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IV. Vino y crayones.

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París, Francia. Febrero de 2036.

   Había transcurrido una semana desde que Wilfred y Nadine se conocieron. Ya lograban ver París a la lejanía, pero la noche se acercaba. Encontraron un granero cerca del camino, donde se refugiaron, abrigándose con la paja. Se mantenían cerca de la carretera para no perderse, pero no lo demasiado para ser un blanco fácil.

   Ambos se encontraban acurrucados en silencio, Nadine creía al pequeño dormido. Ella no podía dormir, se encontraba aterrada por el hecho de entrar en París. Era una locura, pero era la única opción. Pensando en eso, notó que hace una semana no se veían en peligro, sus únicos inconvenientes habían sido la falta de alimentos. Los ahogados los veían de lejos y los ignoraban. Aún no entendía si eso era bueno o malo... Solo había dos opciones: la enfermedad volvía a mutar, o por alguna razón había algo que impedía que ellos se vieran atacados.

   El estómago de Wilfred rugió como lo hacía siempre, él se acurrucó y sollozó. Segundos después corrió hacia una esquina del granero, expulsando por la boca lo poco que tenía en el estómago, lo cual se veía igual de desagradable que cuando fue ingerido. La muchacha se incorporó apoyando el peso de su cuerpo en sus codos y lo observó apenada, sabía que él prefería que no se lo tocara cuando estaba así. Luego, siempre se acercaba en busca de consuelo.

   En silencio se acurrucó en los brazos de Nadine, temblaba, pero su cuerpo se encontraba caliente. Se encontraba intoxicado desde antes de que se conocieran, los síntomas cada vez empeoraban más. Ella hacía todo lo posible, cediéndole los alimentos en mejor estado, pero ninguno estaba en realidad en buen estado.

   Nadine prácticamente no se alimentaba, sentía que tenía los órganos triturados. No entendía como aún seguía con vida, necesitaban ayuda urgente. Ahí es donde entraba Paris, en cada gran ciudad se encontraban centros de refugiados donde trataban a los heridos, para luego trasladarlos al refugio principal. Solo los más vulnerables eran llevados hasta allí, el resto recibía toda la información necesaria para viajar. Lamentablemente los recursos no eran suficientes para llevarlos a todos. Sin embargo, una vez allí todos eran bienvenidos.

   Pocos lo lograban, era un camino largo y peligroso.

   Las sedes se encontraban en todo el mundo, pero eran solo de paso. El gran refugio era el destino final. Nadine no sabía dónde se encontraba, solo había pequeños rumores. La información ya no se encontraba tan fácilmente como antes. Todo había comenzado con Finlandia e Islandia, luego se sumaron Noruega, Dinamarca y Suecia. Estos cinco países unieron sus conocimientos, recursos y voluntarios para formar una organización mundial a la cual llamaban Pangea.

   Los países que podían aportaban su grano de arena, ya que todos iban detrás del mismo destino: aquel lugar seguro. Sin embargo, políticos, gente muy adinerada o de mucho poder, desaparecieron. No se había vuelto a saber de ellos, los rumores decían que tenían sus escondites privados, a los cuales huyeron cuando descubrieron que no había nada que su poder pudiera hacer.

   —Nadine... ¿Falta mucho para encontar ayuda? —suspiró Wilfred—. Estoy muy cansado...

   —Mañana en la tarde ya estaremos en la ciudad, deberemos avanzar lento y con mucho cuidado —respondió ella, mientras suavemente acariciaba el cabello del niño—. Es peligroso, pero lo único que debemos hacer es encontrar los carteles, las señales, que nos indiquen la dirección del refugio.


París, Francia. Febrero del 2035.

   Nadine intentaba concentrarse en sus clases, pero saber que su familia probablemente estaba en peligro lo volvía algo imposible. Hablaba todos los días por videollamada con ellos y constantemente intercambiaba mensajes de texto con Triana. Ese día habían quedado a la hora del desayuno, la joven se encontraba frente a su computador hace media hora con el desayuno listo, pero sin tocar, esperando a que sea la hora que habían acordado.

   Dieron las diez, solo bastó un click para comenzar a llamar. Sonó una vez, cuando iba a sonar por segunda vez, su madre atendió.

   —¡Hola, cariño! —dijo al tiempo que ajustaba la cámara, no se le veía con claridad por la mala recepción que tenían en el campo, pero era distinguible que se encontraba bajo el roble donde solían almorzar todos juntos. Lograban verse los rayos de luz atravesando las ramas e iluminando las hojas.

   —Ma, no te veo bien. Baja un poco la cámara, apenas logro ver tu frente —rio Nadine.

   —Maureen, cariño, pon el móvil aquí, en la sombra, que tanta luz no nos deja ver. —Se escuchó decir a Destan, su padre.

   Fuera de cuadro se escuchaba a sus tres hermanos discutiendo la posición correcta para el móvil.

   Luego de tres largos minutos, el móvil quedó ubicado en el centro de la mesa, la familia amontonada en un extremo, el roble francés de fondo. Mientras su familia luchaba por acomodarse en la banca, la joven se sentía más sola que nunca. Los extrañaba demasiado, jamás se había separado de ellos, y el hecho de que les ocurriera algo le aterraba.

   —Ahora sí —dijo su hermana Triana—, ¿Nos puedes ver a todos bien?

   —A ti un poco despeinada.

   —Chistosa.

   Joalí soltó una carcajada escandalosa.

   —¡Nadi tiene una obra de arte! —gritó su hermano menor con entusiasmo. Irving reconocía los bocetos de fantasía de su hermana donde fuera, pero jamás había visto uno así, le recordaba a las pinturas de los museos.

   Nadine se volteó, colgado en la pared estaba el regalo de navidad que Antonia le había dado, era aquel boceto en el que ella estaba trabajando cuando decidieron pasar la navidad juntas. Antonia lo había tomado a hurtadillas para hacer una pintura al óleo casi tan grande como ella. Entre las ramas de un roble francés de una magnitud monstruosa se podía observar una casa de tres pisos, con ventanillas de diferentes tamaños y formas, columpios por doquier, y más balcones de los que se podía contar.
   Había utilizado absolutamente todos los colores que tenía, asegurándose de no usar los correctos. El cielo era verde, las hojas azules, la madera rosada, el resultado era impresionante. Antonia había planteado cada uno de sus sentimientos en aquella pintura.

   Desde aquella navidad la relación de las dos compañeras no había vuelto a ser la misma.

   —Si, Irving, sin duda es una obra de arte —dijo Nadine, soñadora.

   —¿Cómo está Antonia? —preguntaron ambos padres al unísono, luego rieron por la coincidencia.

   —Se encuentra bien, ¿Qué tal ustedes? —La evasiva de la joven no pasó desapercibida. Sabía que a sus padres les preocupaba dicha relación, tenía mucho miedo que su hija saliera lastimada. Habían visto la relación de ellas en vivo y en directo. La preocupación aumentó cuando Antonia los visitó para navidad. Más de una vez su hija les había intentado explicar cómo funcionaba su amistad, pero sus padres solo pudieron ver un amor de naturaleza toxica... temían por el corazón de su hija.

   Ambas insistían en que solo eran amigas.

   La videollamada duró casi tres horas, Nadine se despidió con mucho pesar. Nada la recargaba más que hablar con su familia, nada le dolía más como el momento de despedirse. Pero debía irse a clase, y en la noche saldría con Antonia.


París, Francia. Febrero de 2036.

   Su caminata diaria había comenzado hace casi cuatro horas, ya se encontraban en las afueras de la ciudad. Se movían con la mayor lentitud posible para no levantar la atención de nadie.

   La ciudad se encontraba devastada, en apenas un año estaba irreconocible. Los colores habían desaparecido, todo lucía gris, descuidado, olvidado. En las tiendas los toldos desgarrados a causa del fuerte sol, las macetas en los balcones repletas de plantas marchitas, poco se podía ver a través de los cristales, las puertas arrancadas de sus marcos, todo emanaba tristeza.

   Nadine recordaba el caos en la ciudad, la destrucción llegó después.

   Lo más extraño de todo eran las personas. Allí estaban, caminando distraídos, limpiando, buscando alimentos, incluso manteniendo conversaciones triviales. A la distancia, el terror se apoderó de la muchacha, creía haberse encontrado con una horda de ahogados. Pero nada más alejado de la realidad.

   Sobrevivientes, continuando con su vida lo mejor que podían. No era fácil, se podía leer en sus rostros, en sus heridas y en la lentitud de sus movimientos. La esperanza seguía allí, los impulsaba y les permitía enfrentar cada día con valentía. Aquella valentía iluminaba el camino de la mano de su amigo el miedo, por que temer es humano.

   Nadine y Wilfred se encontraban de la mano, al final de la calle. Observando a la gente, paralizados.

   —No le temas al miedo, mi niña... El que miedo tiene es porque algo tiene por perder.

   Las palabras de su madre resonaron en su cabeza, casi podía sentir el rose de sus manos en sus mejillas y su beso en la frente.

   —El que nada puede perder, nada tiene para amar. Teme sin miedo, que el miedo es inteligente, y la valentía vendrá sola. —Se encontraban en el vagón de tren, rodeado de las maletas de Nadine, camino a su nueva vida como universitaria.

   La joven dejó su nostalgia de lado, bajó la mirada hacia el pequeño, el cual abrazaba con fuerza su cangrejo de felpa. Él la miró y le sonrió. Juntos, comenzaron a caminar.

   La gente los observaba un segundo, para luego continuar con sus tareas. A medida que avanzaban, la joven notó los cadáveres que habían pasado desapercibidos en el primer vistazo. Cuerpos de ahogados, o víctimas de estos mismos, se encontraban en cada rincón. Ante esto, tomó al niño para llevarlo en brazos. Suavemente con su mano colocó el rostro de Wilfred contra su pecho, evitando que viera los cuerpos desmembrados. El niño, obediente, permaneció en aquella posición mientras con dulzura jugaba con el cabello de su protectora y mecía los pies.

   Luego de cuarenta minutos de caminata, vieron el primer cartel. Era una hoja arrancada de un cuaderno escolar, con lápiz borroneado podían verse fórmulas matemáticas. Encima, con un marcador negro en una caligrafía infantil, se leía lo siguiente:


"Podemos ayudarte" leyó Nadine con alivio.

   El mismo texto se encontraba en diferentes idiomas, rodeado de pequeños dibujos de sonrisas, árboles, arcoíris y pequeños animales. La mayoría de los carteles tenían faltas de ortografía que habían sido corregidas.

   Sin perder el tiempo, se dirigió hasta allí. No llegaría antes de la noche, pero conocía la localización, cualquiera que hubiese visitado París sabía hacia donde debía dirigirse.


París, Francia. Febrero del 2035.

   Ya era noche cerrada, el cielo se encontraba repleto de estrellas. A la lejanía podían observarse nubes amenazadoras. El frío se sentía hasta en los huesos, pero hace dos días que no caía nieve. Nadine y Antonia aprovecharon la oportunidad para salir a relajarse, costumbre que Nadine había cultivado gracias a su compañera. Se sentía mucho mejor, la ayudaba a olvidar por al menos unas horas toda la preocupación que carcomía su corazón y mente.

   La música resonaba en un pequeño parlante portátil. Antonia se encontraba inclinada en el cristal del baño, su aliento empañaba el espejo mientras ella perfeccionaba su maquillaje. Tenía bastante experiencia al respecto, le gustaba dejar volar su imaginación. Esa noche había dibujado pequeñas margaritas al final de cada uno de sus ojos. Su vestido color cobre se le amoldaba a su atractivo cuerpo con perfección.

   Un último vistazo, se alborotó el cabello. Sonrió, tomó sus maquillajes y se dirigió a la habitación bailando al ritmo de la canción. Se detuvo y miró a su compañera de cuarto, su atractivo la tomaba por sorpresa y la confundía. El nerviosismo se apoderó de su pecho.

   Nadine, de pie junto a su escritorio terminaba de colocarse su camisa color vino. No lograba decidirse, abrochaba y desabrochaba el tercer botón una y otra vez. Le gustaba bastante como se veía abierto, pero se sentía demasiado atrevida. Junto con un resoplido de fastidio se decidió por solo dos botones abiertos, la idea seguía rondando en su cabeza, pero sentía la mirada de Antonia y se había puesto nerviosa.

   Se volteó y la miró a los ojos. Antonia, intentando disimular, tomó la copa de su escritorio y con un gran trago terminó el ron con refresco que habían preparado juntas. Ya comenzaba a hacer efecto en ambas.

   —¿Lista?, ¿Nos vamos? —preguntó Nadine.

    En respuesta Antonia levantó frente a su rostro un delineador de ojos líquido del mismo color que la camisa de su amiga, con una sonrisa pícara y mirada burlona le preguntó:

   —¿Puedo?

    Silenciosamente la francesa asintió, se sentía nerviosa por el comportamiento de su compañera, siempre que se encontraba en estado de ebriedad tonteaba con ella de manera muy descarada... pero esta vez, Nadine tampoco estaba sobria.

   Una mujer de voz ronca cantaba en el parlante, la banda sonaba como si estuviera dejando su vida en ese último estribillo. Una de las canciones favoritas de Antonia, le fascinaban las bandas sonoras de películas, desde las animadas hasta los dramas más crudos. Una obsesión que había comenzado en la adolescencia cuando acudía a clases de teatro dramático.

   Al tiempo que subía el volumen de la música se acercó a Nadine, suavemente la hizo sentar en su cama, se sentó sobre su regazo y se acercó a su rostro. Con su mano derecha sostenía su barbilla, con la otra comenzó a pintar sus ojos.

   El maquillaje estaba frío pero sus manos cálidas. Nadine respiraba profundo tratando de mantener la compostura y centrarse. Sentía sus mejillas ardiendo. Sus ojos se mantenían cerrados por lo cual no podía ver a su compañera.

   —Listo, déjame ver —dijo Antonia en un susurro, luego de soplar suavemente el maquillaje para que secara.

   En respuesta abrió los ojos, ante esto Antonia sonrió complacida con el resultado. Por un segundo miró los labios de Nadine, para volver a sus ojos. Las manos de esta se colocaron con timidez sobre sus muslos.

   Lentamente, con un movimiento elegante, Antonia desabrochó aquel tercer botón de la camisa.

   La música paró.

   La respiración de Nadine se cortó.

   —Creo que te queda más bonito así —dijo Antonia al tiempo que se levantaba y fingía buscar algo en su bolso—. Mira que guapas estamos, de seguro hoy conseguimos conquistar a alguien en el bar.

   —Supongo... —suspiró Nadine al tiempo que lentamente se ponía de pie, miró a su compañera con frialdad, ella sabía lo que había hecho. Esta esquivó su mirada y se dirigió a la puerta.

    La cabeza a ambas les daba vueltas, por el alcohol, claro... 


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