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Capítulo 5. Centro Comercial The Dreams

En la sala, el abuelo Joe revisa con detenimiento un periódico con las noticias de la ciudad que ahora es su nuevo hogar. El estar sentado en uno de los muebles con una taza de té sobre una mesita a su lado, hace creer a cualquiera que lo viese, que se hallaba bastante concentrado en lo que leía; cuando en realidad, trataba de distraerse para no pensar en cómo había terminado la plática entre Alma y Madeleine. Hacía minutos que Alma había bajado, pero no le había contado nada aún debido a que permanecía charlando con los vecinos en la puerta.

Joe temía que Madeleine prefiriese aislarse y quedarse sola a afrontar sus cargas, extinguiendo la actitud dulce y vigorosa de la nieta que había estado criando todos estos años. En poco tiempo ya sería una adulta joven y tendría que valerse por sí sola, pero ¿lo lograría con el daño que le había dejado lo sucedido aquella noche en Baltimore? Además, ¿lo odiaría por haberle contado a su madre lo de las cartas amenazantes? Si bien, Joe le había comentado a su nieta durante el viaje que no se arrepentía de haberle dicho a Maryland que unos dementes le enviaban cartas con múltiples amenazas, eso no significaba que él no se sintiese abatido por traicionar su palabra, no cuando en aquel entonces Madeleine le había suplicado mucho que no se lo contase a Maryland y él había aparentado una promesa. Si su abuelo la protegería a costa de su confianza, es evidente que ya no podría llamarse proteger...

—Hey, abuelo, ven aquí —le llama Alma con entusiasmo, mientras los vecinos Druks le ven.

El abuelo cae en sí y baja el periódico para dirigirles una mirada sencilla y gentil que da la impresión de que estuvo observando el periódico sin preocupación alguna. Para él no es un desafío indagar en algún pensamiento sin levantar sospecha del sentimiento que en verdad le pueda generar. En pocas palabras, Joe puede tratar con una persona en quien desconfía y esta, jamás se daría cuenta, al menos no por sus gestos o lenguaje. Es una cualidad que había adquirido desde joven, cuando le tocaba lidiar con un motón de trabajos en poco tiempo y personas pretenciosas; y que había perfeccionado por medio de los juegos de azar y apuestas.

Deja el periódico a un lado y se levanta a estrechar la mano de sus dos vecinos: una mujer de ojos marrones, tez blanca y cabello castaño que terminaba en el cuello; y un hombre de peinado sencillo, corto y negro como sus iris; vestían ropas sencillas y poco llamativas. Ellos le dan la bienvenida y hablan de lo agradable que debía de ser Baltimore; todo por cuanto diesen una sensación acogedora. Joe les responde con toda la amabilidad y sentido, mientras desea que se larguen para preguntarle a Alma de una buena vez acerca de Madeleine.

—Eh, siento dejarles por ahora, pero iré a buscar a mi nieta... para que la conozcáis también —comenta Joe, afrontando todo riesgo. Pues la buscaría aunque ella quisiese quedarse sola, eso si es que todo había salido mal en la plática.

—Ya estoy aquí, abuelo —responde la joven, mientras bajaba a la sala.

Lucía una blusa turquesa oscura con cuello suelto, jean gris y botines negros. El cabello peinado, suelto y ondulante en las puntas, junto a un semblante vivaz, había cautivado la mirada de todos. Al pasar en medio de la sala, la luz del sol que atravesaba la ventana daba en sus mechones naranjas oscuros, haciéndolos más refulgentes de lo habitual. Su abuelo no había evitado quedarse medio boquiabierta, mientras que Alma sonreía orgullosa.

—Usted tiene una nieta muy hermosa —expresa la señora Druks a la par que su marido asentía.

—Eh... sí, bueno, ella es mi nieta: Madeleine —habla el abuelo, esfumando su sorpresa y recobrando el ánimo. El aspecto de la adolescente no dejaba duda de que la plática había sido todo un éxito.

—Bueno, vecinos, ya se nos hace tarde. Saldremos a dar un paseo para que estos dos conozcan y admiren el panorama de Cambridge —agrega Alma, mientras mira que su reloj da las nueve y veinte de la mañana.

—Lo que van a ver es solo un pedacito de Nueva Zelanda, así que podríamos planificar para que mi esposa y yo les enseñemos muchas zonas de la isla norte...

—Y si el tiempo lo permite, podríamos visitar la isla sur —completa la señora Druks con voz melosa.

—Me parece excelente —acota el abuelo, mientras ayuda a Alma a sostener una de las bandejas—. Podríamos invitarles al té mañana temprano, así nos cuentan más de Cambridge, y nosotros les hablamos de Baltimore.

Los vecinos asienten, la señora Druks les sugiere que guarden la bandeja que sostenía Alma a la nevera si no la iban a comer al momento, y se despiden. Tras cerrar la puerta, Alma se va hacia la cocina. El abuelo mira de nuevo a Madeleine. Ella se quita y echa al mueble un bolso de correa larga que cargaba a un costado de su cintura, para acercársele a ayudarle con la bandeja.

—Oh, no te preocupes, puedo llevarla... —le dice Joe sin quitarle la mirada de extrañeza—. Mady, querida, ¿estás bi...? —se detiene con algunos parpadeos y lo piensa—. Me alegra que estés de ánimos —afirma, cambiando de parecer a un gesto alegre. Sentía bastante alivio, y ya no deseaba atosigarla con la duda.

—Hey, abuelo, Madeleine, vengan acá —les llama Alma.

Ambos entran a la cocina, la cual tenía espacio suficiente como para que varias personas caminasen alrededor de un gran mesón de mármol que hay en medio, y sobre el cual Alma había colocado y abierto la bandeja. En ella, se aprecia una pequeña tarta de Pavlova con crema blanca combinada con un ligero tono durazno y, por encima, tajadas brillantes de melocotones decorados con cubitos de frutas confitadas naranjas, amarillas y rojas.

—Guao, es hermosa y luce exquisita —comenta Madeleine con una mirada hipnotizada.

—Veamos que tiene esta —agrega el abuelo, colocando la bandeja que sostenía sobre el mesón. La abre y todos se quedan observando unos biscochos Lamingtons marrones con formas de cubos y espolvoreados de coco y azúcar.

Madeleine no evita sentir que la boca se le hacía agua; a pesar de estar todavía con el estómago lleno por el desayuno, la porción de cena del día anterior y el té.

—Muy bien, buscaré los platos «porque es evidente», que vamos a querer de los dos... —inquiere Alma, mientras abre una gaveta y saca los cubiertos.

—Espera... —le detiene Madeleine—. Yo no... No quiero... Bueno, estuve recapacitando al cambiarme, y no es conveniente que coma tanto cuando no tengo hambre... Es... Es para no alimentar la ansiedad; lo tengo entendido de mi psicólogo de Baltimore.

—Madeleine, querida —expresa el abuelo, conmovido, mientras presionaba en su mano la tapa de la bandeja.

—Aceptaré toda la ayuda que ustedes me quieren brindar. Ya no quiero sentirme triste, ya no quiero sentirme vencida... —dice, mirándoles a cada uno y evitando fijar la vista sobre las delicias del mesón.

Alma lo piensa, y propone:

—Hagamos una cosa: no nos comamos todo, sino que agarramos una porción de lo que nos provoque, y lo consideramos como un acompañante con el té que bebimos. Sería una excepción por lo laborioso que fue el viaje. Debemos reponer energías, ¿no creen?

—Sobre todo porque es una bienvenida, es decir, no todos los días llegas a Cambridge y te obsequian estos manjares... —agrega el abuelo con optimismo—, aunque, si tú no quieres, Mady querida, entonces se dejaría para después. Tengo la sensación de que hoy será un largo día...

—Muchas gracias de parte de ambos —expresa la adolescente—. Considerando lo que Alma dijo, entonces tomaré un... no, mejor dos bizcochos de estos si no les importa, pero me los comeré en la sala. No les miento, si sigo por un momento más con ambas bandejas abiertas enfrente, les juro que ya no podré contenerme, ja, ja, ja.

Madeleine le pregunta a Alma por los platos, ella señala la alacena, y saca tres platos pequeños de porcelana con aves dibujadas. Madeleine se sirve los dos bizcochos y Alma también, a diferencia del abuelo, que solo se sirve uno. A pesar de que el abuelo Joe no era amante de los dulces, su atención estuvo bastante puesta en la tarta, pero, por no causar tentación en su nieta, había optado por uno de los bizcochos.

—Mady, no hace falta que huyas a la sala —comenta Alma. Tapa ambas bandejas y las guarda en el refrigerador.

—Alma, que buena foto tienes con tu padre —expresa el abuelo, mirando una de ellas en el refrigerador, donde aparecía Alma y un señor con cara algo tensa; ambos vestidos con ropa de invierno y un panorama repleto de árboles y nieve.

—¿Cómo que «buena», abuelo? —refunfuña Alma, tirando la cuchara sobre el plato—. Siempre peleo con mi padre porque nunca sonríe en las fotos. Esa de allí contiene lo más cercano a una «sonrisa».

—Mamá también es así, es toda una contienda —acota Madeleine, luego de tragar—. Solo sonríe cuando cierra los ojos en las fotos... Tienen mucho en común.

—No por nada es su entrenador, aunque no creo que tu madre luzca como psicópata al tratar de sonreírle a la cámara... —responde Alma entre risitas. Ella pasa sus bizcochos con agua y también le da un vaso lleno a Madeleine. El abuelo pasa el suyo con el té, que todavía le quedaba y que había traído de la mesita de la sala.

Al terminar, Alma y el abuelo suben cada uno a sus habitaciones a cambiarse. Madeleine se queda esperando en la sala mientras sostiene su bolso de correa larga. Siempre fue su preferido desde que lo recibió como obsequio; por tener grabado un dibujo personalizado de su familia, así lo carga en casi todas sus salidas. Tras mirar por unos segundos el dibujo de su familia, reacciona, saca su teléfono y quita el modo Avión. Toda la conmoción del viaje la había distraído de tal manera, que había olvidado informarles a su madre y hermanas que ya habían llegado a Cambridge.

El teléfono no tarda en llenarse de notificaciones de llamadas perdidas y mensajes de parte de ellas y sus amigos. Madeleine intenta llamarlas a todas, pero ninguna contesta.

—Deben de estar ocupadas —masculla la chica con algo de vergüenza—. Es tu culpa por tu egoísmo, Madeleine —se dice a sí misma con algo de pesar, mientras bajaba el teléfono—. No —se reprocha, cambiando de parecer—, debo ser diferente. —Levanta el teléfono, se da un respiro y habla para dejarles un mensaje de voz a todas.

El abuelo iba a bajar por la escalera, pero se detiene en silencio y oye lo que Madeleine decía. Cuando ella termina, el abuelo baja.

—Te queda bien ese atuendo, abuelo —le dice Madeleine alegre, mientras guardaba su teléfono en el bolso.

—¿De verdad? Siento que es muy juvenil para mí. Recuerda que a mi edad, los pantalones simples y camisas anchas a cuadros son nuestra única vestimenta... No hay mucho qué elegir...

Vestía una camisa manga larga gris con líneas negras en las mangas y bolsillos de cierre, acompañado de un jean y zapatos deportivos.

—Claro que no, abuelo, siempre dices lo mismo —le reprocha su nieta. Se sube el bolso a un costado y se pone en pie—. Mientras estemos juntos, no dejaré que vistas como viejo...

—Pero soy un viejo... Siento que me veo...

—La vestimenta es subjetiva, ¿cuántas veces te lo voy a decir? —le interrumpe, mientras se le acercaba y le ayudaba a doblar y abrochar las mangas—. Eres un viejo que viste bien, así que deberás dejarte esa ropa. Le daremos una buena impresión a Alma y a nuestros vecinos... Y no, no te ves ridículo si es lo que quisiste decir.

El abuelo la mira y le dirige un gesto apacible.

—Gracias, Madeleine, nada me hace más feliz que verte animada de nuevo —expresa, dándole un beso en la frente—. Por cierto, ya les he avisado a tus hermanas y a tu madre que llegamos bien.

—¿De verdad? —pregunta con asombro, y camina hacia la ventana.

—Sí, claro, Mady. Si no lo hacía, se iban a preocupar un montón, al igual que Alma con su familia.

El asombro de Madeleine no era porque su abuelo le hubiese avisado a su familia del viaje, más bien porque les hubiese dado los detalles de la manera extraña en que ella se había comportado. Que Maryland le respondiese al abuelo que Madeleine nunca había tenido una hemorragia nasal en sus viajes, le preocupaba mucho; pues han sido contadas las ocasiones en que Madeleine le ha mentido a su abuelo, específicamente, tres.

Una cuando trataba de excusarse en la dirección del kindergarten por haberle quebrado una regla en la frente a Mara, una de sus actuales amigas; la segunda cuando ella y sus hermanas se habían cortado el cabello entre ellas, creyendo que tenían un talento de estilistas, por lo que acabaron escondiendo unos cortes espantosos al abuelo, su madre y a la escuela; y la tercera, cuando le había comentado que iría a una cita tranquila con May, pero en realidad, se había escapado con sus amigas a la fiesta de otro chico de la escuela; una fiesta a la que, tanto Joe como Maryland, le habían prohibido ir.

Que el abuelo descubriese su nueva mentira y le castigase con la misma indiferencia de la ocasión de la fiesta, le producía mucha vergüenza; sin contar que luego de lo de la fiesta, le había obligado a decirle la verdad a May; quien en consecuencia, le había quitado el habla por varios días.

—Abuelo, me... me apena que sepan de mi comportamiento —dice a modo de susurro, mientras apretaba los labios. Si mostraba su verdadera preocupación, pero no el motivo real, quizás haría que el abuelo no le hablara respecto a la mentira de la hemorragia nasal y la pesadilla...

—No te preocupes, cariño, no les conté nada de eso. Maryland ha estado predispuesta desde lo que pasó en Baltimore. Es cierto que su orgullo de luchadora se mantiene intacto, pero no podría decir lo mismo de su orgullo de madre... Si de verdad, lo que te pasó en el viaje no era motivo de preocupación, como tú nos dijiste más de una vez, no le daría más razones a tu madre para estresarse.

—No quiero que abandone el torneo por mi culpa, yo... no me lo perdonaría...

El abuelo le da un abrazo de consuelo.

—No hay que pensar en ello, mantente con el rostro lleno de la alegría contagiosa con la que habías bajado. Estoy seguro de que conseguirás un nuevo grupo de amigos y tendrás el doble de compañeros, contando a los de Baltimore... Quizás, hasta encuentres a algún pretendiente...

—¡Abuelo! ¡¿Tú hablándome de novios?! —exclama con asombro.

—Pretendiente no es lo mismo que novio, y mucho menos de noviosss... Madeleine estás creciendo y en algún momento querrás hacer tu vida, no puedo tenerte cuidándome siempre... Tampoco es que te esté echando ni nada por el estilo...

Madeleine lo apretuja.

—Gracias, abuelo, eres el mejor.

Joe le sostiene el rostro entre ambas manos y le mira con mucha admiración.

—Eres preciosa como tu abuela y tu madre. También llevas la mansedumbre y la nariz de tu padre...

—Sin olvidar que también heredé tus ojos de zafiro; pero de otro color, y tu astucia. ¿Cuándo me enseñarás a jugar al póker y ganar dinero con eso?

—Ja, ja, ja, por supuesto que no olvidaría esos ojos míos... Pero los tuyos, más bien, son unas ágatas de fuego —le suelta el rostro y camina hacia el mueble—. Mady linda, no quiero introducirte a ese mundo. Quiero que crezcas integra y te instruyas en ciencia como tus hermanas. Aunque yo te enseñe mucho, no quiero que adoptes todas mis «usanzas»...

—Pero abuelo...

—Tú debes desarrollar tus propias «usanzas» —subraya, mientras le mira con el rabillo del ojo.

Madeleine cae en cuenta y responde con vanidad:

—No me tomarás de incauta, abuelo. Sé que significa «usanza».

—Oh, excelente, si continúas así, me vas a «amover» como maestro de palabras...

Madeleine iba a responder, pero su vista, junto a la de su abuelo, se fija en Alma, quien bajaba por la escalera con un aspecto sencillo: el cabello peinado y suelto, un suéter verde manzana y jean de tonalidad oscura entre azul y negro con zapatos deportivos blancos.

—Madeleine, por mucho que me fascine tu vestimenta, te recomiendo llevar un suéter, estos días son frescos en Cambridge, pero a veces se torna un poco frío. Lo mismo va para ti, abuelo.

Cada cual se apresura a buscar un suéter, Madeleine guarda los minipanes de jamón que su amigo Andro le había obsequiado, en la nevera y, sin más preámbulos, todos salen al auto que Alma había rentado.

—¿A dónde vamos? —pregunta Joe, montándose en el asiento del copiloto.

—Hay varias opciones, pero iremos primero a un sitio bastante familiar para ustedes dos... Queda sumamente cerca de donde vivimos, podríamos llegar a pie o en bicicleta.

Madeleine recuerda que Alma le había mencionado que visitarían primero un lugar especial, y se mantiene observando con tranquilidad por la ventana.

Recorren la calle Alpha, dejando atrás a las casas de jardines con un parque dentro de un cubo y la fuente de acero inoxidable. Detallan a dos casas con espejos anchos a los laterales, lo cual da la impresión de que son gemelas porque, sin necesidad de los espejos, son idénticas hasta en lo más mínimo; una casa con una torre metálica sobre la que se halla un elemento parecido a una dona plateada como de sombrero, en la parte baja hay algunos cables con otros artilugios y toda la estructura está cercada; otra casa tiene una estructura rocosa y redonda de base, con una varilla rígida inclinada que se elevaba desde el centro de esa base.

—Oh, miren, un reloj de sol —comenta el abuelo con algo de emoción—. La estructura inclinada señala la hora con la sombra, y se llama gnomon. ¿A qué no lo sabían?

Alma y Madeleine asienten con interés y continúan admirando las siguientes decoraciones.

El siguiente jardín, cercado también, posee unos maniquíes con vestimentas extravagantes y coloridas; otro tiene láminas triangulares y cuadradas de plásticos, las cuales se hallan colgantes por cables metálicos. Al pasarle por el frente, todas las láminas se superponen creando un dibujo majestuoso de nubes como de cobre, con puntos brillantes que se elevaban verticalmente. A Madeleine se le hace parecido a un gigante místico con cabeza amorfa y puntiaguda.

Las casas más sencillas tienen una piscina cercada y esculturas de arbustos con formas de animales y una pareja de musculosos. Hasta los momentos, la única casa sin un tipo de decoración o construcción en el jardín frontal, es la de Alma.

Alma les enseña el supermercado New World Cambridge al girar hacia la calle Anzac: allí pueden adquirir cualquier alimento y otros objetos. Pasan por un colegio católico, al continuar a la calle Queen ven a varias personas en bicicletas y a pie, luego una tienda de estética, una de comida rápida y demás. Al doblar hacia la calle Lake, en pocos minutos se abren paso hacia un amplio estacionamiento.

Madeleine se había mantenido tranquila y un poco fría en el trayecto, pero su rostro se fue asombrando a medida que miraba el frente de un centro comercial. Apenas el auto se detiene, ella se baja mientras deja caer su barbilla.

Detrás de ella, Alma, con gesto de confianza, cierra la puerta del auto a la par con que el abuelo también lo hace con la suya; solo que este llevaba un gesto semejante al de Madeleine.

—Llegamos —comenta Alma con una sonrisa, mientras se acerca a un lado de Madeleine.

—¿Có... có...? —tartamudea con tono embelesado, pero cae en sí e inquiere con rapidez—: ¿cómo es posible?

A la adolescente le cuesta creer lo que ve: que el centro comercial, al cual iba casi todo el tiempo en Baltimore, estuviese frente a ella, le hace aceptar como muy reales las ideas más fantasiosas y absurdas que se le ocurrieran. Ella bien pensaría que nunca había salido de Baltimore, que todo en el viaje fue una mera simulación; o que ese centro comercial se había mudado junto con ella a Cambridge. Incluso, el que todo yaciese como producto de un sueño que le mostraba una parte vital de lo que ella ama de Baltimore, parecía ser una posibilidad; quizás se había quedado dormida poco antes de la plática con Alma o hasta después de eso... Ella reacciona y se da un pellizco con fuerza, confirmando que no se trata de ningún sueño; además de recapacitar en que la plática con Alma, jamás podría haberse desenvuelto de igual manera dentro de un sueño.

En ocasiones pasadas, la joven ya había experimentado en sus sueños que los demás individuos actuaban de dos maneras absolutas: por un lado, le decían lo que ella pensaba y hacían lo que ella quería, constituyendo un espléndido sueño; de otro modo, le daban un horrible tormento, desenvolviéndose en una pesadilla. Aquella escena con la sombra de ojos dorados había sido la única, hasta ahora, que le había propinado una lesión mayor a la de un simple dolor de cabeza...

Si se negaba a creer en esas ideas surrealistas, bien tendrían que explicarle con urgencia: qué hacía esa infraestructura de Baltimore en Cambridge, frente a sus ojos. Se trata de un centro comercial de tres plantas muy amplio de lado y lado, pilares exteriores, rollos de portones metálicos y puertas de cristal. Las paredes se alternan entre concreto de color marfil y ventanales de vidrio; cada ventanal está personalizado con decoraciones referentes a los artículos o servicios que venden en ese local. Algunos ventanales están iluminados con luces de neón verde, lila y azul.

Sobre la cúspide de la infraestructura, y en tipografía como de ensueño, se exhibe: «Centro Comercial The Dreams».

Algunas personas pasaban por la enorme entrada de cristal. Madeleine tiene el ligero deseo de sonreír, pero se apresura a atravesar dicha entrada. La única explicación que se le ocurre es que fuese una réplica del que estaba en Baltimore, pero desea confirmar una cosa...

Detrás le siguen Joe y Alma. Por un momento el abuelo mira a Alma como si desease que ella le aclarase una duda, pero ella se le adelanta:

—Es tal como el de Baltimore. Ella encontrará lo que busca, abuelo. No hay de qué preocuparse —comenta, confiada, y ambos también entran.

Buscan a Madeleine que se les había perdido de vista, y la hallan a unos metros cerca de un jardín que delimita a una fuente ovalada. Una senda separa la fuente y el jardín, permitiendo que las personas se paseen entre ellos.

El cabello de la adolescente se agitaba levemente, mientras veía en todas las direcciones, procurando no parecer muy desesperada. Su mirada se detiene en un letrero con un escrito:

Los ojos del águila alzada día a día, te harán ver un panorama con pequeños detalles claves. Una llave y una frase serán necesarias para un extracto de su verdad.

Madeleine mira, al lado del letrero, una cabina metálica como de plata que combina tonalidades claras y oscuras. La única abertura es una ventana de vidrio frontal y una puerta bien camuflajeada. Las esquinas tienen formas de columnas rectangulares que nacen desde una basa, se elevan con un fuste curvo y terminan en un capitel con decoraciones de hojas de acanto muy bien talladas. El capitel conecta al techo y a los cuatro extremos superiores con un borde sobresaliente, al igual que la basa con los extremos inferiores. Sobre el techo se alza una estatua de águila con las alas extendidas, que parecía hecha de bronce.

Madeleine camina hacia la cabina. Una mujer y un hombre; ambos con trajes y sombreros, como de bronce y destilantes de carisma, se le acercan cada uno a un costado.

—Bienvenida, señorita —expresa con gentileza la mujer—. ¿Conoce usted...?

—La conozco a la perfección... —le interrumpe sin siquiera dirigirle la mirada ni expresar emoción alguna—. Puedo manejarlo sola.

—Ah... —susurra la mujer con algo de sorpresa.

—Muy bien, señorita —inquiere el hombre con amabilidad.

—Pase usted —invitan al unísono, inclinando ligeramente sus cabezas y señalando con sus palmas. Ambos se apartan para darle espacio a la adolescente, y se fijan en las otras personas que paseaban.

Madeleine, sin darles importancia, se detiene frente a la ventana de vidrio. Un par de cortinas azul oscuro con faralaos dorados, evitan que se viese el interior. Sin despegar la vista y con gran determinación, introduce la mano en su bolso y extrae su monedero. Observa con detenimiento a la ranura del pilar de la derecha, y arriba de esta que dice: «Introduzca 20₵ para la llave». Levanta una moneda de veinte centavos entre sus dedos y la introduce en la ranura, al instante, oye un clac del pilar de la izquierda, como si un objeto rígido hubiese caído. Ella toma una tarjeta del pequeño compartimento transparente de ese pilar y la palpa por un momento. Cuando la luz recorre su superficie, se aprecia un brillo metálico azul. Por una cara, admira un escudo plateado con un águila de bronce en medio, y en el reverso, la figura de una llave dorada sobre un fondo azul oscuro.

Madeleine introduce la tarjeta en otra ranura ubicada en la base de la ventana de cristal y esta se sella. Las cortinas se hacen a un lado, revelando el reflejo de la chica sobre un gran espejo. Ella mira con mucha atención unas palabras en la parte superior del espejo:

Expresa tu deseo, pero antes, llámame por mi nombre: «Baltimore». Luego cierra tu deseo con un «ahora».

Madeleine traga y aspira con la boca. Cada paso ha sido el que espera, pero la duda aún le lleva a creer que algo no saldrá como cree. No puede ser como en Baltimore, ¡no están en Baltimore! El centro comercial, el letrero, la mujer y el hombre con sombreros, la cabina, la tarjeta, la frase y lo que vendría después...

—«Baltimore», deseo entender todo esto... —expresa con pesadumbre para sí, mientras baja la mirada de su reflejo—, pero... pero no estoy segura de... de poder hacerlo... —tras unos segundos, recuerda que está frente a la cabina y reacciona—. «Ahora».

Al cabo de unos segundos, una ficha de papel emerge de otra ranura cercana a la base de la ventana. La chica la agarra y la pequeña ranura se sella. Lee en la ficha:

Entender será tarea imposible cuando no se desea aceptar la verdad. La verdad es dura, cruda, pesada, pero liberadora, esencial y, si la ves con los ojos de un corazón sosegado, hasta mágica.

Madeleine mira la tarjeta por un largo rato, como si no se inmutara. Las cortinas ocultan el espejo.

—¿Todo en orden, señorita? —pregunta el hombre con sombrero.

—El mensaje de las tarjetas no acostumbran a extenderse más de una oración —comenta la chica.

—Es inusual... —repone la mujer con sombrero.

—Es perfecto —contesta la chica conmovida y con los ojos vidriosos, entonces se retira.

El hombre y la mujer se miran entre ellos, se encogen de hombros y atienden a otras personas que se acercaban a la cabina. Madeleine seca su rostro con las mangas del suéter y regresa con Alma y el abuelo.

—Por tu cara, creo que te gustó y, antes de que preguntes, no, no es Baltimore. Sabemos que este centro comercial nació allí, pero le ha ido lo suficientemente bien como para haber establecido otros más en otros continentes. Este lleva dos años desde su inauguración y he oído que quieren construir otro en Suramérica, pero es complicado y deben estudiar muy bien el país exacto y, bla, bla, bla. Cosas de negocios.

—¿Cómo sabes todo eso y cómo es que yo no lo sabía? —inquiere la adolescente—. Conozco que hay uno en España, Canadá, Japón, Suecia e Italia... pero nunca leí de uno en Nueva Zelanda.

—Bueno, el sistema aún no se ha actualizado respecto a esta sucursal, y la propaganda ha sido tosca, pero estoy segura de que lo resolverán. Pues, yo lo sé porque ya he venido antes, y también... porque llegué a salir con uno de los inversionistas de aquí. No sabía que fuese especial para ti, hasta que tu abuelo me lo comentó junto con otras cosas. No quise contárselos de una vez: quería que fuese una sorpresa.

—¿Tú lo sabías, abuelo?

—Solo sabía que había algo especial para ti, pero no pensé que fuese otro «The Dreams». Estoy tan sorprendido como tú, Mady querida.

—Basta de explicaciones, vayamos a disfrutar —les incita Alma.

Pasan el resto de la mañana viendo varios locales: entran a la sala de juegos, trampolines, tiendas de ropa, una de mascotas y otras más, hasta pasado el mediodía. A Madeleine le envolvía una sensación tan familiar y gratificante, que había olvidado las preocupaciones anteriores.

—¿Qué era los otros sitios que querías mostrarnos, Alma? —pregunta el abuelo, mientras sostiene una taza de café. Los tres están en una mesa, Madeleine y Alma disfrutan de unos helados, luego del almuerzo.

—Al salir de aquí, iremos a...

—¿Al salir? —pregunta la adolescente, y traga un bocado de helado—. Pensé que podríamos estar más tiempo aquí.

—Mady, ya hemos visto varias partes de este The Dreams. Sería bueno visitar más lugares de Cambridge —responde el abuelo.

—Abuelo, creo que podemos pasarla aquí hoy... Hay un cine, veamos una película —comenta Alma.

—Todavía me falta ver las demás cabinas, recuerda que son nueve en total, abuelo —objeta Madeleine con entusiasmo—. Ustedes deberían solicitar su «sabiduría».

—¿Solicitar? Más bien comprar... —el abuelo duda por un momento, y acaba por aceptar.

Terminan con lo que les resta de los postres y prosiguen al cine. Entre las pantallas disponibles hay dos películas infantiles, una de terror, una de acción con dinosaurios, dos de romance, otra de misterio con detectives, y otra de viajes en el tiempo.

A los tres les resulta curioso Bucle Místico (Mystic Loop), la película de los viajes en el tiempo, y optan por comprar sus boletos. Mientras esperan la hora de la entrada, Madeleine les enseña otras tres de las nueve cabinas. Gran parte de sus estructuras y funciones son idénticas. Sobre el techo de la primera de las tres, se aprecia la estatua de una bestia marina como de calamar grande y en su letrero se lee:

Desde las profundidades del abismo, el Kraken traerá una maciza moneda de templanza entre sus tentáculos. Una llave y una frase serán necesarias para un extracto de su tesoro.

Alma introduce la moneda con ayuda de Madeleine. El hombre y la mujer con sombreros de esta cabina, notan el entusiasmo con que la adolescente le guía, por lo que deciden no intervenir. El lustre de la tarjeta llave es verde metálico. Por una cara, un escudo plateado con la figura del calamar gigante, como de bronce, en medio; y en el reverso, la figura de la llave dorada sobre un fondo verde agua. Las cortinas verde agua con faralaos dorados, se abren. Alma pide su deseo de acuerdo a la frase del espejo y obtiene una ficha.

Las estatuas de la segunda cabina son un grupo de aves, un gallo y tres gallinas, y el mensaje de su letrero:

Estad atentos al gallinero y tomad uno de los mansos huevos del nido cuando las gallinas lo cedan, de lo contrario, se asustarán y el gallo te atacará. Una llave y una frase serán necesarias para una de sus posturas.

El abuelo Joe introduce la moneda por su cuenta, y luego la tarjeta llave de lustre ocre. «Baltimore, lo que sea, ahora», fue su deseo, algo insípido, tras abrirse las cortinas amarillas. Desde hace mucho tiempo que los mensajes de estas cabinas ya no le llamaban la atención. Para su asombro, el cual no demuestra, la respuesta de su ficha es: «Lo que sea, no es, más lo que no se ve, eso es. ¿Será que tú lo ves?».

Madeleine se extraña de nuevo, puesto que también es inusual que los mensajes de las fichas cierren con una pregunta, lo cual va en contra de su política objetiva: esforzarse por aclarar algunas confusiones o brindar consuelo.

Madeleine supuso que su abuelo había desechado la ficha al verle arrojar algo a un cesto de basura cercano. No todos daban el mismo aprecio que la adolescente, todavía cuando los mensajes solían atinar el 95 % de las veces con lo que sentían las personas, no dejaban de ser simple fichas de papel compradas con un proceso que podía ser tedioso para varios; donde se podía incluir a Joe.

La tercera cabina luce un reno con astas que parecen las ramas de un árbol frutal debido a que le cuelgan frutos como si les hubiesen crecido. Madeleine con mucha rapidez introduce la tarjeta llave de lustre marrón metálico a la ranura. Apenas y pudo ver el escudo plateado con la figura del reno, y el reverso con la llave sobre fondo coloreado como el ladrillo. Con desespero ansía que las cortinas naranjas se retiren de una vez para decir su petición.

—«Baltimore», quisiera... quisiera que este día, este momento, nunca acabase, «ahora» —susurra la adolescente, mientras el abuelo y Alma le esperaban y llamaban, ya que están sobre la hora de la función del cine.

Al salir la ficha, la toma de un jalón y sin verla, la arroja dentro de su bolso de correa para acelerar el paso. Subir al último piso y entrar a la sala de la película sin comprar el combo de las palomitas; ninguno se perdería ni un segundo de la cinta, además de que aún están con el estómago lleno.

Luego de una larga secuencia de confusiones y deliberaciones, la película acaba y salen satisfechos, aunque con algunas preguntas. Pasean un rato más por otras tiendas del centro comercial. Cuando deciden irse, Madeleine al no ver a otras personas esperando, se acerca a una última cabina, la que tiene dos caninos: un lobo que mira a la izquierda y un pastor alemán que mira a la derecha; ambos sentados con firmeza. El hombre y la mujer con sombrero de esta, no están presentes.

Madeleine simplemente desea quedarse y venir los demás días, ya que duda que se repitiese cuando había otros sitios por visitar; sin contar los días en los que se quedarían en casa y en los que viajarían a la universidad de Waikato. En pocos meses, ella comenzaría sus estudios.

Sostiene la ficha en respuesta a su petición, tras leer, se llena de estupor y mira al espejo de la cabina. Las cortinas vinotintas no se movieron. Por un instante, casi deja caer la ficha, pero reacciona cuando su abuelo le pregunta si pasaba algo.

—Todo en orden, abuelo —contesta con una falsa sonrisa. Ella nota que su abuelo la mira con extrañeza—. Bueno... es... que... —mira con el rabillo del ojo a los sanitarios—, debemos regresar a casa.

—Algo te pasa, Madeleine. Solo háblalo, confía en nosotros —insiste el abuelo con mirada inquisitiva.

Madeleine con un leve sudor en su frente, se acerca a Alma y le habla al oído. Alma reacciona y con desespero les incita a salir hacia el auto.

—¡Díganme qué está pasando! —expresa el abuelo tras incorporarse en el copiloto del auto.

—Es una emergencia de mujeres, abuelo. No iba a hablarlo allí en medio de toda esa gente —responde Alma.

—¿Emergencia de mujeres? —pregunta el abuelo, y se gira a ver a Madeleine. Al notar que sujeta muy juntas sus piernas con ambas manos, como si las cerrara para ocultar algo, cae en cuenta de que no se trataba de unas simples ganas de hacer del uno o del dos. Él mira de nuevo a Alma, y esta asiente con lo que tiene en mente—. Salgamos de aquí entonces —afirma, volviendo la mirada con retraimiento hacia la ventanilla.

Todos se mantienen en silencio durante el trayecto, casi hasta se sentía incómodo.

—Por cosas como esta, desearía haber nacido varón —susurra con desdén Madeleine cuando el auto se detiene.

—Eres perfecta, Mady querida... —comenta el abuelo, mientras ella se baja con prisa del auto—. ¡Es natural! —expresa con relajo. Alma le dirige una mirada inquisitiva y nada grata al abuelo, y va tras la adolescente.

Madeleine se encierra en el baño y se echa dentro de la bañera a llorar, pero oye toques en la puerta.

—Madeleine, prepararé unas compresas tibias y tengo ibuprofeno para el dolor...

—No harán falta, Alma. Estaré... estaré bien, muchas gracias —responde, disimulando su tono.

—La llave izquierda es para agua caliente, y la derecha para la fría... Lo que necesites, házmelo saber.

Madeleine asiente y cubre su rostro, esperando que ya no esté nadie más detrás la puerta. Retira las manos y da un fuerte respiro con el rostro al techo. «¿Pero qué me pasa?», se dice y mira su bolso, el cual se quita del hombro. Lo abre y duda en meter la mano, como si hubiese algo espinoso dentro. Oye su teléfono, y mete la mano sin importarle nada.

—¡Madeleine, hija! —escucha al contestar.

—¡Mamá! —responde la joven con emoción—. Te extraño mucho, es difícil para mí. Quiero esforzarme, pero no sé si pueda.

—Mi amor, esa no es la hija que me envió la dulce y valiente nota de voz hace horas. Nunca será fácil, pero eres una hija fuerte. Tú y tus hermanas pueden lograr lo que se propongan.

—No soy como ellas...

—No seas tonta. Las tuve amontonadas a las tres en mi vientre, salieron en fila y fueron criadas juntas. No son exactamente iguales, pero sus virtudes son muy cercanas.

Madeleine ríe y seca el moco y las lágrimas. Aquellas palabras no solo le dieron aliento sino gracia.

—Tú... no te sientas mal por no haber venido. Eres la mejor mamá del mundo.

—Hija, haré de todo por ustedes...

—Me refiero a que no te sientas mal por no haber abandonado el torneo y venir con nosotros. Quiero que luches y ganes, hazlo por todos. Siéntete... siéntete orgullosa como luchadora y como madre.

—Lo haré, hija. También quiero que luches y venzas al miedo y al trauma. Hazlo por nosotros, pero más que nada por ti.

Madeleine afirma con más lágrimas y duran un rato más platicando. Cuando se despiden, la adolescente devuelve el teléfono a su bolso con un aire mucho más sereno, y lo saca de la bañera. Se desviste y toma un baño tibio. Medita un buen rato, cada cierto tiempo observa al bolso y medita todavía más. No podía dejar que la huella de aquellos días oscuros en Baltimore, manchase la dulce sensación familiar en Nueva Zelanda.

Al dejar la bañera y ver su ropa interior, piensa por un momento, entonces busca una toalla sanitaria nueva y un esmalte de uñas carmesí. Tras unas cuantas pinceladas y untadas con el dedo sobre la tela absorbente, envuelve la toalla en papel higiénico y la tira a la basura. Luego se lava los dedos y remueve todas las manchas de pintura.

Abandona el baño con las manos ocupadas. Tira la ropa a un lado de la habitación y el bolso cerca de la cama. Durante todo lo que dura para vestirse, no deja de ojear cada que puede al bolso. Aquello que antes le atemorizaba, ahora se volvía ansiedad y duda. Sin más espera, saca del bolso la ficha de papel que había obtenido de la cabina con las estatuas de los dos caninos y lee: «Ven cuando quieras, Madeleine».

Ella conoce todo el proceso detrás de los mensajes de las cabinas. Estos son redactados por trabajadores al otro lado de los espejos, y quienes deben cumplir con ciertas normas y restricciones: deben evitar, siempre que puedan, mensajes largos o con preguntas, pero está prohibido que contengan el nombre del cliente o que realicen invitaciones que suenen inapropiadas o que inciten a alguna actividad problemática como a vicios.

Muchas de las cartas amenazantes en Baltimore decían cosas horribles como: «Si quieres morir, ven cuando quieras, Madeleine», «Deberías estar muerta, ven cuando quieras, Madeleine. Te hacemos el favor»... El leer en la ficha esa frase: «Ven cuando quieras, Madeleine», le hizo pensar que el sujeto detrás del espejo era uno de esos maníacos. ¿Es posible que tenga a uno de esos enfermos persiguiéndola en Nueva Zelanda? O peor, a varios de ellos. La sensación aplastante de no estar segura en ningún lugar, todavía le abruma y resurge sin avisar.

La adolescente comienza a hiperventilar y aparta la vista de la ficha. Observa la ventana, se acerca y retira las cortinas: el panorama nocturno yace tranquilo y fresco, la luna ilumina el cielo y se notan algunas estrellas. Las demás casas también tienen iluminación propia en sus ventanas. Ve fijamente el jardín, hasta que oye al abuelo tocar la puerta y llamarle.

Ella mira una vez más la ficha, la guarda en el bolsillo del pijama y sale de la habitación. Los tres se reúnen abajo y platican un poco acerca de la emergencia que había tenido Madeleine; quien les tranquiliza y les hace saber que no fue tan grave, ya que su ropa interior no se había ensuciado. Durante la cena, el abuelo conversa acerca de los otros sitios que visitarían de Cambridge. Madeleine deseaba regresar a The Dreams, pero no con las mismas ansias de antes de haber obtenido la ficha de la cabina del pastor alemán y el lobo, así que solo se limita a aceptar lo que propusiesen. Al acabar, deciden probar una porción de la pequeña tarta de Pavlova, quedando los tres maravillados con el suave y dulce sabor. Alma recoge los trastes y va a la cocina.

Madeleine aprovecha la ocasión para contarle al abuelo que su madre la había llamado, lo cual le contenta. A Joe se le ocurre llamar a sus otras dos nietas, y las pone a conversar a las tres. Cada una cuenta sus experiencias al llegar a sus nuevos hogares, aunque todas extrañan estar juntas en Baltimore. Madisa y Madylin comenzarán sus estudios mucho antes que Madeleine, quien aún no decide qué carrera escoger. Sus hermanas la motivan con que hallará lo que encajase con ella. Duraron un rato más compartiendo motivaciones y bromas, el abuelo les habla a todas y se despiden.

En su habitación, Madeleine se siente muy a gusto de haber escuchado a su madre y hermanas. Coloca un poco de música relajante y medita en lo alegre que lucían sus hermanas a pesar de no sentirse tan cómodas donde estaban. Los ojos flaqueaban en mantenerse abiertos.

«Si ellas están felices, ¿por qué yo no lo estaría?», piensa con relajo.

El techo se ve borroso y se siente agradable. Su madre había dicho que en virtudes son muy cercanas, así que Madeleine también lo debería estar: sería feliz, como sus hermanas...

¡Clac!, oye Madeleine en seco.
¡Clac! Madeleine abre los ojos.
¡Clac! Observa todo el lóbrego espacio claroscuro, un suelo infinito y una luz que se pasea de derecha a izquierda como si proviniese de algún faro extraviado en la nada.
¡Clac! Camina al frente, la oscuridad iba y volvía con el pasar de la luz.
¡Clac! Distingue una cabina a unos metros cuya sombra se alinea con el desplazamiento de la luz.
¡Clac! Corre hacia la cabina sin estatua en su techo. Corre, aún hay una larga distancia, y corre más.
¡Clac! Se detiene a unos centímetros, por poco choca con la ventana de vidrio.

El clac iba a la par con la luz al coincidir con la cabina frente a Madeleine. Ella mira a la ranura del pilar izquierdo de la cabina, cada vez que la luz pasa, ¡clac!, cae una tarjeta.

¡Clac! Madeleine toma la tarjeta, y el sonido muere.

Las cortinas descoloridas se abren, cosa que confunde a Madeleine porque no ha introducido la tarjeta llave. Mira la tarjeta más de cerca, esta carecía de color y brillo, del escudo con una figura en una de sus caras y, más importante, de la llave en el reverso. No era una tarjeta llave, solo una simple tarjeta. Antes de voltearse, unas manos la sujetan del cuello, a lo que empieza a forcejear. Pierde la tarjeta, que va a parar en trozos al suelo, como si fuese vidrio. Al ver lo que trataba de estrangularla, descubre una figura humanoide, dura como el espejo, negra como si se saturase de sombras, y la parte inferior fundida a lo profundo de la cabina. Lo que sea que fuese eso, había desaparecido el cristal de la ventana. Madeleine busca zafarse, pero es inútil. Mira unas letras en miniatura en la cara sin rostro de la criatura: «Pide tu deseo y muere de una vez», pero una ficha de papel sale de donde debería estar su boca: «Mejor no pidas nada, y solo muérete». Madeleine está a punto de sucumbir.

—¿Es auténtico? —resuena una voz que resulta conocida para la chica, pero no recuerda de dónde. A pesar de estar a poco de desmayarse, Madeleine indaga con ansia acerca del lugar donde había oído esa voz.

—Lo repetiré de nuevo: ¿es auténtico?

Madeleine mira, en lo que puede, a la cabina detrás de la criatura. «Auténtico», se dice tras detallar la ausencia de la estatua en el techo, el letrero con el mensaje característico y las acostumbradas frases. Recuerda que la tarjeta que sostuvo no tenía nada, no hubo hombre ni mujer con sombreros...

—Eres... una imitación... —expresa la joven con algo de dificultad. La criatura afloja un poco las manos—. Eso es lo que eres: una imitación de lo que amo, pero no de amor, sino miedo.

La criatura se detiene como si le apreciara, y presiona con más fuerza su cuello. Madeleine estira sus brazos y sujeta el cuello de la criatura sin importarle lógica alguna. Al presionar muy fuerte, produce grietas en ella.

—Veamos quién se rompe primero, ¡veamos quién es más fuerte! —exclama la joven con vigor y aprieta con todo lo que tiene.

—No puedes deshacerte de mí —sisea la criatura a modo de susurro, mientras se resquebraja.

Madeleine se asombra, y aplica un último esfuerzo que acaba destruyéndola en varios pedazos. No solo la criatura, sino toda la cabina colapsan y comienzan a desaparecer. Madeleine cae de rodillas entre jadeos. Todo el lugar fue alumbrado como si hubiese nacido un sol en el infinito, ella nota que sus cabellos recobraron el anaranjado natural y reconoce que los colores del resto de su cuerpo habían vuelto.

—Volveré. Para cuando lo haga, te mataré —sisea la criatura desde los fragmentos que se terminan de desvanecer en el suelo, junto con el último remanente del espacio claroscuro de antes.

—Estaré lista para destruirte las veces que sean necesarias —responde Madeleine, poniéndose de pie y con mirada fulminante.

La atmósfera se sentía más pacífica y cálida, casi podía oírse el fluir de un manantial. Ella observa a un largo horizonte de grama donde hay nueve entidades tapadas por doseles con faralaos dorados. Los dos caninos dan unos pasos, dejando atrás las telas vinotintas, y se sientan con firmeza.

—La batalla que pasas es dura... —comenta el lobo.

—Pero no tienes que hacerlo sola, señorita —completa el pastor alemán—. Estamos dispuestos a ayudarte, por eso puedes venir cuando quieras, Madeleine. —Ambos mueven sus colas en señal de ánimo.

—Las puertas están abiertas para ti —expresa con voz autoritaria una de las entidades con la forma feroz de un león, mientras traspasa cortinas escarlatas.

Una ficha de papel cae a los pies de Madeleine, la recoge y lee: «Ven cuando quieras, Madeleine», entonces una luz lo envuelve todo.

Madeleine despierta consternada y jadeante. Mira en toda la habitación, enciende la lámpara y vuelve a la cama, se percata que es la una de la madrugada. Todo había sido un sueño, pero qué significaba. La adolescente saca la ficha de su bolsillo. «Ven cuando quieras, Madeleine», lee e indaga en que si no se trataba de un horrible acoso del pasado, entonces qué sería realmente. Un trabajador detrás de la cabina no se arriesgaría de ese modo, y el hombre y la mujer con sombreros... Ahora que lo recuerda, no había hombre ni mujer con sombreros en la cabina de los dos caninos en aquel momento. El letrero miraba hacia la cabina y no al público para que se leyese su mensaje, y no había personas que hiciesen filas. Por lo general, el personal siempre se repartía estratégicamente para evitar que la cabina se quedase sola.

Madeleine sabe que cuando no hay trabajadores en una cabina, es porque se encuentra inactiva por algún motivo, pero no lo había considerado con esa cabina dado que no había letrero de «Fuera de servicio» o «Cerrado» en la ventana. Además, que daba la impresión de que estaba funcionando, pero ¿por qué estaría fuera de servicio si había funcionado? La adolescente dura una hora meditando: camina por toda la habitación, se sienta, se acuesta, se levanta e inclusive, baja a la cocina por un vaso de agua, y por uno de los biscochos que le habían regalado sus vecinos. No solo eso, trata de dormir, pero dura otra media hora dando vueltas entre las sábanas y acaba por levantarse para ir y venir de extremo a extremo en su habitación.

Se detiene y revisa nuevamente la ficha: «Ven cuando quieras, Madeleine».

—¿Y si voy? —expresa la adolescente para sí y camina todavía más por toda la habitación.

El tiempo no es el apropiado, pero ella no creía que pudiese esperar hasta el amanecer. Ese día no irían al centro comercial The Dreams.

¿Será esa la única manera de librarse de la ansiedad y la duda? Sin prestar atención a su caminata, patea el bolso con correa, el cual se desparrama con algunas de los objetos que tenía dentro. Con desdén, se agacha a recoger todo y al meter la mano en el bolso, palpa una ficha y la saca. Recuerda que no había leído la ficha que obtuvo de la cabina con el reno de astas frutales. Lee: «Toda historia, aun si es pacífica, tiene un final, pero tú puedes iniciar otras que también sean pacíficas».

Madeleine se asoma por la ventana, luego al pasillo y baja a la sala para recolectar algunas cosas de la cocina. Por último, agarra la llave de las rejas que sellan su ventana.

Si ella deseaba sostener una nueva historia pacífica, tendría que atar cabos sueltos. Tendría que ir a The Dreams en ese mismo instante, no había otra alternativa.

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