Capítulo 7. Amarilis
Madeleine se levanta y hurga su bolso en busca del monedero con el propósito de guardar la ficha que, con mucho aprecio, le habían regalado sus nuevos amigos. Se percata del pequeño muñuño de tela. Al sacarlo, estira el suéter mojado con un ligero manchón amarillo y el gorro gris. La ingenuidad con la que sostiene el gorro le imposibilita recordar lo que envuelve, y se le desliza el cuchillo con que había cortado a aquel sujeto, produciendo un leve ruido seco en el suelo. Lo recoge e imagina la manera en que debiese devolverlo sin levantar inquietudes en su abuelo o Alma; lo menos que desea es verse reflejada en alguna clase de psicópata o criminal.
Un lustre recorre la hoja hasta una línea pequeña de sangre, la cual termina de limpiar con el mismo gorro. Solo por las circunstancias, decide guardar el utensilio bajo su colchón, mientras que se esconde la prenda en un bolsillo. Se dispone a salir. Con la mano sobre el pomo, cae en cuenta del craso error que estaba a punto de cometer: salir con la vestimenta de la madrugada. «Madeleine, inepta. ¿En qué estabas pensado?», desdeña contra sí misma.
—¡Madeleine! —le llama su abuelo desde la sala—. ¡Ya el desayuno está listo! ¡Baja en cuanto puedas, antes de que se enfríe!
Joe vuelve al mesón de la cocina a degustar una taza de café.
—No la apures, Joe. A las mujeres nos gusta darnos nuestro tiempo, sobre todo cuando estamos en nuestros días —comenta Alma con un aire seguro y tranquilo, mientras echa un panqueque sobre una pequeña montaña de ellos.
—Ah, cierto... —expresa el abuelo con algo de rubor tras dejar la taza sobre el mesón.
—¿Lo habías olvidado? —le pregunta Alma, con una ceja levantada.
—Ah, eh, no es eso. Es que... solo quería que se comiese sus panqueques calientes —inquiere, desviando su mirada hacia su plato y con los cubiertos en mano—. Alma, gracias por este desayuno tan delicioso.
—No me adules tanto, Joe, que me fascinan los cumplidos sobre mi comida —repone, mientras que con una mano sostiene la sartén y la otra, una espátula—. No quisiera que se me hinchara el ego, ja, ja, ja.
El abuelo también se limita a sonreír.
—Dale un poco de tiempo. Si se les enfrían demasiado, puede meterlos al microondas —sugiere, tras dejar la cocina y quitarse el delantal. Se ubica en su silla y agarra sus cubiertos.
—Tienes razón... Reconozco que también nos hemos parado muy temprano —responde Joe. Lleva el tenedor con un bocado a su boca.
Alma mastica, y lo pasa con jugo de naranja. Ambos oyen el cierre de una puerta.
—De seguro, ya entró al baño... ¿Quieres más panqueques? —le pregunta al abuelo, acercándole el plato con la montaña de dulce y cálido aroma.
—Oh, no, Alma. Me encantan, pero ya he comido suficiente...
—No te han gustado como dices —comenta en tono amigable luego de pasar una servilleta por sus labios finos.
—Si no fuese por la gastritis y los triglicéridos, me los comiese todos. —Se ríe con algo de pena.
—Bromeo, Joe —expresa entre risas delicadas—. Es que no estoy acostumbrada a prepararle comida a gente que no sea mi familia: tiendo a hacer mucha para evitar que falte. Con mi familia no es problema, ya que son unos bárbaros en la mesa.
—Maryland también lo es. Mis nietas lo son en menor medida, exceptuando a Madylin: ella prefiere hacer dieta...
***
Madeleine, envuelta en paños, se mantiene de rodillas fuera de la bañera, mientras restriega el gorro con el agua remanente. Tras exprimir la prenda, la deja en un borde de la bañera y se pone frente al espejo, pensando en cómo se volvería a escapar esa noche. Aquellos bravucones tenían pinta de regresar a buscar venganza, además de que no creía que llegase a tener la misma suerte.
Mira la papelera y se debate en que tanto sería necesario tirar otra toalla sanitaria manchada con esmalte de uñas carmesí. Casi no nota los toquesitos que da al porcelanato de lavamanos con las yemas de los dedos; toquesitos que se vuelven golpesitos con las uñas acelerados por la impaciencia.
—Madeleine, ya armaste toda esta farsa. No metas la pata. ¡Ellos no pueden saber nada! —le habla entre dientes y con mirada fulminante a su reflejo.
Con los labios crispados acaba por no desechar ninguna toalla sanitaria, y lo posterga para después del paseo. Se asoma al pasillo y retorna a su cuarto al oír que Alma y el abuelo siguen abajo. Hurga su closet en busca de ropa acorde a salidas.
Las prendas de la madrugada las había dispersado: el pantalón, que todavía parece limpio, lo utilizaría en ese momento; el suéter y la blusa los había arrojado a la ropa sucia junto con los calcetines y la ropa del viaje desde Baltimore. Respecto a la bufanda, ya no se podía hacer nada, pero no habría problema al igual que con las botas, las cuales había dejado debajo de la cama. El gorro lo tiende en una esquina de la reja de la ventana; guardarlo mojado solo haría que agarrase muy mal olor, así como las prendas sudadas que su madre olvidaba sacar a lavar días después de su entrenamiento.
Abandona su habitación, portando su bolso. Saluda al abuelo y a Alma con un tono alegre que destila optimismo con el mover de sus cabellos semiondulados cada que gira la cabeza. Se sienta al mesón y bebe un poco de jugo. Desplaza sus mechones de los hombros a la espalda, ese día había decidido no amarrarlo.
—Madeleine, por bajar tan tarde, ahora tendrás que comerte todos estos panqueques —comenta Alma, mientras le arrima una montaña de seis tortas planas.
—Oh, no... —, pero se detiene de improviso. Mira la cara de extrañeza de su abuelo—. Eh, huelen... muy... ricos —agrega esforzándose por no perder la confianza con la que había saludado. Olfatea los panqueques, traga y finge un ademán de exagerada degustación.
Alma se echa a reír.
—Oh, no, mi corazón. Solo bromeaba, come los que quieras. El abuelo y yo estamos hasta la garganta. Los que dejes, se pueden guardar para después.
Madeleine reprime toda sensación que la hiciese lucir fuera de lo común. Agarra su plato, se echa un solo panqueque y coge los cubiertos, dispuesta a hacer el primer corte.
—¿Pasa algo, Mady? —pregunta su abuelo.
La adolescente lo mira por un momento, luego a su plato con solo un panqueque; entonces se echa otros dos más.
—No me pasa nada, abuelo. ¿Te pasa algo a ti? —pregunta, enmarcando una sonrisa de falsedad casi inapreciable.
—Creo que es mejor que nos cambiemos, Joe. Mírala, ya Madeleine está lista incluso para salir. En pocos minutos llegarán los vecinos.
Alma se levanta y pone los trastes sucios al fregadero.
—Déjalos allí. Yo los lavaré —dice el abuelo, levantándose de su silla.
—¡No! —irrumpe la adolescente—. Yo los lavaré..., junto con lo mío. Alma tiene razón, abuelo. Vestidos así no pueden recibir a los vecinos, ja, ja, ja... Por cierto, Alma, los panqueques están perfectos así.
Pica un trozo con rapidez y lo lleva a su boca. Mastica casi como si fuese a abrir la boca, degusta con exageración, por segunda vez, y traga. Entonces saca la lengua como queriendo demostrar que en verdad lo había tragado.
—Muuuy bien —inquiere Alma un tanto desconcertada, y sale de la cocina.
El abuelo observa a su nieta con mucho más desconcierto que Alma. Abre la boca...
—Estoy bien, abuelo. No pasa nada —se le adelanta su nieta, esta vez con más tranquilidad.
Joe solo le da una ligera caricia en la cabeza, mientras dibuja con dificultad una pequeña sonrisa. Después se va.
El dulce y delicioso olor de los panqueques embelesaría a cualquiera que tuviese hambre o gula, pero no sería percibido del mismo modo por alguien que estuviese lleno. Madeleine todavía tiene el estómago ocupado por la hamburguesa con papas y jugo de maracuyá y mango. Ella suele comerse durante el desayuno, como mínimo, tres de esas tortas planas; costumbre que el abuelo sabía a la perfección.
La adolescente conoce bastante a su abuelo, y si seguía dándole indicios de su salida nocturna, la descubriría antes de lo que creía. Ya lo ocurrido durante el viaje no le angustia tanto como el tener que ocultar los escapes al centro comercial; y eso que solo había hecho uno. Las películas de misterio y suspenso ya le habían enseñado que las pistas más insignificantes podían ser suficientes para desvelar la verdad; una verdad con consecuencias caóticas.
A duras penas se traga, de a trozos grandes, el primer panqueque. Un escalofrío recorre desde sus extremidades al pecho y los hombros, acabando en algunos temblores hacia la cabeza. Si se fuerza a tragar un pedazo más, no solo el primer panqueque sino lo que quedase de la hamburguesa, las papas y el jugo, serían devueltos. Desechar los panqueques no es opción y devolverlos a la pequeña montaña, tampoco. Si viesen el apilamiento de cinco y no de tres, su abuelo le preguntaría por la falta de apetito, y lo menos que ella desea es seguir actuando como idiota. En eso se le ocurre envolver las dos panquecas en una servilleta y las guarda en su bolso. Cuando le diese hambre, se las comería escondida; o se las daría a algún perro de la calle.
Aprovecha y devuelve la linterna y el destornillador a sus lugares, pero se da cuenta de que es el momento perfecto para devolver el cuchillo también. «¡Madeleine, estúpida!», se cuestiona por haber dejado el utensilio en su habitación. Guarda el plato con los panqueques remanentes al horno de microondas, y se apresura a subir. No ve a nadie en el pasillo, pero nota la puerta de su habitación abierta.
—Abuelo, ¿qué haces aquí? —expresa un tanto nerviosa.
—Pues, recogía la ropa sucia para ponerla a lavar —contesta un poco sorprendido.
—Ah... Pero ya van a llegar los vecinos; no hay tiempo.
—No si es poca. Así la dejaremos al sol mientras estamos afuera, y la recogeremos en la noche. Todavía hay tiempo, lo tengo todo calculado —comenta con la cesta levantada.
Madeleine lucha por mantener la compostura, y mira su colchón. El abuelo la detalla, y también observa la cama, entonces su nieta reacciona y se va a sentar en ella.
—¿Y ese gorro en la ventana? —señala su abuelo, bajando la cesta.
—¡Ah! ¿Ese...? Pues... se me ensució en el viaje —se levanta y lo agarra para mostrárselo—. Quise lavarlo yo misma.
—No te vi utilizándolo, hija.
—Abuelo, lo usé para secarme... para secarme en el baño... del avión. ¿Recuerdas?
—No vi cuando lo sacaste...
—Abuelo, por favor —le interrumpe un tanto irritada—. No me hagas tantas preguntas, solo lo usé para secar mi rostro y me provocó lavarlo yo misma para usarlo después como la prenda que es. No bastaba con solo ponerlo a secar, y no quise tirarlo a la cesta porque no creí que fuese necesario...
El abuelo se sienta junto a su nieta, agarra el gorro en silencio y lo detalla con mirada inquisitiva.
—Abuelo, no quiero sonar grosera... —junta sus manos con las de él—. Es que no dejas de hacerme preguntas... Me interrogas como si estuviese en malos pasos u ocultando algo. Todo lo que quisiera es adaptarme a este país. Nada más.
El abuelo suspira.
—Mady, siento que has estado extraña desde el viaje. Sigo sin querer que enfrentes todo tú sola. Incluso si tienes que hablar con Alma en privado, lo entenderé, pero no quiero que te aísles...
—Si llego a tener algún problema o «turbación», se los haré saber al instante. Quiero que entiendas que estoy y estaré bien.
—Aun las cosas más... insólitas. Por muy absurdo que parezca, háblalo. Tú no estás loca, hija —le dedica su abuelo con ligero pesar, mientras clava la mirada fría en el gorro.
El asombro envuelve a Madeleine al detallarle el rostro. Más que sorpresa, es una sensación un tanto nostálgica que la retorna a aquel día donde él le había enseñado a andar bicicleta, a la edad de ocho; justo a ese instante donde, en lugar de a un gorro gris, era un pequeño árbol cercano el que recibía esa misma mirada fría... Ella abre la boca con la intención de hacerle una pregunta, el labio le tiembla de manera imperceptible; pero se resiste las ganas.
—Gracias, abuelo —se limita a decir—. Si te hace sentir más tranquilo, puedes echar el gorro a lavar: sé que no te gusta que la ropa sucia se acumule —y sonríe.
El abuelo asiente y sale de la habitación. Madeleine ojea con algo de obstinación a la ventana.
—Eres un abuelo excepcional y si continúas así, pronto obtendrás lo que quieres... —murmura para sí la respuesta casi idéntica de su abuelo hace once años—. No puedo decírtelo, abuelo: ya no eres el único que guarda secretos.
Madeleine indaga en que debía reforzar sus planes para las siguientes salidas; ese día tomaría notas para la optimización de sus escapes. Lo primero que considera es que no puede utilizar ningún objeto de la casa, porque pueden sospechar en caso de que falten, y devolverlos es arriesgado.
Agarra su teléfono y anota en su bloc digital: «Comprar lo necesario», aunque lo piensa mejor y lo reescribe: «Conseguir lo necesario». Ya sabía cómo conseguirlos, pero debía probar si sería posible con la llegada de la noche. En eso, mira las notificaciones de mensajes de sus amigos. Así que aprovecha para platicar con Lidia por una llamada. Su amiga, un tanto escandalosa, la regaña por no haberle avisado que habían llegado. Madeleine se excusa con la falta de señal y la diferencia de horarios.
—Busqué en internet que son diecisiete horas de diferencia. ¿Qué hora es allá? —pregunta Lidia.
—Ya casi son las siete de la mañana.
—Aquí casi son las dos de la tarde... ¡del día anterior al tuyo! Amiga, ¿no te parece sensacional? Es como si estuvieses un día en el futuro —expresa con emoción.
—Pues, sí. Estaré a la moda primero —contesta con picardía.
—Pero... si la moda sale de aquí, entonces tú, ¿estarías atrasada en el futuro?
—¿Yo qué sé? —agrega Madeleine entre risas—. Si eres loquita, Lidia bonita.
—¿Bonita? Somos hermosas, querida —expresa con presunción—. Hablando de belleza, ¿no te has enterado que Axel fue seleccionado en la prueba «Un Maquillador de Estrellas»?
—¡¿En serio?! Él siempre nos estuvo contando del largo curso de año y medio aparte de la escuela, pero no recordaba haber oído de una prueba...
—Es la prueba final: los ponen a aplicar todo lo que han aprendido de esa academia. Les otorgan una pasantía con gastos pagos en viáticos para que viajen adonde una celebridad, y la maquillen.
—¿Solo maquillar? —pregunta Madeleine.
—No es solo maquillar. Dura un trimestre en un grupo de profesionales que se encargan de embellecer a las celebridades, antes de salir en un programa de televisión.
—Debe ser bastante carga...
—Claro que lo es, Mad. Si se equivocan, las harán ver feas, ¡y serán el hazmerreír de todo el mundo!
—No es para tanto, Lidia. Además, es una pasantía: le enseñarán como es el mundo en realidad. Axel es muy bueno, pero apenas salió de la preparatoria como nosotras. Aún le falta la universidad y agarrar experiencia... Confío en que se volverá un gran profesional.
—Tú como siempre: portándote tan esperanzadora —expresa Lidia entre risas.
—Quiero llamarle para felicitarle...
—No se puede, Mady. Él perdió su teléfono y anda ajetreado con los preparativos para su viaje.
—Alguno de ustedes puede prestarle el suyo...
—No, Mady. Él está en Nueva York... Se fue el mismo día que tú te fuiste. La noticia le llegó en la noche. Todo fue de repente, por eso ninguno sabíamos.
—¿Y entonces cómo te enteraste de todo eso? Tiene que haber una manera de comunicarme con él.
—Él se lo había contado solo a Evy, y ella terminó contándolo a todos nosotros. Él deseaba darnos la sorpresa poco después, pero... extravió su teléfono y no se ha conectado a su correo. Solo faltabas tú, Mady. Lamento que seas la última en saberlo... No contestabas tu teléfono, e imaginamos que necesitabas un poco de espacio en tu llegada a Nueva Zelanda.
—Soy yo quien debiese disculparse. No les avisé nada desde ayer. Honestamente... me ha costado mucho acostumbrarme...
—Aaaw, Mad —expresa Lidia, conmovida—. Cuéntanos todo lo que desees. Ya van dos días y nos extrañamos un montón. Sé que no es igual por la distancia, pero aquí seguimos.
—Hay... un par de cosas... que quisiera contarles... Pero aún no estoy lista —expresa Madeleine con algo de pena.
—Tómate tu tiempo, aunque no te sugiero que tardes demasiado porque tú ya me conoces: cuando me dices que me vas a contar algo, debes contármelo. Es cruel que me dejen con la intriga.
—Sí, lo sé, Lidia. Pero será a su momento... Y, ¿a dónde serán las pasantías de Axel?
—Eso no lo sabe ni Evy. En Nueva York hará el movimiento y le dirán a dónde deberá ir y con cuál celebridad.
—Espero que hablemos con él pronto.
—Claro, Mady. ¿Te imaginas que se haga famoso? Seríamos amigas de un gran artista. ¿Tú crees que ligarse entre esa gente haga que él salga del closet?
—Lidia, no —reprocha Madeleine—. A él no le gustan esas etiquetas. Lo sabes, y es nuestro amigo.
—Lo sé, lo sé, lo sé. Es solo que sus compañeros varones de la academia tenían una facha muy afeminada, incluso parecían más delicadas que nosotras. Tú los conociste, Mad.
—Esos son ellos, pero no nuestro Axel. Él lo ha afirmado muchas veces, y nos ha dejado muy claro sus gustos. No le demos el beneficio a la duda y confiemos en él. Si en algún caso... llegase a decidir lo contrario, pues seguirá siendo nuestro amigo.
Lidia se echa a reír.
—Madeleine, ¡le estás dando el beneficio a la duda!
—Se trata de estar preparadas para lo que sea, pero poco importa con tal de que sea feliz y alcance sus metas.
—¿Y tú? ¿Ya sabes qué metas quieres cumplir?
—Pues... —escucha el llamado de Alma desde la sala—. Hablamos luego, Lid. Tenemos visita de los vecinos.
—Me alegro de haber hablado contigo, amiga. Ánimos, ánimos y más ánimos.
Madeleine se levanta un tanto ajetreada, mientras se pone los zapatos deportivos.
—Gracias, Lid hermosa. Luego llamaré a los otros, no les cuentes que te llamé a ti primero. No quisiera que se pusiesen celosos —expresa entre muecas alegremente amenazantes.
—Yo soy la amiga mayor, Mad. No pueden ponerse celosos por eso: ya me conocen —expresa con gesto de vanidad y extravagancia—. Pero no les contaré, los quiero también, incluso a May. Nos vemos —concluye, de forma gentil.
Madeleine guarda su celular, levanta un momento el colchón, y procede hasta la sala con su bolso. El abuelo venía de la cocina también.
Es la segunda visita por parte de los vecinos Druks, sus apariencias es muy parecida a la del día anterior. Lo única diferencia es que les acompaña una persona más.
—Ella es...
—Buenos días, me llamo Amarilis. Mucho gusto —se presenta la joven con vista soñadora y un poco abultada con ojeras que resaltan por el gran tamaño de sus ojos azul claro y mejillas gorditas. Un brillo cobrizo recorre su cabello castaño claro, el cual está muy bien recogido en una cola de caballo.
—Ah, había olvidado que ella prefiere presentarse por sí sola —expresa la señora Druks en tono amable.
—¿Es su única hija? —pregunta el abuelo.
—No. Ellos están pendientes de mí, mientras estoy sola en casa.
—Apreciamos a Lippia, la madre de Amarilis, y la cuidamos en tanto que no está en casa —explica la señora Druks.
—Supongo que ya han visto la casa con los maniquís, pues esa es su casa —agrega el señor Druks.
Alma y el abuelo se presentan. La joven se acerca a Madeleine, estira la mano y recibe un apretón.
—Soy Madeleine, un plac...
—Madeleine, eh —le interrumpe la joven, con una mirada penetrante y presionando su mano con suavidad.
—Ah..., sí —responde, zafando su mano con incomodidad disimulada.
—Muy bien, siéntense, siéntense. Son nuestros invitados —les convida el abuelo—. Iré a buscar un poco de té. Mi nieta les contará cómo es Baltimore: ella es la indicada.
Alma intenta relevar al abuelo, pero este se niega y le manda a acompañar a Madeleine. Alma solo le comenta de las galletas de la alacena para acompañar el té.
Madeleine los distrae al hablarles con lujos de detalles acerca de los museos, zoológicos, acuarios, restaurantes y demás sitios llamativos de su país. Cada uno de los presentes percibe el gran aprecio que le tiene a su tierra natal. Utiliza B-more o Bawlamer como sustituto de Baltimore.
—Guao, sería maravilloso visitarla algún día —comenta la señora Druks.
—¿Cuál fue el motivo de su mudanza? —pregunta el señor Druks.
Madeleine se queda con la mirada perdida, percibiendo como el aliento de inspiración se esfuma. Lo único que le queda es la duda: ¿es necesario relatarle aquel suceso desagradable a todo el que conozcan?
—Por un accide...
—Por una vida mejor —se interpone Alma con un tono apacible—. A veces las personas crecen más si cambian de entorno, y esto no porque el sitio sea malo, sino para ampliar su visión.
Madeleine la mira con un asombro que le incita valor, devolviéndole la inspiración de antes.
—Mis hermanas están: una en España y la otra en Tokio, por sus estudios. Mi madre está actualmente en un campeonato de Tokio. Nosotros no estábamos seguros del lugar al que pararíamos, pero Alma es muy buena y nos acogió. Aprovechamos de hacer algunas salidas para conocer nuestro nuevo hogar, ya que dentro de pronto comenzaré la universidad.
—Y eligieron un muy buen lugar —expresa la señora Druks.
—Salidas —interviene Amarilis sin despegar la vista de Madeleine, y con sus dedos entrelazados sobre sus rodillas—. También me gusta salir, aunque es más seguro durante el día.
—¿Y quién saldría en las noches? —expresa la señora Druks en tono chistoso—. Bueno, quizás algunas personas, pero depende de las razones. Una emergencia, por ejemplo.
El abuelo llama a Madeleine. La joven no duda en irse a la cocina a ayudarle.
—Mad, no lavaste los trastes... —le dice en voz baja, mientras sujeta la bandeja con las galletas y las tazas—. No olvides hacerlo. Además, no es necesario que cargues con ese bolso de aquí a allá...
—Con permiso. Vengo a ayudar también —se les acerca Amarilis.
—Abuelo, creo que su ayuda será suficiente. Ya es costumbre que cargue con mi bolso... Yo me quedaré a lavar los trastes.
—No es necesario que lo hagas aho...
—Oh sí. Claro que lo es, abuelo. No queremos que lleguen las cucarachas —repone un poco exasperada.
—No me gustan las cucarachas —comenta Amarilis.
—¿Lo ves? —afirma Madeleine, entregándole la jarra de té a la muchacha.
Una vez sola en la cocina, suspira mientras se acerca al fregadero. «Es rara esa chica», se dice, sintiendo alivio de no tenerla cerca. Se despoja del bolso y saca el cuchillo para ponerlo en el fregadero. Toma la esponja y va enjuagando los platos.
—Hola —oye detrás de sí.
Madeleine gira ipso facto.
—¿Qué haces...? —Traga, forzándose a mantener la calma—. Quiero decir... deberías estar con los demás en la sala.
—Les dije que te acompañaría, así nos conoceríamos mejor —responde con un tono empalagosamente amigable que más bien parecía falso. Se pasea alrededor del mesón, hasta quedar al costado opuesto del que vino.
Madeleine restriega con rapidez los trastes.
—No deberías hacerlo tan apurada: podrían quedar mal lavados.
—Quedarán limpios —replica Madeleine sin dirigirle la mirada.
—En ese caso, iré al grano: ¿por qué saliste tan tarde anoche?
¡Pam!, se oye el tintineo de un vaso de metal en el fregadero. Madeleine deja la vista en blanco.
—Lo siento. No sé de qué me estás hablando —reacciona sin dirigirle la mirada y prosigue a lavar, con un poco de torpeza.
—Claro que lo sabes... Lo que me extraña es la razón. Llegaron ayer a esta isla, y justamente te escapas esa misma noche. ¿Acaso intentaste huir o verte con alguien? ¿Cómo regresaste? Los paredones traseros de estas casas son muy altos como para que sean saltados con facilidad, además de que te habría notado...
«¿Cómo puede saberlo?», se pregunta Madeleine con una sensación glacial recorriendo todo su cuerpo. Entonces recuerda de cuál casa es Amarilis.
—Ya no tienes que ocultarlo más. Te vi desde casa...
—Cometes un error —le interrumpe Madeleine con porte serio, mientras coloca el cuchillo y dos platos a secar en la otra batea—. Debes estarme confundiendo con alguien más.
—Ya veo, entonces no habrá problema que lo comente en la sala —sugiere con los brazos cruzados.
—Te tomarían por loca, ya que nadie sabe de lo que estarías hablando —responde con mirada fulminante y un vaso en la mano.
Amarilis tiene una boca pequeña para las grandes acusaciones que hace y una nariz corta, que remarcan gestos pretenciosos. Exhibe una cara redonda y la luz del día hace que su piel blanca parezca pulida como la cerámica, pero con tonalidad bastante pálida que acentúa las ojeras como si hubiesen sido pintadas un número excesivo de veces con sombra de ojos.
—Obvio que no les diré que fuiste tú. Algo como: Vecinos, anoche me levanté al baño y noté por la ventana que alguien venía desde su casa. Tenía un parecido con Madeleine, pero no creo que fuese ella; aunque aseguraría que era mujer por su porte. Una bufanda tapaba parte de su rostro y un gorro, su cabello.
—Lo siento, sigo creyendo que me confundes con otra persona. Nadie salió de aquí anoche. —Sostenía un plato como si quisiese partírselo en la cabeza, y sería mejor eso a que tratase de silenciarla con el cuchillo, pero acaba por colocarlo con los demás. Abre la llave para lavar la espátula.
—Es un poco cierto: nadie salió de aquí abajo..., pero sí de arriba —comienza a alejarse a paso lento—. ¿Qué tal si me muestras tu habitación? —Continúa a la mitad del mesón—. O no, no hará falta que me la enseñes: tu abuelo y Alma lo intuirán al saber de dónde bajó aquella chica misteriosa —se aproxima a la salida de la cocina—. Entonces, volveré...
—Espera... —reacciona Madeleine, entusiasmada y con ojos brillantes. Cierra la llave del agua—. Desde tu casa no es posible visualizar bien la mía.
—Ya no tiene caso que sigas...
—No es posible debido a los espejos de las casas idénticas. No puedes saber si esa persona misteriosa, en verdad, salió de esta casa. Pudo venir de cualquier casa de nuestra acera, o simplemente pasaba por casualidad desde fuera de nuestro complejo.
—¿Y quién dijo que te vi desde mi casa? —Se vuelve al mesón.
—¿Cómo que... cómo que no lo hiciste desde tu casa? —pregunta Madeleine, luchando por no mostrar estupor. Confiaba en que aquella sensación de haber sido observada durante el escape, no podía ser causada por otra persona que no fuese esa Amarilis.
—Quiere decir que tú tampoco estabas en casa en ese momento...
—No te pases de lista, señorita fugitiva —Amarilis se incorpora en una silla del mesón—. Yo no rompería las reglas por algo tan peligroso como lo que tú hiciste. Yo estaba en casa de los señores Druks. Desde allí sí pude visualizar todo.
—¿Entonces por qué no los llamaste? ¿Por qué no llamaste a nadie? Si era alguien peligroso, debía ser reportado —refuta, agradeciéndole a Dios que no lo hubiese hecho.
—¿Sabes? Me caes bien —expresa con relajo, mientras dibuja una leve sonrisa—. Parece que estás dispuesta a llevarte la verdad a la tumba... Te propongo un trato.
«Querrá sobornarme», piensa Madeleine, cruzando miradas.
—Si tú me dices adónde fuiste y por qué, pensaré en si decir algo o no.
—¿Qué clase de trato es ese? —desdeña Madeleine.
—Pues... dependiendo de lo que me digas, juzgaré y veré si es necesario frustrar tus planes... Estoy segura de que saldrás de nuevo...
Madeleine no le aparta la mirada, apenas y pestañea. «No quiere dinero ni favores —piensa, confundida—. No puedo dejar que eche a perder todo mi plan. Nadie debe saberlo, ¡nadie, nadie...!». Sin darse cuenta, enfoca su visión a las pupilas de Amarilis.
—Volverás a escaparte esta noche. Dime por qué sales a esas horas —insiste Amarilis un tanto amenazadora.
Madeleine siente mareos, pero eso no impide que se acerque a Amarilis.
—Dímelo o si no...
Amarilis ahoga un grito al sentir que Madeleine le sujeta la boca con una mano. La interrogadora queda a merced del rostro inexpresivo de su interrogada. No podría apartarla, pues sentía sus brazos y piernas adormecidas; aunque no lo suficiente como para desplomarse de la silla.
Por otro lado, Madeleine se había perdido en las pupilas de Amarilis como si hubiese sido tragada por esos agujeros negros.
«¡Es tu culpa! No hiciste nada por impedir que saliese», oye la voz de un chico.
«Claro que no. Te dije al principio que no lo hicieras», oye una voz idéntica a la de Amarilis.
«No hiciste nada, y ahora estoy enfermo. ¡Enfermo de por vida!», le reclama la voz masculina.
«No te vayas. Lo lamento».
«Estoy seguro de que aprenderé a vivir con esta enfermedad, pero ya no quiero verte. No quiero quedarme aquí. ¡Adiós!».
En cuestión de milisegundos, pasan varias imágenes por la mente de Madeleine como si rodase una cinta de película. Reconoce a Amarilis en las escenas, y al sujeto de pelo negro y tez blanca, el cual emitió la voz masculina. No lo conocía en persona, pero sabía quién era para Amarilis y el trasfondo de aquella discusión.
Madeleine reacciona y libera a Amarilis. Ella, por su parte, se levanta de la silla tras recuperar el control de sus extremidades.
—¿Qué me hiciste? —le pregunta con desespero, jadeos y ligeros temblores—. Les diré a todos lo que hiciste.
—No, no lo harás... —contesta Madeleine, consternada, y la voz un tanto entrecortada—. Lo que tratas de hacer conmigo..., no lo haces con mala intención. No fue tu culpa lo que pasó con tu hermano —expresa con un aire conmovido.
Amarilis se pega a la pared como si se alejara de un monstruo. Algunas lágrimas salían y no entendía por qué.
—Respecto al trato que propusiste —repone Madeleine—. Te lo diré... pero no ahora. Lo haré cuando yo conozca lo suficiente del sitio al que voy, te lo prometo.
—No quiero ningún trato contigo. Eres rara y será mejor que no me hables. No quiero verte...
Se avienta hacia la salida de la cocina, pero Madeleine la sujeta. La chica pelirroja sobrepasa en fuerza a Amarilis, así que la somete sin tanta dificultad contra el mesón.
—Suéltame, o gritaré —amenaza la joven de ojos azules con sus muñecas inmovilizadas.
—No me dejas alternativa, Amarilis Ferhton —subraya mirándola directo a los ojos—. Si hablas de esto o de mi salida, les contaré a todos el secreto que esconden tú y tu hermano. Les diré de la enfermedad que padece...
—No te atreverías. Nadie te creería... —vacila con sudor brotándole de la frente.
—Yo no ando en malos caminos ni estoy saliendo con nadie. Al lugar al que voy, en verdad es muy diferente de lo que crees, pero debe permanecer en secreto...
—Estás demente —desdeña entre dientes.
—Propuse un trato justo para las dos. Yo soy una persona pacífica, Amarilis, y me compadezco de lo que vi de ti. Pero te juro por todo lo que amo, que si mencionas algo en la sala, yo misma buscaré a tu madre y le contaré por qué tu hermano se largó de su lado.
Amarilis la observa preguntándose si es capaz de hacer tal cosa. Madeleine no había mostrado un porte tan seguro de sí, no desde la vez que había confrontado a aquella sombra de iris dorados en sueños.
Amarilis empieza a llorar. Madeleine la percibe pesada y se aparta.
—Fue mi culpa. No lo detuve en ese momento... Si me hubiese negado a ayudarle a salir desde un principio, él no se hubiese ido —expresa, cabizbaja, y de rodillas al suelo.
—Yo no creo que todo fuese tu culpa —expresa Madeleine con gentileza.
Amarilis levanta la mirada y ve una mano extendida. Duda por un instante, pero acaba extendiendo la suya y se levanta con ayuda.
—Qué vergüenza. Yo... odio verme así —comenta, limpiándose la nariz.
Ambas oyen el llamado de Alma, la cual se aproximaba a la cocina. Madeleine reacciona, mirando a todos lados, entonces hala a Amarilis hacia el fregadero.
—Demonios, no pueden verte así —le murmura a Amarilis—. Sígueme la corriente.
Alma entra a la cocina y nota que Madeleine sostiene la cola de caballo de Amarilis, mientras esta, inclinada, se lava los ojos.
—¿Madeleine, que ocurre aquí? —pregunta Alma un poco preocupada.
—Ah, Alma. Es solo que Amarilis intentó ayudarme a fregar..., pero... pero tomó el jabón y le... ¿Cómo se dice? Ah, sí, le salpicó un poco en los ojos.
—Pero, ¿cómo es eso posible?
—Bueno...
—Fue mi culpa, señorita Alma —interviene Amarilis sin mirarle—. Apreté el envase del jabón, y al abrir la tapa, salió y me cayó en los ojos. Fui una tonta.
Alma trata de acercarse a revisar a Amarilis, pero Madeleine se lo impide.
—No ha pasado nada, Alma. Nada alarmante... Y no, no eres una tonta, Amarilis. Solo fue un accidente, a mí me ha pasado con el champú.
Amarilis restriega un poco sus ojos, pero sigue dándole la espalda a Alma.
—No le comente a los señores Druks: la señora Druks querrá llevarme a un hospital. La quiero mucho, pero es un poco paranoica —comenta entre suspiros.
Alma las detalla y acaba por confiar en lo que dicen. Así que regresa a la sala. Amarilis seca su rostro con un trapo de cocina facilitado por Madeleine, y respira para no parecer que había llorado.
—¿Cómo supiste lo de mi hermano? —pregunta con mirada inquisitiva.
—Eso ni yo misma lo sé, Amarilis, lo juro. Solo... me sentí adormecida. Mi cuerpo caminó solo e hizo lo demás... Yo creo que podemos hablar de esto después.
—No sé qué clase de secretos ocultes. Lo que me hiciste me dio mucho miedo. No quiero que pienses que somos amigas... —expresa la joven, flemática.
—Hablaremos de ello cuando nos sintamos preparadas —responde Madeleine con un poco de pesar—. Es demasiada carga no poder hablar de ciertas cosas con nadie.
Amarilis seca su rostro por última vez, tira el trapo en manos de Madeleine y vuelve a la sala. Madeleine se refuta el que fuese dura con esa joven. «¡Basta! No es tu culpa, Madeleine. Debes mantenerte enfocada», se dice. Si todo marchase en orden, entonces Amarilis mantendría la boca cerrada. De algo está segura: debe volver esa noche al Centro Comercial The Dreams.
La adolescente termina de fregar la espátula, pero antes de volver a la sala, siente un vacío estomacal y se aproxima a la nevera. Al abrirla, decide entre tomar un frío y suave minipan de jamón o uno de los blancuzcos biscochos Lamingtons. Estira la mano por un minipan y le da tres mordiscos. Guarda el resto en su bolso y se apresura a volver a la sala.
El resto del rato, Amarilis no se atreve a ver a Madeleine directo a los ojos. Ambas disimulan sus conversaciones con los otros. Al final quedan en visitar un zoológico pequeño que había abierto recientemente hacia el sur de la calle Anzac; ruta opuesta al camino hacia The Dreams. Se verían luego del mediodía.
Al despedirse, Amarilis se mantiene alejada de Madeleine a tal punto que no establece ningún contacto visual. Ambas se esforzaron por no levantar alguna sospecha.
—¿Y qué te pareció esa chica? —le pregunta el abuelo a su nieta tras cerrar la puerta.
—Pues... que es buena conversadora —contesta un tanto indispuesta.
—No se diría lo mismo de fregar trastes, ¿eh, Mad? —agrega Alma con ánimo.
—Yo no lo hubiese dicho mejor —repone Madeleine con gracia.
—Luce un poco enferma en mi opinión —comenta el abuelo, pero se da cuenta de que Madeleine y Alma ya no están—. A lo mejor es mi imaginación.
Alma se termina de arreglar, el abuelo lava lo que queda de ropa y Madeleine solo se recuesta en el largo sofá de la sala. Olvida comunicarse con el resto de sus amigos; solo medita en lo que había ocurrido con Amarilis. ¿Acaso ella puede leer las mentes de las personas? Si es que se le puede llamar a eso leer mentes. Así que termina por aceptar que solo un ser raro tendría la respuesta a un hecho igual de raro. Más bien, nueve entidades.
—Vayamos al mercado por un par de cosas. Hay un platillo que quiero que prueben —propone Alma poco antes de las diez de la mañana.
Madeleine y Joe se animan a acompañarla. Saliendo del complejo, la adolescente permanece mirando la casa de los Druks. No observa a ninguno de sus vecinos. Los pensamientos la invaden de nuevo: ¿hasta cuándo Amarilis se mantendría callada? ¿Y si ya habló? ¿Y si se inventó otro cuento donde Madeleine es una villana?
La chica pelirroja se sobresalta cuando una pregunta oscura roza su mente: «¿Y si muere por lo que le hice?». No deja de imaginar los daños colaterales que le pudo haber causado. Desde los seis años, Madeleine había empezado a asimilar la realidad con bastante fluidez. Uno de sus fuertes es reconocer los peligros de las situaciones. Cada vez que miraba adornos de vidrio o cerámica en repisas y áreas altas, llamaba la atención de su abuelo.
Joe lo supo por primera vez cuando compraron un mesón alto y pesado, de un metro de largo y unos cuarenta centímetros de ancho. La niña al verlo, no había dudado en preguntarle a su abuelo si era capaz de soportar el peso de una persona. Su abuelo, un tanto confundido y vacilante, había respondido que sí, y que un mesón como ese no sería para que una persona se sentase. Al instante, la niña había recalcado la pasión que tenía su hermana Madisa por columpiarse en mesones y repisas. Una estructura que se viniese, se podría traducir a un suceso terrible. No conforme con ello, la propia Madeleine había comprobado que el mesón de veras no cayese. Se había guindado, se había montado encima, había tratado de empujarlo..., todo en presencia de su abuelo.
—Ya basta, Madeleine. Ya te he dicho que no es sano verle el lado feo a las cosas, nada malo pasará. El mesón es de mármol y es lo suficientemente pesado como para que una de ustedes lo mueva. Además, está soportado por la pared —había insistido sin abandonar la serenidad—. No dejaríamos que Madisa se lastim...
—¡Es testaruda! —le había interrumpido su nieta—. Esa niña no hace caso. Es testaruda. Es más testaruda que mamá y que Madylin. Es testaruda...
Su abuelo había tratado de calmarla, pero se había detenido ante un grito leve de Madeleine.
—¡¡¡A-ja!!! Ya lo tengo. Es peligroso y no debe de estar aquí.
—¿Qué? ¿Qué descubriste? —había preguntado un tanto ansioso.
—Que este mesón se caerá si Madisa se columpia.
—¿Cómo?
—Abuelo, yo conozco muy bien a Madisa. Este mesón se caería si ella empujase la pared con los pies, mientras se columpia. Mira, así...
La niña había logrado que el mesón se tambaleara. Joe había cargado a su nieta entre sus brazos con un aire conmovido. Por muy fantasioso que fuese, él se había imaginado la escena que su nieta con mucho esmero había querido transmitirle, y no estaba equivocada. Ese día se las ingeniaron para hacerlo seguro sin cambiarlo de sitio, y acabaron por contratar a un ingeniero civil con un par de obreros, quienes fijaron el mesón al suelo. De ese modo, ya no había nada que lo derribara, al menos no de parte de las niñas.
—¿Cómo lograste imaginar que algo así pasaría? —le había preguntado su abuelo.
—Abuelo, tú mismo me dijiste que debíamos ser detallistas y cuidarnos. ¿Olvidaste lo que pasó con la mentirosa y malvada de Mara?
—Sí, pero no creí... no creí que... es decir, son escenarios distintos. Yo no hubiese intuido algo como lo del mesón. Es bastante profundo, Mady, eres excepcional —responde sin contener el asombro y la emoción.
—Bueno, también tuve fe en que podía pasar. Y pues... Madisa es... Madisa se porta como un mono, abuelo. Un mono rechoncho.
—Mady, por Dios...
—No le digas que te lo dije: a ella no le gusta.
—No eres la única que lo cree, Mady hermosa, je, je. Ella hace muchas monerías. —Madeleine contuvo risitas bajas por esa respuesta—. No te preocupes, hija. Será nuestro secreto, pero no le digamos más así.
Desde ese día, el abuelo pedía la opinión de Madeleine para ciertos arreglos y le confiaba labores hogareñas que cumplía a la perfección. Madisa se había columpiado en ese mesón cada vez que podía, hasta el año siguiente, y nunca se cayó.
***
Madeleine calma su mente cuando se estacionan en el New World Cambridge. No le queda más que esperar hasta después del mediodía, cuando fuesen al zoológico con los Druks. Al entrar al mercado, ella no se percata que a lo lejos, la observa un individuo de cabello grumoso y grasiento, y cubierto de harapos.
Los tres se separan: Alma se va a la pescadería, el abuelo al área de productos de cuidado personal y Madeleine al de galletas y chucherías. Trata de decidir cuál le gustaría a Amarilis: un dulce daría una mejor impresión. Mientras se decide entre unas galletas de chispas de chocolate y unas rellenas de mermelada de guayaba, siente un toque en el hombro. Se sobresalta al ver al pordiosero de la noche anterior.
—Señorita, ¿está usted bien? —le pregunta un tanto ansioso, mientras la miraba como si buscase alguna herida.
—Shhh. Cálmate, no me mires así —expresa la chica un tanto exasperada. Deja las galletas, lo agarra de la muñeca y cambian de pasillo, evitando ser vistos por Alma o el abuelo.
—Señorita, no sabe cuánto malestar tuve desde anoche luego de verle huir de esos delincuentes. Es un milagro que esté ilesa, después de ver cómo le cortó el rostro a Can.
—Muchas gracias. Pero no pueden verte conmigo: mi abuelo y Alma sabrían que...
—No puede volver a salir, señorita. Can no es del tipo que perdone, ni siquiera a mujeres como usted, o ancianos como yo.
—¿Los conoces? —pregunta tras echar un vistazo a los otros pasillos.
—Sí, señorita. Él y los otros tienen la mano muy pesada... Aunque me las he ingeniado para que la aligeren...
Madeleine lo observa con descontento.
—Les gustan los animales, así que imito a todos los que se me ocurren para ellos. Los que más risas les dan son: cuando camino como pingüino —da pasos con los pies muy juntos y los brazos extendidos hacia los lados—. Cuando salto como un sapo —se echa al suelo sobre sus brazos y piernas, y da un brinco alto—. Y cuando hago como foca —Se agacha, aplaude y emite sonidos como una.
—Shhh —expresa Madeleine con indignación, y lo hala de la muñeca para cambiarse al siguiente pasillo.
—Muchas veces se olvidan y no me pegan. He mejorado mucho mi actuación.
—No, esos cobardes te hacen cosas horribles solo porque sí —desdeña con el rostro enrojecido—. ¿Nadie hace nada para ayudarte?
—Señorita, ellos molestan es en las noches... Mi vida está en la calle y no tiene valor alguno comparada con la de cualquier otra persona, en especial, la suya. Por eso debe cuidarse. No importa lo que me hagan, señorita, yo aguanto. Pero usted, es una estrella que no merece que la estropeen ni la rompan —expresa con insistencia y se queda meditando un momento—. Usted no está sola, cuéntele a su familia. Ellos la protegerán...
—¡No! —le interrumpe en tono tajante—. Ellos no lo pueden saber. Yo sé cuidarme sola.
El pordiosero la mira asombrado y preocupado.
—Bien, no les diré nada si usted promete no volver a salir sola en las noches.
—No puedo prometer tal cosa —expresa con impotencia y tristeza—. Por favor, deben confiar en mí —habla con algunas lágrimas y como si Amarilis y Joe estuviesen presentes.
—Pero, señorita...
—Soy la hija de la gran Maryland Rousey —seca su rostro—, y conozco las cosas macabras de las que son capaces los seres humanos.
—Pero...
—Me han entrenado desde que tengo uso de razón, y no me cuesta hallar la manera de defenderme... Tú mismo lo viste anoche —le dirige una mirada inspiradora, mientras le toma de ambas muñecas.
Como si pensaran lo mismo, giran el rostro y ven el anaquel repleto de martillos, palas, serruchos y otras herramientas.
—Señorita... no irá a matarlos...
—No, no soy una criminal, pero tampoco soy una niñata indefensa.
—¿Tanto necesita usted salir? —expresa el hombre con lamento y tristeza.
Madeleine sonríe llena de valor. Luego saca de su bolso un pequeño bulto de servilletas.
—Ten. Espero te gusten los panqueques... Aunque estén fríos.
El pordiosero le mira con ojos vidriosos, incapaz de exhalar una palabra. Aunque reacciona y se saca de entre sus harapos, una chupeta envuelta de plástico transparente. El dulce es un bloque pequeño castaño oscuro, al que le habían encajado un palillo de madera.
—Señorita, acepte esto en agradecimiento por haber calmado mi sed y hambre anoche. Espero le guste el papelón.
—Ah —se sorprende Madeleine. Entonces intercambian regalos.
Madeleine se asoma y observa que su abuelo se aproxima a Alma, quien ya tiene sus artículos listos.
—Debes irte. Lo lamento, pero no te pueden ver conmigo.
—¿Estará bien, señorita?
—Sí, sí lo estaré...
—Hey, tú. No molestes a los clientes —señala un joven larguirucho de pelo amarillo y piel muy blanca.
El pordiosero se va con los panqueques envueltos en ambas manos, y pasa a un lado del trabajador.
—¿Le hizo algo? —le pregunta a la adolescente.
—No, para nada. De hecho, es muy gentil para lo que refleja su aspecto y habla con mucha educación —repone con amabilidad.
—No sabemos qué hacer para que no entre...
—Espere. Le acabo de decir que no ha molestado en nada —insiste con mirada inquisitiva.
—Ah, sí... Pues, supongo que es diferente a otros...
—¿Lo conocen, verdad?
—Disculpe, señorita. Cualquier inquietud de los artículos se la responderán en caja. —Vuelve a su puesto.
Madeleine mira la chupeta, la presiona en su puño y la guarda. Aprecia el gesto, aunque no se la fuese a comer. Cualquier sentimiento hacia Amarilis o el pordiosero no se compara con la furia que guardaba contra Can y su grupo.
De regreso a casa, Madeleine observa de nuevo la casa de los arbustos con varias formas. Ve al señor y la señora Druks... sin señales de Amarilis. Suspira en su asiento, pensado en cómo debía escapar esa noche. No sería sencillo con un enemigo que podía aparecer en cualquier instante. La adolescente reconoce sus propias fortalezas, pero también sus limitantes: ellos no solo son tres, sino que tienen un auto, y quién sabe si hasta un arma... ¿Qué tal si llegaban más de tres? Está claro que ella sola no puede enfrentarlos. No sin un plan bien soportado.
Saca su teléfono y revisa el bloc digital. Piensa si es correcto el título de «Conseguir lo necesario», pues ya le parece demasiado arbitrario. Reescribe: «1. Conseguir lo necesario». Entonces agrega: «1.1 Conseguir los objetos útiles (¿Lo obtendré con pedirlo?)». Más abajo: «1.2 Conseguir el apoyo (una persona por el momento)».
Madeleine considera que quizás esa noche no fuese al centro comercial, no sin el apoyo de otra persona...
Disfrutan de un platillo de pescado preparado por Alma. El abuelo repite la porción y Madeleine se limita a solo una. El pescado no es su favorito, aunque estuviese en una receta exquisita. La adolescente aprovecha para ahondar todavía más con lo que llevaba escrito en su bloc. Debía convencer a Amarilis en esa misma salida, ella es la indicada para apoyarle.
Para su sorpresa, al pasar buscando a los señores Druks, se consiguieron con que Amarilis está indispuesta para salir.
—¡¿Indispuesta?! —exclama Madeleine con desespero.
—No hay por qué alertarse. Es solo un poco de cansancio —expresa la señora Druks con relajo—. Pero estará bien, créanme, yo no la dejaría sola si estuviese...
El señor Druks se aclara la garganta, haciendo que su esposa pare.
—Solo está cansada —completa.
Madeleine contiene como puede la frustración. Había pensado en esa posibilidad, pero no había preparado un plan de contingencia.
—Mierda —susurra para sí.
—¿Dijiste algo, querida? —pregunta su abuelo, con preocupación.
—Eh, no, nada —inquiere la joven un tanto nerviosa.
Sin más, parten a un viaje que no llevaría más de 10 minutos. Madeleine piensa que sin nada que le brinde avances a sus planes, todo ese viaje sería una pérdida de tiempo. Se mantiene mirando por la ventana, tratando de mantener un entusiasmo casi parecido al de los demás. No nota lo interesante que fue pasar el Puente Victoria, ni presta atención a los otros sitios que los Druks señalaban.
Al bajarse en el zoológico, el abuelo se le acerca a Madeleine.
—Madeleine, no quiero fastidiarte con lo mismo, pero... ¿estás bien? Es que me pareció oírte decir una palabrota cuando recogíamos a los señores Druks...
Madeleine se paraliza.
—Tierra...
—¿Tierra?
—Sí, tierra... Es que tenía tierra en mis zapatos... pues yo creía que estaba impecable. Me desagradó que tuviese tierra en mi zapato.
El abuelo baja la mirada hacia su calzado.
—Eh, ya no tiene caso, abuelo. Los limpié en el auto antes de que bajáramos...
Ambos son interrumpidos por la emoción de la señora Druks al llegar al espacio de las jirafas. Se juntan todos y recorren el espacio de los tigres, cebras, elefantes y rinocerontes. La señora Druks expresa su encanto por los animales.
Se detienen en el espacio de los gorilas, los cuales iban y venían. Madeleine observa al único que no se mueve. Está allí sentado, sin inmutarse ante la gente que lo veía, ni siquiera presta atención a los niños que intentan entregarle sus cotufas o dulces.
—¿Ya lo sabes, eh? —expresa la joven como si le hablase al gorila—. Has de estar tranquilo, pero no en paz; estás encerrado. A veces creo que la verdadera felicidad es inalcanzable. ¿Cuánto esfuerzo y estrés debes soportar para lograrlo? Muchas veces es tarde —el gorila cruza miradas con Madeleine. Un viento sopla con suavidad sus cabellos naranjas—. El peor de los casos es cuando lo das todo... en vano: todo por lo que te habías esforzado, simplemente resulta una mentira. No hay un anuncio que te prevenga de eso —En eso cae en cuenta del desánimo que la invade—. No, no. No pienses así, Madeleine —se dice a sí mismo, bajando la mirada. La fija de nuevo en el gorila, el cual se había puesto en movimiento sin abandonar su tranquilidad—. ¿Sabes? Tengo un amigo que es casi como tú... Bueno, es un gorila también, pero es mucho más grande y obstinado, al parecer. Ah, y pues, es una estatua.
Madeleine subraya el hecho de que lo que planea no es en vano, había un objetivo sólido, una razón real del estrés por el que pasa y es vencer todos los obstáculos para poder llegar al C.C. The Dreams a por sus nuevos amigos. No era un sueño, solo debía mantenerse enfocada.
Se adentran a las cuevas de los murciélagos, recorren el área de los anfibios y visitan el corral de aves. Prosiguen al acuario.
—¿No es hermoso? —dice el abuelo, fascinado por el mover de los peces.
Un resplandor azul marino ilumina a todo el que pasa por el frente del cristal.
—En poca agua, poco se navega —dice el señor Druks con la vista en alto y las manos detrás de su cintura.
El abuelo le habla del gran sueño que tenía de ser navegador. Así platican sobre lo emocionante que es el mar.
—Si el océano fuese otra mujer, mi esposo me estaría siendo totalmente infiel. Siempre se anima cuando encuentra a alguien que comparte su misma pasión —le comenta la señora Druks a Alma y Madeleine.
—Sé que a mi abuelo le apasionan los juegos de azar y las apuestas, pero no sabía que sintiese lo mismo por el mar —responde Madeleine con duda. Aunque se percata que la gran mayoría de los cuentos que él le había leído junto a sus hermanas, incluían al menos a un barco o un navegante.
—Me gustaría ir por una bebida —comenta Alma, sentándose un tanto exhausta en un banco.
—En la zona Safari venden unas deliciosas merengadas de frutas. Me encantaría que las prueben —repone la señora Druks.
—Puedo ir y traerlas. No quisiera interrumpir la inspiración de aquellos dos y ustedes pueden esperar aquí sentadas —les dice Madeleine—. Honestamente, no me gusta el océano o las playas: los peces son lindos, pero las rayas, las medusas, anguilas y otras criaturas me atemorizan demasiado. Sabían que existe un pez llamado pez piedra. Moriría si un día me llegase a encontrar con uno.
Madeleine sale del acuario y atraviesa la senda entre el espacio de las cebras y los rinocerontes. Se detiene tras oír unas voces familiares cerca del lago de los cocodrilos.
—Observen: son criaturas imponentes y formidables. Algunas tribus se hacen cortes diminutos para que las cicatrices les hagan lucir una piel idéntica a las de estos reptiles —explica un chico con una cortada suturada en su mejilla.
—Eso no tiene sentido —opina Mike, confundido.
—Cierra la boca. No reconoces los símbolos de poder y valor —le reprende Can con mirada severa—. Si entendieses una sola cosa de lo que digo, serías un verdadero hombre como nosotros.
—Lo que más adoro de estos monstruos son sus grandes bocas y cómo despellejan a sus presas. Ellos desaparecerían en un santiamén a nuestros enemigos —agrega Nagüel con malicia.
—Empezando por la zorra que me hizo esto en la cara —desdeña Can.
—Ustedes son las zorras cobardes y despreciables. Nunca les perdonaré que molestasen a aquel pobre hombre —interviene Madeleine con furia.
—¡Tú! —señala al darse la vuelta, con una mueca de desprecio. Da un paso hacia la adolescente, pero es detenido por Mike.
—No, Can —le retiene, mientras que Can lo mira como si desease arrojarlo al foso de cocodrilos, antes de hacerlo con Madeleine—. No... no debes llamar la atención aquí —señala al resto de las personas con los ojos, un poco asustado.
—No me digas que eres amiga de ese viejo sucio —inquiere Nagüel.
Madeleine aprieta sus puños, conteniendo las ganas de saltarle. Algunas personas comenzaban a mirarlos.
—Tranquilo, muchachos —les alienta Can, con tono de relajo—. ¿No les parece sensacional? Tenemos una fan. Vámonos, nada ha pasado.
Parece un chico un poco mayor a Madeleine. Exhibe corte bajo y texturizado hacia arriba, formando un pequeño copete central; y una barbilla cuadrada. La forma de su cuerpo delata que solo realiza ejercicios en los brazos.
Los tres le dan la espalda y caminan. Nagüel con gesto de complicidad, se echa el cabello, que le llega a las mejillas, hacia atrás; y Mike cabizbajo de preocupación.
Madeleine hurga su bolso con desespero. Saca algo pequeño y tira de un plástico transparente.
A metro y medio de distancia, un proyectil choca contra la nuca de Can. Antes de tocarse en esa área, algo pequeño le sujeta del cabello y lo hala hacia la jaula de los monos. Uno de ellos tira con fuerza, tratando de arrancar el proyectil pegajoso, pues no había caído al suelo, sino que se había adherido al cabello de Can. Otros bracitos pasan por la abertura de la jaula y halan a Can de los cabellos. Mike y Nagüel lo alejan de los hombros, pero solo porque el primer bracito logra despegar la chupeta de papelón cubierta de pelos. Los otros monos se fueron detrás del que había obtenido su premio.
Can se regresa hacia Madeleine con las sienes palpitantes y el rostro rojo como metal ardiente.
—Escúchame bien: será mejor que no te vuelva a ver. Si no, ya verás —rezonga Can, apuntándole con el índice.
—¿Si no, qué? ¿Me violarán? —responde Madeleine con severidad.
A Can le tiembla la barbilla entre la furia y el desconcierto.
—S-s-solo vete al diablo —se va de mala gana, incapaz de decir otra palabra.
Sus amigos le siguen todavía más tensos y se pierden entre la gente.
—Oye, Madeleine. ¿Esos chicos te estaban molestando? —comenta la señora Druks al acercársele por la espalda a los pocos minutos.
—El baño, ¿dónde está el baño? —pregunta la joven, exasperada.
Madeleine arranca al más cercano al oír las indicaciones de la señora Druks. Se encierra a una de las cabinas de retretes. Estalla de furia tirando golpes a los costados. Por suerte está vacío, aunque algunas personas se extrañan por el leve ruido que oyen desde afuera.
Con la cara recalentada como si tuviese fiebre, resopla entre dientes bocanadas de aire y saliva. La ira brota sin ninguna lágrima. No, ella no se siente impotente ni está rota, ella está llena de energía, de aquella que te hace querer comerte al mundo. Tras apretarse la cabeza enmarañada de semirizos naranjas, la adolescente recupera la cordura y sale a lavarse el rostro. Su tranquilidad no podía depender de partirle la cara a Can, no tiraría el autocontrol que le había enseñado su madre; pero no se permitiría quedarse de brazos cruzados mientras esos tipos molestaban a quien se les daba la gana. Son tres sujetos, como los de Baltimore; abusadores, como los de Baltimore, y probablemente con las mismas intenciones insanas. Si el horror la seguiría desde ese país, entonces tendría que golpearlo hasta sentirse satisfecha. El mismo escenario ocurriría, aunque en este ella saldría completamente victoriosa.
Abandona el baño con el cabello peinado y la cara con una que otra tonalidad rojiza. Se reúne con la señora Druks, la cual luce preocupada.
—Madeleine, ¿esos chicos te molestaron? —vuelve a preguntar.
—Solo fue un malentendido... ¿Usted por qué vino? —pregunta, algo confundida.
—Querida, es claro que cargar con cinco de esas bebidas no es sencillo para una sola persona. No me resistí ante la idea de que alguna se te derramase, y decidí salir a ayudarte. Los demás siguen en el acuario.
Ellas caminan hacia el puesto de merengadas frutales.
—¿Usted sabe quiénes son esos sujetos? —pregunta Madeleine con mirada confiada, mientras esperan que les sirvan las merengadas.
—El chico guapo es Can y el de pelo largo es Nagüel; salieron de la preparatoria junto con Amarilis. Al moreno no lo conozco... y parece menor en mi opinión —agrega pensativa—. En fin, debes tener cuidado con esos muchachos, ya que hace dos años se volvieron problemáticos. Amarilis me contó que por poco no salen de la preparatoria.
—¿Ellos llegaron a molestarla? —pregunta con la mirada clavada en el servilletero.
—Nunca se metieron con Amarilis y me alegro por eso. Ella los cataloga como imbéciles inmaduros. También dice que esos chicos no molestan en lugares donde hay gente a quien teman. En nuestro complejo no entran porque le temen al vecino de la última casa, la del fondo. Amarilis sabe más de eso que nosotros. Deberían charlar sobre eso la próxima vez que se vean.
Madeleine no sabía acerca de esa casa al fondo, no la había detallado antes. Poco le importa para lo que tenía pensado.
—Amarilis es muy buena conversadora —le dirige a la señora Druks, mientras recogen las bebidas listas.
—¿Ah, sí? —expresa con asombro—. Bueno, duraron un buen rato esta mañana en la cocina. La verdad es que ella no suele hablar con muchas personas, pero a juzgar por su expresión cuando llegamos, parecía interesada. A ver, ¿de qué conversaron?
—Pues... me contaba acerca de las demás casas, aunque sin tantos detalles. Me llamó la atención sus ojeras.
—¿Te dijo algo de eso?
Ambas salen del puesto de merengadas y caminan por la zona Safari.
—No mucho... En realidad no quiso hablar sobre eso.
—Bueno, la verdad es que ella tiene mal dormir. Mi esposo y yo intuimos que es porque extraña a su hermano.
—¿Murió? —aparenta no saber.
—No, no, nada de eso. Solo se mudó a Nueva York por un mejor trabajo.
—¿Ellos eran muy unidos, verdad? —pregunta con un poco de pesar.
—Mucho... Pero no creemos que sea correcto que se sienta así. Pues debería estar feliz de que él ande persiguiendo sus sueños.
Atraviesan la senda del lago de los hipopótamos y de los cocodrilos.
—¿Y qué le parece si la visito hoy? —propone Madeleine con ojos brillantes. La señora Druks se detiene un tanto desorientada—. Puedo llevarle unas galletas de regalo.
—¿Debe ser hoy?
—¡Sí! Temprano no pudimos hablar lo suficiente... —se aclara un poco la garganta—. Ella me recuerda mucho a mi mejor amiga de B-more. Se llama Lidia —expresa con algo de tristeza. La señora Druks la mira, pensativa—. Amarilis... sería la primera amiga que tengo aquí en Cambridge. Y sería la más cercana.
—No comprendo por qué no quiso venir. Era el momento perfecto para que se conocieran mejor... Madeleine, para serte honesta, Amarilis es muy solitaria, y nos encantaría que fuesen amigas; incluso sería una noticia agradable para Lippia —comenta la señora Druks un poco seria. Madeleine se siente ansiosa—. Pero debes saber que no podemos obligarla.
—Ah —expresa Madeleine un tanto desahuciada
—Aunque si yo fuese tú, no le compraría galletas, sino los regalices arcoíris ácidos que venden en el New World Cambridge. ¿Sabes? El mercado cercano.
—Sí, sí —asiente la adolescente.
—También iría a eso de las cuatro y treinta a la casa de los arbustos bonitos. Puntual —subraya con gentileza.
A Madeleine le brillaron de nuevo los ojos. Ambas regresan al acuario con los otros y disfrutan de las merengadas. Continúan viendo el resto de los animales. Se detienen en el área de las serpientes y todos se niegan a tocar una pitón que reposaba sobre los hombros de uno de los trabajadores.
El señor Druks dice que es momento para que regresen, ya que debe atender una conferencia a las cinco. Los dos se disculpan con Alma, Madeleine y abuelo.
—No hay problema —repone Alma con gentileza—. No veremos todas las maravillas de esta isla en un solo día. Ya saldremos de nuevo.
Todos regresan, pero antes de entrar al complejo, Madeleine se queda en el mercado y regresa a pie una vez que compra un par de cosas. Le suplica a su abuelo el permiso para visitar a Amarilis a la hora que había acordado con la señora Druks, y lo recibe. Entonces sube a su habitación y aprovecha que falta una hora para escribir un par de pasos más en su bloc digital.
—Lo siento, muchachos —se lamenta al recordar que debía llamar al resto de sus amigos de Baltimore—. Por ahora no debo distraerme. Los llamaré luego.
Durante todo el tiempo que dura cambiándose, se dedica a despejar la mente. Se concentra en lo que debiese decir en casa de los señores Druks y en cómo persuadiría a Amarilis. También en lo que pasaría esa noche de camino a The Dreams y con Can. Se pregunta si se hallaría al pordiosero... Como si cayese en cuenta de la realidad, piensa en lo desconocido que pudiese colarse en su plan, invadiéndole el temor cuando se fija en los peores escenarios; una es la posibilidad de no regresar. Lo que debiese ser un momento de relajo, más bien se vuelve de agobio que le propina un ligero dolor de cabeza.
El estrés por una carga demasiado grande para ella sola le impide amarrarse las agujetas de las botas con normalidad. En el fondo, Madeleine desea poder contarle a su abuelo: él le daría una palmadita de ánimo y un consejo gratificante. El apoyo de Joe siempre le sostenía de no caer a lo más profundo de la desesperación y ampliaba su visión; pero es una opción a la que está restringida. «No, no debe saberlo. No te acobardes ahora, Madeleine», se replica arrunchando las agujetas por dentro del calzado. Revisa hasta dos veces su bolso, confirmando que nada falte y baja con afán tras mirar que ya está casi sobre la hora. Apenas y se despide de Alma y el abuelo.
—Debe de estar muy contenta con su nueva amiga —comenta Alma.
—Madeleine es bastante buena para hacer amigos, Alma, pero creo que este es el caso más acelerado de todos —repone Joe, mientras sostiene una revista con anuncios de loterías—. No será necesario que preparemos cena esta noche —comenta, volviendo la mirada a una de las páginas. Alma lo observa con extrañeza—. Esta noche yo me encargaré de la comida.
***
Madeleine camina con rapidez, casi como si trotara, a la casa de los señores Druks. No se fija en los vecinos que van o vienen de un lado a otro de sus casas. Antes de que su puño toque la puerta, esta se abre al instante.
—Excelente, querida —le dirige la señora Druks con un vestido aguamarina. Agarra por la muñeca a Madeleine y la hala hacia dentro—. Me alegro de que vengas justo a la hora acordada, pero te recomiendo venir antes de las horas exactas acordadas —sugiere un tanto agitada, mientras tranca la puerta.
—Entendido, señorita —repone Madeleine, desorientada.
—Querida —subraya el señor Druks desde sala. Se amarra la corbata frente a un espejo.
La señora Druks convida a la adolescente hacia unas escaleras de tres tramos. En el segundo tramo se detienen.
—Linda, normalmente no dejamos entrar a personas recién conocidas al segundo piso, pero tú me inspiras confianza —le sostiene ambas manos—. Por favor, no hagas nada que cause que me arrepienta, ¿quedó claro?
—Entendido, señora Druks. He traído justo lo que me dijo —repone Madeleine, reflejando el mismo ademán ansioso de su vecina.
La señora Druks asiente y continúan. Llegan a un amplio pasillo que conecta a cinco puertas. La señora Druks apenas y toca la puerta de la habitación que da en diagonal a la casa de Alma, pues la había abierto sin darle importancia a lo que dijese la persona en ella.
—Lady D, por favor... —le dice Amarilis en tono suplicante y con hastío.
—Amor, no tienes visitas así de gentiles todos los días. Recuerda que tu madre y nosotros te hemos enseñado modales —replica la señora Druks en tono amistoso.
—Pero, pero...
Las tres giran el rostro al oír al señor Druks llamar a su esposa desde las escaleras.
—Nada de peros, querida. Esta amable chica decidió comprarte un presente —expresa la señora Druks, mientras coloca su mano sobre el hombro de Madeleine.
—Ah, sí, sí —habla Madeleine, mientras hurga su bolso y levanta una bolsa de regalices espolvoreados de cristales coloridos.
La señora Druks le dirige una mirada de complicidad a Madeleine y camina hacia las escaleras. Amarilis le sigue y le da una mirada venenosa a Madeleine al pasarle por un lado. La chica pelirroja se anima un poco por la ayuda de la señora Druks y baja detrás de ellas.
El señor Druks les espera con la mano sobre el pomo de la puerta abierta. La señora Druks se acomoda el cuello de su vestido con expresión creída.
—En la nevera hay limonada y algunos biscochos. Pórtense bien y no le abran a ningún extraño. Regresaremos a las ocho —camina fuera de casa, acomodando los accesorios tintineantes de sus muñecas.
Amarilis le seguía el paso, tratando de sobreponer su inconformidad. Madeleine espera en la puerta.
—Espero que se lleven muy bien —le dice a Amarilis desde la ventana del auto y arranca.
Amarilis, boquiabierta, se da vuelta y observa que Madeleine camina dentro de la casa.
—No quiero que te quedes —se queja Amarilis al cerrar la puerta tras de sí.
—Vaaaaya, esta casa es muy bonita —expresa, admirando la fachada de la sala y la cocina.
—¿Acaso no me oíste? No quiero que te quedes —insiste Amarilis, poniéndose frente a Madeleine sin mirarle a los ojos.
—Ah, Amarilis, lo que dices no es característico de los modales que la señora Druks resaltó de ti —responde con ironía mordaz.
Amarilis queda boquiabierta y los ojos como canicas.
—No me hables así —desdeña, mirando a las botas de Madeleine.
—¿Así cómo? ¿Tal como lo hiciste tú... esta mañana? —repone Madeleine con tranquilidad.
—No le he contado nada a nadie, si es lo que viniste a averiguar...
—Tú querías saber a dónde fui anoche, ¿no? —le interrumpe la joven pelirroja con porte decidido.
Amarilis levanta la mirada sin importarle que la observase directo a los ojos.
—Te lo diré.
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