
Capítulo 24: Mala compañía. (1/2)
La madre de los chicos tenía razón, Diego condujo por horas y horas, y cuando por fin llegamos a la casa de la playa ya se podía contar como un día nuevo. Él sol aun no nacía, pero estaba tan próximo a salir que se podía sentir en los huesos. Bajamos del carro en medio de una oscuridad latente, de esa oscuridad infinita, el punto más oscuro de la noche, en la que en un segundo todo cambia, el mundo revive y la carne humana deja de temblar.
Bajé del carro en busca de la mano de Diego, la casa estaba a oscuras, la calle era iluminada apenas por una raquítica luz amarilla que se moría antes de llegar al suelo. Solo escuché el ruido de la puerta de Diego, y momentos después la otra.
Estaba a punto de llamar a Diego, cuando su voz resonó entre las ráfagas de viento helado que mecían mi cabello.
—¿A dónde vas? —inquirió, con la voz tensa.
—Aquí estoy —contesté, pero en el segundo en que lo hice noté que no se dirigía a mí sino a Alejandro. Éste se había bajado del carro y en lugar de andar hacia la casa se dirigía hacia la calle. Cruzó sin tomarse la molestia de volver la mirada a ambos lados y solo porque ya era muy tarde, o muy temprano, no sabía definirlo, los autos no pasaban por ahí, pero de otra forma su suerte no habría sido la misma. Llegó al otro lado de la calle, bajó por la inclinación de ésta y se echó a correr hacia la playa.
—¡Alejandro! —exclamó Diego, y antes de decir otra cosa, antes de volverse en mi dirección echó a correr tras de él y me dejó ahí, en la negrura. Y yo corrí tras ellos porque me dije que el miedo me hacía hacerlo, pero no era así, era otra cosa, algo más intrínseco al ser humano y menos útil. Corrí tan rápido que pude alanzar a Diego, iba solo un par de pasos tras de él, pero se alejaba a prisa, como si lo estuvieran persiguiendo, como si la vida se le fuera en eso.
—¡Déjalo!—alcancé a soltar cuando el dolor en el costado de mi cuerpo comenzó a atacarme —¡Deja que se vaya! ¡Mierda, se quiere ir!
—¡No! Ingrid! —exclamó Diego, y me miraba contrariado. Sus voz se distorsionaba con las ráfagas de viento que nos levantaban los cabellos y nos alborotaban la ropa —¡Cómo madre lo voy a dejar así! ¿¡Es que no ves cómo está!? ¡Es tan pendejo que capaz se ahoga!
Y el mar era tan negro y tan furioso que parecía de acuerdo con sus palabras, parecía deseoso de una víctima desesperada, y ahí había uno, uno joven, precioso y estúpido que sería buen sacrificio para los dioses antiguos del mar. Las olas rompían en la orilla y la briza nos traía las diminutas partículas del agua a la cara. La luz de la luna era plateada e intensa, y sólo por ello podía verlos bajo ese brillo extraño
—¡Alex! —Continuó Diego, cuando aquel se detuvo, exhausto. Se inclinó hacia el frente, agarrando sus rodillas, parecía que en cualquier momento caería a la arena o vomitaría.
Si alguien nos hubiese visto a la distancia, habría dicho teníamos las posiciones del cinturón de orión, uno al lado del otro, tan cerca y al mismo tiempo tan lejos, y como siempre, Diego era el del medio.
—¡Lárgate! —profirió Alex, en un berrido más que en un grito. Sus palabras las engullía el mar. —¡Quiero que me dejes solo! ¡Por una vez, Diego, haz lo que te pido!
Alex dio un par de pasos más, pero ya no se alejó, se dedicó a clavar la mirada al mar, y entonces Diego se acercó, como si no hubiese oído nada, como si le dijera con su odio y sus gritos que lo que menos necesitaba era estar solo.
—¡Vete! —gimió Alejandro, ahora mirándolo.
—Alex...—Diego se acercaba como un encantador de serpientes, tanteaba el terreno, calculaba cada paso, con las manos por delante, listo para defenderse.
—Por favor...—rogó Alejandro, ya sin fuerza. No quería ponerse a llorar, se notaba lo mucho que le costaba mantener sus ojos secos, pero cada paso que daba Diego, lo debilitaba más.
Cuando Diego estuvo tan cerca como para ponerle la mano al hombro Alejandro se apartó, trastabilló un par de pasos en la arena, pero su hermano lo detuvo, lo alcanzó a tomar por el cuello de la camisa y con la otra mano por la nuca. Lo jaló hacia sí con fuerza. Alejandro interpuso ambas manos entre ellos, lo empujó por el pecho, Diego hizo lo contrario, con ambas manos lo atrajo hacia su cuerpo. Forcejearon por un momento, y entonces Alejandro se rindió, y no sólo eso, se rompió, se dejó caer en la arena, mientras Diego lo sujetaba, lo sostenía con ambas manos por debajo de las axilas, lo depositó en la tierra y una vez ahí lo rodeó con sus brazos.
—No seas mamón—Susurró Diego—no llores.
Pero aquello que debió suavizar las cosas, las terminó de estropear. Alejandro gimió como un oso, furioso consigo mismo, furioso con la vida y con su alma blanda. No quería llorar, podía verle la vergüenza de tener que hacerlo con tanta violencia, pero ya no pudo parar, Y Diego lo dejó, lo presionó con fuerza, como queriendo exprimirle la tristeza, y entre más lo abrazaba éste más lloraba. Hasta temí llorar también yo. Pero en ese momento era una cascara inerte, una espectadora.
—¡Puta madre! —chilló Alejandro, ocultando el rostro en la camisa de su hermano, mientras con los brazos se aferraba a él— ¡La odio, los odio a todos!
—No —contestó con firmeza Diego. —No la odias, es tu madre y quieres verla, sé que quieres verla.
—¡No es mi madre!—continuó Alex—¡Esa perra no es mi madre! ¡Ella no es mi familia!
Diego no insistió, aunque él sabía que era justo eso, incluso yo lo sabía, sabía que no era odio lo que Alejandro sentía, era miedo, y lo había sentido por tanto tiempo que ahora él ya no sabía qué hacer con ello.
—¡La odio!—gimió de nuevo, con la fuerza de un huracán, las olas rugían al mismo tiempo que él—¿¡Y por qué llevó a ese güey!? ¿¡Por qué tuvo que llevar a ese cabrón!? ¿Por qué lo llevó, Diego?
—Cálmate—le pidió el otro.
—¿¡Le viste la cara!? —Exclamó Alejandro—¿Por Dios, le viste la cara?
—No—mintió Diego, sabía que lo había hecho, nadie en la habitación pudo evitarlo, y nadie con tres neuronas funcionales hubiese pasado por alto el parecido entre ese hombre y Alejandro.
—¡Es mi cara! —Lloró, ahora en un llanto amortiguado—¡Es mi cara, Diego, tengo su puta cara!
—No te pareces a él—comentó Diego, aun pasándole las manos por la espalda. Ambos estaban de rodillas, con los pies clavados en la arena.
—Sí me parezco—se enfadó Alejandro, y derrotado se apartó de los brazos protectores. Se pasó las manos por la cara con fuerza, con aquel gesto que hasta yo aprendí a hacer, aquel con el que con tanta fuerza tallaban su rostro, como intentando desprenderse las mejillas, como si intentaran cambiarse la apariencia y la vida por un segundo. —tengo su cara, Diego, tengo su cara.
Y entonces comencé a sentir miedo, miedo del real, porque parecía ser justo su intención, desfigurarse el rostro.
—¡Alejandro! —lo reprendió su hermano en voz alta, quizá para hacerlo volver a la realidad.
—¡Tengo sus ojos!—siguió el otro, como si no oyera nada. —¡Tengo sus sangre! Quizá por eso soy tan maldito. —Se garró las muñecas—Quiero drenármela toda, quiero que desaparezca que de aquí, Diego, por Dios, quiero que se vaya.
—Mírame, Alejandro, mírame—exclamó Diego, con la misma alarma en su voz—No pienses en eso.
—No quiero que sean mi familia—susurró Alejandro, exangüe, en los brazos de su hermano.
—Yo soy tu familia—le recordó Diego—mírame, Alex, yo soy tu familia. —le sostuvo el rostro con ambas manos.
Me acerqué un poco para verlos mejor. Aquello me estremecía el alma.
—Nuestros papás, tú y yo somos familia. —Continuó Diego—Nosotros somos familia, porque familia es a la que uno ama, y yo te amo, Alex, mamá nos ama, mi mamá nos ama, y papá aunque es un desgraciado también nos ama. Si no fuera así ya nos hubiese abandonado porque ni siquiera somos de su sangre, y no tiene ni la excusa de decir que es por eso que nos soporta, ya ves que a él eso no le importa, nos ha mantenido a su lado. ¿Y tú por qué crees? ¿¡Eh!? ¡Hay que amarte un chingo para aguantar todas tus mamadas! ¡Y te lo digo yo que te conozco!
Alejandro soltó un bufido doloroso.
—En serio—comentó Diego—eso no importa. Si no quieres que Andrea sea tu madre no lo va a ser, si no quieres verla, no la vas a ver. No hagas un puto drama por esto, Alejandro, ya sabes que con nosotros mismos tenemos bastante.
Y entonces soltó una risita que ya había comenzado a volverse llanto, pero que al último minuto logró rescatar.
—No nos hagas quedar mal a todos los artistas, ya sabes que nos tachan de sensibles y mamones.
Alejandro soltó otro sollozo, pero aun así contestó:
—Es que es la verdad —y sorbió por la nariz.
Diego le dio un par de palmadas en la espalda, lo abrazó y esperó un par de minuto, hasta que su hermano dejó de sollozar.
—Vamos a la casa.
Alejandro negó, aun se restregaba el llanto, la sal y la arena del rostro.
—Ve tú—contestó, al tiempo que se ponía de pie, ahora con la cordura y el equilibrio de vuelta—me quiero quedar un rato.
Diego de inmediato negó.
—No me voy a matar—comentó el otro, ahora con un pequeño resquicio de lo que era el Alejandro habitual. —No les voy a dar el gusto.
—No te atrevas a meter un pie al agua—comentó Diego. Y mientras se acercaba a mí, estudió desde todos los ángulos a su hermano.
—Sé nadar. —comentó Alex, cuando Diego ya comenzaba a confiar.
—¡Desgraciado! —exclamó Diego. —¡No te atrevas a hacerlo!
—Está jugando—me acerqué a Diego y le tomé del brazo. —no habla en serio.
Alejandro nos dedicó una mirada que aún se encontraba desfigurada por el llanto. Lucia enfermo, herido, parecía haberse vuelto más joven, lucia como una criatura pequeña y desvalida. La venda de sus dedos estaba sucia y desgastada, su ropa llena de arena, su cabello alborotado. Ya no lucia hermoso, pero aun así, había algo que haría a cualquiera volver la vista a él. Era como ese tipo de paisaje que uno no entiende porque lo mira si no es hermoso, pero tiene algo que lo hace diferente.
—No tardes—comentó Diego, en silencio me tomó del brazo y comenzamos a caminar hacia la casa, en donde el sol comenzaba a asomarse por detrás del tejado.
Al abrir la puerta un olor añejo nos atacó, no era un olor feo, pero tampoco agradable. Diego me guió por la casa, a una de las habitaciones del piso inferior, nos encaminamos sin siquiera sacar las maletas del carro, que en realidad tampoco eran tantas. La habitación no estaba sucia, quizá con un ligero toque de polvo por aquí y allá, pero nada más.
Me quedé en la entrada mientras él abría puertas y cajones. Sacó un par de cobertores de bolsas cerradas a presión del armario, desnudó la cama y comenzó a cubrirla con ellas. Fui a ayudarlo, y ya que la enorme cama se encontraba ubicada casi en el centro de la habitación cada uno se posó de un lado, tomamos los bordes del cobertor, lo extendimos y la cubrimos. Cuando terminamos él volvió a hurgar en el armario, que era una puerta en la pared de la izquierda, en el medio se encontraba la cama, con hermosos buros de caoba a los costados, en la pared de la derecha había una ventana hermosa que daba vista al mal, pero que se encontraba cubierta por granes cortinas.
—Ven—me llamó, cuando terminó de revisar el interior del armario.
Me acerqué a donde estaba, y tomé lo que tenía entre las manos, una enorme playera blanca, que debía ser de alguien más alto y más robusto que él.
—Date la vuelta—siguió, podía percibir la fatiga en su voz pero aun así la dulzura que intentaba impregnar a sus palabras.
Hice lo que me pidió, le di la espalda, aparté mi cabello, lo tomé todo en una sola mano y lo llevé delante de mi hombro. Sentí los dedos helados de Diego en mi espalda, el lugar en donde se encontraba el cierre del vestido que no había podido lucir en la cena. Lo corrió por completo, pasó las manos por mis hombros, dejó caer los tirantes y con cuidado lo deslizó de mi cuerpo.
Entonces me di la vuelta.
Tomó la playera de mis manos, buscó el orificio del cuello y me ayudó a ponérmela. Y cuando se encontré enfundada en blanco, hice lo mismo con él, lo ayudé a desvestirse, a deshacerse de las bonitas prendas que había elegido esa noche. Cuando todo estuvo listo, nos deslizamos en la cama, y antes de poder decir cualquier cosa, nos dormimos.
El día siguiente fue muy extraño, caímos en una especia de hibernación, no salimos de la cama hasta ya muy avanzada la tarde, comimos en silencio todo lo que pedimos a domicilio y entonces volvimos a la cama. Entendía porque aquella casa era de descanso, el sonido del mar era relajante, casi no había vecinos, y los que había se encontraban bastante lejos, los autos pasaban esporádicamente por la carretera y sólo era eso, el silencio constante.
Recuperamos las fuerzas perdidas de los días difíciles, y no fue hasta la cena del segundo día, en que nos reunimos todos a la mesa. Nos encontrábamos comiendo pizza, y apenas nos hablábamos, aunque ya no era incomodo hacer eso, permanecer en silencio.
—Les dije a todos que vinieran—comentó Alejandro, en algún momento de la sobremesa.
Diego asintió, pensativo.
—¿Y van a venir? —inquirí.
—Aja—comentó Alex, mientras jugaba con los sobres de salsa picante. —el treinta y uno en la mañana deberían estar por acá.
—Ojala traigan comida decente—comentó Diego, y soltó el pedazo de pizza que sostenía con escaso interés. Los tres soltamos una risita.
Y esa fue nuestra cena, en realidad no necesitábamos decir más para dar por terminado aquello, sin levantar la mesa nos dirigimos cada quien a nuestras habitaciones. Alejandro tomó rumbo a la planta alta en donde se había instalado en el cuarto con balcón. Diego y yo regresamos a nuestra cueva, en donde pasábamos el día en la cama desde nuestra llegada, y ese día no fue la excepción. Conversamos antes de dormir como hacíamos siempre, acerca de lo mucho que nos gustaba pasar los días así, alejados del mundo, casi solos, aislados en nuestro pequeño ecosistema en donde todo estaba en orden. Incluso el hecho de tener a Alejandro tan cerca ponía de buen humor a Diego, lo tenía en donde podía verlo, y saber que estaba bien. Aquello también me tranquilizaba, aunque trataba de disimularlo.
Más tarde aquel acercamiento nos perjudicaría, lo sabía, porque esos días en lugar de contribuir a sanar heridas lo arruinarían todo, pero en ese momento no me importaba. Sólo sabía que estaba feliz, y tranquila. Dormía con los brazos de Diego en torno a mí, me sujetaba casi con fiereza y me gustaba, pero esa noche estaba inquieta, sentía el llamado del mar.
Me levanté de la cama con cuidado para no despertar a Diego, que dormía tan profundamente que de sus labios entre abiertos se escapaba un pequeño ronquido. Lo miré por un momento, lo besé en la frente, y me eché a andar hacia el exterior, en donde el viento había amainado pero la temperatura seguía igual, helada.
El aire cortaba mis mejillas y revitalizaba mis músculos agarrotados, me hacía perder el sueño y la pereza. Me quedé en la entrada, contemplando la carretera en silencio, el sonido de las olas a la distancia, y la noche tan despejada que se apreciaba, la luna era enorme y brillante, y junto a ella, como complemento especial, las estrellas brillaban como si tuvieran vida propia.
Suspiré y me eché a andar por el borde de la casa, en donde se arremolinaba un pequeño montón de arena. Me quité las chanclas de plástico que encontré en la habitación cuando llegué y dejé que la arena entrara por mis dedos. Estuve largo rato disfrutando de la exfoliación de la arena en las planta de mis pies hasta que me di cuenta de que no debía estar mendigando ese pequeño montículo de arena pues tenía el mar entero delante de mí. Sin pensarlo demasiado eché acorrer por la calle, así, descalza, despeinada y emocionada como estaba. Me sentí más joven, más salvaje, más viva y con menos complejos mientras corría
Cuando llegué al otro lado, al inicio de la arena y el mar, mis mejillas ardían, mi sangre corría a prisa por mis venas y mi alma palpitaba. Al meter los pies al agua me di cuenta de que había sido una mala idea, estaba heladísima, y al contacto con el viento mi cuerpo se estremecía como una hoja. Chapoteé un par de minutos más, solo para no dar por desperdiciada mi excursión y después eché a correr hacia la casa, y cuando ya lo hacía, noté una figura en la entrada.
El corazón me dio un vuelco. Me pareció ver a Diego, y por ello me quedé ahí donde estaba. Se molestaría conmigo por andar sola a esas horas.
Pero a medida que avanzaba me di cuenta de que no era Diego, era Alejandro, y mi cuerpo se agitó aún más. Regresé la marcha hacia el mar, y me senté en la arena, bastante lejos del agua, mucho más cerca de la carretera. Y como un espectro lo sentí sentarse a mi lado, recogió las rodillas y recargó el mentón en ellas. No llevaba suéter y podía sentirlo estremecerse.
No nos miramos, ni nos hablamos por un momento, solo nos quedamos ahí, como estatuas.
—Perdón —terminó por decir él, cuando el frío nos hizo estremecer al mismo tiempo. —creo que me disculpé con Diego más de cien veces pero no contigo.
En realidad ya lo había hecho, en esa ocasión en que ambos entramos al cuarto de Diego, justo antes de que éste le rompiera los dedos. Había pedido disculpas con la sinceridad que el miedo le incitaba a demostrar. Pero aun así asentí.
—¿Por qué? —inquirí, con un ligero movimiento negativo de la cabeza. ¿Qué caso tenia pedir disculpas en ese momento? Ya todo había quedado atrás.
—Por esa noche—comentó, y se volvió a mirarme. Recargó la mejilla en su rodilla y desde esa posición me miró. —No debí ser yo, debió ser Diego. Él sabe cómo hacer las cosas bien...—y de pronto callo, como si no pudiera ordenar bien sus pensamientos. —él sabe cómo...
Me limité a callar. Él bajó la mirada, como si le resultara vergonzoso mirarme.
—Sé que era tu primera vez. —me explicó.
Resoplé, más por asombro que de indignación.
—No te creas tan importante—comenté, pero hice lo mismo que él, ocultar la mirada. —No fuiste el primero.
Y aquello era mentira, lo iba a ser siempre, pero no podía decirle eso, era algo de lo que quería tener el control. Y él no tenía que saberlo.
Alejandro soltó un largo suspiro, como si dejara ir todo el aire de sus pulmones hasta quedarse seco, y me miró, con los ojos brillantes.
—¿En serio? —exclamó. —Creí que también te había arruinado eso. ¿Fue Diego?
Lo miré incrédula, aquella era una pregunta demasiado personal, no podía creer la ligereza con que la preguntaba, pero bueno, después de lo que había pasado no sabía si cabía la posibilidad de seguir siendo pudorosos entre nosotros. Quizá eso ya estaba fuera de discusión.
—No—contesté, con la vista en el mar—no fue él, fue en la prepa, tenía dieciséis años. Se llama Julio, era mi compañero de clase.
—Ok—asintió Alejandro. —es mejor así.
Parecía conforme con lo que le había dicho, no sabía si lo creía porque de esa forma le quitaba algún peso de encima o porque mis palabras sonaron reales, quise creer que fue lo segundo.
—Es que todo fue tan rápido—comentó Alejandro, como si no pudiera dejar de hablar de aquello, de aquel acontecimiento que casi nos cuesta la integridad de Diego —y tú me dejaste hacer lo que quise contigo...
—Alejandro—intenté protestar.
—y estabas temblando, y me mirabas con tanto...
—Tú sabes el condenado frío que hace en esos cuartos—lo detuve.
—Sí —contestó él, y se atrevió a mirarme —estaba oscuro, y hacia muchísimo frío, y estaba borracho. No sé hasta qué punto de lo que me acuerdo pasó en realidad. Lo único que sé es que lo siento.
—Tampoco fue la gran cosa—meneé la cabeza—como dijiste, fue muy rápido.
Alejandro ni siquiera se molestó por mi comentario, se acercó más a mí y vaciló al momento de tomarme del brazo, estuvo a punto de hacerlo, pero regresó a su lugar un segundo después.
—Solo sé que me porté como una mierda—siguió—y que no debía ser yo, debía ser él.
—No fue solo tu culpa—terminé por decir, porque su voz perdía volumen, como si se estuviera rompiendo. Sabía lo difícil que le resultaba, a él, Alejandro, que no pedía disculpas estaba ahí, pidiendo las mías.
—Ya sé—dijo—pero no hace que me sienta mejor. El solo hecho de estar aquí me hace sentir como el hermano más culero de mundo. Si el infierno existe tengo un lugar reservado para mí.
—No, Alex...—intenté protestar, pero me interrumpió.
—No desearás a la mujer de tu hermano—recitó con la mirada clavada en la arena, pero después me miró, como preguntándome si lo sabía, si sabía cuan devoto y especial era Diego.
Asentí, y ahora fui yo la que no pudo mirarlo a los ojos.
—Chingar lo tuyo con Diego fue una mamada, pero estar aquí...—siguió, haciendo un gesto transversal con la mano sana—Ni siquiera deberíamos estar hablando, pero no puedo evitarlo.
Asentí, aquello era cierto, ahí estábamos los dos, conversando en medio de la noche, cuando la persona a la que más queríamos dormía tranquilamente sin sospechar lo viles que éramos, porque aunque no hacíamos nada, y más de medio metro nos separaban, yo sentía aquello como traición, porque a veces con solo palabras se podían tocar corazones, y eso sin duda era lo mío.
—Ya sé—suspiré. —ni siquiera sé porque sigo aquí.
Callamos por varios minutos, hasta que Alejandro llamó mi atención, no hizo nada en especial, más que clavar su verde mirada en mí.
—¿Qué? —pregunté. No tenía idea de que más nos podíamos preguntar en una noche así.
—Nada—comentó, y regresó la mirada al frente. Volvió a tomar sus rodillas con sus brazos y guardó silencio.
—Qué más da—le dije —no creo que haya algo que no nos hayamos dicho.
Y me refería también a Diego, estaba segura de que casi todo lo que conversábamos a solas terminada en oídos de otro de nosotros tres, no me sorprendería descubrir a Alex contándole palmo por palmo la conversación a su hermano por la mañana. No sabía si aquello era por culpa, por costumbre o por debilidad, pero hasta yo tenía ganas de hacerlo. Me daba ganas de correr y decirle a Diego todo lo que habíamos estado hablando, antes de que Alex lo hiciera.
—Yo sé que no eres un objeto—contestó Alejandro, en medio de mis cavilaciones. —y sé que no eres propiedad de nadie, y sé también que me tomaras por un machista pendejo por decirte esto, si no es que lo has hecho ya.
Lo mire, incrédula.
—Es que yo te vi primero—dijo—Y puedes odiarme todo lo que quieras, pero es la verdad. Yo te vi primero. El último día de las inscripciones te vi llegar, te vi pasar—me explicó.
Y de pronto ese día volvió a mí, recordé el miedo que sentía y las ganas inmensas de salir corriendo, de negarme la posibilidad de cumplir con un sueño, el único sueño latente en mi alma.
—Estaba en la ventana de mi cuarto—siguió Alex—y no creas que te esperaba, eh, que no te esperaba. Estaba pensando en otra cosa. Estaba emputado con Diego, porque se escapó la última semana de vacaciones y lo estaba esperando a él.
—¿A dónde fue? —pregunté, solo por costumbre, porque me interesaba saber todo sobre Diego.
—No sé. —Contestó— Nos estábamos quedando en la casa de Walter por las vacaciones de verano, pero Diego se largó la última semana sin decirme a donde iba, y tuve que regresarme sin él. Ese era el último día para las inscripciones, y el cabrón tenía que aparecer de un momento a otro. Y fue cuando te vi.
—Había un montón de gente ese día—dije.
—Sí—asintió él—pero me llamaste la atención porque estabas sola y nadie llega solo.
—Hum—dije.
—Nadie llega solo —insistió Alex—algunos llegan con sus papás, otros traen a sus hermanos o llegan con amigos, pero tú venias sola, cargabas con tus maletas sola.
—Sí—dije, y me encogí en mi lugar, pensando en ese día. Tenía tanto miedo, que hasta él pudo verlo. Me miraba, sin que yo lo supiera. Mi soledad era latente.
—El taxista tuvo que ayudarte a sacar tu maleta—continuó Alex—y llevarla hasta el edificio de las habitaciones. Y luego tú te fuiste, caminaste hacia el edificio administrativo.
Asentí.
—Y no sé por qué—comentó Alex, con un ligero encogimiento de hombros—me quedé ahí sin hacer nada, pude bajar y seguirte, o esperar a que salieras y ayudarte a conocer la escuela. Pero no hice nada, solo me quedé ahí, y entonces apareció el pendejo de Diego. Llegó con esa pinche facha de vago que tanto le gusta, y yo solo con verlo me encabroné tanto que estuve a punto de seguirlo y armarle una bronca por lo que había hecho. No sabía en donde había metido toda esa semana pero estaba casi seguro que había ido a ver a esos pendejos que dice que son sus amigos.
Vaya, pensé, mientras yo conocía a Diego en la oficina de administración Alejandro contemplaba el mundo desde la ventana de un tercer piso. Diego, que salió a ver el mundo, y a enfrentarlo había terminado cruzándose en mi camino, y no él, que desde las alturas solo era un espectador.
—Varios días después él me habló de ti, de la chava de primer año que conoció en la entrada—siguió Alex—Me dijo que era la más bonita, y amable que había conocido, pero no le hice caso porque él es así, siempre ve cosas buenas en todo el mundo. No sé cómo lo hace, a veces lo envidio. Diego tiene esa capacidad infinita para creer en cosas que no ha visto y perdonar a personas que lo han traicionado, puedes llamarlo pendejo si quieres pero así es él.
Fruncí el ceño, pero él pareció no notarlo.
—Yo no le conté de ti, porque ni siquiera sabía tu nombre, solo te vi una vez, con esa cara de miedo que tenías, y pensé que no significaba nada. Además no creí que se tratara de la misma persona, de ti.
—¿Y? —dije, no quería que aquello me afectara, pero ya comenzaba a hacerlo y eso era lo único que podía hacer.
—Pues nada—dijo, —solo quería que lo supieras. Porque Diego y los demás no se cansan de decir que lo hice sólo porque él te quiere. Solo por chingarlo. Y no es por eso, no es por él, no es por nada. Es solo algo que pasó, y tuvimos la mala suerte de estar en esta situación los tres.
—Lo sé—suspiré—solo fue algo que pasó.
—Y te juro que si pudiera cambiarlo lo haría.
Un estremecimiento me sacudió el cuerpo. No sabía si por el frío o por la conversación. Debía ser lo segundo, aquella era la conversación más larga que había sostenido con Alejandro hasta ese momento. Y aunque estábamos tocando temas sensibles, no se sentía mal, se sentía extraño, raro, inquietante, pero en el fondo no estaba mal. Con él tenía esa capacidad para hablar, podía soltar los dedos, dejar de calcular reacciones y respuestas, solo hablaba sin miedo.
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