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II: En el techo del mundo...

II: En el techo del mundo 

Santuario de Athena, Grecia, 1990.

Hace unos días lo había recibido en las puertas de su casa, con los brazos abiertos y un excelso manjar hecho por sus propias manos. En cuanto lo vio llegar sonrió enormemente y se acercó hasta dónde estaba, no había cambiado ni un poco, seguía siendo aquel muchacho pacifico que armonizaba todo lugar por dónde sus pies pasaban y que emanaba una energía tan reconfortante que su corazón se regocijó en sobremanera, lo saludó como era costumbre y más pronto que tarde ambos yacían en la mesa, uno frente al otro, mirándose fijamente, como si no hubiese pasado el tiempo sobre ellos, como si la vida hubiese puesto pausa pues era así justo como lo recordaba.

Ahí estaba su delirio, riendo, con aquellos ojos verdes tan expresivos mirándolo fijamente y sentía que lo quería aún más, que a cada minuto la sensación turbulenta, que se gestaba en su estómago y que ponía su mundo de cabeza, se incrementaba a tal grado de bloquear su mente y hacer temblar su cuerpo, lo hacía torpe e ilógico y solo podía pensar en que aquel hombre que tenía delante. Mu yacía en las mismas, la euforia de su esperada coincidencia le había provocado un vuelco en su corazón, tantas veces soñó con ello y en ese momento le pareció tan irreal que estuvo a punto de pellizcarse. 

Su paladar se creía en una onírica aventura pues apenas recordaba el delicioso sabor de los mariscos preparados con la sazón, brasileño, de siempre; en el momento que los volvió a degustar, su expresión puso contento a su anfitrión. Y es que, las cosas sencillas – en un mundo donde sus vidas no les pertenecían a ellos sino a la humanidad – eran tan valiosas y las resguardaban como un tesoro porque, a sus mortales ojos, eso eran, riquezas finitas que se quedaban grabadas con fuego en sus corazones y cuyo recuerdo era – muy a menudo – el combustible que los impulsaba a no darse por vencidos.

— ¿Cómo estuvo tu estadía en Jamir? — preguntó sumamente interesado en las labores cotidianas de su compañero y amante.

—No tengo de que quejarme, la tranquilidad de la torre es bastante abrazadora, aunque he de admitir que me aburrí un poco — mientras contaba su experiencia evitaba no dejar de sonreír — perfeccione técnicas y le enseñé todo lo que pude a Kiki, mi aprendiz.

—Es un niño muy energético — concluyó y se echó a reír — me recuerda a nosotros cuando éramos pequeños — de un momento a otro el ambiente se transformó y se formó una atmosfera melancólica.

—Corríamos como si de ello dependiera nuestra vida — miró hacía el pasillo y sus recuerdos cobraron vida — le dimos tantos problemas a su ilustrísima que más de una vez nos castigó con trabajos extremos.

Aquellas memorias que parecían lejanas y, en un punto, irreales, se encarnaron en aquel tiempo como si fuesen el presente, se vieron así mismos cruzando el ancho salón, escondiéndose tras los pilares que sostenían la primera casa, cubriéndose la boca para no hacer ruido, asegurándose de ocultar ese creciente poder; mirando apenas de reojo como los mayores, desesperados, los buscaban sin tener éxito. También volvieron a la realidad los premios por su buena conducta, cortesía del noble arquero, que degustaban en aquel amplio espacio, las veces en las que la risa inundaba el recinto y cómo no, los regaños.

De golpe se dio cuenta que su situación distaba mucho de ser aquella que tenía presente y su semblante se tornó cabizbajo, sabía que los días pasados jamás volverían por más que lo intentara, además estaba consciente que su futuro no era prometedor y se había resignado a ello. Pero Aldebarán siempre sabía cómo distraerlo de aquellos pensamientos, siempre le decía que había esperanza, que la vida de los guerreros como ellos era difícil, sí, pero que dentro de ella existía lo hermoso porque podían salvar no solo a un ser humano sino a todo el mundo.

—Fueron buenos tiempos, Mu — la voz del segundo guardián lo sacó de sus pensamientos. — Y gracias a ellos pude conocerte — le sonrió como de costumbre.

— Tienes razón — le devolvió el gesto y se atrevió a dejar apenas una tenue caricia en aquellas grandes y fuertes manos que más de una vez lo habían estrechado con cariño, con ternura, con amor.

—Algo te aqueja — dijo leyendo a la perfección la falta repentina de brillo en esos ojos — dime ¿Por qué de repente perdiste toda la felicidad?

—El conocer tan bien el futuro que nos espera hace ruido en mi cabeza, lo acepto pero no dejo de pensar en las posibilidades, nuestros decesos son inevitables, pueden ocurrir en cualquier momento — soltó un suspiro — puede ser mañana o en cuatro años, o en veinte pero moriremos y ahora lo que más me preocupa no soy yo — confesó bajando la mirada.

—Te entiendo, yo tampoco quiero morir pero ese es nuestro destino, y lo haremos por un bien mayor, hace tiempo, Aioros dijo que valía la pena sacrificar doce vidas para salvar millones de ellas — tomó cautivas sus manos — Kiki estará bien — intentó sonreírle un poco.

—Alde — lo llamó bajito, como si estuviese a punto de contarle un secreto, algo que nadie debía saber — cuando lo encontré era invierno, la noche más cruda y fría que había sentido y su llanto era desgarrador, cuando lo sostuve por primera vez me prometí y le prometí que no estaría solo nunca más y ahora sé que mentí.

—Y no lo estará — aseguró — alguien de aquí sobrevivirá y no estará solo, nunca más, entenderá que era tu deber — con delicadeza limpió la solitaria lagrima que rodaba por la mejilla de Mu.

—Aldebarán de Tauro — comenzó de nuevo más firme que antes — si algo pasa y no podemos despedirnos, búscame en la otra vida, búscame en el techo del mundo.* 

—Lo prometo.

Y aquel inocente juramento fue sellado con la muestra más pura que pueda haber en el universo, un casto y tierno beso apenas perceptible, apenas duradero, apenas inefable pero que sirvió de firma. Y despues como un presagio funesto todo lo que conocían se derrumbó, su hogar, su santuario, su paz, su estabilidad, su fuerza... su vida.

Lhasa, El Tíbet, 2015

A menudo contemplaba al alto Everest y soñaba con fortalezas impenetrables, con doncellas y gigantes, con altos palacios que más bien parecían templos, con cielos rojos y eclipses eternos, con olivos siempre verdes y escaleras de piedra caliza que conducían a abismos interminables de dolor, guerra, muerte y destrucción de pueblos enteros, de ciudades desafortunadas, de mundos infaustos, de hombres inocentes, de culpables y justos, de Dioses y entidades desventuradas. Pero su naturaleza amable le exigía corroborar que todo aquello que veía cuando cerraba los ojos eran apenas pesadillas grotescas de un niño cuyo principal miedo es el monstruo, inexistente, que habita debajo de su cama.

Pero entre todos aquellos destellos de infortunios congelados en un tiempo desconocido, notaba también, el cálido abrazo de una esperanza personificada en una amable joven cuyo nombre apenas recordaba; a duras penas recorría los pasillos oníricos y escuchaba una única voz, potente, gruesa, áspera y al mismo tiempo amable, cariñosa y risueña, que repetía una y otra vez "lo prometo, lo prometo, lo prometo" como si se tratara de un mantra, de un sello, de algo que tal vez no podía descifrar porque las promesas, le decía su padre, eran tan poderosas que podían pasar siglos sin romperse.

Rogaba por respuestas pero ninguna de sus plegarias era respondida, llegó a pensar que quizá, solo eran ilusiones o jugarretas extrañas de su mente, quiso convencerse que no eran más que sueños alimentados por los cuentos de una anciana. Pronto se dio cuenta que no era así, que aquella voz que escuchaba apenas distinguiendo las palabras que repetía una y otra vez, venía acompañada de otra, muy en el fondo, una más suave, apacible, de mando pero tan pacifica que le provocaba armonía y al igual que la otra, duplicaba una única frase "encuéntrame en el techo del mundo", decía y el convenio era saldado.

También esperó que con los años aquello se desvaneciera. No pasó. Se incrementaba y a pesar de todos sus esfuerzos por entender no lograba hacerlo, entonces comenzó a buscar aquella voz, no sabía a quién le pertenecía y sin embargo estaba tan convencido de que era única e irremplazable que la hallaría sin importarle cuanto tiempo le tomase o si acaso le restaría aquella tarea en su siguiente vida pero no le importaba, se prometió que daría su mejor esfuerzo aunque fuese lo último que hiciese en su vida.

—El techo del mundo — repetía de vez en cuando y hasta hace unos días cayó en cuenta de que aquella frase se refería a su patria, a la tierra en la que había nacido puesto que así la denominaban, por sus altas montañas y sus nevados picos, por sus prominentes construcciones y sus crecidos templos.

Buscaba entre la gente que conocía y la que no aquella fonación pero sin una imagen del dueño, le era imposible estar cien por ciento seguro de haberlo encontrado, todo le parecía lejano, las personas, las calles, los vacíos recintos y los ecos de la ciudad que en todo momento le orillaban a permanecer quieto, callado, esperando una señal, un destello, apenas una corta chispa de lo que sin saber deseaba y sin querer necesitaba. Rondaba por las memorias y es que Mu no tenía más que una sola pista para encontrar aquello que era suyo, aquello que el daba miedo perder aún sin tenerlo.

— ¿Por qué no lo encuentro? — preguntó soltando un suspiro de frustración.

—Tal vez no es el lugar — le respondió su padre — quizá no es el tiempo, el momento o quizá la época o la vida — intentó animarlo un poco, no comprendía a la perfección qué le sucedia a su hijo pero trataría de apoyarlo lo más que pudiese — todo llegará en el momento adecuado y si es para ti, lo será y si no...

—No lo será — completó y bajó la mirada.

Las sensibles manos de aquel hombre le acariciaron la cabeza y despues lo abrazaron, no podía pasarse toda la vida buscando a un desconocido guiado solo por su voz, era imposible y sin embargo seguía ahí. Tal vez tenía razón y no era el momento, quizá ni siquiera existía, a lo mejor y solo eran fantasías que su mente ocupaba para relevar a la triste realidad de su mundo, de un mundo que era tan grande y al mismo tiempo tan pequeño, del que conocía apenas nada, al que temía en la misma medida que amaba, en el que la guerra azotaba cada cierto tiempo, en el que la oscuridad estaba iluminada apenas por la tenue luz de un sol que se acaba.

Los días avanzaban siempre de una forma rápida, a un ritmo que le parecía tan apresurado que ya no sabía en qué fecha se encontraba, apenas le daba tiempo para hacer todo lo que había soñado y es que siempre tenía la mirada en otro lugar, en las calles y los autos que pasaban y nada le era de ayuda, comenzaba a olvidar, no obstante, su mente no dejaba de decirle que continuara, que aquel anónimo era su destino, pero Mu no escuchó, no distinguió que su voz interior lo alentaba.

Aquel día, lo recuerda bien, era uno de los pocos en los que se permitió buscar su paz y alejarse del ajetreo de la ciudadela y refugiarse en las altas montañas acompañado de su silencio y soledad, anhelaba la armonía del viento frio sobre su rostro y de la vista celeste que lograba ahí, bajo un abeto frondoso que le remitía a un momento borroso. Ahí, sentado bajo aquel árbol, apenas distinguió a la lejanía una cabellera marrón, un tanto alborotada que se acercaba y un par de ojos violetas que le miraron con asombro y que se lanzaron a él como si fuese el fin del mundo.

— ¡MAESTRO! — aquel muchacho lo estrechó y él no supo que hacer.

Segundo capitulo y esta vez conocemos un poco de Mu, y agárrense que los siguientes van a estar intensos. 

*Al Tíbet, como bien lo dice el capitulo, se le conoce como el techo del mundo pues comparte el Everest con Nepal y esta rodeado de montañas y sus templos son muy altos, además que en Lhasa, la capital, se encuentra el templo que sirvió de morada a Dalai Lama. 

Dan R

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