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La desaparición de lady Frances Carfax

—Pero ¿por qué turco? —preguntó Sherlock Holmes mirando fijamente mis zapatos. Yo estaba en aquel momento recostado en un sillón con respaldo de mimbre, y mis pies extendidos habían atraído su atención, siempre vigilante.

—Es inglés —respondí, algo sorprendido—. Los compré en Latimer's, de Oxford Street.

Holmes sonrió, con expresión de resignada paciencia.

—Hablo del baño —dijo—. ¡El baño! ¿Por qué un relajante y caro baño turco, en lugar del reconfortante método casero?

—Porque estos últimos días me he sentido reumático y envejecido. Un baño turco es lo que los médicos llamamos un alterativo: un nuevo punto de partida, un purificador del sistema. Por cierto, Holmes —añadí—: estoy seguro de que la conexión entre mis zapatos y un baño turco resulta perfectamente evidente para una mente lógica; sin embargo, le quedaría muy agradecido si me la explicase.

—La cadena de razonamientos no tiene nada de misterioso, Watson —dijo Holmes con un brillo malicioso en los ojos—. Pertenece a la misma categoría de deducciones elementales que, por poner otro ejemplo, si yo le preguntara con quién ha dado usted un paseo en coche esta mañana.

—No me parece que un nuevo ejemplo constituya una explicación —dije yo, con cierta aspereza.

—¡Bravo, Watson! Una censura muy digna y lógica. Veamos, ¿cuáles eran los pasos? Tomemos primero el último ejemplo: el del coche. Fíjese en que tiene usted unas salpicaduras en la manga y el hombro izquierdos de su chaqueta. Ahora bien, si hubiera ido sentado en el centro del coche, probablemente no tendría ninguna salpicadura; y de tenerlas, serían simétricas. Así pues, está claro que iba sentado a un lado. Por lo tanto, está igualmente claro que iba acompañado.

—Es muy evidente.

—Una absoluta vulgaridad, ¿no le parece?

—¿Y lo de los zapatos y el baño?

—Igual de infantil. Usted tiene la costumbre de atarse los zapatos de una determinada manera. En esta ocasión, veo que los lleva atados con una doble lazada muy elaborada, que no es su manera habitual de atarlos. Por lo tanto, se los ha quitado. ¿Quién ha podido atárselos? O bien un zapatero... o bien el asistente de la casa de baños. Es muy poco probable que haya sido un zapatero, porque sus zapatos están casi nuevos. ¿Qué queda entonces? El baño. Ridículo, ¿verdad? Pero, a fin de cuentas, el baño turco ha servido para algo.

—¿Para qué?

—Acaba usted de decir que lo ha tomado porque necesitaba un cambio. Permítame que le sugiera un buen cambio. ¿Qué le parecería Lausana, querido Watson? Billetes de primera clase y todos los gastos pagados, como un príncipe.

—¡Espléndido! Pero ¿por qué?

Holmes se recostó en su butaca y sacó del bolsillo su cuaderno de notas.

—Una de las especies más peligrosas del mundo —dijo— es la mujer errante y sin amigos. Por sí misma es el más inofensivo, y a veces el más útil de los mortales, pero inevitablemente incita a los demás al crimen. Está indefensa. Es migratoria. Dispone de medios suficientes para trasladarse de país en país y de hotel en hotel. Y con cierta frecuencia, se pierde en un laberinto de oscuras pensiones y casas de huéspedes. Es una gallina extraviada en un mundo de zorros. Si la devoran, casi nadie la echará de menos. Mucho me temo que algo malo le ha sucedido a lady Francés Carfax.

Confieso que sentí alivio ante este súbito descenso de lo general a lo particular. Holmes consultó sus notas.

—Lady Francés —continuó— es la única superviviente de la descendencia directa del difunto conde de Rufton. Como recordará, las propiedades se heredan por la línea masculina. A ella le quedaron unos recursos limitados, pero que incluían una colección muy notable de antiguas joyas españolas de plata y diamantes con talla muy curiosa, a la que se sentía muy apegada..., demasiado apegada, a decir verdad, puesto que se negó a dejar las joyas en el banco y las lleva siempre consigo. Una figura patética, esta lady Francés. Una mujer hermosa, todavía en el principio de su madurez, y sin embargo, por un extraño capricho del destino, el último resto del naufragio de lo que, hace tan solo veinte años, era una espléndida flota.

—¿Y qué le ha sucedido?

—Eso mismo: ¿qué le ha sucedido a lady Francés? ¿Está viva o muerta? Ese es nuestro problema. Es una señora de costumbres invariables, y durante cuatro años una de sus costumbres invariables ha sido escribir cada dos semanas a la señorita Dobney, su antigua institutriz, que hace tiempo que se retiró y vive en Camberwell. Es precisamente la señorita Dobney la que me ha consultado. Lleva casi cinco semanas sin recibir ni una línea. La última carta traía remite del Hotel National de Lausana. Parece que lady Francés se marchó de allí sin dejar ninguna dirección. La familia está preocupada y, como son exageradamente ricos, no repararán en gastos para aclarar el asunto.

—¿Es esa señorita Dobney la única fuente de información? Seguro que se escribía con alguien más.

—Uno de sus corresponsales es de los que no fallan, Watson: el banco. Las señoras solteras tienen que vivir, y sus cartillas del banco son como diarios resumidos de su vida. Su banco es el Silverster's. He echado un vistazo a su cuenta corriente. El penúltimo cheque sirvió para pagar la cuenta en Lausana, pero la cantidad era bastante elevada y probablemente le quedó dinero en efectivo. Y desde entonces, solo se ha extendido un cheque más.

—¿A quién y dónde?

—A la señorita Marie Devine. No hay ningún dato que indique dónde se extendió el cheque. Se cobró en el Crédit Lyonnais de Montpellier, hace menos de tres semanas. La suma era de cincuenta libras.

—¿Y quién es esa Marie Devine?

—Eso también he podido averiguarlo. La señorita Marie Devine era la doncella de lady Francés Carfax. Lo que aún no sabemos es por qué tuvo que pagarle con ese cheque. Sin embargo, estoy completamente seguro de que sus investigaciones no tardarán en ponerlo en claro.

—¿Mis investigaciones?

—Aquí viene lo del viaje de salud a Lausana. Ya sabe usted que no es posible que yo me ausente de Londres mientras el viejo Abrahams vive aterrorizado, temiendo por su vida. Además, en términos generales, es mejor que yo no salga del país. Scotland Yard se siente desamparada sin mí, y eso provoca en los ambientes criminales una excitación muy poco saludable. Vaya usted, pues, querido Watson, y si mi humilde consejo puede resultar rentable al extravagante precio de dos peniques la palabra, se encuentra a su disposición día y noche a este extremo del telégrafo continental.

Dos días después, me encontraba en el Hotel National de Lausana, donde recibí toda clase de atenciones por parte del señor Moser, el célebre gerente del hotel. Según él mismo me informó, lady Francés se había alojado allí durante varias semanas. Se había ganado las simpatías de todos los que la habían tratado. No tendría más de cuarenta años. Aún seguía siendo hermosa, y tenía todas las trazas de haber sido una mujer bellísima en su juventud. El señor Moser no sabía nada de que tuviese joyas de valor, pero entre la servidumbre se comentaba que el pesado baúl que la señora tenía en su habitación estaba siempre escrupulosamente cerrado con llave. Marie Devine, la doncella, caía tan bien como su señora. Incluso se había comprometido con uno de los jefes de camareros del hotel, y no hubo ninguna dificultad para conseguir su dirección: vivía en la Rué de Trajan número 11, de Montpellier. Yo lo apunté todo, convencido de que ni el mismo Holmes habría podido reunir los datos con más habilidad.

Solo quedaba un punto oscuro. Ninguno de los datos que yo poseía podía explicar la repentina partida de la dama. Vivía muy feliz en Lausana. Todo parecía indicar que tenía la intención de quedarse el resto de la temporada en sus lujosas habitaciones con vistas al lago. Y, sin embargo, se había marchado avisando con un solo día de antelación, lo cual la había obligado a pagar la cuenta de una semana entera sin provecho alguno. Solo Jules Vibart, el novio de la doncella, había sugerido una posible explicación. Vibart relacionaba la brusca partida con la visita al hotel, uno o dos días antes, de un hombre alto, moreno y barbudo. Un sauvage; un véritable sauvage, aseguraba. El hombre se alojaba en algún otro lugar de la ciudad. Se le había visto hablando muy en serio con la señora en el paseo que bordea el lago. Luego había acudido a visitarla al hotel, pero ella se había negado a recibirle. Era inglés, pero nadie sabía su nombre. La señora se había marchado inmediatamente después. Jules Vibart y —lo que es más importante— la novia de Jules Vibart opinaban que entre la visita y la precipitada marcha había una relación de causa y efecto. Solo había una cosa de la que Jules no quería hablar: la razón por la que Marie se había separado de su señora. De eso no podía o no quería decir una palabra. Si yo quería enterarme, tendría que ir a Montpellier y preguntárselo a ella.

Así terminó el primer capítulo de mi investigación. El segundo lo dediqué a averiguar adonde se había dirigido lady Francés Carfax al salir de Lausana. Se había mostrado un poco misteriosa al respecto, lo cual parecía confirmar la idea de que se había marchado con la intención de despistar a alguien. De no ser así, ¿por qué no dejó poner abiertamente en su equipaje la etiqueta de Badén? Tanto el equipaje como ella habían llegado al balneario renano dando un rodeo. Todo esto lo averigüé con la ayuda del gerente de la oficina local de viajes Cook. Así que me marché a Badén, tras haber enviado a Holmes una relación completa de mis actividades, y haber recibido en respuesta un telegrama de elogio en tono de humor.

En Badén no resultó difícil seguir la pista. Lady Francés se había alojado durante dos semanas en el Englischer Hof. Estando allí, había conocido a un tal doctor Shlessinger y a su esposa, misioneros en Sudamérica. Como otras muchas damas solitarias, lady Francés encontraba consuelo y entretenimiento en la religión. La fuerte personalidad del doctor Shlessinger, su ferviente devoción, y el hecho de que se estuviera recuperando de una enfermedad contraída durante el ejercicio de sus deberes apostólicos, la impresionaron profundamente. Había estado ayudando a la señora Shlessinger a cuidar del santo convaleciente, que, según me explicó el gerente, se pasaba el día tumbado en una hamaca en la terraza, con una de sus dos cuidadoras a cada lado. El doctor estaba confeccionando un mapa de Tierra Santa, con especial mención del reino de los madianitas, sobre el que estaba escribiendo una monografía. Por último, habiendo mejorado mucho su salud, él y su esposa habían regresado a Londres, y lady Francés se había marchado con ellos. De eso hacía ya tres semanas, y el gerente no había tenido más noticias. En cuanto a la doncella, Marie, se había marchado unos días antes, hecha un mar de lágrimas, tras anunciar a las demás doncellas que dejaba de servir para siempre. El doctor Shlessinger había pagado al marcharse las facturas de todos.

—Por cierto —dijo el gerente al final de la conversación—, no es usted el único amigo de lady Francés Carfax que anda preguntando por ella. Hace más o menos una semana vino por aquí un hombre preguntando lo mismo.

—¿Dijo su nombre?

—No, pero era inglés, aunque de un tipo poco corriente.

—¿Un salvaje? —pregunté, atando cabos a la manera de mi ilustre amigo.

—Exacto. Eso lo describe muy bien. Un tipo corpulento, barbudo, curtido por el sol, que daba la impresión de sentirse más en su ambiente en una taberna de campesinos que en un hotel elegante. Me pareció un tipo duro y feroz, de los que uno procura no ofender.

El misterio empezaba a cobrar forma, de la misma manera que las figuras se van viendo más claras cuando se levanta la niebla. Teníamos a aquella buena y piadosa dama, perseguida de un sitio a otro por un personaje siniestro e implacable. Ella tenía miedo de él, pues de lo contrario no habría huido de Lausana. El había continuado persiguiéndola. Tarde o temprano, la alcanzaría. ¿Acaso la había alcanzado ya? ¿Era ese el secreto del prolongado silencio de la dama? ¿Podrían las buenas personas que ahora la acompañaban protegerla de la violencia o del chantaje? ¿Qué horrible propósito, qué siniestro designio se ocultaba tras aquella larga persecución? Ese era el problema que yo tenía que resolver.

Escribí a Holmes, explicándole con qué rapidez y seguridad había conseguido llegar al fondo del asunto. Como respuesta, recibí un telegrama solicitando una descripción de la oreja izquierda del doctor Shlessinger. El concepto que Holmes tenía del humor era bastante extraño, y en ocasiones podía resultar ofensivo, así que no tuve en cuenta aquella broma inoportuna. En realidad, ya me encontraba en Montpellier, en busca de la doncella Marie, cuando me llegó su mensaje.

No tuve dificultad en localizar a la ex sirvienta y enterarme de todo lo que ella podía contarme. Era una mujer muy leal, que solo se había decidido a dejar a su señora porque estaba segura de que quedaba en buenas manos, y porque, de todos modos, su propio e inminente matrimonio hacía inevitable la separación. Me confesó con pena que, durante su estancia en Badén, su señora se había mostrado bastante irritable, e incluso había llegado a interrogarla una vez, como si dudase de su honradez, y que esto había hecho más fácil la separación, que de otro modo habría sido más dolorosa. Lady Francés le había dado cincuenta libras como regalo de bodas. Lo mismo que yo, Marie sentía una profunda desconfianza por el extraño que había hecho huir a su señora de Lausana. Ella misma le había visto, con sus propios ojos, agarrar a la señora por la muñeca con gran violencia durante aquel paseo a orillas del lago. Era un hombre feroz y terrible. Marie estaba convencida de que, por miedo a aquel hombre, lady Francés había aceptado regresar a Londres en compañía de los Shlessinger. La señora nunca le había dicho nada, pero ella estaba convencida, por muchas pequeñas señales que había advertido, de que lady Francés vivía en un constante estado de aprensión nerviosa. Hasta aquí habíamos llegado en la conversación cuando, de pronto, Marie saltó de su asiento, con el rostro contraído de sorpresa y miedo.

—¡Mire! —exclamó—. ¡El muy miserable continúa persiguiéndola! ¡Ese es el hombre del que le hablaba!

A través de la ventana abierta del cuarto de estar, vi a un hombre corpulento y moreno, con hirsuta barba negra, que caminaba lentamente por el centro de la calle, consultando con gran interés la numeración de las casas. Era evidente que había seguido la pista de la doncella, igual que yo. Me dejé llevar por el impulso del momento, salí corriendo a la calle y le interpelé.

—¿Es usted inglés? —pregunté.

—¿Y qué si lo soy? —respondió con un gesto huraño.

—¿Puedo preguntarle su nombre?

—No, no puede —contestó muy decidido.

La situación resultaba algo embarazosa, pero con frecuencia el camino más directo es el mejor.

—¿Dónde está lady Francés Carfax? —pregunté. Él se me quedó mirando, asombrado—. ¿Qué ha hecho usted con ella? ¿Por qué la persigue? ¡Exijo una respuesta! —insistí.

El individuo lanzó un rugido de furia y saltó sobre mí como un tigre. Yo me he defendido muy bien en muchas peleas, pero aquel hombre tenía una garra de hierro y la furia de un demonio. Su mano me apretaba la garganta y yo estaba a punto de perder el conocimiento cuando un obrero francés mal afeitado, con blusa azul, salió disparado del bar de enfrente con una porra en la mano, y le asestó a mi atacante un fuerte golpe en el antebrazo, que le hizo soltar su presa. Se quedó unos momentos ardiendo de rabia, sin decidirse a reanudar su ataque, y por fin, con un gruñido de ira, me dejó y entró en la casita de la que yo acababa de salir.

Me volví para dar las gracias a mi salvador, que había permanecido junto a mí en la calzada.

—¡Caramba, Watson! —dijo el hombre—. ¡Bonito lío ha armado usted! Empiezo a creer que lo mejor que podría hacer sería regresar conmigo a Londres en el expreso de la noche.

Una hora después, Sherlock Holmes estaba sentado en mi habitación del hotel, con su vestimenta y estilo habituales. La explicación que dio de su súbita y oportuna aparición era la sencillez misma: habiendo llegado a la conclusión de que podía ausentarse de Londres, había decidido salirme al encuentro en la que, evidentemente, era la siguiente parada de mi recorrido. Y disfrazado de trabajador, se había sentado en el bar a esperar que yo apareciera.

—Y la verdad, querido Watson, es que ha llevado usted a cabo una investigación extraordinariamente consistente —dijo—. Así, de momento, no se me ocurre ningún posible error que haya dejado de cometer. El resultado global de sus actividades ha sido dar la alarma en todas partes sin descubrir nada.

—Quizás usted lo habría hecho mejor —respondí un tanto picado.

—Nada de «quizás». Lo he hecho mejor. Aquí tenemos al honorable Philip Green, que se aloja como usted en este mismo hotel, y es muy posible que él nos proporcione el punto de partida para una investigación más fructífera.

Nos habían traído una tarjeta en una bandeja, y tras la tarjeta llegó el mismo rufián barbudo que me había atacado en la calle, y que dio un respingo al verme.

—¿Qué es esto, señor Holmes? —preguntó—. Recibí su nota y he venido, pero ¿qué tiene que ver este hombre en el asunto?

—Le presento a mi viejo amigo y asociado, el doctor Watson, que nos está ayudando en este caso.

El desconocido extendió una mano enorme y tostada, con unas palabras de disculpa.

—Espero no haberle hecho daño. Cuando usted me acusó de estar persiguiéndola, perdí el control de mis actos. La verdad es que últimamente no soy dueño de mí mismo. Tengo los nervios como cables eléctricos. Esta situación me supera. Lo que me gustaría saber en primer lugar, señor Holmes, es cómo demonios supo usted de mi existencia.

—Estoy en contacto con la señorita Dobney, la institutriz de lady Francés.

—¡La vieja Susan Dobney, con su eterna cofia! La recuerdo muy bien.

—Y ella se acuerda de usted. De los tiempos antes de que..., de que usted juzgara conveniente marcharse a Sudáfrica.

—Ah, ya veo que conoce usted toda mi historia. Así pues, no necesito ocultarle nada. Le juro a usted, señor Holmes, que jamás hubo en el mundo un hombre que amara a una mujer con un amor más ferviente que el que yo sentía por Francés. Yo era un joven bastante alocado, lo sé, aunque no peor que otros de mi clase. Pero ella era tan pura como la nieve y no podía tolerar ni una sombra de incorrección. Así que, cuando se enteró de algunas cosas que yo había hecho, no quiso tener más tratos conmigo. Y, sin embargo, ella me amaba. Eso es lo maravilloso del caso. Me amaba lo suficiente como para permanecer soltera toda su santa vida, solo por mí. Pasaron los años, yo hice fortuna en Barberton, y pensé que, si venía a buscarla, quizá podría ablandarla. Me había enterado de que seguía soltera. La encontré en Lausana, e hice todo lo que pude. Creo que se ablandó, pero tiene mucha fuerza de voluntad y la siguiente vez que fui a visitarla ya se había marchado. Le seguí la pista hasta Badén, y allí, al cabo de algún tiempo, me enteré de que su doncella se encontraba aquí. Soy un tipo rudo, que ha llevado una vida dura, y cuando el doctor Watson me habló de aquella manera perdí el control por un momento. Pero, por Dios, dígame qué le ha ocurrido a lady Francés.

—Eso es lo que tenemos que averiguar —dijo Sherlock Holmes con extraña solemnidad—. ¿Cuál es su dirección en Londres, señor Green?

—Me localizarán en el Hotel Langham.

—Entonces le recomiendo que regrese allí y se mantenga a mano por si le necesitáramos. No es mi intención despertar falsas esperanzas, pero puede usted estar seguro de que se hará todo cuanto pueda hacerse por la seguridad de lady Francés. Por el momento, no puedo decirle más. Voy a dejarle esta tarjeta para que pueda mantenerse en contacto con nosotros. Y ahora, Watson, si hace usted su equipaje, telegrafiaré a la señora Hudson para que se esfuerce al máximo por atender a dos viajeros hambrientos mañana a las siete y media.

Cuando llegamos a nuestras habitaciones de Baker Street nos estaba esperando un telegrama, que Holmes leyó con una exclamación de interés y me pasó a continuación. «Rasgada o con muescas», decía el mensaje, que tenía remite de Badén.

—¿Qué quiere decir esto? —pregunté.

—Lo quiere decir todo —respondió Holmes—. Tal vez se acuerde usted de aquella pregunta aparentemente sin importancia acerca de la oreja izquierda de ese sacerdotal caballero, y que usted no respondió.

—Ya me había marchado de Badén, y no pude hacer averiguaciones.

—Exacto. Por esa razón, envié un telegrama idéntico al gerente del Englischer Hof, y esta es su respuesta.

—Y eso ¿qué demuestra?

—Demuestra, querido Watson, que tenemos que habérnoslas con un hombre excepcionalmente astuto y peligroso. El reverendo doctor Shlessinger, misionero en Sudamérica, no es otro que El Santo Peters, uno de los granujas más desalmados que ha engendrado Australia..., y es que, para tratarse de un país tan joven, ha producido algunos elementos de primerísima clase. Su especialidad particular es la seducción de damas solitarias explotando sus sentimientos religiosos, y para ello cuenta con la valiosa ayuda de su supuesta esposa, una inglesa apellidada Fraser. Fue su táctica característica lo que me hizo sospechar de su identidad. Y esta particularidad física, producto de un mordisco que sufrió en una pelea de taberna en Adelaida en el 89, confirmó mis sospechas. Esta pobre mujer se encuentra en las garras de una pareja infernal que no se detendrá ante nada, Watson. Es muy probable que ya esté muerta. Y si no lo está, se encuentra confinada de algún modo, y por eso no puede escribir a la señorita Dobney ni a sus otros amigos. Es posible que no haya llegado a Londres, o que haya pasado de largo, aunque lo primero es bastante improbable, porque, con esos sistemas de control que tienen, no es fácil para los extranjeros hacer trampas a la policía del continente. Y lo segundo también es improbable, porque ¿dónde iban a encontrar esos canallas un sitio mejor para mantener secuestrada a una persona? Todos mis instintos me dicen que están en Londres, pero como por el momento no tenemos manera de saber dónde, solo podemos tomar las medidas más obvias: comer algo y armarnos de paciencia. Luego, por la tarde, me daré una vuelta hasta Scotland Yard y cambiaré unas palabras con el amigo Lestrade.

Pero ni el Cuerpo de Policía ni la pequeña pero eficiente organización privada de Holmes lograron esclarecer el misterio. Entre los millones de personas que abarrotaban Londres, las tres que nosotros buscábamos se habían perdido tan completamente como si jamás hubieran existido. Se publicaron anuncios, sin ningún éxito. Se siguieron pistas que no condujeron a nada. Se registró en vano todo refugio de criminales que Shlessinger hubiera podido frecuentar. Se vigiló a sus antiguos cómplices, pero ninguno de ellos se puso en contacto con él. Y de pronto, tras una semana de angustiosa incertidumbre, vislumbramos un rayo de luz. En la tienda de Bevington's, en Westminster Road, alguien había empeñado un pendiente de plata y brillantes de estilo español antiguo. El individuo que lo empeñó era un hombre alto, bien afeitado, de aspecto clerical. Su nombre y dirección resultaron falsos. El prestamista no se había fijado en la oreja, pero la descripción que dio correspondía sin duda a Shlessinger.

Nuestro barbudo amigo del Hotel Langham nos había visitado tres veces en busca de noticias, y la tercera vez llegó menos de una hora después de conocerse aquella novedad. Las ropas empezaban a quedarle grandes a su corpachón. Parecía como si la ansiedad lo estuviera consumiendo. «¡Si al menos hubiese algo que yo pudiera hacer!», era su queja constante. Ahora Holmes podía por fin complacerle.

—Ha comenzado a empeñar las joyas. Ahora podríamos atraparlo.

—¿Quiere esto decir que le ha sucedido alguna desgracia a lady Francés?

Holmes meneó la cabeza muy serio.

—Suponiendo que la hayan tenido prisionera hasta ahora, está claro que no pueden dejarla libre sin buscarse la ruina. Debemos estar preparados para lo peor.

—¿Y qué puedo yo hacer?

—¿Esa gente le conoce de vista?

—No.

—Es posible que la próxima vez vaya a alguna otra casa de empeños. En ese caso, tendríamos que empezar de nuevo. Por otra parte, aquí ha conseguido un buen precio y no se le han hecho preguntas, así que, si tiene necesidad de dinero fresco, lo más probable es que vuelva a Bevington's. Le daré a usted una carta de presentación y le dejarán que monte guardia en la tienda. Si nuestro hombre se presenta, usted le seguirá hasta su casa. Pero tiene que ser muy discreto y, sobre todo, nada de violencias. Le conmino por su honor a no dar ningún paso sin mi conocimiento y consentimiento.

Durante dos días, el honorable Philip Green (que, dicho sea de paso, era hijo del famoso almirante del mismo nombre que mandaba la flota del mar de Azof en la Guerra de Crimea) no nos trajo ninguna noticia. Pero en la tarde del tercer día entró corriendo en nuestra sala de estar, temblando y con todos los músculos de su poderosa estructura vibrando de emoción.

—¡Ya es nuestro! ¡Ya es nuestro! —gritaba.

Su agitación le impedía expresarse coherentemente. Holmes lo tranquilizó con unas pocas palabras y lo empujó hacia una butaca.

—Vamos a ver; ahora cuéntenos los hechos en su debido orden —dijo.

—Llegó hace tan solo una hora. Esta vez era la mujer, pero el pendiente que traía era el compañero del otro. Es una mujer alta y pálida, con ojos de hurón.

—¡Esa es! —dijo Holmes.

—Salió de la tienda y yo la seguí. Fue andando hasta Kennington 10 Road, y yo tras ella. Por fin, entró en un establecimiento. Una funeraria, señor Holmes.

Mi compañero se sobresaltó.

—¿Y bien? —preguntó con aquella voz vibrante que revelaba el alma apasionada que se ocultaba tras aquel rostro frío y gris.

—Yo entré también. Ella estaba hablando con la mujer del mostrador. La oí decir «Es tarde», o algo parecido. La otra mujer se estaba excusando. «Ya deberían haberlo traído —decía—, pero ha tardado más tiempo por tratarse de una cosa fuera de lo corriente». Entonces las dos se callaron y se quedaron mirándome, así que pregunté lo primero que se me ocurrió y luego me marché.

—Lo hizo usted muy bien. ¿Qué sucedió a continuación?

—La mujer salió, pero yo me había escondido en un portal. Me temo que había despertado sus sospechas, porque miró a un lado y a otro, y luego llamó a un coche y se metió en él. Yo tuve la suerte de encontrar otro y la seguí— Se paró por fin en el número 36 de Poultney Square, en Brixton. Yo pasé de largo, bajé de mi coche en la esquina de la plaza y vigilé la casa.

—¿Vio usted a alguien?

—Todas las ventanas estaban oscuras, excepto una de la planta baja. La persiana estaba bajada, y no pude ver el interior. Estaba allí parado, preguntándome qué hacer a continuación, cuando llegó un furgón cerrado en el que venían dos hombres. Se bajaron, sacaron algo del furgón, y lo llevaron hasta la puerta de la casa. Señor Holmes, era un ataúd.

—¡Ah!

—Por un instante, estuve a punto de correr hacia la casa e intentar entrar, aprovechando que habían abierto la puerta para dejar pasar a los hombres con su carga. Fue la misma mujer la que abrió la puerta. Pero entonces me vio, y creo que me reconoció. La vi sobresaltarse y cerrar apresuradamente la puerta. Me acordé entonces de la promesa que le hice, y aquí estoy.

—Ha hecho usted un trabajo excelente —dijo Holmes, mientras garabateaba unas palabras en una cuartilla de papel—. No podemos hacer nada legal sin una orden judicial, y el mejor servicio que puede usted hacer a la causa es llevar esta nota a las autoridades y obtener una. Puede que encontremos alguna dificultad, pero yo creo que la venta de joyas robadas será motivo suficiente. Lestrade se ocupará de todos los detalles.

—Pero mientras tanto pueden asesinarla. ¿Qué significa eso del ataúd, y para quién puede ser, sino para ella?

—Haremos todo lo que podamos, señor Green. No perderemos ni un solo segundo. Déjelo en nuestras manos. Bien, Watson —dijo, mientras nuestro cliente se marchaba a toda prisa—, eso pondrá en marcha a las fuerzas oficiales. Nosotros, como de costumbre, somos las extraoficiales y tendremos que actuar a nuestra manera. La situación me parece tan desesperada que quedan justificados los procedimientos más extremos. Hay que ir a Poultney Square sin perder un instante.

* * *

—Intentemos reconstruir la situación —dijo Holmes, mientras nuestro coche pasaba a toda velocidad frente al Parlamento y cruzaba el puente de Westminster—. Esos granujas engañaron a la pobre mujer y se la trajeron a Londres, después de haberla hecho separarse de su fiel doncella. Si ha escrito alguna carta, ellos la han interceptado. Con ayuda de algún cómplice, han alquilado una casa amueblada. Una vez instalados en ella, han hecho prisionera a lady Francés y se han apoderado de sus valiosas joyas, que eran su objetivo desde el primer momento. Y ya han empezado a venderlas, creyéndose seguros, ya que no tienen razón alguna para sospechar que alguien esté interesado en lo que le ocurre a la señora. Por supuesto, en cuanto la dejaran libre, ella los denunciaría. Por lo tanto, no deben dejarla libre. Pero tampoco pueden mantenerla bajo llave eternamente, así que su única solución es el asesinato. —Eso parece muy claro.

—Sigamos ahora otra línea de razonamiento. Cuando uno sigue dos cadenas lógicas diferentes, Watson, se acaba llegando a algún punto de intersección que se aproxima mucho a la verdad. Ahora vamos a empezar, no por la dama, sino por el ataúd, y razonaremos hacia atrás. Mucho me temo que ese incidente demuestra sin lugar a dudas que la dama está ya muerta. También parece indicar que se proponen enterrarla con todas las de la ley, con el correspondiente certificado médico y todos los beneplácitos oficiales. Si la hubieran asesinado de manera evidente, la habrían enterrado en el jardín trasero, sin que nadie se enterara. En cambio, todo lo hacen abiertamente y sin tapujos. ¿Qué significa eso? Seguramente, que la han hecho morir de algún modo que parece natural y que ha conseguido engañar al médico; envenenándola, tal vez. Sin embargo, es muy raro que hayan permitido que la vea un médico, a menos que también el médico sea cómplice, lo cual no resulta muy verosímil.

—¿No podrían haber falsificado un certificado médico?

—Eso sería peligroso, Watson, muy peligroso. No, no creo que hayan hecho eso. ¡Pare, cochero! Esta debe de ser la funeraria, porque acabamos de pasar por la tienda de empeños. ¿Le importaría entrar, Watson? Su aspecto inspira confianza. Pregunte a qué hora será mañana el entierro de Poultney Square.

La mujer de la funeraria me respondió sin vacilar que sería a las ocho de la mañana.

—Ya lo ve, de algún modo, han cumplido todos los requisitos legales y piensan que no tienen nada que temer. No nos queda otro recurso que un ataque frontal directo. ¿Va usted armado?

—Llevo mi bastón.

—Bien, tendrá que bastarnos. «Triplemente armado va el hombre que lucha por una causa justa» [Shakespeare, Enrique VI, 111,2,233]. No podemos permitirnos el lujo de esperar a la policía, ni mantenernos dentro de los límites estrictos de la ley. Puede marcharse, cochero. Y ahora, Watson, vamos a poner a prueba nuestra suerte, como ya hemos hecho en ocasiones anteriores.

Había llamado ruidosamente a la puerta de una casa grande y oscura que se alzaba en el centro de Poultney Square. La puerta se abrió de inmediato, y la silueta de una mujer alta apareció recortada contra el fondo del mal iluminado vestíbulo.

—¿Qué quieren ustedes? —preguntó en tono áspero, mirándonos a través de la oscuridad.

—Deseo hablar con el doctor Shlessinger —dijo Holmes.

—Aquí no hay nadie que se llame así —respondió la mujer, intentando cerrar la puerta; pero Holmes había metido el pie para impedirlo.

—Está bien, deseo ver al hombre que vive aquí, se llame como se llame —insistió Holmes con firmeza.

Ella vaciló, pero acabó abriendo la puerta de par en par.

—Muy bien, entren —dijo—. Mi marido no tiene miedo de ningún hombre en todo el mundo —cerró la puerta a nuestras espaldas y nos hizo pasar a una sala situada a la derecha del vestíbulo, encendiendo la luz de gas antes de dejarnos solos—. El señor Peters estará con ustedes dentro de un instante.

Sus palabras se cumplieron al pie de la letra, ya que apenas habíamos tenido tiempo de echar un vistazo a la polvorienta y apolillada habitación en la que nos encontrábamos, cuando se abrió la puerta y entró con paso resuelto un hombre corpulento, calvo y completamente afeitado. Tenía un rostro ancho y colorado, con las mejillas colgantes y un aire general de benevolencia superficial, que quedaba desmentido por una boca cruel y maligna.

—Seguramente, se trata de un error, caballeros —dijo con voz untuosa y persuasiva—. Me temo que se han equivocado de dirección. Es posible que, si preguntan un poco más calle abajo...

—Ya basta. No tenemos tiempo que perder —dijo mi compañero con firmeza—. Usted es Henry Peters, de Adelaida, también conocido como el reverendo doctor Shlessinger, de Badén y Sudamérica. Estoy tan seguro de ello como de que me llamo Sherlock Holmes.

Peters, como lo llamaré a partir de ahora, hizo un gesto de sorpresa y se quedó mirando fijamente a su formidable perseguidor.

—Su nombre no me asusta, señor Holmes —dijo con frialdad—. Cuando uno tiene la conciencia tranquila, no es fácil hacerle temblar. ¿Qué asuntos le han traído a mi casa?

—Quiero saber qué han hecho ustedes con lady Francés Carfax, a la que trajeron aquí desde Badén.

—Ya me gustaría que pudiera usted decirme dónde está esa señora —respondió Peters con igual frialdad—. Tiene una deuda conmigo de casi cien libras, y la única señal que dejó fue un par de pendientes de pacotilla que los prestamistas no quieren ni mirar. Esa mujer se nos pegó a la señora Peters y a mí en Badén (es cierto que en aquel momento yo estaba utilizando otro nombre), y siguió pegada a nosotros hasta que llegamos a Londres. Yo le pagué la cuenta del hotel y el billete. Una vez en Londres, nos dio esquinazo y, como le he dicho, nos dejó esas alhajas anticuadas como pago de su deuda. Si usted la encuentra, señor Holmes, yo le estaré muy agradecido.

—Estoy decidido a encontrarla —dijo Sherlock Holmes—. Y pienso registrar esta casa hasta que la encuentre.

—¿Dónde está la orden de registro?

Holmes medio sacó un revólver del bolsillo.

—Tendremos que arreglarnos con esta hasta que consigamos otra mejor.

—Pero... ¡es usted un vulgar asaltante!

—Puede usted llamarme así—dijo Holmes alegremente—. Y también mi compañero es un peligroso rufián. Y los dos juntos vamos a registrar su casa.

Nuestro oponente abrió la puerta.

—¡Ve a buscar un policía, Annie! —dijo.

Se oyó un revuelo de faldas en el pasillo, y la puerta de la calle se abrió y volvió a cerrarse.

—Tenemos poco tiempo, Watson —dijo Holmes—. Si trata de interponerse, Peters, puede estar seguro de que saldrá malparado. ¿Dónde está ese ataúd que han traído a la casa?

—¿Qué le importa a usted el ataúd? Está cumpliendo su función. Hay un cadáver en él.

—Tengo que ver ese cadáver.

—No se lo consentiré.

—Pues lo haré sin su consentimiento.

Con un rápido movimiento, Holmes empujó a un lado al individuo y salió al vestíbulo. Frente a nosotros había una puerta entreabierta. Entramos en la habitación, que resultó ser el comedor. El ataúd se encontraba encima de la mesa, bajo una lámpara encendida a medio gas. Holmes abrió del todo la llave del gas y levantó la tapa. En las profundidades del féretro yacía una figura escuálida. La luz del techo iluminó un rostro anciano y decrépito. Ni toda la crueldad, el hambre y las enfermedades del mundo podrían haber transformado a la aún hermosa lady Francés en aquella ruina consumida. En el rostro de Holmes se reflejaron la sorpresa y el alivio.

—¡Gracias a Dios! —murmuró—. No es ella.

—¡Ah, por una vez ha metido usted la pata, señor Sherlock Holmes! —dijo Peters, que nos había seguido al comedor.

—¿Quién es esta mujer?

—Ya que tanto le interesa saberlo, es una antigua niñera de mi esposa, llamada Rose Spender, a la que encontramos en la enfermería del asilo para indigentes de Brixton. La trajimos aquí, avisamos al doctor Horsom, de Firbank Villas número 13 (procure aprenderse bien la dirección, señor Holmes), y la hemos atendido con cariño, como hacen los buenos cristianos. Falleció al tercer día...; el certificado médico dice que de decadencia senil, pero, claro, esa es solo la opinión del médico y, naturalmente, usted sabe más que él. Encargamos el entierro y el funeral a Stimson & Co., de Kennington Road, que la enterrarán mañana por la mañana, a las ocho. ¿Encuentra algún fallo a todo esto, señor Holmes? Ha metido usted la pata, y más le valdría reconocerlo. Daría cualquier cosa por tener una fotografía de la cara de asombro que ha puesto cuando levantó la tapa, esperando encontrar a lady Francés Carfax, y no encontró más que a una pobre anciana de noventa años.

A pesar de las burlas de su antagonista, la expresión de Holmes seguía tan impasible como siempre, pero sus puños apretados revelaban su intenso disgusto.

—Voy a registrar su casa —dijo.

—¿Conque sí, eh? —exclamó Peters al oír una voz de mujer y fuertes pisadas en el pasillo—. Eso ya lo veremos. Por aquí, agentes, hagan el favor. Estos hombres han entrado en mi casa por la fuerza y no logro hacer que se marchen. Ayúdenme a librarme de ellos.

En la puerta aparecieron un sargento y un policía de uniforme. Holmes sacó una tarjeta de su cartera.

—Aquí tienen mi nombre y dirección. Y este es mi amigo, el doctor Watson.

—Caramba, señor, le conocemos perfectamente —dijo el sargento—, pero no puede usted permanecer aquí sin una orden judicial.

—Desde luego que no. Me doy perfecta cuenta de ello.

—¡Deténganlo! —gritó Peters.

—Si llegara a hacer falta, ya sabemos dónde localizar a este caballero —dijo el sargento con aire pomposo—; pero usted tiene que irse, señor Holmes.

—Sí, Watson, tendremos que irnos.

Un minuto más tarde estábamos de nuevo en la calle. Holmes seguía tan frío como siempre, pero yo estaba ardiendo de rabia y humillación. El sargento había venido detrás de nosotros.

—Lo siento, señor Holmes, pero es la ley.

—Naturalmente, sargento. No podía usted hacer otra cosa.

—Supongo que tendría usted buenas razones para estar allí. Si hay algo que yo pueda hacer...

—Una mujer ha desaparecido, sargento, y creemos que se encuentra en esa casa. Esperamos una orden de registro de un momento a otro.

—En tal caso, no les quitaré el ojo de encima, señor Holmes. Y si sucede algo, se lo haré saber.

Eran solo las nueve y nos lanzamos sobre la pista con el máximo entusiasmo. En primer lugar, nos dirigimos a la enfermería del asilo para indigentes de Brixton, donde comprobamos que, efectivamente, una caritativa pareja había ido unos días antes, había identificado a una anciana deficiente mental como una antigua sirvienta, y había obtenido autorización para llevársela a casa con ellos. A nadie le sorprendió enterarse de que había fallecido.

Nuestro siguiente objetivo era el médico. Le habían llamado, había encontrado una mujer que se moría de pura senilidad, había sido testigo de su muerte, y había firmado el certificado en la forma debida. «Les aseguro que todo fue absolutamente normal, y que no existe posibilidad de juego sucio», nos dijo. No había visto en la casa nada sospechoso, exceptuando que, para gente de su clase, resultaba extraño que no tuvieran servidumbre. Este fue el testimonio del doctor, y de ahí no pasó.

Por último, llegamos a Scotland Yard. La orden judicial había tropezado con algunas dificultades de trámite, y era inevitable un cierto retraso. No se podría conseguir la firma del magistrado hasta la mañana del día siguiente. Si Holmes se presentaba a eso de las nueve, podría acompañar a Lestrade y presenciar el registro. Así concluyó el día, salvo que nuestro amigo el sargento vino a visitarnos cerca de la medianoche para decirnos que había visto luces trémulas en las ventanas de la gran casa oscura, pero que nadie había entrado ni salido de ella. Lo único que podíamos hacer era armarnos de paciencia y aguardar a la mañana siguiente.

Sherlock Holmes se encontraba demasiado irritable para conversar y demasiado inquieto para dormir. Lo dejé fumando a pleno pulmón, con las espesas y oscuras cejas contraídas y sus largos y nerviosos dedos tamborileando en los brazos de su butaca, mientras su cerebro daba vueltas a todas las posibles soluciones del misterio. A lo largo de la noche le oí en varias ocasiones deambulando por la casa. Por último, cuando acababan de avisarme para que me levantara, irrumpió en mi habitación. Llevaba puesto su batín, pero su rostro pálido y ojeroso me indicó que no había dormido en toda la noche.

—¿A qué hora era el entierro? A las ocho, ¿no? —preguntó muy ansioso—. Pues ya son las siete y veinte. ¡Santo cielo, Watson! ¿Qué ha sido del cerebro que Dios me dio? ¡Deprisa, hombre, deprisa! Es cuestión de vida o muerte. Cien probabilidades de muerte contra una sola de vida. ¡Jamás me perdonaré si llegamos demasiado tarde!

Antes de que transcurrieran cinco minutos bajábamos por Baker Street en un coche lanzado a toda velocidad. Pero aun así eran ya las ocho menos veinticinco cuando pasamos junto al Big Ben y nos dieron las ocho mientras rodábamos por Brixton Road. Pero no éramos nosotros los únicos retrasados. Diez minutos después de la hora, la carroza fúnebre aún continuaba parada a la puerta de la casa; y en el preciso momento en que nuestro sudoroso caballo se detenía, apareció en el umbral de la casa el ataúd, transportado por tres hombres. Holmes se lanzó hacia ellos y les cortó el paso.

—¡Vuelvan a meterlo! —gritó, poniendo la mano en el pecho del hombre que iba delante—. ¡Vuelvan a meterlo ahora mismo!

—¿Qué demonios quiere ahora? Se lo pregunto una vez más: ¿dónde está su orden judicial? —vociferó el enfurecido Peters, cuyo rostro enrojecido asomaba por encima del otro extremo del féretro.

—La orden está ya en camino, y este ataúd se quedará en la casa hasta que llegue.

La autoritaria voz de Holmes hizo efecto en los hombres que transportaban el ataúd. Peters había desaparecido en el interior de la casa, y ellos decidieron obedecer estas nuevas órdenes.

—¡Deprisa, Watson, deprisa! ¡Aquí tenemos un destornillador! —exclamó mientras volvían a colocar el ataúd sobre la mesa—. ¡Aquí tiene usted otro, buen hombre! ¡Hay un soberano para usted si quitamos la tapa en menos de un minuto! ¡No pregunte! ¡Trabaje! ¡Muy bien! ¡Otro! ¡Y otro! ¡Ahora tiren todos a la vez! ¡Está cediendo! ¡Está cediendo! ¡Ya está!

Entre todos, arrancamos la tapa del ataúd, y al hacerlo salió de su interior un intensísimo olor a cloroformo que macaba. Dentro había un cuerpo con la cabeza completamente envuelta en algodón empapado de narcótico. Holmes se lo quitó y dejó al descubierto el rostro estatuario de una mujer de edad mediana, atractiva y de rasgos espirituales. Al instante, pasó el brazo en torno al cuerpo y la incorporó hasta dejarla sentada.

—¿Está muerta, Watson? ¿Queda alguna chispa de vida? ¡Ojalá no hayamos llegado demasiado tarde!

Durante media hora pareció que así era. Entre la asfixia del encierro y los vapores tóxicos del cloroformo, lady Francés parecía haber traspasado el último límite, más allá del cual no hay retorno posible. Pero por fin, a base de respiración artificial, inyecciones de éter y todos los demás recursos de la ciencia, se produjo un aleteo de vida, un ligero temblor de los párpados, un mínimo empañamiento del espejo, que anunciaban que la vida regresaba poco a poco. En aquel momento se detuvo un coche frente a la casa y Holmes, apartando las cortinas, miró y dijo:

—Ahí viene Lestrade con la orden. Pero se encontrará con que los pájaros han volado. Y aquí viene alguien —añadió al oír unos pasos fuertes y apresurados en el pasillo— que tiene más derecho que nosotros a cuidar de esta dama. Buenos días, señor Green. Creo que, cuanto antes traslademos a lady Francés, mejor será. Mientras tanto, el entierro puede seguir adelante, y esta pobre anciana que todavía está dentro del ataúd puede ir sola a su último lugar de reposo.

—Si se decide usted a incluir este caso en sus anales, querido Watson —dijo Holmes aquella noche—, será tan solo como ejemplo de que hasta las mentes mejor equilibradas pueden sufrir eclipses temporales. Estos deslices son comunes a todos los mortales, y la grandeza está en saber reconocerlos y repararlos. Este mérito matizado creo que sí que puedo atribuírmelo. Me pasé la noche obsesionado por la idea de que en alguna parte había surgido una pista, una frase extraña, una observación curiosa, que me había llamado la atención, pero que luego había descartado sin pensar más en ella. Y entonces, de pronto, con la claridad del amanecer, las palabras volvieron a mi memoria. Se trataba del comentario de la mujer de la funeraria que nos contó Philip Green: «Ya deberían haberlo traído, pero ha tardado más tiempo por ser algo fuera de lo corriente». Y se refería al ataúd. O sea, que el ataúd era poco corriente. Eso solo podía significar que se había hecho a medida, con dimensiones especiales. ¿Por qué? ¿Para qué? Y al instante me acordé de aquel féretro tan profundo y de la diminuta figura que yacía en el fondo. ¿Por qué hacer un ataúd tan grande para un cuerpo tan pequeño? ¡Para dejar sitio a otro cadáver! Y ambos serían enterrados con un solo certificado. Todo estaba clarísimo, pero fui tan ciego que no lo vi. Lady Francés iba a ser enterrada a las ocho. Nuestra única posibilidad era detener el ataúd antes de que saliera de la casa.

»Las posibilidades de que la encontráramos aún viva eran remotísimas, pero todavía existía una posibilidad, como bien se ha visto. Que yo supiera, esta gente todavía no había cometido ningún asesinato, y era posible que en el último momento no se atrevieran a matarla con violencia. Podían, eso sí, enterrarla sin dejar ninguna señal de su muerte; e incluso en el caso de que se exhumara el cadáver, aún les quedaba alguna posibilidad de salir con bien. Confié en que hubieran tenido en cuenta estas consideraciones. Usted mismo puede reconstruir la escena. Ya vio ese horrible antro del piso alto donde la pobre mujer estuvo tanto tiempo encerrada. Entraron y la durmieron con cloroformo, la llevaron abajo, echaron más cloroformo dentro del ataúd para asegurarse de que no despertaría, y luego atornillaron la tapa. Un truco muy astuto, Watson. No conozco nada igual en los anales del crimen. Si nuestros amigos los ex misioneros logran escapar de las garras de Lestrade, es de esperar que su futura carrera incluya algunos trabajos verdaderamente brillantes.

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