XIII. Decadencia y sus colores.
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La soledad de aquella ciudad era impresionante. A nivel destrucción y naturaleza se encontraba igual que la otras, pero no había supervivientes en ningún lado. Las tres viajeras aseguraban haber visto una fiesta a la lejanía, pero solo se encontraron con unos cuantos cadáveres.
Poco les faltaba para llegar al mar, ya podían verlo a la lejanía. Se encontraban camino a dejar los edificios atrás para entrar en una zona de casas vacacionales. Entre encantadores hogares de diferentes colores caminaron por calles desiertas, oyendo las olas romper no muy lejos de allí. Doblaron en la esquina y quedaron de piedra ante el obstáculo que las separaba del océano.
Una desencajada plantación de trigo se había salido completamente de control extendiéndose por todo el terreno libre, metiéndose en los jardines y las calles no asfaltadas. Entre el mar y ellas se encontraban kilómetros de trigo listo para cosechar, más alto que ellas.
Era algo extraño de ver, dos ecosistemas diferentes conviviendo en perfecta armonía.
Podían ver el horizonte a un lado y el sol asomándose por unos segundos del otro, bañando el trigo de dorado y sombras antes de esconderse para dar paso a la noche. Sin perder el tiempo se adentraron en aquel muro de trigo y comenzaron a caminar, asegurándose de ir en línea recta. Era difícil asegurar cuánto faltaba, ya era noche cerrada y el suelo estaba embarrado por lo cual hacía sus pasos aún más lentos.
Con cuidado avanzaban sin separarse un segundo. Una punzada en el estómago detuvo a Antonia, sus compañeras se dieron la vuelta y la observaron. Nadine la tomó del hombro suavemente preguntando si se encontraba bien. Rosadella les observó, distraída barrió el paisaje con la mirada.
La sangre se le heló y tuvo que hacer una fuerza inhumana para no soltar un grito.
—Nadine... —Comenzó a decir, sin apenas mover los labios.
—Tranquila, seguro solo estás cansada. —Le decía Nadine a Antonia, tratando de evitar que el tema del embarazo falso saliera a relucir.
—¡Nadine! —susurró en voz alta, Rosadella.
—¿Qué? Danos un segundo.
—No tenemos un segundo, vámonos ya de aquí.
Con expresión de fastidio Nadine la miró, para luego seguir el curso de mirada. Allí pudo ver a un hombre entre la maleza, observándolas, riendo silenciosamente. No era un ahogado, lo cual era aún peor.
Nadine tiró del brazo de Antonia anunciándole la huida con un grito aterrorizado, Rosadella iba a su lado. En ese mismo momento, perdidos que habían pasado desapercibidos comenzaron a correr y reír a su lado. Se gritaban retos entre ellos: quien atinaba el primer golpe, quien manchaba más de sangre su arma o quien de las tres gritaría más.
Desesperadas tiraban manotazos al aire para apartar la maleza y sollozaban rogando por sus vidas, nunca habían sentido tanto miedo. Sus piernas se movían por inercia, a pesar del peso de los bolsos avanzaban con gran agilidad. No lograban ver nada y el suelo era cada vez más inestable. La inminente violencia y brutalidad que las perseguía se sentía con una carrera con la mismísima parca.
Alguien golpeó la espalda de Nadine con fuerza, pero esta no paró ante nada.
Rosadella pudo oír el seguro de un arma, supo que no podían limitarse a huir o acabarían con ellas tarde o temprano.
Debían luchar.
Al tiempo que corría comenzó a buscar entre sus bolsillos el revólver. Tenía que acabar con ellos, pensó, tenía que ganar tiempo para que Nadine huyera. Era la única arma que habían podido llevar consigo, ya que no había muchas y la escopeta recortada de Nadine ya se encontraba obsoleta por la falta de munición.
A pesar de correr las tres juntas apenas podían verse debido a la maleza. Nadine miró a su derecha para mirar a Rosadella, preocupada la observó tomar el revólver entre sus manos, de pronto detuvo la carrera.
Antonia había caído en un pequeño pozo de lodo, enredaderas y escombros. En pocos segundos se encontraba atrapada. Las otras dos frenaron en su ayuda al tiempo que oían como sus perseguidores hacían lo mismo, podían escuchar cómo iban posicionándose a su alrededor. Antonia gritaba en su ayuda y rogaba que no la abandonaran.
—¡Por favor, no quiero morir! —chillaba y lloraba, tirando manotazos al aire.
Nadine gruñía del esfuerzo mientras Rosadella, de pie detrás de ella, apuntaba a la oscuridad en busca de atacantes. Casi lograban soltar a Antonia cuando unas manos tomaron los tobillos de Rosadella, tiraron de ella. Se perdió entre la maleza gritando desesperada. El revólver cayó en los pies de Nadine.
Algo se activó dentro de Nadine. Sin pensarlo dos veces tomó el arma de fuego, se posicionó al lado de Antonia, quien ya casi lograba liberarse, y apuntó a su alrededor.
Con las piernas separadas y una expresión feroz respiró lentamente. Contrólate, pensó, deja de temblar. Sus ojos ya acostumbrados a la oscuridad pudieron distinguir a los atacantes de la maleza. Necesito ayudar a Rosadella. Comenzó a disparar sin piedad.
"Uno, dos, tres."
Los perdidos caían y gritaban, Nadine no fallaba, nunca lo hizo. Sin saberlo había entrenado toda su vida para aquel momento.
"Cuatro, cinco, seis."
Ante la visión de sus compañeros de juego cayendo, los atacantes restantes comenzaron a correr hacia ella, pero ella cada vez se movía más rápido. Girando sobre sí, disparaba sin parar. También podía oír otros disparos dirigidos hacia ellas y balas que pasaban cerca de sus cuerpos. Cuando su arma se quedó sin balas de un tirón levantó a Antonia, tomó un fierro oxidado del agujero y comenzó a correr hacia Rosadella, podía oírla con claridad por lo cual sabía que se encontraba cerca.
Desesperada apartó el trigo y corrió lo más rápido que sus piernas pudieron. Finalmente la encontró, luchando en el lodo con dos atacantes.
Sus manos estaban rotas y su corazón destruido, pero Nadine quería luchar. Voy a acabar con cada uno de ellos, pensó, tengo que ganar tiempo para que Rosadella huya.
De una patada derribó a uno, el cual Antonia comenzó a golpear en la cabeza con una roca que había encontrado, ella lloraba y gritaba. Nadine golpeó al otro atacante sin piedad con su fierro hasta que logró liberar a Rosadella. Los insultos brotaban de la boca de Nadine con furia, al tiempo que repetía "No se te ocurra tocarla".
—¡Nadine! ¡Para ya! —gritó Rosadella. Nadine se volteó a mirarle con la confusión y la pena en su mirada. Limpiándose el lodo del rostro, Rosadella susurró—: Está muerto, debemos irnos.
Nadine asintió y tomó la mano de Rosadella.
Otra vez huían juntas. Al menos dos personas más las seguían, podían saberlo por el sonido de sus pisadas, sus agitadas respiraciones no les dejaban oír mucho más.
Antonia apartó el trigo frente a ella y cayó cuesta abajo, esta vez seguida por las otras dos. Habían llegado al final de la plantación y ahora se deslizaban por un médano de arena. Rodaron por la arena hasta parar junto a la costa, la rompiente de olas a su lado.
Nadine soltó un gemido de dolor al golpear el suelo con su rostro. Se quedó en el suelo boca abajo, con el rostro hacia un lado. Su visión se nublaba y los oídos le pitaban, por un momento sintió paz y solo pudo oír las olas. Se incorporó ligeramente e intentó enfocar la mirada, a lo lejos veía a Antonia temblando en el suelo.
Rosadella apareció junto a Antonia y la ayudó a ponerse de pie. A Nadine le pareció oír su nombre a la lejanía. Sin embargo, se quedó allí recostada viendo como el dúo se acercaba a ella.
—¡Nadine! —el gritó de Rosadella le devolvió a la realidad. Tomó la mano que se extendía hacia ella y se puso de pie finalmente.
Pero un hombre rodeó el cuello de Rosadella con su brazo, arrastrándola de nuevo hacia la plantación. Antonia se alejó atemorizada, Nadine frunció el ceño y tomando el fierro con ambas manos comenzó a seguirle.
Con un golpe certero golpeó la nuca del hombre, cayó al instante junto con Rosadella. Se apartó de él a gachas e intentó gritar de advertencia pero solo pudo toser. Nadine quiso darse la vuelta para enfrentar al atacante que Rosadella intentaba señalarle, pero de un segundo a otro luchaba en busca de aire. Una mujer apretaba un bate contra su garganta, con las dos manos tiraba hacia atrás. El bate tenía clavos en la punta que se clavaban en el rostro de Nadine.
Por una milésima de segundo Nadine creyó que moriría, pero no les dejaría ganar. Sin previo aviso aflojó su cuerpo y tiró todo su peso hacia atrás. Ella y su atacante cayeron torpemente en la arena. La caída aflojó la presión en el bate, permitiendo que Nadine se liberara.
Rápidamente se puso de pie y pateó arena hacia los ojos de su atacante; mientras esta chillaba, volvió a tomar el fierro y lo clavó con fuerza en el brazo de su atacante, dejándola atrapada en la arena. Sus gritos se mezclaron con el sonido de las olas. Intentaba liberarse, pero Nadine había enterrado lo suficiente la barra. Aún sigue viva, pensó Nadine.
Adolorida y cojeando caminó hacia el bate y lo tomó con sus manos. En su mente podía escuchar los gritos de ayuda de Rosadella, quien en realidad se encontraba en silencio, observándola sorprendida.
Nadine separó sus piernas, se posicionó como si de jugar al golf se tratara y de un solo golpe acabó con la vida de la mujer quien hasta el último segundo la insultó. La sangre salpicada alcanzó el lado sano del rostro de Nadine. Antonia gritó de horror a sus espaldas.
Su propia sangre recorría su mejilla y se posicionó en sus labios. Con dificultad y ayuda de su pie derecho liberó el bate del rostro magullado de la mujer.
—Menudo cliché —le murmuró al cadáver.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia Rosadella, aceleró el paso al encontrarse con su mirada atemorizada. Antonia a su lado se había acercado para ayudarla, pero ahora se encontraba mirando los cadáveres con ambas manos en su boca.
Nadine se arrodilló frente a Rosadella y sin decir nada la estrechó entre sus brazos. Se fundieron en un abrazo mientras la respiración de ambas volvía a la normalidad.
En silencio Rosadella le tomó la mano y se pusieron de pie. Asustada ante lo que acababa de vivir, tocó las heridas en el rostro de Nadine, todo su lado derecho se encontraba lleno de tajos y todo el izquierdo salpicado de sangre ajena. También tocó la sangre que brotaba de la oreja derecha de Nadine, se la habían volado de un balazo pero la joven no lo había sentido hasta aquel instante.
No puedo perderte a ti también, pensó Nadine al tiempo que la miraba fijamente, limpiando las lágrimas en el rostro de Rosadella.
Siento que te estoy perdiendo, pensó Rosadella a su vez.
"... Pero si nunca te tuve realmente". Pensaron ambas.
Antonia miraba el oscuro mar, le generaba la misma sensación de antes de la crisis: ese vacío aterrador, pero hipnotizante. El innegable amor entre sus dos compañeras ya la tenía sin cuidado, solo le importaba su hijo, debía protegerle, pensó al tiempo que acariciaba su barriga
Sin creer lo vivido, continuaron su camino hacia el puerto. Se quitaron los zapatos mojados y en silencio siguieron por casi una hora. Nadine se llevó el bate consigo.
—Estoy... sorprendida, Nadine —soltó de repente Antonia, era lo que todas pensaban.
—Yo... No... no quiero hablar de eso, hice lo necesario pero...—susurró Nadine en respuesta. Su voz se quebró mientras susurraba—: Creo que las imágenes de lo que he hecho me perseguirán toda la vida y...
Rosadella apareció a su lado, tomándole la mano en señal de apoyo.
—Lo siento mucho. Pero, nos has salvado la vida, Nadine.
Nadine levantó la mirada y con una sonrisa la observó; Rosadella sacaba lo mejor de sí, lo más puro y gentil, pero el miedo de volver a perder se apoderaba de ella y en aquellos momentos no se reconocía.
Continuaron su camino, pararon al momento de encontrarse con un bus antiguo color azul. Decidieron pasar la noche ahí, Rosadella comenzó a luchar con la puerta. Intentaba abrirla sin hacer mucho ruido, cuando esta se abrió desde dentro.
Un adolescente asustado las observaba desde el asiento del conductor, no lograban verlo con claridad pero su cabello negro, rizado y despeinado destacaba en las oscuridad y le daba un aspecto más aniñado del que en realidad tenía.
—Los mataron —dijo con los ojos muy abiertos. Un ligero alivio podía oírse en su voz.
Las tres viajeras le observaron en silencio, estaban muy agotadas para reaccionar. Hasta que Rosadella rompió el silencio:
—Bueno... teóricamente ella hizo la mayoría del trabajo, con un brazo menos y todo. —Rio Rosadella señalando a Nadine, quien complacida le sonrió, agradecida de que intentara aliviar su culpa. Antonia las miraba horrorizada por sus bromas.— ¿Podemos pasar, muchacho?
—No tengo nada, se lo juro, lo siento.
—¿Qué?, no. No venimos a robarte —dijo Antonia, al tiempo que acariciaba su barriga.
Ante este gesto el muchacho comenzó a decir repetidamente que si, al tiempo que le extendía la mano a Antonia para ayudarla a subir, creyendo que realmente se encontraba embarazada. Rosadella le dirigió una mirada de preocupación a Nadine y subió al bus. La última en subir fue Nadine, quien cerró la puerta a sus espaldas.
Antonia ya se encontraba acomodada al frente, en un asiento doble, Rosadella se había posicionado al fondo. El muchacho se había vuelto a sentar en el lugar del conductor y con una sonrisa señalaba la guantera donde una masa peluda color negro dormía.
—Él es Pietro, es mi gato desde que tengo memoria. Ya está viejo, pobrecillo. Aun así logré que aguantara casi dos años de pandemia así que yo creo que aún tiene mucho por vivir —hablaba con gran emoción, en cada palabra podía sentirse la soledad sufrida—. Yo soy Abele, perdí a mis tíos en un accidente automovilístico un año antes de la crisis, a mis padres jamás los conocí. A partir de aquel accidente solo somos Pietro y yo.
Ante tanta información las jóvenes se quedaron en silencio. Hasta que él continuó:
—Hace casi dos semanas que me encuentro aquí dentro, iba camino al puerto cuando me encontré con esas mismas personas que ustedes. Logré despistarlos y esconderme aquí, pero tenía mucho miedo de salir y que nos vieran. Ya se me estaban acabando las provisiones y comenzaba a preocuparme, hasta que aparecieron ustedes... ¿Cuáles son sus nombres?
—Rosadella. —Levantó la mano sin abrir los ojos, desparramada en el asiento trasero parecía a punto de dormirse.
—Nadine. —Esta caminaba por el pasillo observando el interior del bus, decorado con mantas y adornos de colores.
—Yo soy Antonia —dijo con gran dulzura. Abele y Antonia comenzaron a hablar emocionados de sus planes futuros, todas sus metas por cumplir una vez en Islandia.
Nadine caminó hacia el fondo del bus y se sentó junto a Rosadella, quien la tomó de la mano y la miró. Ambas sonrieron.
—¿Cómo crees que harán para que entremos todos en la isla sin problema? —decía Abele, con los pies en el asiento, su cabeza descansaba en sus rodillas.
—No lo sé... me lo han dicho, pero no lo recuerdo. —Antonia recostada lo miraba, mientras acariciaba su barriga.
Nadine se acostó en el asiento, Rosadella la siguió, usando su pecho de almohada. El corazón de Nadine latía con fuerza, intentando calmarse pasaba sus manos por el cabello de Rosadella, quien la observaba en silencio.
—Me he sentido muy solo desde que perdí a mis tíos... se siente extraño hablar con gente amable después de tanto tiempo.
—Pues ya no estás solo, mañana en la mañana tú y Pietro vendrán con nosotros al puerto y cruzaremos juntos.
—Gracias, Antonia... ¿Sabes? Una vez allí me gustaría aprender a curar a los animales.
—Debe haber alguien allí que pueda ayudarte y enseñarte, de seguro será una profesión muy necesaria. Yo no sé en qué podré usar mis habilidades para pintar al óleo...
—El arte siempre es necesario para recordarnos que no todo está perdido. —Finalizó Abele, al tiempo que le daba un beso de buenas noches a su gato, quien se acomodaba lentamente en su improvisada cama. Los tres se durmieron.
Nadine y Rosadella continuaron mirándose, hasta que los ojos de la segunda comenzaron a cerrarse lentamente. Nadine se quedó casi una hora más despierta. En silencio las lágrimas caían por sus mejillas. Desesperada por no pensar en encontrar a su familia incompleta había centrado toda su atención en Rosadella, en sus ojos curiosos y pícaros, sus labios que se curvaban en sonrisas burlonas y el sonido de su voz... ahora el miedo a perderla le nublaba el juicio. Ella había sido su faro de luz en la tormenta que fue perder a Wilfred. ¿En qué momento se había enamorado? No tenía idea alguna, pero había algo que tenía claro: no le importaba si perdía la cordura en el intento, Rosadella debía llegar a salvo a Islandia.
A la mañana siguiente despertó de un salto, estaba amaneciendo y el vehículo se encontraba bañado en colores. Antonia la llamaba angustiada desde la puerta del bus.
Se incorporó rápidamente, despertando a Rosadella. Ésta automáticamente ya estaba lista, aunque somnolienta, para lo que fuera. Sin embargo, ambas quedaron hipnotizadas por el amanecer, el sol teñía el mar en diferentes colores. No había una sola nube en el cielo, algo que hace un año no sucedía. Sus manos se rozaron y sus meñiques se entrelazaron mientras observaban el mágico amanecer.
—Nadine... el cielo —dijo Rosadella al tiempo que le tomaba la mano.
Antonia volvió a llamarlas, ambas se voltearon y vieron que intentaba despertar a Pietro, el gato. Se había marchado en sus sueños para no regresar. No se veía a Abele por ningún lado.
Corrieron fuera del bus y recorrieron la playa, tanta luminosidad las cegaba. Cuando al fin pudieron acostumbrarse al brillo vieron a Abele... ya no era aquel dulce adolescente, ahora un ahogado ocupaba su lugar. Caminando lentamente se iba introduciendo al mar, sin mirar atrás. Sus movimientos detonaban paz y ni una pizca de duda.
Desesperada, Antonia comenzó a correr hacia él y a llamarlo por su nombre, pero él ya no existía, él ya se había ido, solo quedaba su cuerpo que seguía avanzado hipnotizado. El agua ya le llegaba al cuello, se le hacía más difícil avanzar pero no paraba ante nada. Las olas comenzaban a mezclarse con sus rizos y hacerlo parte de él.
Rosadella y Nadine corrieron tras su compañera, tomándola en el rompiente de las olas. Lloraba y gritaba.
—¡No puedo más! ¡Ya basta, por favor!
Los minutos pasaron, el llanto aminoró. Las tres permanecieron arrodilladas en la arena, abrazándose. El agua en sus piernas y el movimiento de las olas las movía ligeramente de lado a lado. Observaban el horizonte cargado de colores. Una hermosa y trágica mañana.
Ya no podía verse a Abele por ningún lado.
—Estoy cansada... —sollozaba Antonia.
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