II. Madre.
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París, Francia. Febrero del 2035.
En una de las tantas universidades de París, en un cuarto diminuto color verde aguacate, se alojaban dos jóvenes estudiantes, agotadas de tanto estudio. Su pequeño rincón estaba repleto de macetas, con plantas de diversas especies y aromas. Era una forma en las que ambas recordaban su hogar, donde la naturaleza abundaba, donde no tenían que quedarse hasta altas horas de la madrugada estudiando para los exámenes. Ambas estaban felices con sus carreras universitarias, pero en estas mismas se veían obligadas a pasar ciertas materias que eran un verdadero dolor de cabeza. Pero agradecían cada día por su vida, las oportunidades que tenían y la simpleza de sus días.
Todo estaba bien.
Eran apenas las cinco de la mañana cuando Antonia, la compañera española de cuarto de Nadine, la tomaba de los hombros en un intento de despertarla.
—Venga, que te están llamando al móvil. ¿Cómo es posible que sigas durmiendo con esa música horrenda que tienes como tono?
—Déjalo sonar —respondió Nadine, fastidiada por no haber dormido lo suficiente.
—Vale hombre, pero es tu madre la que llama. Después no me vengas con que yo no te he avisado...
—¡Hubieses empezado por ahí! pásalo, pásalo. Antes de que se corte la llamada... Eres fastidiosa cuando quieres.
Antonia, en señal de burla le enseñó la lengua a su amiga mientras le alcanzaba su móvil. Incluso a esas horas de la mañana estaba llena de energía. Era una chica altísima, delgada, con un largo cabello rubio y rizado. Sus mejillas siempre estaban rosadas (un pequeño regalo que le había dejado la rosácea). Se sentía insegura por su nariz, sin embargo, a Nadine le encantaba. Siempre le decía que de su belleza nunca se cansaba, y que cada que vez que la observaba le recordaba a las esculturas griegas.
—Hola mamá —murmuró Nadine con dulzura al tiempo que se ponía las pantuflas de conejito para lavarse el rostro en el lavabo, para despabilarse un poco más.
Antonia la observó irse, y comenzó a preparar un té de lavanda. Sabía perfectamente que cuando su amiga regresara lo necesitaría. Hablaba todos los domingos por teléfono con su familia, pero desde que había empezado la ola de violencia cada llamado estaba cargado de alguna que otra mala noticia. Vecinos, familiares, siendo atacados o siendo atacantes. Demasiadas cosas se especulaban, algunos decían que el campo los volvía locos, otros que había una enfermedad esparciéndose poco a poco. La preocupación fue en aumento cuando se registraron nuevos casos en otros continentes, todos en el campo. La mayoría eran hombres, esto no sorprendía a nadie ya que estos siempre encabezaron la lista de suicidios.
Nadine sufría mucho, no solo por extrañar a su familia, sino porque tenía miedo por ellos. A pesar de que las granjas entre sí no estaban muy cerca los atacantes parecían ir en busca de estas con la intención de hacer daño a otros, para luego terminar con su propia vida. De solo pensarlo la piel de la española se puso de punta, quería mucho a Nadine y odiaba verla angustiada.
Se habían conocido en la universidad, pero no acudían a las mismas clases. Su encuentro se debió a que la anterior compañera de cuarto de Antonia había pedido que la cambiaran por otra persona, decía que estaba harta de escucharla todo el día parloteando para ni siquiera entender una palabra de lo que decía. Al principio se lo habían denegado, pero cuando llegó Nadine, quien desde pequeña sabía español gracias a toda su familia paterna, las asignaron juntas. Desde el principio tuvieron química, como Antonia decía, facilitando mucho más las cosas para ambas.
—Que cara larga... —comentó mientras observaba a Nadine, acababa de finalizar su llamada. Era una invitación para que le contara qué había sucedido.
Arrastrando sus pasos, Nadine se sentó en el suelo con la espalda apoyada en las piernas de su compañera de cuarto, quien automáticamente le dio la infusión que había preparado y comenzó a acariciarle el cabello.
—Los Foissard, de la granja vecina. Se han ido.
—¿A Finlandia?
Dicho país ofrecía refugio temporal a todos aquellos que no estaban seguros en su hogar. Se oían rumores que preparaban un refugio en otro país cercano, en caso de que todo se descontrolara. Los mismos ciudadanos abrían las puertas de su casa para brindar asilo. El mundo estaba conmovido, pero también estaba asustado. Pocos brindaban su ayuda, muchos solo dedicaban sus plegarias creyéndolo suficiente. El miedo a que se esparciera por el globo era garrafal, el mundo no necesitaba más violencia.
Poco a poco, casi con timidez podría decirse, diversos países se preparaban y movilizaban para sumarse a la solidaridad; Finlandia era el más preparado en Europa para albergarlos de inmediato.
—Si. Ya se han ido todos, solo queda mi familia, junto con la gente del pueblo. Mi padre quiere irse, al menos hasta que se calmen las aguas —respondió Nadine, con la vista clavada en su té.
—No estoy segura de que esa sea la mejor manera de decirlo. —Antonia rio sin mucha alegría. Ambas continuaban en la misma posición.
—¿De qué hablas? —Extrañada, levantó la mirada de su desayuno para observar a su amiga.
—Les dicen ahogados, ya hace unas semanas, es como el término oficial. —Con sus manos hizo una seña de comillas.— El apodo surgió cuando salieron a luz todas las deudas que complican la vida de la mayoría de los agricultores.
—Ahogados en deudas... —Confirmó al tiempo que asentía con la cabeza. Son personas, pensó Nadine, personas llevadas al límite, hasta el punto de enloquecer... Pero son personas, que no recuerdan y ya no temen irse.
—Exacto... ¿Maureen qué opina de dejar la granja?
—No quiere irse, como era de esperarse. Sus antepasados cuidaron esa granja toda su vida, tiene intenciones de hacer lo mismo. Mi madre es muy terca, no querrá irse hasta que ya no quede ninguna otra opción. Cuando vea que están en peligro sé que hará las maletas con todo el pesar de su alma. Solo espero que eso pase antes de una tragedia.
—Es una mujer sensata, lo entenderá a tiempo.
Pero no fue así.
Borgoña, Francia. Febrero del 2036.
Faltaba menos de una hora para que cayera la noche, cuando comenzó otro chaparrón. La temperatura rozaba los cuarenta grados y caminar durante horas con tanta humedad no ayudaba con la situación. No era el clima habitual, para aquellos meses el clima solía ser frío. Sin embargo, en el último año muchos decían que las estaciones se habían extinguido: el clima no bajaba de los treinta y seis grados durante el día y la humedad era indescriptible. Durante la noche la temperatura bajaba drásticamente, siendo capaz de matar a los más indefensos. El mundo entero se había vuelto un infierno donde la humedad nublaba los pensamientos hasta de las mentes más brillantes, durante la noche congelaba hasta el más ardiente de los corazones.
Apenas faltaban menos de cien metros para llegar al pueblo, así que decidió correr. Estaba agotadísima, habían pasado horas desde que había dejado su hogar, pero quería encontrar refugio para pasar la noche, sobre todo antes de que la tormenta empeorara.
Al acortar considerablemente la distancia, disminuyó el paso. Lo que menos quería era llamar la atención, no sabía si quedaba alguien allí. Y esperaba que si así era, que no fuera un ahogado. Sigilosamente avanzó, caminando por la sombra con el arma preparada para disparar. El latido de su corazón era tan fuerte que casi podía sentir que se le salía del pecho. La tormenta había cesado pero pequeñas gotas caían desde los tejados hacia las charcas en el suelo, generando un sonido constante, el cual no le permitía escuchar con atención.
El tranquilo pueblo de Borgoña representaba grandes recuerdos para Nadine. En su mente estaban grabados todos esos momentos, corriendo por las calles de adoquín, el sol filtrándose entre las antiguas casas de piedra, los puestos de frutas repletos de coloridos manjares. La nostalgia se apoderó de ella, quería volver a esos tiempos, donde todo estaba bien.
Hacía mucho tiempo que las cosas no estaban bien en Borgoña, todo el pueblo estaba consumido por tanto trabajo, por esforzarse hasta el cansancio para llevar el pan a la mesa. Todos los días era un nuevo desafío sin descanso. Pronto todo empeoró, la ola consumió al pueblo en pocos meses; uno a uno fueron cayendo, cada vez más deprisa. Los ahogados prendían fuego sus propias viviendas con ellos dentro. Otros corrían hacia la nada y no se volvía a saber de ellos hasta que atacaban plantaciones, granjas, o familias. Fue una reacción en cadena, una gran bola de nieve, no hubo manera de pararlo. El pueblo estaba en ruinas, en apenas unos días había pasado de ser una acogedora comunidad a ser el escenario de miles de vidas perdidas. Muchos habían huido a tiempo, otros se rehusaron a dejar todo el trabajo de una generación atrás. Millones de pueblos agrícolas cayeron en la misma suerte, cada vez más deprisa.
Finalmente, luego de casi una hora buscando refugio, Nadine encontró un lugar que parecía estar lo suficiente en pie como para no caer sobre su cabeza, pero eso no era lo que más le preocupaba. Sabía que a medida que todo avanzaba, los afectados también lo habían hecho: ya no se quitaban la vida tan deprisa, a veces incluso quedaban como apagados hasta encontrar algo nuevo para destruir. Al fin y al cabo, morían a causa de no haber ingerido ningún tipo de alimento, o acababan con su propia vida. Paso a paso avanzó, acercándose a la pesada puerta abierta de par en par, las bisagras de arriba habían sido arrancadas, lo cual hacía que fuera imposible cerrarla.
Lo que algún día fue un almacén, ahora estaba destruido, oscuro y húmedo. Permanecía en un inquietante silencio. Avanzó midiendo cada paso con cautela. El suelo cubierto de verduras putrefactas, desprendían un olor amargo y asfixiante. Las náuseas no tardaron en llegar. Rápidamente barrió con la mirada el almacén, buscando el sitio perfecto para pasar desapercibida. Decidió refugiarse durante la noche debajo de una escalera, detrás de una pila de cajas y barriles. Sintiendo algo parecido a la seguridad.
Esa noche, debido a su jaqueca, sus sueños fueron un sinfín de recuerdos abrumadores en los cuales por solo un pequeño instante pudo sentir paz.
Su sueño comenzó con la estación de tren del pueblo. Imágenes fugaces de su familia de pie en el andén, su padre riendo, sus hermanas con los sentimientos desbordados, su hermano en sus brazos, el olor de su madre, quien le susurraba palabras de valentía, pero no podía oírla. De repente un tren a gran velocidad, la estación se esfumó junto con su familia. Ahora Nadine se encuentra sentada en el suelo de una diminuta habitación, lo único que hay en ella son dos camas vacías, sus maletas y unas viejas cortinas que se mueven con el viento. No quita los ojos de la ventana, esa mañana esperaba sentarse al sol como siempre hacía en su hogar, pero el clima tenía otros planes. Los truenos retumban en las paredes verde aguacate y la hacen sentir más sola que nunca. Un tren a gran velocidad vuelve a cambiar la dirección de sus sueños, esta vez se encuentra dentro del vagón.
Ahí está Antonia. Sentada frente a ella, con sus pies desnudos en el asiento. Su cabello descansa sobre sus hombros, se ve más dorado que nunca debido al sol que entra por la ventanilla. Solo se oye el sonido del tren a toda velocidad, pero poco a poco va disminuyendo hasta quedar en completo silencio. Sus manos acarician la siguiente hoja del libro que se encuentra sobre su regazo, el sonido de las hojas al pasar se oye casi tan fuerte como el corazón de Nadine. Era víspera de Nochebuena. Antonia detuvo la lectura para mirar a su compañera francesa, y le sonrió. El tren se detiene, el mundo también. Solo queda el brillo de sus ojos. Paz, trasmiten paz.
Un fuerte estruendo la despertó, dejando sus recuerdos camuflados en sueños atrás. Se incorporó de inmediato, agarrando el arma con tanta fuerza que le dolía la mano. Cuando logró calmar su respiración comprendió que el sonido provenía del exterior. Tomó su equipaje y rápidamente, pero en silencio, se acercó hasta la puerta y se asomó; el frío era tal que le dolía cada músculo de la cara. Apenas amanecía, no lograba ver nada, un polvo grisáceo cubría toda la calle. Dispuesta a salir de ahí lo más pronto posible comenzó a caminar apresuradamente hacia la estación de tren. Por una pequeña calle de adoquines avanzó, esquivando escombros, basura y uno que otro cadáver. Ya podía ver a lo lejos la estación, una pequeña sonrisa intentó asomarse por sus labios, pero el mismo sonido extraño volvió a sonar.
Con la espalda en la pared y el corazón en la boca, observó como un polvo gris salía desde la calle siguiente. Se arrastró por la pierda hasta el cruce de calles, con cautela se asomó para ver lo sucedido. Cuando el estruendo cesó comenzó a escuchar la voz de una mujer desesperada, gritaba hacia una casa que se había derrumbado, levantando aquella nube gris.
—¡Mi bebe! ¡Mi bebe! —gritaba desesperada en francés—. ¡Ya voy cariño! ¡no temas! Mamá te sacara de ahí.
La mujer aún tenía la barriga hinchada por un embarazo, se agachó e intentó levantar una pesada viga de madera, pero esta ni siquiera se movió. Gritando de desesperación recorría las ruinas buscando a su hijo.
Nadine la miraba paralizada, sabía que era peligroso, pero no podía irse. Por más pequeña sea la posibilidad de que alguien sobreviviera a un derrumbe, ella no podía irse. Tenía que ayudarla. Salió de su escondite y corrió hacia lo que antes había sido un hogar, la mujer no notó su presencia, así que ambas revolvían los escombros sin hacer caso a la otra. De un momento a otro la mujer comenzó a gritar y a sollozar cosas sin sentido. Nadine la observó desde el otro extremo de los escombros, al mismo tiempo que se escondía detrás de lo que antes había sido una pared.
La mujer, quien aparentaba unos cuarenta años, se encontraba arrodillada en el suelo. Su falda larga, desgarrada y sucia, se encontraba completamente llena de aquel polvo gris. No llevaba camiseta ni nada que le cubriera el pecho, sus senos se encontraban hinchados de leche materna. Y sus pies descalzos sangraban. Entre sus manos sucias sostenía algo pequeño, envuelto en una manta igual de sucia. Gritaba sin cesar, llamando a su hijo, llorando y mirando lo que tenía en sus manos. Sus gritos dolían, su voz se quebraba y parecía a punto de perder el conocimiento por falta de aliento, pero de pronto se quedó completamente callada, mirando el cielo. Como si ya no le importara, dejó a lo que hace unos minutos era su hijo en el suelo y se incorporó sin dejar de mirar el cielo. Sus ojos perdieron la vida al instante, los colores de estos parecieron apagarse.
En silencio, Nadine comenzó a caminar hacia atrás sin dejar de mirarla. Sabía lo que sucedería a continuación, y también que si no salía inmediatamente de allí sufriría un grave destino. Una vez lo suficientemente lejos comenzó a correr hacia la estación de tren, cuando dobló a la esquina miró sobre su hombro para observar a la mujer, pero se arrepintió al instante.
Lo que antes había sido una madre, ahora era un alma rota, un ser perdido. En sus ojos no se veía ni una pizca de cordura, se encontraba completamente fuera de sí. Arrodillada en el suelo, con el rostro también en este, sus pies se movían histéricamente y su cadera se elevaba al cielo, parecía como si estuviera rezando. Sus manos sostenían una pesada piedra con la que golpeaba una y otra vez su cabeza, modificando su forma, pero sin emitir sonido alguno. No parecía percibir dolor, en ese cuerpo ya no quedaba nada. Aquella mujer ya se había muerto, pero su cuerpo seguía activo, lastimándose una y otra
Cuando Nadine al fin llegó a la abandonada estación de tren, se sentó en una banca de madera y comenzó a llorar. Era la primera vez que veía algo así, el alma de esa mujer se había marchitado en apenas unos minutos. La imagen de su mandíbula sangrienta y fuera de lugar no dejaba de aparecer en su mente.
Luego de unos minutos logró recuperar el aliento y la compostura. Con gran esfuerzo se puso de pie al mismo tiempo que acomodaba su ropa, el pecho le dolía de la angustia, pero no había tiempo que perder.
Con tanta cautela como prisa, comenzó a caminar por el húmedo andén. Intentó forzar las puertas de los puestos de alimento, pero todas parecían estar trabadas por dentro. Comenzaba a rendirse cuando una de las puertas cedió. Al abrirse, unas pequeñas cajas de madera que bloqueaban la puerta cayeron al suelo esparciendo todo su contenido. Diversas herramientas, tubos y bolsas de plástico vacías se regaron por el suelo causando gran estruendo.
Nadine se disponía a investigar las herramientas cuando fue empujada con gran fuerza sobre unas estanterías, provocando que una hilera de estas mismas cayera con un efecto dominó. Sus costillas recibieron todo el impacto, causando un gran dolor. Se encontró de pie, tambaleándose y desorientada, esforzándose por acostumbrar sus ojos a la oscuridad, logrando distinguir una figura que la observaba.
Parecía ser un hombre, casi del doble de alto que ella, tenía una gran cabellera castaña, enmarañada y sucia. En algunas partes de su cabeza no tenía nada de cabello, como si hubiese sido arrancado con salvajismo. Sus ojos la miraban directo, melancólicos, perdidos detrás del estado más salvaje de la especie humana. Todo su cuerpo era de un sin fin de hematomas, de lo que parecía haber sido en el pasado una piel suave, ideal para dar abrazos. Sin embargo, ahora no era más que residuos humanos, lodo y heridas. Llevaba puesto un traje color beige, sucio de basura y sangre, con las rodillas rotas y una manga faltante.
Sin que tuviera tiempo a pensar, la violenta figura se abalanzó sobre ella tomándola del cuello, clavándole las uñas con su mano derecha, mientras que con su mano izquierda comenzó a atinarle torpes puñetazos en el rostro. Nadine intentaba retroceder, pero él la seguía, hasta que ambos cayeron al suelo sobre las estanterías que posteriormente habían volcado. Quedando Nadine debajo de su atacante, sus jadeos y gritos inundaban el almacén, pero el hombre no emitía sonido alguno. La joven logró tomar al ahogado del cabello por un segundo, provocando que soltara su cuello. Como si el tirón del cabello no le afectara, se disponía a ahorcarle nuevamente, pero antes de que lo lograra Nadine utilizó su prótesis de brazo para cubrir su rostro mientras que con el otro brazo intentaba llegar al arma de su padre. Al darse cuenta que era inútil y que se le acababa el tiempo, dejó de cubrirse y con ambos brazos empujó al hombre mientras ella retrocedía, logrando salir de allí debajo, desesperada por salvar su vida. Con su pierna derecha y todas sus fuerzas, golpeó la cara del ahogado provocando que caiga hacia atrás con torpeza, permitiendo que Nadine viera las herramientas a sus espaldas en el suelo. Sin ni siquiera pensarlo dos veces echó a correr hacia aquella dirección, pero el hombre la tomó de los tobillos con una mano. Su rostro golpeó el suelo y él comenzó a tirar de ella. Estirándose todo lo posible, Nadine logró sujetar una llave para tubos, cuando de repente volvió a encontrarse debajo de él. Luchando para liberarse sintió los golpes que él le atinaba en sus costillas, una y otra vez.
Todo comenzaba a oscurecerse, estaba muy cansada y no podía luchar más... casi podía sentir como su propia humanidad se desvanecía. Cuando su familia le vino a la mente, por un segundo se encontró en una mesa de madera, en la sombra de un roble francés. La familia completa almorzaba tarta de verduras, todos reían, todo estaba bien. La primavera estaba comenzando y los rayos del cálido sol se filtraban entre las hojas que lentamente se movían por la suave brisa, trayendo consigo el aroma de comida casera y flores silvestres. El hombre la volteó hacia arriba, arrancándola de su ensueño, se disponía a tomarla del cuello con ambas manos. En su mirada se veía que tenía la intención de acabar con su vida de una vez por todas. Con sus últimas fuerzas, Nadine levantó la pesada llave golpeándolo en el rostro, provocando que caiga al suelo. Sin darle tiempo a nada ella se posicionó sobre él, sosteniendo sus brazos con sus rodillas comenzó a golpearlo repetidamente en el rostro.
Ya no se movía, pero ella seguía golpeándolo, gritando y llorando. No sentía su cuerpo y las lágrimas habían nublado sus ojos. Continuaba golpeándolo cuando lo que antes era el rostro de su atacante emitió un ruido desde el interior, como una cáscara de huevo cayendo al suelo. Dejando caer la llave, se arrastró apresuradamente lejos del cuerpo inerte y comenzó a vomitar. Cuando su estómago estuvo completamente vacío volvió a arrastrarse, pero esta vez hacia sus pertenencias que habían quedado tiradas, al lado de la puerta. Ignoró lo que había sentido, ignoró que por un segundo se rindió mientras su propio ser se le escapaba entre los dedos.
Se colocó la mochila y tomó con fuerza la escopeta. Intentó pararse, sus músculos comenzaban a enfriarse y el dolor en todo su cuerpo se hacía presente, los golpes en su torso no la dejaban enderezarse. Su nariz sangrando constantemente manchaba su camiseta, sus zapatos y el suelo. Intentó dar un paso, pero en su lugar se desplomó, inconsciente.
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