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I. Lo que una vez fue.

 ✾   Prólogo   ✾ 

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   Un rayo de sol entraba por el postigo entreabierto directo a los ojos de Nadine. Con aire somnoliento cubrió su rostro con su mano izquierda, el plástico de su prótesis estaba frío, con su otra mano se sostuvo de la antigua litera azul para incorporarse. Un pequeño golpe en la cabeza con la misma madera de siempre terminó de despertarla. Sentada en la cama, con los pies sobre el suelo cálido, sus ojos cerrados, se permitió disfrutar del sol.

   Sin abrir los ojos caminó hacia la ventana, con suavidad empujó las maderas del postigo. Lentamente, los rayos del sol iluminaron la habitación. Nadine no era una joven muy alta, era de una belleza simple, con ojos azules y oscuros como su madre y cabello castaño como su padre, lo llevaba por los hombros. Su piel llena de lunares era blanca, pero siempre estaba ligeramente bronceada. Todas las mañanas desde que tenía memoria, al pie de su ventana respiraba profundamente durante unos minutos dejando que el sol llenara de energía su cuerpo.

   Poco a poco abrió sus párpados. En el exterior una pequeña brisa movía la copa de los árboles, en ellas las aves cantaban una dulce melodía. Se puso su abrigo floreado de lana y caminó hacia la cocina en busca de su familia. La luz entraba por la ventana provocando que la vajilla del desayuno ya limpia, brillara como nueva. Fuera se oyó una risa melodiosa, era su madre, inconfundible. Se paseó por su humilde hogar rodeando la mesa de madera, hasta llegar a la puerta, tiró de ella dejando al sol pintar su rostro una vez más.

   Allí estaban, podía verlos a lo lejos trabajando en el campo, con el paisaje repleto de verde a sus espaldas, como cada mañana. Nadine acostumbraba a trabajar con ellos desde que tenía memoria, pero la noche anterior se había desvelado repasando la información de las universidades a las que les había puesto el ojo. Ninguna lo suficientemente cerca para poder visitarlos todos los fines de semana, pero si realmente quería triunfar como arquitecta tendría que esforzarse y aspirar a las universidades más prestigiosas de Europa, aunque eso significaría ciertos sacrificios de su parte.

   Separarse de su familia presentaba un gran desafío para ella, eran muy unidos. Sin embargo, sabía perfectamente que era la única manera de darles una vida mejor y pagar todas las deudas de una vez por todas. Se lo merecían, siempre habían dado todo para que ella y sus hermanos tuvieran el mejor futuro que pudieran imaginar.

   Su madre, Maureen, levantó la vista de los cultivos, llevaba su cabello negro atado en una cola baja. La observó con una amplia sonrisa, agitando su mano en señal de saludo. Nadine comenzó a caminar entre el trigo, listo para cosechar, hacia ella, pero cada paso que daba parecía alejarla más. Comenzó a correr a tropezones hacia su familia, pero de nada servía. Su desesperación provocó que un pie se enredara con el otro y cayera al suelo tan repentinamente que no logró proteger su rostro.

   Sucia por la caída, con el labio cortado, se arrodilló buscando a su familia, ya no se encontraban allí. Todo era gris, todos los cultivos se habían marchitado. El sol se había ido, las aves ya no cantaban. Nubes negras amenazantes cubrían el cielo.

   Ya mucho tiempo había pasado desde que su familia había puesto un pie en esas tierras.


Borgoña, Francia. Febrero del 2036.

   Un trueno ensordecedor la despertó de su pesado sueño, se incorporó asustada y golpeándose la cabeza con la madera de la litera donde ella y su hermana menor, Joalí, solían dormir.

   A diferencia de su sueño no había rayos de luz, vajillas relucientes, ni la calidez de su familia esperándola. Apoyó sus pies en el suelo frío de piedra, se acercó a la ventana y cerró un ojo para mirar entre las maderas del postigo, llovía. Desde que todo había empezado el sol no había vuelto a salir.

   Pálida, caminó lentamente por la casa oscura y cargada de un aire caliente, hacia la cocina. Todos los postigos estaban sellados por una gran cantidad de grandes clavos, probablemente puestos por sus padres antes de que decidieran que lo mejor era huir.

   Le gustaba pensar que habían huido, que estaban bien y que ningún ahogado les había hecho daño. Así había oído que los llamaban cuando aún se encontraba en la universidad, antes de volver a casa para buscar a su familia.

   Cuando todo comenzó se había ido de su casa para estudiar hace dos años, vivía en el instituto y entre las seis horas de viaje en tren y pilas de estudio, apenas los veía. Lo primero que se dijo fue sobre una ola de suicidios en los pueblos más remotos de Europa, la desesperación provenía de la inseguridad financiera, la deuda y la presión constante de trabajar más y más por un bajo salario. Países de bajos recursos o en crisis sufrían el mismo destino hace meses, pero apenas se mencionaba en las noticias. Nadine sabía perfectamente de lo que hablaban: desde que las grandes empresas habían empleado el uso de agroquímicos, el negocio de su madre había ido cuesta abajo.

   Semanas después la gente ya se había olvidado de todos aquellos trabajadores que se habían quitado la vida. Sólo se volvió a hablar de aquel tema cuando un nuevo titular inundó las noticias: múltiples víctimas en diferentes pueblos habían sufrido heridas graves en un intento de ser asesinados, algunos no tuvieron tanta suerte y murieron a causa del daño infligido. Los testimonios decían que cuando lograron escapar, sus atacantes habían comenzado a lastimarse hasta la muerte. La gente contaba historias de cómo golpeaban su cabeza contra una cerca reiteradas veces hasta atravesar su cráneo de lado a lado, o describían con horror como con vidrios rotos cortaban histéricamente su propio cuerpo hasta desangrarse por completo. Cada relato era más espeluznante que el anterior, todos y cada uno de ellos llenos de rabia, miedo, así como de tristeza.

   Apartó aquellos pensamientos, lo único que lograban era ponerla más nerviosa. Ya en la cocina buscó la taza de té que había guardado del día anterior. Desde su llegada a su antiguo hogar había estado preparando provisiones en un bolso, junto con ropa de su otra hermana, ya que la ropa que había traído no le era suficiente. Con su hermana Triana compartían la misma altura, a pesar de que esta misma era dos años menor. Mientras bebía su infusión recorría con la mirada la sala sucia, desordenada y llena de humedad. Apenas entraba un poco de luz entre las tablas y no era mucho ya que el día afuera seguía igual de nublado. Observando aquel sillón donde se solían sentar apretujados las noches del sábado a ver películas, recordó a cada uno de los integrantes de su familia: a sus padres, sus dos hermanas, y su hermano Irving. Ser la mayor siempre había significado una gran responsabilidad para ella, su familia representaba su mundo entero. El miedo se apoderaba de sus huesos al pensar que podrían estar en peligro.

   Llorando en silencio agarró su bolsa llena de provisiones, la mochila repleta de ropa; se puso las botas para lluvia de su madre, tomó la escopeta recortada de su padre, Destan, y guardó las municiones en su bolsillo, las cuales eran realmente escasas. Esperaba poder usarla sin problemas, había nacido con su brazo izquierdo desarrollado solo hasta el codo y desde pequeña se las había arreglado, pero no sabía si la poca movilidad que tenía en su brazo izquierdo iba a representar un problema. Sabía perfectamente cómo disparar, incluso gozaba de gran puntería, pero un arma que había que tomar con ambas manos representaba una gran desventaja hacia ella. Antes de salir revisó una vez más la casa en busca del rifle de su padre, probablemente se la habían llevado para protegerse, eso le daba un poco de tranquilidad, pero no hacía daño asegurarse que no estuviera por ahí entre tanto desorden.
   Su padre provenía de una familia de antiguos cazadores, quienes ya habían dejado aquella costumbre atrás pero las armas aún se pasaban entre generación y generación como reliquias familiares. Quien diría que años después volverían a usarse, pensó Nadine.

   Se secó las lágrimas e infló el pecho en señal de valentía. Abrió la puerta con fuerza, la cerró a sus espaldas. Sostuvo con decisión el arma que le serviría de defensa, con la vista fija a los lejos en el abandonado pueblo de Borgoña. Comenzó su camino dejando atrás, sin saber que para siempre, su hogar de toda la vida.


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