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Capítulo 2. El motivo de viaje

De camino al aeropuerto, Madeleine permanece en silencio mirando las calles a través de la ventana del auto. El día transmite una sensación de calidez y tranquilidad admirable. Aunque fuese un día más en la rutina regular de cualquier habitante, para ella resulta decisivo, sobre todo porque sería el último en B-more.

Su tranquilidad, lejos de irradiar paz, produce incomodidad en el ambiente, más aún en su abuelo, el cual no para de decir frases y comentarios de ánimo. Ella le responde por amabilidad y porque gracias a él no había sufrido algo tan horrible y cercano a la muerte noches atrás. Por culpa de ese hecho es que están obligados a dejar Baltimore, su tierra querida.

Hace tres semanas y media, a eso de las tres de la madrugada, tres tipos encapuchados habían invadido su hogar. Las hermanas de Madeleine estaban de viaje por sus estudios y su madre se encontraba participando en el torneo semestral Sakura Leaf with Blood Fist en Tokio.

El abuelo Joe y Madeleine dormían cada uno en sus habitaciones. Un ruido en la cocina había hecho que Madeleine se levantara y abandonara su habitación, algo somnolienta. No le fue difícil distinguir el camino entre la umbra y la penumbra, así que había alcanzado y bajado las escaleras hasta la sala. El silencio de la noche le había generado la confianza suficiente para creer que aquel ruido había sido producido por algún roedor de la cocina, con todo y eso, había encendido la lámpara para mirar que todo estuviese en orden en la sala.

La cocina sería la siguiente. Si un roedor había tumbado algo, alguien debía limpiar el desastre, también aprovecharía para ir por un vaso de agua fría. Solo por un instante, se había preguntado por qué Boxing, el golden retriever de la familia, no estaba ladrando si tendía a hacerlo con casi cualquier sonido, como el de los gatos en el techo o los de la cocina cuando algún utensilio chirriaba al caerse. Al presionar el interruptor de luz, la iluminación había desvelado al primer tipo encapuchado en un rincón, el cual no era posible de diferenciar de la alacena en la oscuridad.

Ella había reaccionado con gran estupor y, antes de poder gritar, el segundo encapuchado le había sujetado desde la espalda, tapando su boca con una mano y enrollando con el otro brazo, por debajo de los pechos. La cólera se había desatado por todo el cuerpo de la chica, causando que se agitara de manera muy violenta.

El ladrón no se había esperado que una adolescente como ella tuviese tanta fuerza. Ella había logrado liberar el brazo más cercano al mesón. Lo primero que había empuñado, lo desplazó en son de estocada al rostro del tipo, acabando por apuñalar su ojo izquierdo. Se había librado para gritar hasta que el aire le faltara. Su captor casi se echaba en el suelo para retorcerse del dolor, lo que había clavado en su rostro fue un picahielos. Tampoco le quitaba la vista al primer tipo, así que se había acercado al mesón para agarrar el cuchillo más grande y atacarle.

Una chica corriente se encontraría abrumada por el pánico y el miedo, quizás hubiese logrado algo bueno al tratar de defenderse, o tal vez no hubiese logrado nada... De cualquier modo, Madeleine no era una chica corriente. A partir de los ocho años, su madre había comenzado a entrenarla junto a sus hermanas. Al principio era comprensiva, pero luego se había vuelto severa y exigente, tomando un año entero para adiestrarles con todo en materia de defensa personal. Ella siempre decía que las mujeres biológicamente eran más débiles que muchos hombres, por eso debían estar un paso más adelante y aprovechar todas las ventajas a su favor.

Su lema célebre era: «No temas atentar contra la vida de otra persona o animal cuando ese ser esté por atentar contra la tuya. No perdones a ladrones ni violadores». También agregó que debían fortalecerse física y mentalmente, por lo que luego del año intensivo, las había introducido a una rutina eterna de acondicionamiento físico, agilidad, fuerza y autocontrol. Maryland Rousey dedicaba una semana y media a sus hijas, con descanso de por medio, durante enero, mayo y septiembre para llevarlas a un ring de boxeo y evaluar que estuviesen cumpliendo con esa rutina.

Madeleine, aunque sudase y jadease de desesperación frente a esos tipos, no temía echárselos a duelo: no estaban armados, uno estaba malherido del ojo, esforzándose por parar la hemorragia; y el otro mostraba una actitud de combate deficiente. Él apenas esquivaba el filo de su cuchillo. La ágil adolescente le había producido cortes en varias partes, pero ella se forzaba a dar lo mejor de sí, pues quería alcanzar el cuello del enemigo: cometer la estupidez de perturbar la paz de su hogar, en opinión de la chica, les hacía merecedores de la mismísima pena de muerte.

Ella controlaba la situación, sin embargo, era necesario que saliera a buscar ayuda. El sujeto con cortadas que humedecían su opaco atuendo, había comprendido que un paso en falso le costaría algo más caro que la vergüenza de ser sometido por una chica, le costaría el pellejo entero, y eso casi ocurría cuando por un momento había intentado sujetarla. No la tendría entre sus brazos sin que el cuchillo le acertase en la yugular o en la sien; así que había preferido guardar distancia. Madeleine había aprovechado su ventaja para alcanzar la puerta de la cocina por donde se habían colado, pero no esperaba que un tercero apareciese y le atinase un puñetazo en el oído derecho. El impacto le había generado un gran mareo acompañado de un chirrido muy desagradable en ese oído.

En respuesta, se había alejado para soportar parte de su cuerpo en el mesón, evitando caer en el suelo o perder de vista al tercer ladrón. Aunque le costase mantener el equilibrio, no dejaba de amenazarle con el cuchillo. El segundo sujeto se había aprovechado de su estado y le había atinado otro golpe en el mismo oído, causando que ella cayese al suelo y perdiera el arma de sus manos. Todo lo que veía daba vueltas como si le hubiesen girado a gran velocidad en una rueda, y el chirrido se había vuelto más intenso. Sentía que la cabeza le iba a estallar.

El tercer sujeto la había levantado con rudeza de la ropa para empujarla contra el mesón. El tipo con la herida de ojo se había puesto sobre su espalda y le susurraba al oído izquierdo: «Te crees insolente por tener una gran fuerza, pero yo tengo algo más grande. Te haré mía, quizás te lleve como premio».

Aquellas palabras le habían incitado un horrible escalofrío, haciendo que se agitara y gritara sin control, pero no lograba nada debido a que los otros dos le tenían sujetada de manos y cintura, también tapaban sus ojos y boca con sus malolientes manos. Comprendía a donde pararían las asquerosas palabras del maldito desgraciado, el cual, con nada de sutileza, había bajado el mono del pijama de la adolescente. Un aire frío pasaba por su parte baja, lo único que podía hacer era apretar sus piernas para que les fuese más difícil tirar de su ropa interior.

Antes de que tocasen sus bragas, un grito se había oído desde la entrada de la cocina: «¡Suelta a mi nieta, hijo de la gran...!». Acto seguido un gran estruendo de arma los había sobresaltado a todos, al mismo tiempo, que la espalda y la nuca de la chica se salpicaba de sangre como si un gran vaso lleno se le hubiese derramado encima. Los tipos la habían soltado.

—¡Dios mío, mataron a Bodean! —había dado voces uno de los sujetos.

Madeleine recobraba gran parte de sus sentidos, había restregado sus ojos para mirar que habían huido. Luego había mirado tras de sí a un cadáver tirado, quedando paralizada por unos segundos, pero había reaccionado buscando a su abuelo: el deseo por el resguardo de un ser querido había sido más poderoso que los horrores más profundos que incita el estar frente a un cadáver. Apenas y notaba que se había quedado en bragas y que el mono del pijama yacía en el suelo de la cocina.

Había atravesado la salida de la cocina para encontrarse a su anciano abuelo recostado de la pared, mientras cargaba su escopeta con algo de torpeza. Ella le había arrebatado el arma para correr hasta la salida por donde los tipos se habían escapado.

—¡Vuelvan cobardes! ¡Ahora soy yo quien la tiene más grande! —había pregonado, apuntando con la escopeta hacia la calle.

Escuchaba que su abuelo la llamaba, por lo que había atravesado de nuevo la cocina con cuidado de no resbalar con la sangre del piso o tropezar con el cuerpo. En la sala, Joe sostenía su brazo como si estuviese herido.

—Abuelo, ¿te hicieron algo? —le había preguntado la chica muy consternada, mientras le ayudaba a mantenerse de pie.

—No. Creo que el empuje del disparo me dislocó el brazo, ya no soy tan fuerte como antes, mi niña. No te preocupes, ve y llama al 911. Estaré bien.

Madeleine no lo había dudado, por lo que había agarrado el teléfono de la sala. La operadora había avisado que llegarían en diez minutos. El abuelo le había preguntado con desespero si le habían dañado, pensando en lo peor, pero ella le había contestado que solo la habían golpeado. Tan pronto como se había mirado la espalda en el espejo de la sala, había comprendido la gran preocupación de su abuelo. Aparte de que estaba en bragas, toda la parte trasera de la blusa de su pijama y parte de su cuello y cabello, estaban cubierta de un gran manchón carmesí. La chica había vuelto a la cocina para detallar al cadáver con la herida de ojo, casi todo el cuello y parte del pecho desgarrado, y sobre un gran charco rojo y denso.

El solo verle le llenaba de mucha ira, llevando a desquitarse con numerosas patadas a la barriga del lívido cuerpo. Lo que hacía le resultaba poco comparado con la atrocidad que ellos iban a cometer de no ser porque su abuelo, había llegado a tiempo, así que le apuntaba otra vez con la escopeta.

—Madeleine, está muerto —había inquirido el abuelo, entrando a la cocina.

—¡Trató de violarme, déjame hacerlo! —había exclamado.

—Lo sé, querida, pero no vale la pena que desperdicies las balas. Patéalo si quieres mientras la policía llega —le había dicho con frialdad, sentándose en una silla de la cocina.

La familia de Madeleine no era de la clase que perdonase a los malos. Su filosofía era que no andaban en rodeos con los abusadores.

Antes de patearlo más veces, se había acercado para removerle la capucha. Era un hombre afroamericano de entre veinticinco y treinta años de edad con cabello corto. La ropa de todos ellos era negra.

—Madeleine, tu oído derecho... está sangrando —había señalado el abuelo, levantándose de la silla y tomándole del rostro. La sangre se deslizaba y goteaba, manchándole el hombro.

La adolescente se había enfocado tanto en lo ocurrido que no había prestado atención al dolor en su oído o de cabeza. Joe se había preocupado mucho, obviando incluso la lesión de su hombro, insistiendo en que su nieta tomara asiento y sacando de la nevera una compresa de gel frío para colocarla sobre la zona afectada.

—¿Cómo te sientes? —le había preguntado, ubicando la mano de Madeleine sobre la compresa para cerciorar que no tuviese más heridas.

—No te preocupes, abuelo. Solo golpearon mi oído. Tú evitaste lo peor —había respondido la chica con tono sereno y algunas lágrimas—. Eres el mejor.

Madeleine no dejaba de pensar en que su abuelo era su verdadero padre y que los dichos de algunas señoras conocidas de su escuela referente a que era erróneo concebir esa imagen, eran puras patrañas.

La policía había llegado al lugar y Joe les había recibido, algunos vecinos se acercaban a ver. Madeleine había subido a cambiarse y al bajar, el pánico le había invadido tras ver que su abuelo yacía en el suelo recibiendo auxilios médicos de emergencia: luego de abrir la puerta, había caído infartado al suelo. La noche fue larga con las declaraciones, las investigaciones y la atención médica.

A los siguientes días, la noticia había inundado a las cadenas televisivas y las redes sociales. Mucha gente comentaba que el tipo se merecía lo que le había pasado, otra parte comentaba que Madeleine pudiese ser culpable de alguna manera y el resto daban opiniones arbitrarias.

El gran problema había venido de un pequeño movimiento organizado por algunas comunidades afroamericanas de la región Este, alegando que habían atentado contra uno de los suyos por odio. El hombre muerto era conocido como un buen ciudadano entre los suyos.

Las cosas se habían puesto más tensas cuando alguien le había preguntado a Madeleine, por medio de un video en vivo, si habían cometido el homicidio por su color de piel, a lo que ella había negado para responder con la verdad. Ella fue franca al comentar que no le importaba la etnia, sexo o inclinación; si era violador, se merecía una muerte muy dolorosa. El odio de Madeleine se había incrementado mucho al enterarse de que habían asesinado a Boxing. Por eso no había ladrado esa noche.

Le resultaba frustrante que a la justicia de esos tiempos le pareciese sensato abrogar por los criminales, ella y el abuelo eran testigos de la maldad de aquellos sujetos, pero eso no sería aceptado por un juez y un jurado si no se les convencía con pruebas más palpables. Si bien, el cadáver en la cocina indicaba que no era inocente, también les daba la impresión de que podía ser la víctima; y Madeleine y el abuelo, los agresores. Eso se los había hecho creer varias de las preguntas que los mismos detectives les habían hecho.

La policía había averiguado la identidad de los otros dos tipos: eran hombres caucásicos de edades similares; lo cual probaba aún más el punto de Madeleine, y les habían puesto bajo arresto. Gracias a Dios, y a las pruebas de la escena del crimen, se había demostrado que Joe y Madeleine eran las únicas y verdaderas víctimas. Los culpables habían sido condenados a treinta años de prisión.

Las hermanas de Madeleine habían regresado tan pronto como se enteraron. Ella, por su lado, visitaba a un psicólogo cada cierto tiempo. Una de las enseñanzas que Maryland les había inculcado a sus hijas fue que no debían negar sus debilidades: conocer sus propios límites era lo que les haría más fuertes. «No importa quién seas, eres un ser frágil y necesitas ayuda», había repetido en varias ocasiones.

Aquel suceso traumático había dejado una sensación atemorizante en Madeleine, el solo pensar en aquellas infortunadas que no recibieron la ayuda en el momento justo, le hacía llorar por ratos... Prácticamente, consideraba que su caso había sido milagroso y que debía estar más que agradecida con su abuelo y el arduo entrenamiento sembrado por su madre. Las demás noches fueron duras por las pesadillas: temía quedarse sola. Aunque Joe le acompañase y la escopeta se mantuviese cargada a tiempo completo, no le era sencillo mantener la tranquilidad. Los sonidos nocturnos en el techo por culpa de los gatos, le recordaban una y otra vez al ruido engañoso de la cocina. Cualquier sonido le parecía motivo suficiente para creer que invadían su hogar de nuevo.

Su madre quería regresar, pero hacía poco que les había visitado, y debía permanecer en Tokio. Madeleine le había suplicado que no abandonara el torneo: le dijo que estaría bien y que su anhelo era que su madre obtuviese la victoria. Maryland a duras penas había aceptado, no sin advertir que si se enteraba de otra mala noticia o algún indicio, actuaría en consecuencia.

La semana siguiente Madeleine había recibido una carta amenazante. El colmo fue que demandaba justicia por el tipo muerto. Ella no había escatimado en reportarlo a las autoridades. Sería más difícil, por no decir imposible, hallar a los autores. Cartas como esa habían comenzado a llegar más seguido. Madeleine les rogaba a sus hermanas que no se lo contaran a su madre, pero fue el abuelo quien había roto el silencio. La gran Maryland Rousey no había dejado el torneo, en su lugar, le había anunciado a su familia que dejarían Baltimore: no se arriesgaría a perder a alguna de sus hijas por unos dementes resentidos, ni tampoco al abuelo, quien tenía una salud más delicada. Algunos detectives y policías vigilaban fuera de su casa, pero no lo harían para siempre.

Las tres hermanas ya habían culminado la secundaria, así que empezarían la universidad en un par de meses. Madisa, la mayor por cinco segundos, tenía planeado estudiar Ingeniería Biotecnológica en España; Madylin, la que sigue por tres segundos, tenía planeado estudiar Ingeniería Química en Tokio y Madeleine, la menor, todavía no decidía que carrera cursar, pero deseaba estudiar en alguna universidad de Baltimore.

Madeleine acompañaría a su abuelo porque se había prometido no abandonarle nunca, solo la muerte los separaría. Por lo que su madre había planeado que ambos se fuesen con Alma, la hija mayor de su entrenador personal, la cual se iba a Nueva Zelanda por una mejor oferta de trabajo y por una vida más serena. Aunque a Madeleine le costase admitirlo, B-more ya no era tan segura como antes, a pesar de eso, ella no deseaba dejarla...

—Llegamos —anuncia Alma, deteniendo el vehículo en el estacionamiento del aeropuerto.

Ella y el abuelo Joe están conscientes de que Madeleine sufría por tener que abandonar su querida B-more. Ni siquiera asistiría a su acto de graduación ni tampoco podría salir por última vez con sus amigos, al menos, para despedirse.

Para las hermanas de Madeleine no es tan importante, a ellas no les cuesta el tener que desprenderse de las cosas. De las tres, Madeleine es por mucho la más afectiva, algo curioso para ser trillizas, pero no imposible para un embarazo dicigótico: todas habían nacido en un mismo parto, no solo tenían diferencias psicológicas sino físicas. Madisa y Madylin habían partido dos días antes que Madeleine y el abuelo.

Alma, Joe y Madeleine bajan el equipaje y caminan hacia la entrada del aeropuerto. En algunas ocasiones oyeron el resoplido de algunos aviones que alzaban vuelo. Allí les esperaba una de las hermanas de Alma, la cual les acompañaría hasta que subiesen al avión y se quedaría con el auto.

Los cuatro se ubican en unos asientos a la espera del llamado a abordar. El tránsito de personas es poco concurrido, y faltaba una hora y cuarenta minutos antes de que subiesen al avión. Madeleine escucharía un poco de música, lo cual le haría despejar la mente, pero sus amigos se aparecieron en el aeropuerto, sorprendiéndole con un póster, regalos y dulces. Todos vinieron: Lidia, Axel, Sabrina, Evy, Mara, Andro, incluso May, el muchacho a quien Madeleine había partido el corazón hace mucho.

—Muchachos, yo... yo lo lamento. No... no preparé regalos para ustedes —responde Madeleine, confundida y conmovida.

—Obvio que no, tontita. Es una sorpresa que todos preparamos para ti —dice Lidia, sirviéndole un vaso de refresco de naranja. Sabían que es uno de sus favoritos.

El grupo de adolescentes va a caminar por el aeropuerto, dejando a Joe, Alma y su hermana en los asientos. Los muchachos duran como media hora hablando de cada ocasión que habían compartido juntos: ríen, comen, lloran y vuelven a reír. Disfrutaban cada segundo.

Al llegarles la hora de despedirse, cada uno se turna para hablar con Madeleine a su manera especial: Lidia, la más extrovertida, le había hecho prometer que por ningún motivo, razón o circunstancia, perdiese su contacto, o si no viajaría ella misma a Nueva Zelanda y le dejaría pelona por la lluvia de coscorrones como castigo.

Axel, le recordaba una y otra vez que cuidara su imagen y hermoso cabello, aunque la belleza interna fuese muy importante, la imagen externa valía por mucho.

—¿Quién cuidará de que te veas femenina en todo momento, Mady? —inquiere Axel en tono sarcástico y cómico.

—Amigo, no temas por eso, los convenceré con mi extravagante belleza... o con los puños. Lo uno o lo otro... No dejaré que ninguna uña se quiebre en el proceso —responde Madeleine con gracia y moviendo sus dedos.

Sabrina le agradecía con mucha emoción por haberla ayudado a ser más segura de sí misma. A lo que Madeleine, asiente con un abrazo y le recuerda la firmeza que debe llevar consigo en cada desafío del día a día.

Evy, la más introvertida, le regala su libro más preciado, El principito de Antoine de Saint-Exupéry en una edición única. Madeleine trata de no aceptarlo, pues sabe lo valioso que es ese libro para Evy, pero ella le insiste en que ya lo conoce de izquierda a derecha y de arriba abajo. Incluso si tenía que leerlo al revés, ya sabría en qué parte de la historia se encontraba.

—Nunca lo olvides, Madeleincita: «Los hombres se meten en los rápidos pero no saben dónde van ni lo que quieren, entonces se agitan y dan vueltas...»

—«...¿Dónde estoy?, ¿A dónde voy?, ¿Quién soy?, ¿Quién quiero ser?, ¿Qué quiero ser?» —completa Madeleine al dicho como si sus mentes estuviesen sincronizadas con el dicho de Antoine de Saint-Exupéry—. Jamás lo olvidaré, y atesoraré el libro porque es muy especial para las dos, Evycita. Muchas gracias —expresa, abrazando al libro con mucho aprecio entre sus brazos.

Mara expresa la gran admiración que siente por la fortaleza de Madeleine y toda la hazaña que había hecho contra aquellos malhechores. Ella desea ser una luchadora profesional como la madre de Madeleine, y nunca había dejado de expresarle cuan orgullosa estaba de ser su amiga.

—Nunca entenderé lo que te pasó, Mad, pero siempre me aferraré a la idea de que tú logras salir adelante. Tú logras, por muy duro que fuese, hallar la salida de los problemas y la solución de los desafíos, tú logras... —se ve interrumpida cuando Madeleine le abraza entre lágrimas. No tenía la fuerza suficiente para responderle, no sin que se fuese en llantos.

Andro expresa con frialdad que las tareas y las cifras numéricas ya no serían igual de coloridas sin ella cerca. A lo que Madeleine responde con tono burlón que no hay problema: él solo debía escribir con el bolígrafo de tinta arcoíris que ella había olvidado en su casa.

—¡No es igual! —reprocha con amabilidad—. Además, traje el bolígrafo para devolvértelo.

—No, Andro, es tuyo. Tú brindaste enseñanza, sabiduría y conocimiento a esta cabeza tosca mía, lo mínimo que puedo hacer es obsequiártelo como recordatorio de que el mundo no es únicamente blanco, negro o gris. Hay más colores y distintas tonalidades.

—Ya suenas como Evy —responde, mirando a Evy con el rabillo del ojo.

—Que tú y ella salgan es como que la aceituna y la pasa se encuentren dentro de un pan de jamón: ambos son incomprendidos por mucha gente debido a sus sabores, pero congenian muy bien... Y no a todos les desagrada comer aceitunas y pasas. Por eso son mis amigos —responde Madeleine, esforzándose porque su analogía no sonara tan extraña o ambigua.

—Aunque Evy y yo sepamos mucho, nunca comprenderemos por qué nos comparas con pasas y aceitunas. No tienes solución, Madeleine —expresa con un suspiro. De su morral saca una bolsa con varios panes de jamón pequeños y envueltos finamente en plástico. Madeleine había conocido este plato típico venezolano tras compartir varias navidades con la familia de Andro, convirtiéndose este pan en uno de sus preferidos. Los habían preparado en la panadería de su familia, especialmente para ella.

El último en hablarle es May, Madeleine siente algo de pena y se disculpa por no haber correspondido a sus sentimientos, a pesar de que ya había pasado mucho desde ese entonces. Él se lo reprocha diciendo que no pensase en ello, además de que ya lo había superado.

May se había enamorado porque Madeleine necesitaba una pareja para un curso de baile con sus amigas y lo había invitado nada más como pareja de baile... solo eso. La gentileza de una chica hacia un chico puede ser confundida muchas veces con el amor, y lo es más cuando se trata de una propuesta de baile.

Aunque Madeleine está segura de que no siente atracción por él, de igual manera le confiesa que admira mucho su madurez y su amistad. Ella nunca imaginó que él también se convirtiese en parte importante de su círculo de amistades, luego de aclararle que no deseaba nada romántico con él o que se hubiese aprovechado una vez de eso.

Todos se reúnen en un abrazo grupal, Madeleine deseaba que durara para siempre. No había llorado de alegría tanto en su vida y debía aprender a lidiar con el hecho de que estaría distanciada, pero nunca separada de sus amigos. Cada uno de ellos se despide y sale del aeropuerto.

Madeleine guarda todos los regalos y vuelve a su asiento junto al abuelo, Alma y su hermana, aún falta una hora. Ella saca sus auriculares, ya nada impediría que oyese su playlist. Así se distraería para no pensar: es la única manera de evitar estallar en llanto.

La primera canción que suena es Clocks de la banda Coldplay. Las lágrimas continuaron, esta vez, a cascadas. La adolescente creía que se deshidrataría si seguía de esa manera sumergida en la melodía..., pero no quitaría la canción. Home, home, where I wanted to stay, gesticulaba sin hablar, con los ojos cerrados y sustituyendo go por stay de la letra original, porque estaba en su hogar y quería quedarse en él.

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