, no sé, tal vez de decepcionar a mis papás.
—Te aceptarían—comentó Diego, que una vez más se acercaba a mí.
—No creo—contestó—, en ese momento creo que no estaba listo para bellas artes, no lo sé, solo no era el momento. Y es que tenía miedo de fallar, porque mis papás me aceptan todo. Cuando les dije que soy gay, no dijeron nada, me apoyaron, me apoyaron desde niño con la música, siempre están ahí, apoyando sin cuestionar, y no quería fallar en algo que yo mismo elegí, algo que nadie me obligó a hacer. No iba a tener excusa.
—¿O sea que te inventaste todo ese chisme de que te encerraron en el baño esos chavos? —inquirió Lorena, y Walter asintió.
—¡No mames, güey! —Exclamó Alejandro, al tiempo que se levantó de la arena—¡Hasta le choqué el carro al pendejo de Damián porque me dijiste que él lo hizo!
—Ya lo sé—contestó Walter, haciendo el intento de ocultar el rostro, pero Alex lo miraba desde su altura. Estaba de pie, proyectando toda su sombra sobre él.
Todos nos volvimos a ver a Diego cuando éste comenzó a reír.
—Papá nos puteó por lo del carro —se rió—si supieras lo enojado que estaba.
Y siguió riendo, rió hasta lograr que Alejandro comenzara a reír igual, ambos nos contagiaron al resto, por lo que en menos de tres segundos nos estábamos revolcando de la risa.
—Y luego juró que si seguíamos así y lo matábamos de un coraje no nos dejaría nada en su testamento. —comentó Alex.
—Entonces quedaran en la calle—comenté—luego de lo que pasó en la cena debió llamar al notario.
Reímos con esas ganas inmensas de sacarlo de nuestro sistema, de sacar todo eso que nos atormentaba. Y con ese escudo de felicidad, decidí decirlo en voz alta, decidí soltarlo, bajar el saco, soltar el pasado, levantar la mirada, respirar y reconocer que no fue culpa mía, que yo no podía hacer nada al respecto, que las cosas pasaban, que la vida no era como nos gustaría, que la vida siempre sería adversa, pero a veces, solo a veces, daba instantes como aquel, instantes de luz.
—Mi mamá se suicidó.
Todos callaron, y aunque hubiese caído un rayo, nadie se hubiese movido. Era justo lo que más odiaba de aquello, las miradas de tristeza y lastima, yo no quería causar lastima, no quería lastimar a nadie tampoco.
—Eso fue lo peor—agregué.
Todos me miraron, a excepción de Alejandro, para él aquello fue como una bofetada, ocultó la mirada como un cachorro asustado. Y podía imaginar porqué, yo lloraba por una madre muerta y él lloraba por una madre viva, deseosa de conocerlo.
—Perdón—contestó Alejandro, a una pregunta no formulada más que por mi expresión, se levantó de la manta en la arena y se alejó del semicírculo de confesiones en que se había convertido aquello.
Recibí muchos abrazos, muchos besos, muchas caricias y lamentaciones que no me permití recibir en su momento, cuando estaba inundada y superada por el dolor, pero ahí, en ese círculo de calor podía recibirlos, dejar que me curaran. Lorena era la que mejor sabía utilizar las palabras, la que más seguridad me hacía sentir. Me habló de Dios, pero no el Dios de las iglesias, y ni el de los bolsillos de esa institución, si no de otro, aquel que se encontraba en todos lados, en la tierra, en los árboles, en las risas de los niños, en el Dios más puro y natural que existía, en uno que, si lo analizaba bien, podía llegar a entender, a creer en él.
—Y me tienes a mí—terminó por decir ella, me abrazó y luego permitió que los demás se acercarán. Los abracé a todos, hasta que Lorena comenzó a gritar, a gritar de alegría.
—¡Los cerillos! ¿¡Dónde están!?
Y miraba en la manta, en la arena.
—¡Ya son las doce! —Exclamó —¡Hay que prender los cuetes!
Como locos, corrimos a tomar encendedores y cerillos de la manta, y cada uno fue a encender una pequeña mecha de las muchas que estaban en fila enterradas a la orilla del mar, y cuando los petardos comenzaron a explotar, los fuegos artificiales a salir disparados al aire, y las chispas de colores a saltar, comenzamos a repartir abrazos.
—¡Feliz año nuevo! —gritó Lorena, con toda su fuerza, hasta desgañitarse, como solo ella sabía hacer.
Los demás la imitamos, y gritamos como si no hubiese un mañana, gritamos, nos besamos, nos reímos, nos amamos entre todos.
—¡Vamos al agua, vamos al agua! —exclamó Ángela, cuando las pequeñas chispas de luz murieron en la orilla.
Para cuando Alejandro llegó, estañábamos temblando, estábamos calados hasta los huesos y ya nos dirigíamos a la casa, con las mantas y los trastes de comida vacíos. Él ayudó a recogerlo todo y con la misma actitud regresó a la casa, iba detrás de Diego y de mí, con Lorena a su lado.
—¿Ves que no fue tan malo? — Inquirió Lorena. No me volví a mirarlos, solo los escuché. —Pasamos momentos padres acá en la casita. Diego se enamoró de Ingrid, —entonces me volví, me encontré con su mirada y medio sonreí. —hemos disfrutado al máximo nuestros días en la escuela porque tal vez no volvamos, hemos paseado, hemos reído, y a pesar de todo estamos bien, Alejandro, tú puedes buscarle todo lo malo que quieras a estos últimos meses pero yo creo que sirvió para hacernos más fuertes, más responsables, más adultos.
Alejandro asintió, por increíble que me pareció lo aceptó.
—Feliz año nuevo, Lorena—le contestó, y aquello fue lo último que escuché de Alex esa noche, porque el resto la pasé con Diego.
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