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Capítulo 8. Prueba de confianza

—No esperarás que crea toda tu charlatanería o ¿sí? Tienes el descaro de poner a la señora Druks contra mí, invades mi casa y ahora dices, que ese gran secreto tuyo es una escena desalineada de algún cuento de hadas —expresa Amarilis en tono vacilante.

—La señora Druks solo se preocupa por ti, y tienes que creerme... —Madeleine lo piensa por un momento—. ¿Acaso no viste a dónde fui en la madrugada? Estoy segura de que se puede ver desde esta casa... —se acerca a la ventana de la cocina—. Bueno, no desde aquí abajo, pero sí en el piso de arriba.

—Eso de estatuas vivientes no es tan fantasioso como que le cortaras la cara a Can —comenta Amarilis para sí, sosteniendo su mentón, como si ignorara que Madeleine está presente.

—Es raro... ¿Tú solo me viste pasar por el frente? —interroga Madeleine con mirada inquisitiva.

—Uy, sí, porque es muy normal ver a alguien merodeando por allí en la madrugada y te pasas el resto de la hora vigilando... La gente duerme, genio —repone en tono socarrón.

—No, tú eres la genio y mentirosa. Sé que tú no duermes... —responde Madeleine con algo de obstinación. Amarilis abre los ojos como canicas—. Tú misma me dijiste esta mañana que vigilabas mi regreso.

Amarilis se calma.

—Además, tú sufres de insomnio —completa Madeleine.

Amarilis se pone más tensa que antes.

—¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Qué me disculpe? ¿Dinero? —responde Amarilis con hastío.

—Quiero que me ayudes. Y no quiero que lo hagas de mala gana, en verdad necesito confiar en ti... —insiste Madeleine.

—Yo no puedo, Madeleine. No soy apta para eso —desdeña con el ceño fruncido.

—¿Cómo que no eres apta? Lo dices por lo de tu hermano, pues ya supéralo y duerme tranquila...

Amarilis se avienta contra Madeleine y la pega contra la pared, mientras sujeta mechones de su cabello naranja en su puño. Madeleine trata de resistirse.

—¿Pretendes atormentarme con eso? Solo vete, no quiero tener nada que ver contigo. La verdad no soy yo, sino tú. Tú no eres apta para la confianza. No sabes lo que se siente estar en mis pies: una chica fastidiosa como tú, jamás lo entendería —le replica Amarilis con la mirada húmeda y parecida a la de un animal que trata de defenderse. Afloja el puño cubierto de semirizos naranjas.

Madeleine le atina un gran empujón a Amarilis, quien se ve obligada a sostenerse de la nevera y el mesón.

—¡¿Crees que no sé acerca de sufrimiento?! ¡¿Crees que lo tuyo es lo peor?! —exclama con lágrimas, el cabello enmarañado y salpicando un poco de saliva—. Lo he vivido en carne propia, y aun así sé que hay cosas peores.

Amarilis le observa un tanto seria, disimulando asombro.

—No imaginas lo terrible que es tener que renunciar a tu vida normal por culpa de unos psicóticos. Psicóticos que te mandan amenazas de muerte a diario solo porque no permitiste que algunos de sus colegas enfermos, te haya violado —solloza, cayendo de rodillas al suelo.

El asombro de Amarilis se convierte en estupor incontenible. Medita por unos segundos tratando de vencer el nudo que se le hace en la garganta.

—Al-Al-Alma dijo... que ustedes se habían mudado... por ampliar su visión... Esto es serio, Madeleine: no puedes bromear con esas cosas... —dice Amarilis con tono ligeramente tembloroso y algunas gotas de sudor bajando por su mejilla.

—Fue lo que ella dijo para apoyarme, o ¿tú crees que es muy grato andar por allí diciéndole a todo el mundo: Ah, pues, vine a esta isla porque en mi país trataron de violarme y como no pudieron, amenazaban con matarme? —responde, subiendo la vista con tono desgarrador.

Un silencio invade toda la cocina.

Madeleine permanece cabizbaja y llorando desconsoladamente. Amarilis camina hacia la nevera.

—Yo... yo-yo debo volver a The Dreams porque es lo único que me ha dado motivos para querer quedarme —aspira con la nariz—. Quiero mucho a Alma y a mi abuelo, pero cuando estuve en ese centro comercial, todas mis preocupaciones se habían ido una vez que supe que esas estatuas me esperaban. Sé que solo fue una noche, pe-pero lo sentí, Amarilis, para mí fue más que suficiente haber estado ese rato con ellas. Yo-yo debo volver...

Madeleine levanta un poco la mirada y ve la luz del interior de la nevera sellándose por la puerta.

—Ven, hablemos como se debe —le incita Amarilis, extendiéndole la mano—. Odio verte así.

Madeleine por primera vez siente una tranquilidad alentadora de Amarilis al tomar su mano. Puesta en pie, nota dos platos pequeños con dos biscochos espolvoreados de azúcar y dos vasos llenos de limonada sobre el mesón. Cada una se sienta a una silla.

—Entonces... quieres que te ayude a salir esta noche —dice Amarilis, detallando su biscocho sin ganas de comerlo.

—Eres la única persona que puede hacerlo. No te lo pediría de no ser por ese Can y sus esclavas —repone Madeleine, tras secarse por completo el rostro y acomodar su cabello.

Amarilis esboza una sonrisa por las esclavas de Can. Vuelve a su expresión seria.

—Madeleine, no creo que él vaya a hacerte lo que te pasó... ya sabes, en Baltimore —comenta Amarilis con tono dudoso.

—Han molestado a un pobre hombre de la calle y los oí hablando cosas macabras de mí en el zoológico. Me espero lo que sea de ellos —repone Madeleine, frunciendo el ceño.

Amarilis gira el rostro con extrañeza.

—¿Pobre hombre de la calle? ¿Zoológico?

—Sí, el mismo pordiosero que te mencioné; el que conocí esa noche.

—Seguro es el loco Magün —responde Amarilis, sorbiendo su limonada.

—Entonces las personas de estos lados lo conocen —afirma Madeleine.

—Bueno, nosotros muy poco lo conocemos. La señora Druks prefiere que nos mantengamos alejados de él: es un loco de la calle... y huele mal.

—Él es bueno —subraya Madeleine con severidad.

—Madeleine, le temes a Can y ¿confías en un loco de la calle?

—Pues sí, sí confío en él, no como para meterlo en mi casa, pero sí como para saber que no desea hacerme daño. A mi parecer, no habla como un loco... Algo le pasó, algo que lo llevó a andar como anda. Puedo presentirlo.

—Bueno, bueno, ¿y qué pasó en el zoológico?

—Debiste ir —expresa Madeleine con algo de obstinación. «Me lo habría hecho todo más sencillo», piensa, mientras muerde el biscocho con brusquedad.

—Déjame adivinar: él admiraba a los cocodrilos. Bueno, hablemos de lo importante aquí. Deseas que te ayude a ir a The Dreams, ¿cómo esperas que lo haga? Por si no lo notaste, yo no puedo salir. La señora Druks armaría un escándalo si descubriese que no estoy, Madeleine. Ella sabe de mi insomnio y cada que puede, se asoma a mi habitación para ver que esté bien o acercarme té.

—Tú no saldrás, Amarilis. Te necesito aquí —repone y hurga su bolso.

—No puedo ayudarte estando aquí...

Amarilis se detiene al ver que Madeleine saca unos aparatos de su bolso.

—Lo haremos con esto —dice la joven de cabellos naranjas, sosteniendo un par de walkie-talkies.

Amarilis, con los ojos como platos, sostiene uno.

—Verás, ya que tú sueles estar despierta casi toda la noche, pensé que podrías mantenerte vigilando el trayecto, mientras yo voy al centro comercial —le explica Madeleine—. Por vía telefónica es infructuoso, así que compré estos en el New World Cambridge para que podamos comunicarnos sin problemas.

—¿P-p-pero tú pensaste en esto sola? Es decir, ¿en verdad harás lo que sea por salir?

—Sin duda alguna, Amarilis. Tú vigilarás y me avisarás si Can se acerca por algún lado o donde lo veas, para yo evitarlo.

—Pero, ¿y si algo o alguien más se te acerca? —pregunta un tanto nerviosa.

—Tú me lo harás saber y yo lo evitaré —afirma Madeleine con expresión muy segura de sí—. Por eso necesito confiar en ti. Así sabrás que lo que te dije es cierto, Amarilis. Solo necesito que vigiles mientras voy, pues el viaje de retorno es como te había contado.

Amarilis se queda mirando el walkie-talkie negro con franjas verde oscuro en sus manos, el cual cuenta con un audífono y micrófono inalámbrico.

—Es bonito —comenta, detallándolo.

—Gasté todo mi dinero para comprarlos. Eran los de máximo alcance que había y tienen ese micrófono y audífono para que nuestra comunicación sea lo más óptima posible. Además, de que no hará ruido —explica Madeleine un tanto contenta tras morder su biscocho.

Amarilis acaba lo que queda de su bebida y le ofrece su biscocho a Madeleine, quien acepta. Luego se levanta y camina a la salida de la cocina.

—¿A dónfde vaff? —pregunta Madeleine con la boca llena.

—Si te voy a ayudar, entonces deberíamos probar estos aparatos y ver cómo te vigilaré —repone Amarilis con una sonrisa.

Madeleine pasa lo que queda de su bocadillo con la limonada y le sigue.

—¿Tienes mis dulces? —pregunta Amarilis, mientras suben por las escaleras.

—Ah, sí. Ten —los saca y entrega los regalices arcoíris.

—Perfecto, estos me ayudan a concentrarme.

Se pasan más de dos horas planeando la salida de esa noche. Desde probar el buen funcionamiento de los walkie-talkies, hasta llegar al techo de la casa mediante otras escaleras y una ventana, donde ambas aprecian un panorama lleno de casas, locales y caminos. La distancia y algunos obstáculos dificultan la visión de algunos sitios, pero logra observarse gran parte de los caminos que Madeleine deberá recorrer. También se pusieron a estudiar mapas de la zona. Madeleine ojea una y otra vez las rutas, tratando de memorizarlas. El cielo se va oscureciendo y algunas estrellas comienzan a distinguirse.

Iiiiii, qué emoción —expresa Amarilis con tono agudo, sosteniendo un regaliz ácido.

Ambas pasan el rato sentadas en el techo.

—Cuando se trata de secretos, no escatimas la emoción —objeta Madeleine con donaire, pero se desconcierta al observar que el abuelo y Alma regresan a casa.

—Tú... tú... ¿cómo lo...? Dime qué fue lo que viste exactamente esta mañana en mí —le reclama Amarilis.

—Un momento —Madeleine saca y revisa su teléfono. Su abuelo le había avisado por mensajería que saldría un momento con Alma a buscar la cena.

—¿Y bien?

—Pues —repone, guardando su teléfono—, vi cuánto admirabas a tu hermano, sus planes para que él saliese a escondidas, su enfermedad, su disputa y tu insomnio. También vi cosas como que te gustan los secretos y dibujar.

—¿Qué más viste? —insiste Amarilis.

—Que te gusta hacer planes para situaciones prohibidas...

—Eso no es cierto...

Jah, bromeo. No vi más nada, lo juro. Y no, no quise hacerlo, en verdad...

Mmm, bueno —le interrumpe—. Si vamos a confiar la una en la otra, debemos aprender a no meter las narices en nuestros asuntos privados, no sin nuestros permisos.

—Tú empezaste...

—Hablo por las dos, ¿queda claro? Yo te creeré y te ayudaré. Y tú, no volverás a hacerme eso que hiciste esta mañana...

Madeleine abre la boca, pero es interrumpida.

—¡Y! —subraya Amarilis—. Luego hablaremos de ese fenómeno de la mañana. Tienes que responderme varias preguntas, pero no ahora. Creo que vienen por ti...

Madeleine le sigue la vista a la chica de ojos azules, y observa a su abuelo, cruzando la calle.

—No, no puedo irme ahora —expresa Madeleine con desespero, levantándose—. Aún no estamos preparadas...

Amarilis hace caso omiso y vuelve adentro de la casa. Madeleine trata de insistirle al oír el timbre de la puerta.

—Me-me llevaré los mapas, aún no los memorizo —le pide con respiración agitada.

—Calma, no será necesario. Te enviaré las fotos. Además, yo seré tu guía —repone Amarilis con relajo.

Ambas intercambian números telefónicos de camino a la puerta.

—¿Y-y-y qué tal si vas a cenar con nosotros? —persiste, impaciente.

—No, Mad... —Amarilis es interrumpida cuando Madeleine abre la puerta.

Madeleine saluda a su abuelo y le pide, casi como si suplicara, que invitaran a Amarilis a cenar.

—Eh, eh... Claro —responde Joe, esforzándose por mostrar algo de entusiasmo.

—Agradezco mucho tu invitación, Madeleine, y la suya también, señor Joe, pero paso por ahora.

—¿E-es porque no puedes salir? Pues, podríamos venirnos para acá. Así no estás sola...

—Eh, Mad... —su abuelo trata de intervenir con algo de timidez y modestia, pero su nieta no para de hablar.

—No, Madeleine. Ahora, no —reitera Amarilis con autoridad.

Madeleine detiene su parloteo, boquiabierta.

—No tengo hambre y quiero descansar. Hablaremos al rato, ya tienes mi número —expresa, mirándola directo a los ojos como si quisiese darle a entender algo que evidentemente no puede decir delante de Joe.

Madeleine contiene un gesto de frustración y acepta la decisión de su vecina. Se despide y se retira con su abuelo, quien había permanecido asombrado y confundido después de que Amarilis reiterara su posición. Había notado el desespero de su nieta, pero ¿por qué? ¿Por qué se había comportado así con alguien que recién conoce? Solo podía pensar en lo que ambas chicas habían conversado a solas, pero ¿qué?

—¿Ocurre algo, Mad? —se limita a preguntar al dejar atrás los arbustos con diferentes formas.

—No pasa nada, abuelo —responde su nieta, un tanto ensimismada.

—¿Cómo que nada, Madeleine? Parecía que querías arrastrar a esa chica en contra de su voluntad a nuestra casa. No te había visto así antes.

—No pasa nada, abuelo —repite, esta vez entre risas. Cruzan la calle—. Solo me afané un poco con ella.

—¿Por qué si apenas se conocieron hoy?

—Creo que ya estoy comenzando a verla como una amiga, mi primera amiga en Nueva Zelanda —explica, tras suspirar con serenidad.

Joe no quiso insistir, pero está consciente de que su nieta se comporta de manera muy extraña. Por otro lado, Madeleine solo puede tener fe de lo que Amarilis le había dicho. Por mucho que la duda quisiese rasguñar en su pensamiento, Madeleine solo aguarda la hora justa para poner en marcha su plan. Allí sabrá si Amarilis es de confiar o no. Pase lo que pase, ella irá a The Dreams.

En casa, Alma les recibe con emoción y les convida al mesón de la cocina. Agradece la cena al abuelo.

—¿De qué me perdí? —pregunta la adolescente al llevar un trozo de lasaña a la boca.

—Madeleine, tu abuelo ganó la lotería —repone Alma con asombro—. Nos compró estos deliciosos platillos, me dio para estos días... y guardó algo para él —agrega entre risitas.

—Ah, ya veo. Pues suele pasar a menudo. Mi abuelo es muy suertudo —dice la adolescente sin inmutarse—. Todo está exquisito, incluso el jugo de maracuyá. Muchas gracias a ambos.

—¿A menudo? —expresa Alma con asombro, antes de llevar su tenedor con espagueti, salsa cremosa y un camarón incrustado, a la boca.

—Bueno, sí. Aunque mi nieta exagera —responde Joe con algo de modestia y rubor. Sostiene su tenedor con ensalada de pollo y manzana.

—No exagero, abuelo. Siempre ganas —replica Madeleine, habiendo devorado la mitad de su cena. Pasa grandes bocados tibios sin necesidad de beber jugo tan seguido.

—Vaya, eres un anciano lleno de sorpresas —declara Alma con algo de picardía, después de beber jugo de guanábana.

Madeleine solo se concentra en comer. Aunque fuese rápida, no significa que no disfrutase cada bocado.

—Eh, bueno. Solo... —traga, sonrojado—. Madeleine, ¿ya terminaste tan rápido? —pregunta al ver que su nieta desecha la bandeja vacía y lava su vaso.

—Eh, sí. Estuvo muy sabroso. Muchas gracias a los dos.

Alma asiente sin despegar la mirada del abuelo.

—¿Ya te vas? —pregunta Joe, un tanto nervioso.

—Sí. Deseo meditar, mientras baja la comida. Luego dormir: hoy fue un poco agotador para mí.

—E-espera, podríamos contarle a Alma más so-sobre mis victorias —objeta, todavía más nervioso.

—No me necesitas para eso, abuelo —responde, absorta. Sube las escaleras.

Joe cambia de parecer, pues el rubor y el afán se esfuman de sí como el aire de un globo que se está espichando. El vacío que queda se traduce a desánimo, haciendo que deje los cubiertos sobre su ensalada.

—¿Otra vez preocupado por Madeleine? —habla Alma con tono solidario.

—Alma, es que... es que no quiero hacerlo, ¿sabes? Quiero creer que todo está en orden, pero cada vez que la veo, me invade ese presentimiento de que le pasa algo que tú y yo no sabemos... —se desahoga Joe, posando su mano sobre los ojos.

—Joe, yo la vi tranquila, como una adolescente común. Creo... que te está costando mucho aceptar que día a día tiende a ser más independiente.

—No, Alma. Estoy perfectamente consciente de que seguirá creciendo, se graduará, hará su vida, su familia... No le temo al hecho de que ya no me necesite. No la viste cuando la fui a buscar a donde la muchacha que cuidan los señores Druks. —Sorbe su jugo de fresa.

—Soy toda oídos, Joe. Puedes contar conmigo —alienta Alma con serenidad y emoción.

***

En su habitación, Madeleine termina de hablar con su madre y hermanas. Deja el teléfono a un lado y se recuesta del copete de la cama, pensando en si es grato mensajear a Amarilis. Aunque su madre y hermanas le alienten, no ignora que ellas están demasiado lejos; mientras que sus contratiempos están muy cerca, mejor dicho, pegados a ella.

Indaga en sus planes con Amarilis, evaluando los puntos críticos que le llevarían a fracasar. El que más persiste en su mente y teme es el hecho de que su vecina la deje mal, intencionalmente, o se equivoque en alguno de los aspectos del plan. También le amotina la idea de molestarla a tal punto, que la joven se harte de ella y renuncie a prestarle su apoyo. Habían quedado en hablar a la media noche para que Madeleine escapase poco después, como a la una. Ella sabe que la ejecución repetitiva de una acción no suele ser idéntica a la anterior. Muy diferentes fueron sus dos viajes de camino a Nueva Zelanda, muy distinta la reacción de Amarilis en la mañana a la tarde; y lo que la propia Madeleine había sentido cuando recibió la ficha de «Ven cuando quieras, Madeleine» de la cabina, fue lo opuesto a cuando la había vuelto a recibir del pico de una de las estatuas de gallinas.

Agarra un cojín con forma de zanahoria, está segura de que su abuelo lo había puesto cuando ella estuvo con Amarilis, y hunde la cara en él. Percibe el dulce aroma a cereza; su abuelo no solo lo había desempacado, sino que lo había lavado. Madeleine reacciona al oír su teléfono y lo revisa. Son mensajes... de Amarilis. La emoción recorre de la nuca a la cabeza y los brazos de la chica, así que no escatima en abrirlos. Revisa las fotos de los mapas, y se apresura a escribirle, pero se detiene al ver el último mensaje: «Hablamos a media noche. Buenas noches». Esa simple frase había sido como un chapuzón de agua fría. La mente de la adolescente se vuelve prisionera a la idea de la ausencia de Amarilis. ¿Por qué no habla con ella? ¿Acaso busca vengarse por lo de la mañana? Madeleine se vuelve a llenar de ansiedad. «¿Y si...? ¿Y si...? ¿Y si planea entregarme a mi abuelo?», indaga con tensión en sus hombros. Su respiración empieza a acelerarse.

—No, no, ella no lo... ella no lo haría —se dice entre jadeos, y con sus puños y teléfono en su pecho.

Se sobresalta al escuchar toques en su puerta. Esconde el teléfono bajo su almohada y se acuesta, cubriendo su cuerpo con la sábana.

—Pasa —repone, cambiando de parecer.

Su abuelo abre la puerta.

—Hija, ¿ya vas a dormir? —pregunta al verle envuelta.

—Ah, sí —responde entre falsos bostezos—. Hablaba con mis amigos y me quedé dormida.

—Oh, es que compré una película y pues, quería que la viésemos con Alma. Ella se propuso a hacer palomitas.

A la adolescente le habría encantado acompañarles. Siempre había disfrutado armar un cine casero con sus hermanas y abuelo, cada viernes por la noche en Baltimore.

—Me quedaré dormida en cualquier momento, abuelo. Estoy cansada. Lamento no acompañarles —dijo, volteándose y cubriendo sus hombros con la sábana. Contenía un par de lágrimas.

—Ah, eh, no debes disculparte por eso, mi amor —responde, fingiendo no estar desconcertado—. Ya... ya la veremos con más tiempo. Preferentemente en el día —concluye, tratando de sonar alentador. Sale del cuarto.

Madeleine se da la vuelta con vista al techo y se fuerza a dormir. Su único consuelo es que estará en The Dreams en pocas horas, y para eso debe hacer ligeros sacrificios. No es como que esté dejando de amar a su familia, solo se trata de continuar enfocada en sus planes. Además, a media noche confirmará si existe veracidad en las palabras de Amarilis.

Gira la cabeza hacia un rincón de la habitación y ojea el póster enrollado que sus amigos le habían regalado poco antes de partir de Baltimore. Se pregunta si Amarilis llegará a ser una amiga, y se pregunta si ella misma estará siendo una buena amiga.

—Ya... lo colgaré... luego. Luego los... llamaré, muchachos. Desearía que... estuviesen aquí —le habla con somnolencia al póster y con la vista un tanto borrosa. «Amarilis no me traicionará, ella no lo hará...», se repite en su mente.

Su cuerpo se va sintiendo liviano, la vista va perdiendo nitidez hasta oscurecerse en su totalidad, mientras que su conciencia mengua, pero no se apaga. Por un instante, no existe sentido del tacto, lo cual le genera complacencia. Pero regresa dicho sentido. Madeleine continúa adormecida, aunque presiente el cuerpo acostado bocabajo... posición opuesta a como estaba al dormirse.

La cama ya no se siente cómoda como antes, más bien parece un piso no tan suave y con filamentos. Aunque tuviese los ojos cerrados, podía ver con dificultad a través de sus parpados, como si tuviesen cierta transparencia. No reconoce nada hasta que la conciencia vuelve y abre los ojos. Observa un suelo fangoso con grama y oye el revoloteo de insectos.

«¿Dónde estoy?», se pregunta la joven con la mejilla pegada al suelo. Se desespera al sentir el cuerpo inmovilizado por un sobrepeso desconocido.

La adolescente jadea con ojos desorbitantes, esforzándose por levantarse, pero nada pasa. Tiene la noción de que no está sola. Su mirada se detiene en un fluido viscoso que levita a metro y medio de su posición. El líquido turbio y verdoso se aglomera hasta formar una pared pulida. La joven se sumerge en estupefacción al ver que sobre su reflejo, alguien robusto y cubierto de grama y paja, le hinca un pie en la espalda.

—¡No! ¡Quítate de encima! ¡Abuelo! ¡Alma! ¡Alguien! ¡Ayudaaa! —grita la joven.

El pensamiento más tenebroso la invade. ¿Acaso se repetiría lo mismo de Baltimore?

Shhhhhh —articula la criatura con relajo, hasta hacer que la joven ahogue los gritos.

Ella trata de calmarse, mientras detalla el reflejo de la criatura. Aunque tuviese forma humana, la gran contextura y la piel de grama y paja le indican que no es hombre o mujer. Entonces, ¿qué es y en qué sitio se encuentran?

Tras un minuto de silencio, la criatura levanta el rostro, mostrando obsidianas de fuego entre oscuridad, paja y grama; donde debiesen estar sus globos oculares.

—¿Quién eres? —le demanda la joven.

—Pregunta equivocada —responde con voz seca y gruesa. Le hinca el pie con más fuerza.

El cuerpo de Madeleine resiste, pero gime por el creciente sofoco.

—Sientes el peso, ¿eh? Poner tu confianza en alguien que no seas tú misma, genera una carga que tarde o temprano termina hundiéndote —explica la criatura, mirando directo a los ojos del reflejo de la joven.

—¿De-de qué hablas? ¡Quítate de encima! ¡Quítate! ¡Quítate!—le ordena, exasperada, tras aceptar que es en vano tratar de levantarse.

—Todo este peso te lo has echado tú misma, niña insensata. Cometiste el grave error de poner tu confianza en aquella chica —su voz se va agudizando en un tono juvenil y femenino, mientras que la grama y la paja del rostro caen como si se le desmoronara—. Sabes que es así, Madeleine.

La adolescente observa atónita el reflejo de un rostro redondo con tonalidad pálida, vista soñadora, mejillas gorditas y las ojeras que resaltan por el gran tamaño de sus ojos azul claro. La boca pequeña y la nariz corta, que remarcan gestos pretenciosos; el cabello castaño en una cola de caballo... Aunque el cuerpo de la criatura no haya cambiado, la voz de Amarilis no deja de resonar en Madeleine. ¿Acaso es ella?

—¿En qué pensabas al confiarme tu mayor secreto? —vacila la criatura con la vista azulada puesta en el reflejo de la adolescente.

—E-esto es... e-esto es imposible —reniega Madeleine.

—Es lo que es —replica, quitando el pie e incorporándose para sentarse en la espalda de la adolescente.

A Madeleine le cuesta un poco respirar, pero su cuerpo se niega a ceder ante la presión. Se oye un ruido como si se acercara un derrumbe.

—Es muy seguro que el peso no te reviente, pero caerás igual...

Ambos miran las fisuras que se habían generado en el suelo. El estrépito ahoga cualquier otro sonido. La pared pulida y verdosa se va fracturando; se rompe y cae al fondo de un despeñadero junto con el piso donde reposaba.

—Será cuestión de tiempo para que mueras en el fondo de la desesperación. Nunca debiste buscarme, nunca debiste contarme tu secreto, nunca debiste confiar en mí... Porque el resultado de confiar en alguien es... que terminará empujándote al despeñadero —subraya con mirada agresiva.

Madeleine cruje los dientes sin razones para contrariarle. Se había quedado sin opciones que le salvasen...

—¡¡¡No es cierto!!! —resuena el grito de una joven a lo lejos, mientras que se detiene el estrépito y el derrumbe.

La criatura ojea de lado a lado a una niebla blanquecina muy distante. Sin saber el origen de aquel grito, vuelve a dirigirle palabras de tormento a su víctima. Por otra parte, a Madeleine le envuelve la perplejidad. «¿Otra voz idéntica a la de Amarilis?», se pregunta, e indaga en esas palabras.

¿Y si no es cierto lo que la criatura le había dicho? ¿Qué tal si Amarilis había hablado en serio? No habían tenido la mejor de las charlas durante la mañana, pero todo había fluido en la tarde justo antes de que su abuelo la fuese a buscar.

—No es cierto —repite Madeleine con el rostro a treinta centímetros del despeñadero.

La criatura la mira con confusión.

—No es cierto nada de lo que has dicho —insiste la joven, despegando la mejilla del suelo. Su cuerpo tiembla. El esfuerzo comienza a hacerle frente al sobrepeso.

—Te voy a entregar. Todos sabrán lo que haces a hurtadillas...

—Tú no eres Amarilis —subraya Madeleine, levantando el torso con las manos apoyadas en el piso.

—¡No! —replica la criatura, acostándose encima de la cabeza de la joven—. Amarilis te entregará, y cuando tu abuelo y Alma se enteren, será tu fin. —El rostro se le desmorona, imitando al de Joe con su voz. Se ensoberbece de haber apagado la voz de la chica bajo su voluminoso pelaje de grama y paja.

—Todo este tiempo tuve miedo de eso —habla Madeleine con aire reflexivo, mirando al suelo y venciendo el sobrepeso—. Martillé mi cerebro por los riesgos que acarreaban mis acciones, pero me olvidé de mis objetivos. A pesar de los contratiempos, siempre aprendí.

—Pero tu abuelo...

—¿Qué importa? —le interrumpe, esta vez con un pie apoyado en el suelo y las rodillas flexionadas—. Si ellos se enteran, no será mi fin. Asumiré las consecuencias, como le he estado haciendo desde siempre. Aun así, prefiero enfocarme en que... Amarilis dijo la verdad y me ayudará. —Apoya el otro pie en el suelo.

—No, no puedes. No me iré de aquí —protesta la criatura, ardida de furia.

—Entonces me desharé de ti... ¡yo misma! —exclama la joven, estirando las piernas y los brazos. La criatura yace sostenida en las alturas con el torso sobre las manos de Madeleine—. Tú serás quien caiga.

La adolescente mira los riscos del fondo del despeñadero.

—No volverás a ponerme un dedo encima —asegura Madeleine con coraje. Entonces el despeñadero se enciende en llamas.

Antes de que la criatura dijese alguna otra palabra, Madeleine la tira a la hoguera. Su cuerpo se parte al chocar con los riscos, y los pedazos acaban consumidos en el fuego abrasador. Sin ningún peso, la joven contempla una brisa relajante, mientras que una pared de espejo borra el despeñadero. El sonido de los bichos y el panorama pantanoso cambian, como si hubiesen sido un espejismo, a un horizonte colmado de jardines verdosos y brillantes por la luz del sol. Frente a ella, fluye un río de cristal.

Madeleine se deja caer hacia atrás con los ojos cerrados sin temor adónde fuese a caer. Su torso es amortiguado por aglomeraciones esponjosas de césped y su cabeza, por un suave pelaje de bestia. Se mantiene en completa relajación. En su mano derecha siente toques y lamidas de un hocico.

—Señorita, usted es espléndida, ¡guau! —ladra un ser muy conocido.

Madeleine abre los ojos, apreciando a las nueve entidades a su alrededor, mientras acaricia al pastor alemán que juguetea con su mano. Su cabeza reposa sobre la gran melena del león. A su izquierda reconoce al reno echado sobre sus patas, con el hombre y la mujer recostados en su lomo; y a su derecha al gran gorila acostado de lado. El lobo se echa sobre su mano izquierda, y el pastor alemán sobre su mano derecha, sin dejar de juguetear con ella. A unos centímetros de sus pies, las gallinas reposan cada una en un nido y frente a ellas, su gallo. Más distante de la cabeza de Madeleine se encuentra la anaconda semienrollada en un charco que conecta con una laguna mediana, donde se asoma media cabeza del calamar gigante. Sobre la rama de un árbol delgado y no tan alto, reposa el águila.

Todos lucen como animales orgánicos sin las características habituales de estatua con las que se exhiben en el centro comercial The Dreams.

—¿Ustedes... ustedes son reales? ¿Todo esto es real? —pregunta la adolescente con cierto desánimo.

—Por supuesto que sí, señorita. Si no, ¿entonces cómo podría vernos aquí y en el The Dreams? —alega rápidamente el pastor alemán, mientras agita la cola.

Madeleine suspira entre suaves risas.

—Lo que debieses saber, querida, es que este sitio no pertenece a sueños comunes —comenta el reno con delicadeza. Sus astas tienen flores de azaleas blancas y clemátides blancas con tonalidades violetas.

—No eres esquizofrénica ni adicta a narcóticos, si es lo que deseas saber —desdeña el gorila, de espaldas a la adolescente.

—Pudiste decirlo sin sonar tan ruin —se queja el reno.

—¿Y cómo esperas que se lo diga? ¿Mimándola? —repone, mientras se rasca una nalga.

Ash —desdeña el reno mirando por encima de su frente.

Madeleine susurra risitas.

—Basta —les ordena el león, levantando la cabeza—. No solo libras una lucha externa, sino interna, mi dama. Es natural que llegues a dudar en algunas ocasiones.

—Todo camino tiene obstáculozzz —objeta la anaconda.

—Y los has afrontado muy bien —dice el lobo con tono alentador.

—Todos la admiramos, señorita, guau, guau —expresa el pastor alemán, echando su hocico sobre sus patas delanteras y sin dejar de agitar la cola.

Por muy enigmático que pareciese todos aquellos sucesos, la joven se detiene a pensar en una cosa.

—El monstruo que intentaba aplastarme era...

—Son tus propios monstruos, mi dama —completa el león.

El gorila gira el rostro con interés hacia Madeleine, y se sienta de piernas cruzadas con la mirada en ella. El hombre y la mujer se sientan también.

—Mmm... como lo supuse. Al igual que el que intentó estrangularme —repone la adolescente, levantando las manos hasta ponerlas bajo su nuca—. Pero aquel grito idéntico al de Amarilis, ¿qué fue?

—No lo sabemos —responde la mujer con cabellos que ocultan sus pechos.

—Solo conocemos lo que tú conoces —agrega el hombre.

Las nueve entidades observan inquisitivas a Madeleine, la cual se sienta también. Observa hacia donde se encuentra la niebla blanquecina; esta había permanecido inalterable cuando el horizonte pantanoso había cambiado.

—Señorita, no tiene mucho de qué preocuparse. Usted lo descubrirá, creemos en usted, guau —interviene el pastor alemán.

—Ya es hora de que ponga en marcha lo que había planeado con Amarilis, mi dama —agrega el león.

—¿Me esperarán como anoche? —pregunta Madeleine con cierta timidez.

—Todos los días —repone el reno.

Ven cuando quieras, Madeleine —expresan todos al unísono.

El panorama se va tornando borroso. Madeleine se siente adormecida con cada parpadeo hasta que su visión se oscurece. Parpadea otra vez, pero mantiene los ojos abiertos. Tras recuperar la nitidez, distingue el techo oscuro. La joven se sienta con las sábanas cubriendo de la cintura a los pies. Enciende la lámpara de la mesita y agarra su teléfono. Justo suena su alarma, pero la apaga casi como si lo hubiese predicho.

Sin pensarlo llama a Amarilis, pero no contesta a la primera. Madeleine la vuelve a llamar con cierta desesperación. Le llega un mensaje: «Enciende el walke-talki».

Obedece el mensaje como una orden irrevocable. Al encenderlo, una diminuta luz roja le titila. Madeleine se coloca el auricular. Nada es más gratificante que escuchar la voz de Amarilis.

—Será necesario que nos acostumbremos a hablar por aquí —comenta su vecina con sarcasmo—. Ya creía que te habías quedado dormida.

Madeleine se entusiasma y habla del escape, a lo que Amarilis asiente.

—Muy bien. Entonces me cambiaré y... ah —se queja al retirar la cortina—, debo buscar la llave de la ventana. Déjame traerlas, me preparo y nos hablamos al rato. ¿Vale?

—Asegúrate de tener todo lo necesario y no lo eches a perder. Confío en ti, Mad.

Madeleine afirma. Ya no tiene razón para dudar. Deja el aparato en la mesita y se dispone a salir de su habitación. Al llegar a las escaleras, nota un resplandor proveniente de la sala. Se acerca con sigilo a la parte trasera del sofá y descubre a Alma dormida frente a la pantalla azul de la televisión. Antes de retirarse, se queda paralizada ante quejidos de Alma, pero al no oír nada más, se acerca de nuevo a cerciorarse en que todavía esté dormida.

La adolescente medita en la lucha que había librado en el sueño, y apaga la pantalla. Alma reacciona con somnolencia ante la ausencia del resplandor. Madeleine la despierta con un suave toque al hombro.

—Ah, eh, ¿qué pasa? —masculla Alma.

—Soy yo, Alma. Te quedaste dormida —le habla con serenidad.

—¿Madeleine? ¿Qué... qué...?

—Vine por un vaso de agua y te encontré allí. Es mejor que subas a tu habitación. La cama es mucho más cómoda que el sofá —le convida, ayudándola a levantarse.

—Sí, es cierto, Mad. Gracias. Tu abuelo me dijo que no aguantaría mucho y subió hace rato. Traté de ser más fuerte, pero me quedé dormida. No recuerdo en qué parte de la película, pero... —habla, mientras suben la escalera.

—Ya, ya, después la terminas de ver. Por ahora, descansa —le interrumpe Madeleine. Ambas llegan a la habitación de Alma.

—Tu abuelo me contó que estabas cansada y por eso no pudiste verla con nosotros. Mañana la vemos los tres en el día —le dice Alma, mientras entra a su cuarto.

—Cuenta con eso, Alma —afirma la adolescente, dando pasos para alejarse.

—Por cierto, me has salvado de un terrible dolor de espalda. Mañana te lo compensaré con un delicioso desayuno, ¿te parece?

—No espero que me lo pagues, Alma. Pero al tratarse de comida, jamás diré que no.

Alma se despide entre bostezos y cierra la puerta. Madeleine se cerciora de que no haya sonidos de pasos de Alma o el abuelo, y regresa a la cocina. De vuelta a su habitación, se cambia. Utiliza un jean azul marino y un suéter beige oscuro con las botas y el gorro de la noche anterior. El olor a cereza le gratifica mucho.

Agarra su bolso y el walkie-talkie.

—Aquí Madeleine, ¿me copias?

—No lo hagas parecer como una película de escape —responde Amarilis con la boca llena.

—¿Estás comiendo? —pregunta, mientras abre la reja con la llave.

—Te mencioné que los regalices ácidos me ayudan a concentrarme. Además, con algo de limonada, me mantendré despierta —responde con unos binoculares en la ventana.

—Pero tú sufres de insomnio. —Se asoma por su ventana y saca un pie.

—Pensé lo mismo... Pero el sueño me pegó y me quede dormida desde que te fuiste, hasta hace unos minutos —baja los binoculares y mira el borde de su ventana—. Quería seguir durmiendo, pero te di una palabra que cumpliré, Madeleine. ¿Madeleine? —habla tras no escuchar respuesta, y vuelve la mirada con los binoculares a la ventana.

—Sí, te escucho. Solo que estaba concentrada bajando del techo. Ya estoy por la acera.

—Veo a mi nueva vecina fugitiviando por la acera frente a mi casa.

Madeleine se detiene y mira hacia la ventana de Amarilis.

—Concéntrate, ya casi salgo del complejo.

—Bien, bien. Subiré al techo para tener una mejor vista. Dame un momento. —Se levanta y lleva sus dulces, bebida, dispositivo de comunicación y binoculares.

—No tardes. —Madeleine se mantiene esperando detrás de un arbusto cercano a la salida del complejo.

Amarilis sale de su habitación y se dirige a la escalera del techo.

—¿Adónde vas Amarilis? —pregunta la señora Druks desde la puerta de su habitación, lo que hace que la joven se paralice en seco—. Amarilis, ¿está todo en orden? —insiste al no ver que la chica reacciona.

—Sí, sí. Es que me provocó ver las estrellas un rato —se excusa, tratando de no mostrarse nerviosa.

Aw, querida —le habla con gentileza y preocupación—. No puedes seguir perdiendo el sueño así... —se detiene al detallarle la cara—. ¿Qué tienes en la oreja?

—Ah, esto... Bueno, esto es... un auricular —esconde el walkie-talkie y los regalices en el bolsillo de su pijama, antes de que la señora Druks también los viese—. Madeleine me lo prestó para oír un poco de música —la señora Druks la observa con extrañeza—. Es que ella me contó que le ayudan a conciliar el sueño.

—¿Le contaste acerca de tu falta de sueño?

—Mis ojeras me delatan, Lady D. No pudo evitar preguntarme por ellas.

—Bueno, esa chica luce bastante amigable. Ojalá y sean amigas —comenta con agrado—. No creo que sea seguro que oigas música en el techo.

—No se preocupe. Ya lo he hecho antes y no me quedaré dormida allí. Solo serán unos minutos, mientras bebo este té —dice, con cierto tono de súplica y mostrándole el envase de plástico, que por suerte no es transparente.

La señora Druks lo piensa

—Volveré a la cama —habla entre bostezos—. No tardes tanto allá arriba y abrígate bien.

—Lo haré —y se apresura a su habitación—. Otra cosa, Lady D —dice, deteniéndose en su puerta—, yo también espero que esa chica sea mi amiga —expresa con mirada esperanzadora.

—Buenas noches —se despide la señora Druks con aprobación, y cierra la puerta.

Amarilis se pone un abrigo esponjoso y de pelaje rosa, y regresa a las escaleras que dan con el techo.

—Madeleine, ¿me escuchas? —habla en voz baja estando en el techo—. ¡Madeleine!

—Aquí estoy, esperando. ¿Por qué tardaste tanto?

—Algunos contratiempos —saca los binoculares y observa hacia el New World Cambridge—, luego te cuento. Estoy viendo la zona.

—Está bien. ¿Ves algo?

—No, no veo a nadie. Está despejado. La noche anterior saliste dos horas después, así que es probable que vuelvan a la misma hora.

—No bajes la guardia. Yo salí a esa hora, pero ellos pudieron estar vagando por allí desde mucho antes —insiste Madeleine, asomándose desde el arbusto.

Amarilis reafirma que no hay nadie. Madeleine sale y camina a paso rápido por la misma ruta de la noche anterior. Abandona la cuadra del mercado y pasa la calle justo donde había conocido al pordiosero. Este no está. La joven prosigue su camino, un tanto pensativa.

Amarilis permanece tranquila. Pierde de vista a Madeleine por la obstrucción de unos árboles.

—Madeleine, ¿todo en orden? No puedo verte por los árbo... —se queda mirando la cuadra antes del mercado tras desplazar la vista. Un auto venía lento y giraría en pocos segundos—. Madeleine, ya vienen.

A la adolescente le entra un escalofrío y voltea la cara para ver a lo lejos un par de faroles que se aproximan.

—Madeleine, ¿dónde estás? Can viene, y no te veo. ¡Madeleine! —Amarilis se desespera y se propone a bajar las escaleras, pero se detiene al oír la voz de su vecina.

—Estoy escondida, hablaré cuando ya no los tengas a la vista —susurra Madeleine.

Amarilis regresa rápidamente al techo y vuelve la vista. Busca al auto por las luces de sus faroles, y lo encuentra, cruzando el tramo de la carretera Themal Explore. El vehículo se adentra al camino hacia el The Dreams, y se estaciona cerca de una construcción, con vista al centro comercial.

—Madeleine, ya no los tienes cerca... —le avisa Amarilis.

—Muy bien —le interrumpe—. Entonces seguir...

—Pero hay otro problema —se interpone Amarilis.

—¿Qué? ¿Vienen de nuevo? —pregunta un tanto exasperada.

—No, Madeleine. Están vigilando el centro comercial, de alguna manera saben que irás para allá.

—¡¿Qué?! ¡No, maldición, no! —se queja con leves sollozos.

—¡¿Tú dónde estás?! —se inquieta Amarilis.

—Escondida detrás de unos arbustos cerca del colegio católico. Saldré y trataré de llegar por otro camino.

Madeleine se levanta y pasa una pierna por la cerca.

—¡Hey, tú! ¿Qué haces allí? —la descubre un hombre desde la ventana de su casa.

La adolescente emprende la huida al escucharlo. Amarilis logra observarla de nuevo. Madeleine salta la baranda con audacia y se refugia en la pendiente del corto suelo de grama del tramo de la carretera.

—¡Madeleine, te vi corriendo! ¿Quién te perseguía?

—No, es que... es que casi me descubren —repone entre jadeos—. El dueño de la casa.

—Demonios, solo espero que no llamen a la policía... Espera un momento —se detiene, pensativa.

—Sería mejor si llegase de una buena vez al The Dreams —insiste con algo de ira.

—Tengo una idea, y creo que es lo más elemental. Solo necesito que te ocultes muy bien por el McDonald's que tienes enfrente...

***

—¡Lo sabía! Esa zorra vendrá por aquí —señala Can tras ver una bufanda aleteada por el viento en lo alto de unos alambres con púas.

El rufián se baja del vehículo y escala las cercas para alcanzar la prenda. Su compañero también baja del auto.

—Es la misma que cargaba ella... —señala Nagüel con simpleza, y dibuja una sonrisa maliciosa—, cuando te cortó la cara, Can.

—Cierra la puta boca, imbécil —replica, rencoroso.

Nagüel se burla con mirada vanidosa. Entonces coloca los brazos sobre el techo del auto. La noche es solitaria y fría para ambos muchachos.

—Esa chica huyó hacia este lugar anoche, y no lo hizo por casualidad... —inquiere Nagüel, observando hacia la estructura todavía inconclusa de la construcción—. Parece evidente, pero me da la sensación de que anoche no se escondió en esa construcción —gira el rostro hacia el The Dreams—, sino en ese ridículo centro comercial para cursis. Odio las cabinas con sus mensajitos inspiradores.

—Estaba cerrado, y la buscamos en su derredor. De haber entrado, hubiese roto alguna cerradura o ventana... ¡Ah! —se reprocha perdiendo la paciencia, mientras rompe la bufanda—. No perderé el tiempo especulando contigo. El marica de Mike no pudo venir, así que estamos cortos de manos y tiempo. Buscaremos en esa construcción; si no está, ¡entonces esperaremos ocultos!

Can abre la cerca de una patada, pero antes de dar un paso, se detiene al escuchar el ruido corto de una sirena. Nagüel observa con ojos como canicas a una patrulla estacionándose frente a su auto.

—¡Alto ahí! —les ordena un policía de aspecto flaco que se baja del copiloto y empuña su arma.

—Qué tenemos aquí —dice la policía de contextura regordeta del piloto, con tono soberbio y de relajo.

—Nada fuera de lo común, oficial. Solo admirábamos el panorama un rato —repone Nagüel con carisma.

Admiraban el panorama, eso suena muy interesante —contesta la oficial, detallando el auto y a Nagüel—. ¿Y tenían pensado hacerlo desde la cúspide de esa obra en construcción? —ironiza con mirada inquisitiva sobre Can.

—Mi buen amigo Can sufre de migrañas de vez en cuando; en algunas ocasiones pierde la paciencia y da un puntapié a algún objeto —se apresura a hablar Nagüel.

—Manos sobre el auto —les ordena el policía.

—¡¿Qué?! ¡¿Pero por qué?! —protesta Can.

Nagüel no se resiste, mientras el policía lo esposa.

—Nos avisaron que un par de tortolitos harían cosas indecorosas justo en este lugar —les informa la oficial con cierta cara pícara.

—Eso es falso. ¿Quién... quién...? —refuta Nagüel, mientras el oficial lo empuja dentro de la patrulla, pero se queda abstraído. El policía le cierra la puerta en la cara.

—¡Fue ella! ¡Esa maldita nos tendió una trampa! —exclama Can descontrolado como bestia.

—¡Manos sobre el auto! —le ordena con severidad el oficial.

Can no atiende porque está ocupado cayéndole a patadas a la cerca.

—Tranquilo —le dice la oficial a su compañero—. Para rebeldes como estos, me gusta emplear a la gran Tesy.

La oficial le dispara con un arma de electrochoque y lo hace temblar por un rato hasta que cae inconsciente. Nagüel se mantiene expectante y con cara de pocos amigos. La policía se los lleva a ambos y al auto a la comisaría.

***

—Madeleine, el sitio está totalmente despejado —susurra Amarilis conteniendo la emoción, mientras observa con los binoculares—. Hemos ganadouiiiii, ji, ji, ji. Ya podrás ir sin problemas... ¿Madeleine, estás ahí?

La joven no responde porque miraba atónita al suelo. Con Can fuera del camino, nada podrá retrasar su llegada. Amarilis no solo resultó confiable, sino muy efectiva.

—Aquí... estoy, Amarilis. Mu-muchas gracias —tartamudea un poco con algunas lágrimas.

—Ahora estamos juntas en esto —responde Amarilis concatenando sus sentires, y entre bostezos—. Ya, ve, no hay tiempo que perder. Te vigilaré hasta que entres —dirige la mirada hacia la entrada principal del The Dreams, con la mano en la boca debido a otro par de bostezos—. ¿Cómo entrarás si todo está cerrado y oscuro?

Las lentes de los binoculares pierden la nitidez, lo que hace que Amarilis despegue la mirada y le dé un par de golpecitos con la palma. También pasa la mano por su vista.

Madeleine se acerca; solo le faltan unos pocos metros para llegar a su destino.

—Si no... equi..., pa...... mo... noch... —repone Madeleine con interferencia.

—Mad, no te oigo —replica Amarilis, que vuelve a mirar a través de los binoculares, pero siguen sin enfoque. Los bostezos continúan, mientras que los ojos se le aguan.

Madeleine llega a la entrada principal y se la encuentra iluminada y abierta, como si la hubiesen abierto exclusivamente para ella.

—Es como esperaba. Entraré, Amarilis —dice la joven con ansias, y la atraviesa.

—Estúpidos binoculares. No pueden averiarse justo ahora —se queja Amarilis, golpeándolos más fuerte. Seca sus ojos tras otro bostezo.

Vuelve a observar, y nota que ya enfocan de nuevo. Dirige la mirada a la entrada principal, la cual está igual al momento antes de que las lentes se volviesen borrosas.

—Madeleine, ¿cómo entrarás? Madeleine, ¿Madeleine? Responde —pero no oye respuesta.

Amarilis insiste, pero se desespera al no recibir respuesta. Se calma al recordar el alcance que Madeleine le había mencionado horas antes, entonces agarra su celular y le marca, pero sale tono ocupado. Le escribe un mensaje, pero no le llega. Es como si hubiese perdido todo contacto con ella. Siente el cuerpo como si hubiese trabajado dos días seguidos sin descanso.

—Solo espero que estés bien —reza Amarilis, echando un vistazo por última vez al The Dreams. La vista se le pone borrosa, no por los binoculares, sino por sus propios ojos. Al levantarse, se ve obligada a sostenerse porque parece que se va a desmayar, aunque con una sensación agradable. Como puede, vuelve a su habitación. Mira la cama como si le llamase y se echa en ella, dejando las cosas bajo su almohada y cayendo a un profundo sueño.

Madeleine camina con un aire conmovido por la plaza de la entrada principal.

—Baltimore, he vuelto —dice para sí, acercándose a la senda oscura que separa al jardín de la plaza.

Las luces se encienden, y desvela a las nueve entidades mirándole como si le hubiesen esperado desde siempre.

—Bienvenida de nuevo, mi dama —le saluda la estatua del león en medio de todos.

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