III. Amor que persevera.
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París, Francia. Diciembre 2034.
El ambiente festivo se sentía en cada pasillo de la universidad, los profesores se encontraban más alegres y los alumnos más relajados. Pronto comenzarían las pequeñas vacaciones navideñas, algunos tenían planes para ver a sus familias, otros un viaje a las montañas para esquiar con sus amigos. Los menos afortunados se dedicarían a trabajar durante el receso.
Nadine, por supuesto, visitaría a su familia. Trabajaba limpiando casas los fines de semana, se abstenía de comprar cosas sin importancia y salía poco, tratando de gastar la menor cantidad de dinero posible y así poder viajar cada vez que se le presentaba la oportunidad. Antonia por otro lado no tenía ese problema, su familia tenía el dinero suficiente para cumplir unos caprichos a la semana y aun así ahorrar, por lo cual incitaba muy seguido a su amiga a divertirse y relajarse. Esta se esforzaba demasiado, quería ayudar a su familia con las deudas, pero quemaba su mente exigiéndole al máximo y esto hacía bajar su rendimiento en todos los aspectos de su vida. Ahí es donde entraba Antonia, quien mientras más distracciones tenía mejor se concentraba. Aunque, a decir verdad a veces le costaba acomodar sus prioridades. Se caracterizaba por su impulsividad y sus cambios de humor repentinos. Se irritaba con facilidad, lo cual la hacía irritar más que nada.
El perfecto complemento con Nadine.
Ella podía pasarse noches enteras concentrada en diseños de edificios. Su fascinación desde pequeña eran aquellas edificaciones que tenían la belleza de la arquitectura antigua, pero su funcionamiento giraba en torno al diseño inteligente, el cual se complementaba con su ambiente, enriqueciéndolo y amoldándose a la naturaleza, en vez de destruirla u opacarla como la mayoría de la arquitectura moderna. Todo había empezado con una película antigua que sus padres siempre le hacían ver, donde una civilización entera vivía dentro de enormes robles que llamaban Árbol Madre. Aprovechaban cada cosa que la naturaleza le ofrecía, dando mucho más a cambio. Así, la pequeña Nadine se pasaba horas contándole a su familia, la cual la escuchaba atentamente a pesar de que era demasiada información para recordar, todas las cosas que ella construiría cuando fuera grande.
Nadine se encontraba en completo silencio, dibujando en su escritorio en la parte trasera de una fotografía de su familia. En la fotografía podía verse a sus amados bajo el roble de siempre, ella la había tomado su último día viviendo allí. Sentado sobre la mesa de madera estaba Irving, con sus mejillas regordetas y su cabello oscuro, gesticulando con las manos teatralmente; Joalí se encontraba sentada en la banca, frente a él, mirándolo con ternura con sus grandes ojos y su dorado cabello (heredado de su abuela). Maureen reía a carcajadas con los ojos cerrados, Destan de pie detrás de ella la miraba con amor y alrededor de sus ojos se formaban unas pequeñas arrugas, producto de la edad. Por último se encontraba Triana, la única que miraba a la cámara, con una pequeña sonrisa. Se veía hermosa, con su largo cabello color chocolate y sus ojos rasgados. Debido a su gran parecido, Triana y Nadine parecían diferentes caras de una misma moneda.
Ese día no tenía clase ya que su profesora se encontraba en un viaje de negocios. Los cambios en la rutina no le gustaban mucho, por esa razón, sin necesidad de poner alarma se despertó a la misma hora de siempre, para desayunar lo mismo de siempre sentada al sol como cada mañana. Las horas que solía ocupar en la clase las ocupó haciendo su cosa favorita: diseños de edificios de fantasía. Eran aquellos que hacía simplemente para relajarse, no para comercializar, ya que eran muy delirantes. Mansiones enteras mezcladas con mares y palmeras, ciudades en los árboles conectadas con puentes de lianas, o troncos huecos con estudios acogedores.
Su momento de concentración se vio interrumpido cuando Antonia entró por la puerta, con sus numerosas capas de abrigo, llegó de su última clase del día y le dirigió una leve sonrisa a su amiga. Caminó hacia el borde de su cama donde daba un rayo de sol y allí se sentó. Su cabello descansaba sobre sus hombros, en sus ojos usualmente grises podía observarse un poco de verde debido al clima.
Nadine la observaba en silencio. La manera en que su pecho se movía lentamente cuando respiraba, sus muecas constantes con los labios... Le tomó un momento notar que su mirada se encontraba vidriosa. Fue ahí cuando cayó en la cuenta que la había mirado fijamente, sin emitir palabra desde el momento en el que entró.
Un secreto a voces, eso era. Nadine se sentía atraída hacia su amiga desde el momento que la conoció, no era necesario decirlo, jamás intentó ocultarlo tampoco. El sentimiento no era recíproco, Antonia la adoraba, pero no así. Su única atracción siempre habían sido los hombres. Ambas sabían cuál era la situación, jamás se había hablado porque con una mirada se decían todo. Muchos las confundían con una pareja al principio, ya que muchas veces te las podías encontrar en silencio mirándose, de una manera tan íntima, que los que las rodeaban solían perder el hilo de la conversación cuando sucedía.
Pero la relación funcionaba, su amistad con aroma a amor platónico funcionaba mejor que la mayoría. Había una fórmula silenciosa que ambas respetaban a todo momento... pero a Antonia nunca le gustó la rutina, y ya la había seguido al pie de la letra por demasiado tiempo.
Borgoña, Francia. Febrero de 2036.
La punta de los dedos comenzaba a dolerle. Se despertó de un sobresalto, gritando, como de costumbre desde que había emprendido su viaje.
Apenas podía mover las manos, sentía el frío hasta en los huesos. La puerta del almacén se encontraba abierta. Todo estaba en penumbras.
De un salto se puso de pie y cerró la puerta. El movimiento brusco, el recuerdo de la pelea y el olor que el cuerpo emanaba le provocaron arcadas. El reflejo de vomitar ahí estaba, pero su estómago se encontraba vacío. El cuerpo sin vida de su atacante se encontraba en el suelo, parecía que habían pasado días desde su muerte por el estado, sin embargo, sólo habían transcurrido unas horas. El calor y la humedad habían acelerado el proceso, ahora se encontraba pausado, ya que hacía tanto frío como dentro de una nevera. La humedad perduraba.
Con dificultad buscó una esquina de la habitación donde pudiera estar lejos del cuerpo, pero al mismo tiempo lejos de la puerta de salida. Esta se encontraba tan fría que si la tocabas sentías como tu piel se pegaba a ella ligeramente. En la esquina elegida se encontraban cajas de cartón repletas de uniformes de los trabajadores que solían ir cada mañana a la estación de tren, cuando todo era normal.
Atando mangas y pantalones se improvisó una frazada para pasar la noche. En el proceso notó que su prótesis tenía una ligera abolladura. No eran cosas fáciles de romper, pero una vez que se les hacía una grieta, la estructura entera se debilitaba.
Apartó una camisa de su frazada y comenzó a rasgarla, con paciencia cubrió su brazo con tiras de tela marrón. El resultado le gustó, protegía un poco más la prótesis y al mismo tiempo la ocultaba. Sabía que la hacía parecer débil a los ojos de la gente insensata, los cuales probablemente intentarían aprovecharse de ella.
Fue una noche larga, no pudo dormir. Un cadáver no era el compañero de noche ideal. Con paciencia esperó hasta que el sol se dejó ver, y en pocos segundos los cristales de las ventanas pasaron de estar congelados a estar completamente secos. Esa fue su señal.
Se incorporó, esta vez con precaución. Respiró profundamente antes de salir al calor infernal, se arrepintió de inmediato: en apenas un minuto el olor a muerte y vómito se había intensificado notoriamente.
Sorprendentemente motivada emprendió el camino, siguiendo las vías del tren. Directo a París. Las mismas que la habían traído hasta aquí, desesperada buscando a su familia... justo después los trenes dejaron de circular. A través de sus botas podía sentir el calor de la madera de las vías, las cuales en un pasado que parecía muy lejano la llevaban ida y vuelta entre sus dos mundos: su familia y Antonia.
París, Francia. Diciembre 2034.
—Antonia... —dijo tímidamente Nadine—. Has estado llorando, ¿Verdad?
La duda en la voz de la francesa hizo reír a Antonia.
—Si, verdad. —Suspiró con tristeza, luego sonrío con genuina alegría y exclamó—: Pero ya he llorado, así qué ya, pasado pisado.
La expresión en el rostro de Nadine delataba su confusión. No era la mejor a la hora de entender sentimientos y su amiga era la que más difícil era de interpretar, pero también era la única a la que podía entender con el simple hecho de buscar la respuesta en el color de sus ojos. Ante esto, se puso de pie, caminó hasta colocarse frente a su amiga donde se sentó en el suelo a mirarla como los niños cuando no entienden: con la cabeza un poco ladeada hacia un costado, los ojos muy abiertos y las cejas con expresión de pena.
Antonia respondió como siempre: pequeña sonrisa, los ojos ligeramente entrecerrados, algo provocadores, expresión relajada.
Esto duró unos minutos, hasta que sus sentimientos estuvieron en sintonía, ya no había más que hablar del asunto. Nadine ya había interpretado que su amiga volvía a estar soltera por su dificultad con la rutina. En ese momento, como de costumbre ambas cerraron los ojos, se acercaron ligeramente hasta que sus frentes se tocaron. Luego de eso solían hablar animadamente y seguir con sus tareas como si nada hubiese pasado. Sin embargo, esta vez Antonia abrió los ojos, mientras acariciaba ligeramente la mejilla de su compañera. Esta se sobresaltó hacia tal romántico nuevo gesto y abrió los ojos. Se miraron por unos segundos, luego como si no hubiese roto una regla jamás dicha, Antonia exclamó:
—Este año mis padres tienen su aniversario, ¡treinta años de matrimonio! Así que estaré libre en navidad, lo cual suena super deprimente —exclamó mientras se dirigía a sacar su libreta del bolso. Animadamente continuó—: De verdad que no entiendo cómo fue que se les ocurrió casarse en navidad. ¡Es que me dieron el plantón, tía! —Rio, sin notar que su amiga seguía sentada en el suelo y la observaba en silencio, nuevamente confundida.
Abrumada, Nadine se puso de pie y volvió a su boceto, tratando de no participar de la conversación.
—Honestamente no me molesta, solo que me hubiese gustado que me avisaran antes. Podría haber dicho que si a los viajes que me invitaron o ir a...
—Puedes venir conmigo y conocer a mi familia. —La interrumpió Nadine, la cual dijo lo primero que se le pasó por la cabeza, no lo había pensado bien. Eso le sucedía cuando se encontraba en una situación nueva.
Silencio, tensión y miradas.
—Eso suena mucho mejor que ir a esquiar.
Se observaron por unos segundos y sonrieron, la tensión desapareció.
Borgoña, Francia. Febrero de 2036.
Una semana, solo una semana y las provisiones se habían acabado. Las racionó lo más posible, pero el calor le jugó en su contra. Tuvo que darse un atracón tres días seguidos, para ingerir todo lo posible antes de que se volviera incomible. Al cuarto día las provisiones para la segunda semana ya se encontraban demasiado descompuestas para consumirlas, por lo cual se había desecho de la mochila. Ahora cargaba solo con el bolso.
Caminaba por las vías sin descanso, solo paraba por las noches para refugiarse de la helada. Prácticamente no dormía, ya que aprovechaba ese tiempo encerrada para revisar hasta el último cajón en busca de alimentos. Todo se encontraba en mal estado, consumía lo mínimo y lo menos repugnante que encontraba. Esto le provocaba unos retorcijones horribles en el estómago. Su boca se encontraba completamente seca, sentía que moría, pero no podía parar.
El día número ocho llegó el momento de separarse de las vías. Sacó de su húmedo bolsillo el mapa que había dibujado antes de salir y lo observó. En su lugar se encontraba aquella fotografía de su familia, donde casi dos años atrás había dibujado aquel boceto. Distraída dobló en la dirección que recordaba correcta, sin quitar los ojos de la fotografía, pero su pie quedó atrapado, torciendo su tobillo y provocando una torpe caída.
Un grito de dolor escapó de su garganta. El tobillo le dolía horrores, no podía levantarse y el metal de las vías la estaba quemando, pegando la ropa a su piel chamuscada.
Después de unos largos minutos de lucha y gritos de frustración, logró zafarse. El esguince del tobillo no era tan grave como dolía, pero estaba muy cansada. Los sonidos de hambre y de no sentirse bien se mezclaban en su estómago, ya no le quedaba agua en el cuerpo ni siquiera para llorar.
El problema era la quemadura. Con la navaja de pesca que traía consigo rompió el pantalón sobre la rodilla, rápido como una bandita se lo arrancó, junto con algún que otro trozo de piel. Esta vez sí salieron las lágrimas, pero ningún sonido, había quedado muda. Un niño de cabellos finos y oscuros la observaba, aparentaba apenas unos cinco años y llevaba puestos unos lentes redondos, estaba sucio, un poco escuálido, pero completamente sano... lo cual era extraño.
Luego de unos segundos, Nadine reaccionó.
—Hola pequeño, ¿Cómo te llamas? —Silencio, el niño parecía agotado y hambriento.— Mi nombre es Nadine, ¿te encuentras solo?... No te haré daño, tranquilo, prometo que quiero ayudarte.
El niño negó con la cabeza, y con la mano que no sostenía su cangrejo de felpa color vino señaló una figura que había pasado desapercibida por Nadine.
—Noyé*... —dijo el pequeño al fin, con alegría pero nervioso.
Detrás de unos arbustos había un ahogado encorvado, golpeando su pie con una roca que sostenía en su mano. Se encontraba considerablemente sano, sus heridas eran superficiales y parecían estar curando poco a poco, excepto una en sus genitales. No era muy alto, tenía unos brazos bastantes largos, no se lograba identificar su sexo por una herida infectada en su entrepierna. Su rostro estaba pacifico, con una expresión que le recordó a Nadine que seguía siendo un humano, detrás de aquel salvajismo.
La joven aterrorizada pero más centrada de lo que estuvo durante todo el viaje, preparó el arma, tratando de no emitir sonido. No podía fallar, tenía que ayudar al pequeño. Ya estaba en posición, pero no podía aguantar mucho, se hacía difícil con un medio brazo de plástico. Quitó el seguro, provocando un sonido seco y su enemigo la miró.
En cuanto la vio, comenzó a correr hacia ella violentamente, la poca humanidad que quedaba desapareció. Cuando apenas se encontraba a dos metros, Nadine disparó. El arma reculó hacia atrás golpeando el rostro de la muchacha. Las facciones del ahogado se deformaron y el cuerpo cayó hacia adelante como un saco de patatas.
Cuando el efecto del golpe pasó y logró ver con claridad, se giró hacia el pequeño el cual tenía el rostro salpicado de sangre y con una expresión de terror que lo hacía ver como una caricatura.
—Cariño, mírame a mí. Aquí —dijo Nadine mientras con suavidad movía el rostro del niño para que no mirara al ahogado. Con lágrimas exclamó con la voz más dulce que pudo—: Empecemos de nuevo, mi nombre es Nadine, ¿usted cómo se llama, noble caballero?
El niño pareció olvidarse de lo sucedido y exclamó orgulloso:
—Wilfred, señodita. —Y como si se encontraran en una reunión tomando té, con la gracia de un señor de alto rango continuó—: Ese ser tan desagadable no me dejaba tanquilo. Yo estaba buscando a mi familia mientas el pueblo se quemaba y esta criatura dejó de jugar con el fuego y seguirme por todos laos. Olía fatal, peor que los pañales de mi hemanita.
Ambos rieron, pero antes de que pudiera darse cuenta, Nadine se encontraba llorando desconsoladamente. Estaba muy cansada, acababa de matar frente a un pobre niño, extrañaba a su familia, no podía parar de pensar en Antonia y había perdido el mapa. El niño solo fue la gota que colmó el vaso, pero el vaso ya se encontraba lleno de antes.
Wilfred la abrazó con sus pequeñas manos regordetas, y le dijo que todo estaría bien, que él era muy valiente y ella muy fuerte. Se sintió como medicina, para cuerpo y alma. La quemadura ya no dolía, ya no recordaba el asunto del tobillo, su estómago estaba en silencio y la humedad le dio un respiro por unos segundos. Aquel niño había perdido todo menos la esperanza, la inocencia de ese niño de alguna manera seguía intacta.
Nadine pensó en su viaje, ya estaba a mitad de camino. Una semana más y estaría en París. Allí buscaría a Antonia, sabía que estaba bien, estaba a salvo, trataba de convencerse de eso. El pecho le dolía cuando pensaba en ella, casi un año desde que la había perdido. Más de un año desde que su primer amor había decidido echarla de su vida, sacándole todas sus inseguridades en la cara para asegurarse que no la volviera a buscar.
Sin embargo, jamás dejó de amarla. Cada día la sentía más lejos, su soledad más aplastante y su amor por ella más grande... Pero ¿Qué es la pena, sino el amor que persevera?
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*Noyé: ahogado, en Frances.
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