Capítulo 4. Preocupados por Madeleine
Alma y el abuelo Joe permanecen un rato sosteniendo la cabeza de Madeleine hacia arriba, hasta que el sangrado nasal para. No hubo necesidad de que la aeromoza llamase a los paramédicos. También, la adolescente no escatima en ir con urgencia al baño por sus necesidades, para cambiarse el suéter que se había manchado de un rojo muy oscuro y arreglarse el cabello con una cola de caballo.
Bajan del avión con el equipaje, aunque esta vez, el abuelo por poco deja a su nieta sin cargar nada. Todo por la preocupación de que el peso le llevase a tener otro sangrado, o incluso, un desmayo. En realidad, no se había tragado la mentira que Madeleine les había dicho, una hemorragia nasal en esas circunstancias, jamás habría sido «normal».
Por otro lado, el cuerpo de la adolescente actúa de forma automática en lo respectivo a caminar, mirar y tratar con Alma y el abuelo... No se puede decir lo mismo de su mente: en el fondo se pregunta con mucha perplejidad a qué se debía todo lo acontecido con el sueño. Le resulta muy difícil aceptar que fuese una pesadilla corriente: «¿Qué era esa sombra?, ¿por qué la perseguía?, ¿y el temblor?, ¿de quién era la voz anterior?», se pregunta continuamente. Cada detalle de la pesadilla seguía claro y patente en su pensamiento, cosa que no había pasado con sueños anteriores, fuesen agradables u horribles.
Aunque Madeleine se esforzase por no exteriorizar todo el estrés con que cargaba. No sentía el apoyo de parte de Alma o de su abuelo al preguntarle a cada nada si se encontraba bien. La adolescente solo anhelaba silencio, deseaba llegar de una vez por todas a la casa de Alma en Cambridge, o más a su conveniencia, regresarse a Baltimore. Ningún otro viaje le había resultado tan agobiante como este.
Madeleine, reteniendo el enojo, les insiste en que todo está en orden, al mismo tiempo, que se bebe por tercera vez una pastilla para el dolor de cabeza. ¿Qué podían pensar si les contaba que su sangrado se había producido por una pesadilla donde se había enfrentado contra una sombra de ojos dorados? Como si no fuese suficiente, no solo lidiaban con tener que mudarse por las continuas amenazas, sino que tendrían que tratar con una Madeleine que perdía los tornillos en el camino... Esa idea hace que la adolescente simplemente no se sienta cómoda de hablar con la verdad. Aunque a ese punto, hasta ella misma presiente que ha extraviado la certeza de su propia cordura.
Están en el aeropuerto de Hamilton, y son las seis y media de la mañana. El frío hace que todo el que llegase o saliese, vistiese con chaquetas o abrigos. Alma, Madeleine y su abuelo van a la zona de comida para desayunar, el vuelo había durado unas diecisiete horas. Madeleine estuvo tan profundamente dormida, que Alma y el abuelo no habían querido despertarle para cenar. En cambio, le habían guardado la cena por si despertaba en la madrugada.
Ellos saben que dormir alrededor de diecisiete horas sin probar alimento, deja con un hambre voraz a cualquiera. Más el abuelo, quien conoce perfectamente que su nieta nunca se saltaría la hora de comer. Madeleine sin duda hubiese preferido alimentarse que dormir, los ayunos y las dietas vegetarianas son sus peores enemigos. Por ello, cuando le contaron el tiempo que había dormido, se sintió mucho más preocupada de la influencia causada por la pesadilla, pues tendría que estar no solo inconsciente, sino en coma para que no le despertase el dolor de estómago o las ganas de ir al baño.
La joven no se limita en cuanto a devorar la porción de la cena, junto con la del desayuno. Ante eso, su abuelo le regala su desayuno, pero ella le reprocha:
—Yo estoy bien —objeta con rabia, pues le irrita que se preocupen hasta el punto de sentir lástima por ella. Odia la idea de que terminen tratándola como a una inválida.
—Oh, no —responde y suspira un aliento de serenidad—. Querida, te creemos —responde su abuelo entre risas suaves—. Es solo que no puedo comer tocino y huevos revueltos por lo del colesterol, y como sé que te encantan, quería dártelos —dice, moviendo de un lado a otro el tenedor de su mano—; pero si no los quieres, tendré que dejarlos. Es una pena que se deban desperdiciar...
—¡No! —le interrumpe, muy sonrojada— Yo... —suelta los cubiertos y restriega sus ojos con ambas palmas, mientras deja escapar un suspiro—, lo lamento. —Retira las palmas de su rostro—. No quise ser grosera... Es solo que... —su voz se entrecorta, mientras baja la mirada con desánimo—, este viaje me estresa demasiado. —Ase de las mangas de su suéter para cubrirse el rostro.
Le agobia la confusión por tantas emociones y sensaciones que arrastra desde Baltimore y que se ligan con brusquedad a las ocasionadas por la pesadilla: la tristeza, la nostalgia, la preocupación, el pánico, la ira, el hambre, la fatiga psicológica, incluso una lesión física, y ahora la vergüenza por cómo le había contestado al abuelo.
—Sabemos que todo ha sido muy abrumador para ti —contesta su abuelo, transmitiendo una sensación de paz.
Madeleine retira sus mangas y ve que el abuelo sostiene su plato con una mano mientras que, con el cubierto en la otra, echa su tocino y huevos revueltos sobre el suyo.
—Pero no puedes esperar a que nos quedemos de brazos cruzados ante lo que te pase. Te amamos... —Coloca el plato vacío en su lugar con el tenedor, levanta su taza y sopla el humeante café—. Yo... estoy aprendiendo a darte tu espacio. Solo quisiera que no fuese tan difícil no preocuparme —, y le da un sorbo. Joe no le había mirado directo a los ojos en esta plática.
—En... En este momento... —contesta Madeleine con voz entrecortada y los ojos llorosos—, no... no prometo sentirme alegre... pero... —Aprieta el tenedor en su puño—, me esforzaré por lograrlo.
—Tiempo y espacio, eso es lo que necesitas —inquiere el abuelo y le dirige una mirada alegre.
Madeleine se ríe entre suspiros como si se desahogase de la tensión y continúa comiendo.
—Sé que nos conocemos de hace poco, por eso, quiero que sepas que también estoy para ayudar. Créeme, no tienes que lidiar con toda esa carga tú sola —comenta Alma, y muerde su tostada de orégano y mantequilla.
Madeleine seca sus ojos y la detalla por un momento. Asiente ante la apariencia de mujer mayor con ausencia de canas, cabello café oscuro que sobrepasaba los hombros, y rostro algo delgado. Los ojos verdes, como las rocas de jade, le resaltan por su tez blanca, la cual está algo enrojecida por el frío. Cuidaba muy a menudo su rostro, pues acostumbraba a tenerla hidratada con algunas cremas. Sus manos tienen la suavidad y textura de las de una abuela, pero con las uñas pintadas de un sencillo azul marino.
—Muchas gracias, Alma. De verdad que todo esto, también es gracias a ti... No me imagi... No... No me imagino quedándome sola con el abuelo en esta mudanza... Ni siquiera sabría a donde hubiésemos ido...
—No hay de qué, Mad —prorrumpe Alma con amabilidad antes que Madeleine comenzase a llorar de nuevo.
La madre de Madeleine y Alma habían acordado dividir las cuentas, hasta que el abuelo Joe y su nieta encontrasen una casa propia. Alma es alguien solitaria, así que no le importaba que ellos se quedasen el tiempo que quisiesen; siempre que se ayudasen mutuamente con las cargas. Además, de que estaba muy agradecida por un gran favor que la gran Maryland le había hecho a su padre hace muchos años...
Por otro lado, no era habitual el que Madeleine estuviese tan sensible. Su abuelo lo sabía, aunque lo consideraba natural después de todas las circunstancias que le tocaba asimilar. Solo que desconocía que ella debía imprimir un esfuerzo adicional por una pesadilla de origen desconocido.
Alma, Joe y Madeleine terminan y salen del aeropuerto a un auto que los lleva hasta Cambridge. El tránsito es regular y solo tardan unos pocos minutos en llegar a la casa de Alma. La adolescente no había visto nada más allá de otros vehículos, pavimento, semáforos y varias zonas boscosas y urbanas.
El día comienza a aclarar más y la temperatura a aumentar ligeramente. Madeleine desea recostarse un rato más, para su suerte, Alma le comenta que bajarían el equipaje y descansarían un rato hasta las ocho y media; que es cuando saldrían a visitar los alrededores de su nuevo hogar. Si es que podía considerarse hogar, porque Madeleine había dejado la inquietud de la pesadilla a un lado para extrañar con más fuerza a su querida Bawlamer. Se pronosticaba a sí misma que no disfrutaría de Cambridge o del resto de Nueva Zelanda debido a la ausencia de sus hermanas y sus amigos. No sabía cuándo recibiría la visita de su madre, tampoco creía que la comida llagase a ser igual de buena que la de su antiguo hogar.
La casa tiene un jardín frontal semejante al de las demás casas, cada cual con uno o varios elementos distintivo. La casa de la izquierda posee pequeños faroles vinotintos situados a los bordes del camino hacia la puerta; la de la derecha exhibe una extravagante fuente de acero inoxidable hecha a mano ubicada a un lado del camino. Casi todo el jardín de la casa de enfrente está ocupado con una especie de parque comprimido dentro de un cubo transparente de dos metros de alto, ancho y profundidad. Para Madeleine y el abuelo, nada luce tan exótico como ver dos toboganes y dos columpios que parecían resistir bastante peso dentro de esa fortaleza cúbica.
—No recuerdo haber visto esa carcel para niños hace meses cuando vine a ver la casa —comenta Alma con asombro—. Me pregunto cuánto tardarías en quedarte sin aire allí dentro... Bueno, creo que los demás jardines nos dejan en claro que tendremos que estilizar el nuestro, ¿no creen?
—¿No será que hacen algún tipo de competencia de jardines? Cada casa se ve increíble —expresa Madeleine con admiración.
—Mady, querida, es encantador que te gusten —le dice el abuelo con gentileza.
—No es como que me eeeencaaanten, pero no recuerdo haber visto algo así en Baltimore. Lo que más se le asemeja es el museo, pero un cubo con un parque y una fuente de metal como esa... Es nuevo para mí.
—Ah, vale, entonces si ha de existir alguna competencia, cosa que averiguaré luego, sería mejor pensar en cómo personalizaremos nuestro jardín frontal. No quisiéramos quedar en último lugar —inquiere Alma, agitando sus manos y poniéndose de frente a Madeleine y el abuelo—. Estoy segura de que Madeleine es bastante creativa para ello, quizás pudiésemos traer algún estilo de B-more...
—Este vejete no podrá hacer ciertas tareas, pero no significa que tenga la inspiración oxidada. Yo también les ayudaré... —agrega el abuelo con bastante optimismo.
Madeleine trata de sonreír, pero esfuma las ganas cuando empieza a pensar que Alma y el abuelo intentan reemplazar sus buenos recuerdos en Baltimore con elementos interesantes de Nueva Zelanda. No tardaría en sentirse más a gusto. Teme que solo necesitase conocer personas muy agradables para sustituir a sus amigos de Baltimore...
—¿Ocurre algo, Mady? —pregunta el abuelo al verle el rostro arrugado como si se le hubiese amargado el gusto.
—Quiero descansar un poco —contesta de manera cortante y se da la vuelta.
—Mad, espera...
—¡No, abuelo! Gracias. Lo único que quiero es «sosiego». Ahora no deseo hablar —le interrumpe, molesta, y sube a su habitación.
Alma y el abuelo se quedaron viéndole, tratando de hallar la razón por la que había cambiado de humor.
—¿Acaso dijo que quería «sosiego»? ¿Qué adolescente usa esa palabra? —se pregunta Alma con gesto de extrañeza.
—Jaaaah —suspira Joe—. Es mi culpa. Yo le he enseñado a buscar y utilizar diversas palabras desde que era una niña. Esperaba que las empleara con normalidad... No pensé que las usara más cuando se molesta por algo. En el fondo me daba un poco de gracia, es decir, una vez cuando ella tenía diez, había acusado de «demagogo» a una de sus hermanas por haberle engañado para que hiciese su tarea...
—Entiendo el dato, y es bueno saberlo —acota Alma, creyendo que cada familia tiene sus propias rarezas.
—De veras, quisiera sentir gracia, pero está pasando por un momento duro... Desearía saber qué hacer exactamente para ayudarle de la mejor manera, pero siento que todo es al azar y no puedo afirmar que esté o no progresando en hacerla feliz —expresa con algo de melancolía.
—Oh, no, abuelo. No te sientas mal contigo mismo, te has portado de maravilla. Nadie dijo que tuviese que ser feliz siempre. Déjame, y al rato, le hablo. Entremos —dice, poniéndole la palma en el hombro. Ambos caminan hacia la entrada—. Montaré un poco de té para aliviar las preocupaciones... ¿A ella le gusta el té?
—Sí, aunque lo disfruta más con suficiente azúcar y leche descremada.
—Allí tengo leche, aunque no sé si sea descremada...
—Oh, no. Alma, por Dios —expresa el abuelo, deteniéndose—. Nos das cabida en tu hogar... y también complaces nuestros gustos. No puedo aceptar tanta amabilidad de tu parte sin sentirme apenado. Más bien, me disculpo por la actitud de Madeleine.
—Ja, ja, ja, no te preocupes, abuelo. Creo que se sentirá más relajada si lo bebe y charlamos un poco. Faltan unos cuarenta minutos para que salgamos, me gustaría que la tranquilidad de Cambridge le sentase bien. Más cuando, por lo visto, ha tenido un viaje agitado.
—Muy bien —responde Joe, pensativo—, pero lo aceptaré con la condición de que me dejes ayudarte con el té. No dejaré que te lleves todo el trabajo.
Alma asiente y entran a la casa.
Madeleine está acostada en su cama a oscuras. Las cortinas opacas impedían que la luz entrase por la ventana. Se había soltado la cola de caballo dejando sus mechones naranja oscuro, esparcidos por la almohada. Piensa en cuánto tiempo sería necesario para que olvidase a su querida Bawlamer, y en lo rudo que puede llegar ser el adaptarse a la universidad. Su enojo no es contra Alma o el abuelo en particular, más bien, es contra sí misma. No debía vivir su vida reprochándose la alegría solo porque se había mudado, tampoco quería sentir que menospreciaba sus buenos recuerdos al sentirse cómoda en Cambridge. Ni lo uno ni lo otro. Es como si desease disfrutar de un café al que le agregaron sal en lugar de azúcar, o como si desease caminar con normalidad sin cerrar las heridas de las plantas de sus pies.
Madeleine saca el póster que le habían regalado sus amigos y enciende una lámpara sobre el tocador al lado de su cama. En medio dice: «NUESTROS ENCANTADORES MOMENTOS», cada palabra en grande con una tipografía bien cuidada y hermosa. El resto de la lámina está repleta de todas las frases dedicadas de parte de cada uno de ellos También hay frases que ellos solían repetir, como cuando Madeleine se equivocaba con las fechas y Lidia le corregía: «Mady, hoy no es martes, es miércoles, bruta», frase que la mataba de risa; o cuando Andro le decía «chama, eres un sol, de pana», porque Madeleine le había ayudado en algo; Evy: «...en el tercer pasillo, el cuarto estante a tu derecha, la segunda hilera, entre El caballero de la armadura oxidada y El psicoanalista, allí encontrarás el asteroide B 612, en él, a un personaje muy tierno». Y así un sinnúmero de oraciones escritas a mano.
Madeleine se siente conmovida, pero su pensamiento concluye por aceptar que no tiene remedio: que no merece el amor de toda su familia y amigos por su persistente egoísmo. Sostiene el póster con ambas manos, considerando el romperlo..., pero se sobresalta al escuchar unos toques en la puerta. Suelta el póster y se echa a la cama dando la impresión de que está dormida.
—Mad, querida —llama su abuelo, y abre la puerta.
—Aaah —bosteza como si nada le importase—. ¿Sí? ¿Qué pasa, abuelo? —responde y se levanta.
—Alma y yo hemos estado preparando algo de té. Solo quería ver que estuvieses despierta...
—Bueno, yo... —«A quién quiero engañar», se dice con desdén—. Solo estuve recostada. Es imposible dormirme cuando ya he estado en somnolencia como unas diecisiete horas, abuelo, je, je, je.
—Me alegra que estés de mejor humor, porque Alma se ha tomado la molestia de prepararte el té tal como te gusta. En unos minutos, lo traerá.
—Ah, no es necesario, yo bajo, abue —acota algo animada.
—Oh, insisto, mi amor. Alma lo traerá, no despreciaríamos tanta cortesía de su parte... —expresa con una mirada apacible.
Madeleine cae en sí y le da más valor al hecho de que Alma les había dado cabida en su hogar. Se ruboriza un poco al recordar la reacción insensata con la que había subido a su habitación, y con que les había dejado hablando solos.
—Eh, sí. Sí es cierto, abuelo —se apresura a responder.
El abuelo cerraba la puerta para dejarle tranquila, pero antes, la chica cabizbaja le dice:
—Lo siento mucho, abuelo...
Joe se detuvo por un momento, asiente con una sonrisa y termina de trancar la puerta.
Madeleine mira el póster tirado a un lado de la cama y se acerca a recogerlo. Reconsidera si vale la pena romperlo. Posa la mirada en una de frase de Mara: «Gracias por enseñarme a mirarme al espejo, Mad». Madeleine no había esperado que Mara fuese candidata para su amistad, de hecho, se detestaban al principio por lo bravucona que había sido Mara...
La adolescente se recoge el cabello y lo echa sobre su hombro. Luego se acuesta en la cama boca arriba con las manos juntas sobre su ombligo y el póster arropándole de la cintura a los pies. «...mirarme al espejo...», se repite con la vista al techo y pensativa. Un espejo muestra la apariencia de una persona tal como esté, pero el espejo al cual se refería Mara es uno que no solo muestra el aspecto físico, sino uno que te hace caer en cuenta del estado de tu alma: el autoanálisis.
Madeleine cierra sus ojos y respira con suavidad en son de paz. El estrés acumulado del viaje había generado una tormenta que nublaba su percepción. Un espejo empañado no serviría de nada, así que medita para poder limpiarle y verse tal cual es. Si una persona que había rebosado de un comportamiento pedante y desagradable como el de Mara, había logrado aprender y aplicar el autoanálisis, entonces para alguien como Madeleine no sería una tarea ardua. No solo porque ella fuese de actitud tranquila o pacifista, sino por el autocontrol que su madre le había inculcado en su entrenamiento desde niña.
Ella comienza a recapacitar en las circunstancias donde se había comportado de forma egoísta: sufrir de manera exagerada porque había dejado Baltimore cuando su familia lo había hecho para protegerla, deprimirse más cuando su abuelo se esforzaba por animarla, haberse enojado porque este le preguntase si estaba bien cuando solo quería darle una buena parte de su desayuno; sin olvidar que estaban preocupados por la hemorragia nasal. Se saca del bolsillo el pañuelo que su abuelo le había dado y, tras mirarlo, considera inaceptable el haberlo mojado de lágrimas y agua. Eso y otros recuerdos daban como resultado que Madeleine se reprobase como nieta, hija, amiga y buena ciudadana. Mientras pensaba, no se había dado cuenta de que se rascaba los dedos unos con otros, levantándose algunos cueros de los pliegues laterales de las uñas.
—Madeleine, voy a entrar —habla Alma al otro lado de la puerta luego de dar dos toques.
Madeleine reacciona y se levanta de la cama hasta quedar sentada. Mira sus manos, algunos dedos tenían puntitos de sangre a los lados de las uñas y otros tenían los pliegues muy enrojecidos: el haberse rascado tan fuerte había llevado a que se arrancara algunos cueros, dejando la piel rasgada. Utiliza el pañuelo del abuelo para limpiarse con rapidez los dedos, luego lo oculta bajo la almohada.
—Sí, sí, adelante —responde, pasándose las manos por sus ojos y esforzándose por mantener la compostura.
Alma entra sosteniendo una bandeja plateada con un delicado juego de tazas y una jarra de té. Llevaba puesto un suéter delgado abierto y se le notaban abultados los bolsillos de los lados: colgaban como si tuviesen unas pelotas de softball.
—Espero no interrumpir algo importante —comenta Alma, cerrando la puerta con el pie. Coloca la bandeja sobre el tocador, a un lado de la lámpara.
—Oh, no, llegas justo a tiempo. Mi abuelo me dijo que estabas preparando té —responde, creyendo que Alma había llegado en el momento más oportuno. El autoanálisis que Madeleine se hacía para ayudarse, por el contrario, la estaba hundiendo en un asfixiante mar de culpa.
—Pues, bien, serviré el té... —levanta la jarra para llenar una taza—, tal como te gusta. —Le entrega la taza llena, y un poco humeante, a Madeleine—. Sirvo la mía, y ya podemos relajarnos —concluye, sentándose en un sillón aledaño con el asa de la taza entre sus dedos.
Madeleine sopla y da un sorbo. El sabor es muy agradable, aunque seguía muy caliente para su gusto.
—Muchas gracias, Alma... —expresa con gesto alegre—. ¿Y el abuelo, no vendrá? —pregunta, estirando el cuello para mirar hacia la puerta.
—Oh, no, él decidió descansar un poco en la sala..., y no entrometerse en asuntos de mujeres, ja, ja, ja.
—Debe estar enojado por mi comportamiento... —comenta con tono de pesar.
—La verdad que no. Es muy diligente en todo y no puedo obviar que este viaje fuese un poco desgastante para él también... En fin, es primera vez que pruebo esa combinación de té y leche, y debo admitir que, aunque no parecía atractivo a primera vista, me ha gustado.
—¿Le agregaste algo más? —pregunta Madeleine, degustando con un sorbo más.
—¿Lo notaste, eh? Se trata de esencia de clavito dulce. En lugar de azúcar común, utilicé un edulcorante de alta gama que preparan en la India. Me lo envió un amigo especial...
—Es delicioso —objeta Madeleine y sonríe un poco, pero acaba por bajar su taza y mirar su contenido con un gesto de tristeza—. Alma, ¿no te ha pasado... que un día todo está en orden y luego, todo se vuelve de cabeza?
—Ni que lo digas, Mad...
—Es como si alguien dominase tu destino, entonces, al ver que eres muy feliz, dice: «mucho bienestar, jodámosle la vida»...
—Oh, no, Madeleine. No pienses así... —prorrumpe Alma con amabilidad.
—Alma... tú... ¿tú crees que fui de lo peor en este viaje? —Sube el rostro y le mira—. No me molestaría que lo afirmaras... Me comporté como una idiota.
—No, en realidad no lo creo —responde con simpleza y da un par de sorbos a su taza.
—No trates de ser cortés...
—Lo cortés no quita lo valiente, Madeleine linda. No creo que hayas sido una idiota ni de lo peor. A ver, préstame el póster. —Madeleine se lo entrega—. Tus amigos te tienen un gran aprecio, y eso no se logra siendo una idiota o de lo peor —inquiere al ojear varias frases—. Toda tu familia te ama muchísimo, y me parece que existen conductas peores que las tuyas... Es normal sentirse devastada luego de sufrir lo que pasaste allá en Baltimore, lo que no es sano, es permanecer dañada para siempre.
—Tú... cuando me fuiste a buscar al baño del aeropuerto... —se estira para dejar la tasa en la bandeja—, mencionaste que me entendías... ¿Acaso a ti también te pas...?
—Sí —responde al instante con tono seco.
—Debió ser horrible... —susurra Madeleine con pesar, cerrando los ojos como si Alma no estuviese, pero reacciona con rubor—. Ah, eh, lo lamento, Alma, no quise ser...
—¿Insensible? —completa.
—Yo... yo... —da un suspiro de decepción, sujeta su propio cabello con sus puños y lo usa para taparse el rostro—. Ya solo deja que me pudra en este cuarto, dile al abuelo que no saldré nunca más... —, y se da la vuelta.
—Ja, ja, ja, no, Mady, no haré eso. No fue insensible de tu parte, además, no me siento mal al hablar de ello. Más bien, he aprendido mucho, y creo que no debes permitir que eso apague tu luz. Créeme, tú eres bastante mansa... porque yo hice locuras comparadas contigo, y la verdad, te admiro mucho.
—¿En serio? —pregunta con asombro. Que Alma le admire debía ser solo un intento para animarle porque Madeleine solo le había visto un par de veces de niña. No fue sino hasta hace semanas, que la había conocido mejor en persona y entablaban más conversación.
—Tu abuelo me contó todo lo ocurrido aquella noche, y la verdad eres una luchadora muy perspicaz.
—No pude ganarles...
—Pues, fueron tres tipos contra una adolescente, aun así, le dañaste el ojo a uno y por poco acabas con otro —responde Alma. Termina de beber su té y coloca la taza sobre la bandeja.
—No es para tanto, yo estaba entrenada... —acota Madeleine con desdén.
—Eso no siempre es garantía, Mad. Pudiste haberte paralizado del miedo, nadie se espera algo como lo que les ocurrió a ti y a tu abuelo...
—Alma... ¿tú... tú crees que el que matásemos a ese hombre... fue correcto? —pregunta, con la mirada sobre sus manos, las cuales se juntaban en sus rodillas.
—Mad, nadie puede controlar los eventos más críticos en su totalidad, y creo que lo que pasó, fue mejor que el que ellos lograsen su cometido.
—He pensado que quizás debí quedarme en mi habitación esa noche... —objeta Madeleine, mirando con pesar por encima de su hombro, mientras posa su mano sobre su oído derecho.
—No, Mad, no me has entendido —responde Alma, sentándose a su lado y tomándole de ambas manos—. Lo que pasó, fue justo lo que debía. Uno no anda por allí matando a nadie, pero si trabajas en caminos malignos, no puedes esperar que nada trágico te pase. A lo mejor, que tu abuelo le diese ese disparo, era lo que los otros dos necesitaban ver para recapacitar. A poco, invadieron el hogar de ciudadanos corrientes como ustedes, pero ni loco se hubiesen atrevido a invadir el hogar de grandes dementes o de gente muy poderosa... Lo que trato de decirte, es que ya no te lamentes por lo que ocurrió. No puede ser cambiado, pero ni tú ni tu abuelo son culpables de nada.
—¿Entonces por qué me siento así? —pregunta, levantándose de la cama y abriendo sus manos—. Siento que me estoy volviendo loca.
—Porque lo que pasó fue duro. Lleva tiempo y esfuerzo sanar ese tipo de heridas... En varias ocasiones sentirás que tu mente te pone en duda, te acusa e incluso, te lastima, pero no debes flagelarte por lo ocurrido, ni debes llevar la carga tú sola... Toda tu familia te ama y tus amigos te quieren muchísimo, solo que... —Alma se acerca a la lámpara—, si únicamente te limitas a una pequeña porción de luz, entonces no podrás ver ese amor por completo... —Apaga la lámpara—. Cuando sientas que todo se ha oscurecido... —habla, Madeleine permanecía inmóvil—, recuérdale a la oscuridad que tú mandas, y mantenla a raya con un resplandor mucho más poderoso: el resplandor de tu corazón —En seguida, se ilumina toda la habitación con Alma desplegando las cortinas de la ventana. La luz del día daba en todo el cuarto.
Madeleine se había tapado los ojos, pero luego aparta la mano de su rostro.
—Guao —expresa, mirando a través de la ventana un panorama hermoso por el sol que le irradiaba.
—Tampoco olvides... —comenta Alma con optimismo y las manos a los lados de la cintura—, que la lucha no ha terminado. A los desgraciados resentidos que te mandaban las cartas amenazantes, no les des el placer de pensar que te han asustado o destruido. Tú estás llena de vida y terminarás de cerrar esta etapa sin problemas, mientras que ellos siempre vivirán en una mentira al creer que el tipo que tu abuelo mató era bueno...
—¡Muchas gracias, Alma! —exclama Madeleine, corriendo a abrazarle—. No... no pue... —tartamudea de lo conmovida que se sentía, mientras que las lágrimas y los mocos le brotaban—, no tengo palabras para... para expresar... lo agradecida que... que me siento.
—No hay de qué, Mad —responde, acariciando su cabeza.
Madeleine le suelta, trata de limpiarse el rostro con las manos y se ríe. Ya no sabría si avergonzarse de verse así, pero está más que satisfecha.
—Debo lavarme —dice Madeleine y entra al baño.
Luego de enjugarse el rostro y secarse, vuelve al cuarto.
—Madeleine, tu abuelo me dijo que no te gusta mucho tomar en tazas tan pequeñas como estas. Aunque las traje por cortesía, igual me traje estas otras. —Saca una taza de cerámica y dibujos de frutas, más grande de cada bolsillo a los lados del suéter; ese era el peso extra.
—Lo cortés no quita lo valiente —pronuncia Madeleine, haciendo que ambas rían.
Alma llena las tazas grandes y le entrega una a Madeleine. Las dos se acercan a mirar por la ventana y notan que un par de vecinos se acercaban a su puerta con unas bandejas de comida.
—Ah, deben ser los vecinos que quieren darnos alguna bienvenida... —inquiere Alma—. Ojalá sean los del parque en el cubo, cruza los dedos, Mad —le susurra con algo de emoción. Recoge la bandeja pero deja la jarra, y se acerca a la puerta—. Por cierto, si no te sientes en condiciones de salir hoy, podemos dejarlo para mañana.
Madeleine se queda pensativa, y Alma está por salir.
—Espera —dice Madeleine, haciendo que Alma se detenga—. Iremos, y lo haremos hoy —expresa con firmeza—. Solo déjame arreglarme un poco y bajo, no tardaré mucho.
—Esa es la actitud, hay un sitio especial que quiero que visitemos primero, estoy segura de que te encantará —contesta Alma y está por cerrar la puerta.
—Espera, otra cosa: estoy bien. No deben preocuparse por lo de la sangre de mi nariz. Tuve un sueño agitado y creo que me golpeé yo misma.
—¿Ah, sí? —pregunta Alma con interés—. ¿Qué pasaba en el sueño?
Madeleine lo piensa por un momento y responde:
—Pues, lo poco que recuerdo es que un sapo me había saltado en el medio del rostro. Me había dado tanto asco, que me di un puñetazo... No sentí que lo hubiese hecho en la realidad. Tal vez, por eso estaba llorando.
—Aaaah, pues si me hubiese pasado a mí, lo más seguro hubiese estrellado la cara contra el suelo —esboza un gesto de asco cuyo movimiento hace que las tasas liberen un corto chirrido al chocar entre ellas—. Odio a los sapos como no tienes una idea.
—Entonces me alegra que no tuvieses una pesadilla como esa, no te lo deseo, ja, ja, ja.
Alma sonríe y cierra la puerta.
Toda aquella plática había aliviado a Madeleine de la tensión. Si se hacía un autoanálisis nuevo, los resultados serían considerablemente mejores que los anteriores. Se degusta el té restante con cada sorbo; no se había sentido relajada desde hacía mucho y nada podía ser más gratificante.
Se sirve el resto del té de la jarra y medita un poco. Lo único que la deja con una pequeña duda es si es correcto que le hubiese mentido a Alma. Madeleine todavía se cuestiona la idea de contarles acerca de la pesadilla, y al tratarse de un mal sueño con un trasfondo muy extraño, no deja de creer que solo es un simple sueño. Se acaba el té, antes saca su bloc digital y escribe:
Ser franco y amable cabe en un mismo sentir. Lo cortés no quita lo valiente.
Se prepara para salir. Da por hecho que olvidaría el suceso de la pesadilla con el tiempo...
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