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La aventura de Wisteria Lodge

I. La curiosa experiencia del señor John Scott Eccles

Según consta en mi libro de notas, lo que voy a relatar ocurrió un día frío y tormentoso, a finales de marzo de 1892. Holmes había recibido un telegrama mientras estábamos comiendo, y había garabateado una respuesta sin hacer ningún comentario. Sin embargo, se notaba que el asunto le había dado que pensar, porque después de comer se quedó de pie delante de la chimenea, fumando en pipa con expresión meditabunda y echando vistazos al mensaje de vez en cuando. De pronto, se volvió hacia mí con un brillo malicioso en la mirada.

—Vamos a ver, Watson. Supongo que podemos considerarle un hombre instruido. ¿Cómo definiría usted la palabra «grotesco»? —Algo extraño, fuera de lo normal —aventuré. Holmes negó con la cabeza, insatisfecho con mi definición. —Tiene que ser algo más que eso —dijo—. La palabra lleva implícita alguna connotación trágica y terrible. Si repasa usted esas narraciones con las que lleva tanto tiempo atormentando al sufrido público, se dará cuenta de que, con mucha frecuencia, lo grotesco degenera en criminal. Acuérdese de aquel asuntillo de la liga de los pelirrojos. Al principio parecía una cosa simplemente grotesca, pero terminó en un atrevido intento de robo. Y más grotesco aún era aquel enredo de las cinco semillas de naranja, que desembocó directamente en una conjura asesina. Esa palabra me pone en guardia.

—¿Es que aparece en el telegrama? —pregunté. Holmes lo leyó en voz alta.

Acabo de tener una experiencia absolutamente increíble y grotesca. ¿Puedo consultarle? Scott Eccles, Oficina de Correos de Charing Cross.

—¿Hombre o mujer? —seguí preguntando.

—Hombre, desde luego. Ninguna mujer enviaría un telegrama con la respuesta pagada. Se habría presentado aquí sin más.

—¿Piensa usted recibirle?

—Querido Watson, ya sabe usted lo aburrido que he estado desde que metimos entre rejas al coronel Carruthers. Mi mente es como un motor en marcha, que se hace pedazos cuando no se dedica a la tarea para la que fue construida. La vida es una vulgaridad, los periódicos no traen nada interesante, la audacia y el romanticismo parecen haber desaparecido para siempre del mundo criminal. ¿Y en estas condiciones me pregunta usted si estoy dispuesto a hacerme cargo de un nuevo problema, por trivial que luego acabe resultando? Pero, si no me equivoco, aquí tenemos a nuestro cliente.

Se oyeron pasos pausados en la escalera y, un momento después, penetraba en nuestra habitación un hombre alto y corpulento, de patillas grises y aspecto solemne y respetable. En sus severas facciones y sus modales pomposos estaba escrita la historia de su vida. Todo en él, desde las polainas hasta las gafas con montura de oro, denotaba al hombre conservador, religioso, buen ciudadano, ortodoxo y convencional en grado sumo. Pero alguna experiencia asombrosa había trastornado su compostura innata, dejando visibles huellas en los cabellos desordenados, las mejillas enrojecidas e irritadas y el modo de actuar, entre aturdido y excitado. Fue directamente al grano.

—Me ha ocurrido una cosa de lo más extraña y desagradable, señor Holmes —dijo—. Nunca en mi vida me había visto en una situación semejante. Es una vergüenza..., es bochornoso. Tengo que recibir alguna explicación.

La indignación que sentía le hacía hincharse y resoplar.

—Haga el favor de sentarse, señor Scott Eccles —dijo Holmes en tono tranquilizador—. ¿Puedo preguntarle, en primer lugar, por qué ha recurrido a mí?

—Verá, no parecía una cosa como para acudir a la policía; y sin embargo, cuando haya usted oído los hechos, tendrá que reconocer que no podía dejarlo como estaba. No siento la menor simpatía por los detectives privados en general, pero, dadas las circunstancias..., y como había oído hablar de usted...

—Ya veo. Pero, en segundo lugar, ¿por qué no vino inmediatamente?

—¿Qué quiere decir?

Holmes consultó su reloj.

—Son las dos y cuarto —dijo—. Su telegrama se despachó a eso de la una. Pero basta con echar un vistazo a su aspecto y a su ropa para darse cuenta de que lleva alterado desde el momento en que se despertó.

Nuestro cliente se alisó los revueltos cabellos y se pasó la mano por la barbilla sin afeitar.

—Tiene razón, señor Holmes. Ni siquiera pensé en arreglarme. Lo único que quería era salir de aquella casa. Pero antes de venir aquí, he estado yendo de acá para allá, haciendo averiguaciones. Fui a la agencia inmobiliaria, ¿sabe usted?, y allí me han dicho que el alquiler del señor García está pagado y que todo está en orden en Wisteria Lodge.

—Vamos, vamos, caballero —dijo Holmes, echándose a reír—. Se parece usted a mi amigo, el doctor Watson, que tiene la mala costumbre de contar sus historias empezando por el final. Haga el favor de ordenar sus ideas y explíqueme, punto por punto y en su debida secuencia, esos sucesos que le han hecho venir sin peinar y sin arreglar, con las polainas y el chaleco mal abrochados, en busca de consejo y ayuda.

Nuestro cliente bajó los ojos y miró con expresión lastimera su descuidada apariencia.

—Debo de tener un aspecto terrible, señor Holmes, y es algo que no creo que me haya sucedido en toda mi vida. Pero le voy a contar todo este enrevesado asunto y, cuando haya terminado, tendrá usted que admitir que hay motivos suficientes para disculparme.

Pero su narración quedó cortada de raíz. Se oyó un alboroto fuera de la habitación, y la señora Hudson abrió la puerta para dejar pasar a dos robustos individuos con aspecto de funcionarios, en uno de los cuales reconocimos al inspector Gregson, de Scotland Yard, un policía enérgico, audaz y, dentro de sus limitaciones, bastante competente. Le estrechó la mano a Holmes y nos presentó a su compañero, el inspector Baynes, de la policía de Surrey.

—Hemos salido de caza juntos, señor Holmes, y nuestra pista conducía en esta dirección —dirigió sus ojos de bulldog hacia nuestro visitante y continuó—: ¿Es usted el señor John Scott Eccles, de Popham House, Lee?

—Sí, señor.

—Llevamos siguiéndole toda la mañana.

—Supongo que lo localizarían gracias al telegrama —intervino Holmes.

—Exacto, señor Holmes. Encontramos la pista en la oficina de Correos de Charing Cross y la hemos seguido hasta aquí.

—Pero ¿por qué me siguen? ¿Qué es lo que quieren?

—Queremos tomarle declaración, señor Scott Eccles, acerca de los hechos que desembocaron anoche en la muerte del señor Aloysius García, de Wisteria Lodge, cerca de Esher.

—¿Muerto? ¿Dice usted que ha muerto?

—Sí, señor; ha muerto.

—Pero ¿cómo? ¿Un accidente?

—Asesinado, si es que sé algo de asesinatos.

—¡Dios mío! ¡Es terrible! ¿No querrá usted decir..., no querrá usted decir que sospechan de mí?

—En el bolsillo de la víctima se ha encontrado una carta suya, y por ella hemos sabido que tenía usted pensado pasar la noche en su casa.

—Y la pasé.

—¡Ah! Conque pasó allí la noche, ¿eh?

El policía sacó de su bolsillo el cuaderno de notas.

—Un momento, Gregson —dijo Sherlock Holmes—. Lo que usted desea es una declaración normal, ¿no es así?

—Y es mi deber advertir al señor Scott Eccles que lo que diga puede ser usado en su contra.

—El señor Eccles estaba a punto de contárnoslo todo cuando ustedes entraron. Creo, Watson, que a nuestro visitante no le vendría mal un poco de brandy con soda. Y ahora, señor Eccles, le sugiero que no preste atención a estas nuevas incorporaciones a su público, y exponga su historia exactamente como lo habría hecho si no le hubieran interrumpido.

Nuestro visitante se había tragado el brandy de un golpe y su rostro había recuperado el color. Tras dirigir una mirada recelosa al cuaderno de notas del inspector, inició de inmediato su extraordinaria declaración.

—Soy soltero —dijo—, y me gusta alternar, así que me trato con muchos amigos. Entre ellos figura la familia de un cervecero retirado que se apellida Melville y vive en Albemarle Mansión, en Kensington. Cenando en su casa conocí hace unas semanas a un joven apellidado García. Según parece, era de origen español y tenía algún tipo de relación con la embajada. Hablaba un inglés perfecto, tenía modales agradables y era uno de los tipos más atractivos que he visto en mi vida.

»Por lo que fuera, aquel joven y yo nos hicimos bastante amigos. Parece que yo le caí bien desde el primer momento, y a los dos días de habernos conocido vino a visitarme a Lee. Una cosa llevó a la otra, y el resultado fue que acabó invitándome a pasar unos días en su casa, Wisteria Lodge, entre Esher y Oxshott. Ayer por la tarde me dirigí a Esher para cumplir el compromiso.

»É1 ya me había descrito su casa. Vivía con un criado de toda confianza, compatriota suyo, que atendía todas sus necesidades. Este hombre hablaba inglés y se encargaba de la casa. Además tenía un cocinero maravilloso, según me dijo: un mestizo que había recogido en uno de sus viajes y que preparaba unas comidas excelentes. Recuerdo haberle oído comentar que se trataba de unos extraños habitantes para una casa situada en pleno corazón de Surrey, y yo estuve de acuerdo con él, aunque todo ha resultado mucho más extraño de lo que yo había pensado.

»Tomé un coche para llegar a la casa, que está a unas dos millas al sur de Esher. Es una casa bastante grande, apartada de la carretera, con un sendero ondulado flanqueado por arbustos de hoja perenne. El edificio es antiguo y destartalado, y se encuentra en un estado de abandono demencial. Cuando el coche se detuvo en el sendero cubierto de hierba, frente a la puerta llena de manchas de humedad, empecé a dudar de si hacía bien al visitar a un hombre al que conocía tan poco. Sin embargo, él mismo me abrió la puerta y me recibió con un gran despliegue de cordialidad. Luego me puso en manos de su sirviente, un individuo moreno y melancólico, que tomó mi maleta y me condujo a mi habitación. La casa entera me pareció deprimente. Cenamos los dos solos, y a pesar de que mi anfitrión hizo todo lo posible por resultar agradable, parecía que se le iba la cabeza constantemente, y hablaba de una manera tan inconcreta y nerviosa que yo apenas le entendía. Se pasó todo el tiempo tamborileando en la mesa con los dedos, mordiéndose las uñas y dando otras señales de nerviosismo e impaciencia. La cena no estaba ni bien guisada ni bien servida, y la lúgubre presencia del taciturno sirviente no contribuía precisamente a animar la velada. Puedo asegurarles que a lo largo de la cena pensé muchas veces en inventar una excusa que me permitiera regresar a Lee.

»Ahora mismo me viene a la memoria una cosa que tal vez tenga alguna relación con el asunto que estos dos caballeros están investigando. En aquel momento no le di importancia. Casi al final de la cena, el sirviente le entregó una carta a mi anfitrión, y me fijé en que después de haberla leído se mostró aún más extraño y distraído que antes. Dejó de fingir interés en la conversación y se quedó sentado, fumando un cigarrillo tras otro, perdido en sus pensamientos, pero sin hacer ni un solo comentario acerca del contenido de la carta. A eso de las once, me alegré de poder retirarme a la cama. Algún tiempo después, García se asomó a mi puerta —yo ya había apagado las luces— y me preguntó si había tocado la campanilla. Le dije que no y me pidió disculpas por haberme molestado tan tarde, diciendo que era casi la una. Después de esto me quedé dormido y dormí como un tronco toda la noche.

»Y ahora viene la parte asombrosa de la historia. Cuando me desperté era ya de día. Eché una mirada al reloj y vi que eran casi las nueve. Yo había pedido bien claro que me despertaran a las ocho, y me sorprendió mucho aquel descuido. Me levanté y toqué la campanilla para llamar al sirviente, pero no obtuve respuesta. Llamé una y otra vez, con el mismo resultado. Llegué a la conclusión de que la campanilla estaba estropeada. Me vestí a toda prisa y bajé las escaleras de muy mal humor para pedir agua caliente. Pueden imaginarse mi sorpresa al descubrir que no había nadie. Me puse a dar voces en el vestíbulo y nadie respondió. Entonces corrí de habitación en habitación; todas estaban vacías. La noche anterior, mi anfitrión me había indicado dónde estaba su dormitorio, así que fui allí y llamé a la puerta. Nada. Giré el picaporte y entré en la habitación. Estaba vacía y en la cama no había dormido nadie. García había desaparecido como todos los demás. El anfitrión extranjero, el criado extranjero, el cocinero extranjero, todos se habían desvanecido en la noche. Así terminó mi visita a Wisteria Lodge.

Sherlock Holmes se frotaba las manos y se reía por lo bajo, feliz de poder añadir este extravagante suceso a su colección de episodios extraños.

—Hasta donde yo sé, su experiencia constituye un caso único —dijo—. ¿Puedo preguntarle, señor Eccles, qué hizo usted a continuación?

—Estaba furioso. Lo primero que se me ocurrió fue que me estaban gastando una broma pesada. Hice el equipaje, salí dando un portazo y me dirigí a Esher con la maleta en la mano. Pasé por la oficina de Alian Brothers, los principales agentes inmobiliarios del lugar, y descubrí que la mansión se había alquilado por mediación suya. Entonces se me ocurrió que resultaba muy probable que hubieran montado todo aquel enredo solo para burlarse de mí, y que su principal objetivo debía de ser eludir el pago del alquiler. Estamos a finales de marzo, y se acerca la fecha del pago trimestral. Pero mi teoría resultó equivocada. El agente me agradeció la advertencia, pero me dijo que el alquiler estaba pagado por adelantado. Entonces me vine a Londres y me presenté en la embajada española. Allí no conocían a García. A continuación fui a ver a Melville, en cuya casa había conocido a García, pero descubrí que él sabía aun menos que yo sobre este individuo. Por último, cuando usted respondió a mi telegrama, vine a verle, porque tengo entendido que se dedica a dar consejos en casos difíciles. Pero ahora, señor inspector, por lo que dijo usted al entrar, deduzco que la historia no acaba ahí y que ha ocurrido alguna tragedia. Puedo asegurarles que todo lo que he dicho es verdad y que, aparte de lo que ya les he contado, no tengo ni idea de lo que le haya podido suceder a ese hombre. Mi único deseo es ayudar a la justicia todo lo que me sea posible.

—Estoy seguro de ello, señor Scott Eccles, estoy seguro —dijo el inspector Gregson en tono muy amistoso—. Tengo que decir que todo lo que nos ha contado coincide con exactitud con los datos que nosotros poseemos. Por ejemplo, ha dicho usted que llegó una carta durante la cena. ¿Por casualidad sabe qué se hizo con ella?

—Sí. García la arrugó y la tiró al fuego.

—¿Qué tiene usted que decir a eso, señor Baynes?

El inspector de provincias era un tipo corpulento, mofletudo y coloradote, cuyo rostro solo se salvaba de la vulgaridad gracias a un par de ojos extraordinariamente brillantes, que quedaban casi ocultos entre las masas de carne de las mejillas y la frente. Con una sonrisa cachazuda, sacó del bolsillo un trozo de papel doblado y muy manchado.

—La rejilla de la chimenea es bastante alta, señor Holmes, y el papel pasó por encima. Encontré esto sin quemar en la parte del fondo.

Holmes sonrió en señal de aprobación.

—Tiene usted que haber inspeccionado la casa muy minuciosamente para encontrar esa bolita de papel.

—Es mi costumbre hacerlo así, señor Holmes. ¿Lo leo, señor Gregson?

El policía de Londres asintió.

—La carta está escrita en papel corriente, color crema, sin filigrana. Era una hoja tamaño cuartilla, y tiene dos cortes hechos con unas tijeras cortas. Está doblada tres veces y sellada con lacre morado, aplicado con prisas y aplastado con algún objeto plano y ovalado. Va dirigida al señor García, de Wisteria Lodge, y dice así: «Nuestros colores son verde y blanco. Verde, abierto; blanco, cerrado. Escalera principal, primer pasillo, séptima a la izquierda, tapete verde. Buena suerte. D». Es letra de mujer, escrita con plumilla fina, pero la dirección está escrita con otra pluma o por otra persona. Como ve, la letra es más gruesa y vigorosa.

—Una nota muy curiosa —dijo Holmes, echándole un vistazo—. Tengo que felicitarle, señor Baynes, por su análisis tan detallado. Aunque quizá se podrían añadir unos pocos detalles insignificantes. El sello ovalado es, sin duda, un gemelo de camisa. ¿Qué otra cosa puede tener esa forma? Las tijeras eran tijeritas cortas para las uñas. A pesar de lo cortos que son los dos cortes, se aprecia en ambos la misma curvatura.

El policía rural se echó a reír por lo bajo.

—Creía que le había sacado todo el jugo, pero ya veo que aún quedaba un poco más —dijo—. Tengo que admitir que no he sacado nada en limpio de esa nota, excepto que algo se estaba tramando y que, como de costumbre, había una mujer en el fondo del asunto.

Durante esta conversación, el señor Scott Eccles no había parado de agitarse en su asiento.

—Me alegro de que encontraran esa carta, ya que corrobora mi historia —dijo—. Pero me permito recordarles que aún no sé qué le ha ocurrido al señor García ni qué ha sido de su servidumbre.

—En lo referente a García —dijo Gregson—, la respuesta es fácil: se le encontró muerto esta mañana en Oxshott Common, a casi una milla de su casa. Tenía la cabeza hecha papilla a golpes de cachiporra, o de algún instrumento parecido, que, más que herir, aplasta. El sitio donde apareció es un lugar solitario, y no hay ninguna casa a menos de un cuarto de milla. Al parecer, le atacaron por detrás, pero luego el agresor siguió golpeándole hasta mucho después de que hubiera muerto. Se ensañó con su víctima. No hemos encontrado pisadas ni ninguna otra pista de los asesinos.

—¿Le han robado?

—No parece que le hayan robado nada.

—¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia tan espantosa! —exclamó el señor Scott Eccles con voz quejumbrosa—. Pero, la verdad, no sé por qué se han fijado en mí. Yo no he tenido nada que ver con esa excursión nocturna de mi anfitrión, ni con el terrible final de la misma. ¿Cómo es que me he visto implicado en el caso?

—Muy sencillo, caballero —respondió el inspector Baynes—. El único documento que hemos encontrado en los bolsillos de la víctima ha sido una carta en la que usted le decía que pasaría con él la noche de su muerte. Gracias al sobre de esa carta pudimos saber el nombre y dirección del muerto. Llegamos a su casa esta mañana después de las nueve, y no le encontramos ni a usted ni a nadie más. Telegrafié al señor Gregson para que le localizase a usted en Londres mientras yo inspeccionaba Wisteria Lodge. Luego me vine para acá, me reuní con el señor Gregson, y aquí nos tiene.

—Creo que lo mejor que podemos hacer ahora —dijo el inspector Gregson, poniéndose en pie— es darle forma oficial al asunto. Tendrá usted que acompañarnos a la comisaría, señor Scott Eccles, para poner su declaración por escrito.

—Desde luego; iré ahora mismo. Pero sigo contando con sus servicios, señor Holmes. No quiero que repare en gastos ni en esfuerzos para llegar a la verdad.

Mi amigo se dirigió al inspector de provincias.

—Supongo que no tendrá inconveniente en que colabore con usted, señor Baynes.

—Será un honor, se lo aseguro.

—Parece que ha actuado usted en todo momento con gran rapidez y eficacia. ¿Puedo preguntarle si existe algún indicio que permita saber la hora exacta de la muerte?

—Llevaba allí por lo menos desde la una, porque a esa hora llovió y con toda seguridad estaba muerto antes de que cayera la lluvia.

—¡Pero eso es absolutamente imposible, señor Baynes! —exclamó nuestro cliente—. Su voz era inconfundible. Podría jurar que fue él quien habló conmigo en mi habitación a esa misma hora.

—Es extraño, pero no imposible, ni mucho menos —dijo Holmes, sonriendo.

—¿Tiene usted alguna pista? —preguntó Gregson.

—Así, a primera vista, el caso no parece muy complicado, aunque desde luego presenta algunos aspectos originales e interesantes. Sin embargo, necesitaría conocer algo mejor los hechos antes de aventurarme a dar una opinión concreta y definitiva. Por cierto, señor Baynes: ¿encontró usted algo extraño al inspeccionar la casa, además de esa nota?

El inspector miró a mi amigo de una manera muy curiosa.

—Encontré una o dos cosas muy extrañas —dijo—. Tal vez quiera usted venir a darme su opinión sobre ellas cuando hayamos terminado con los trámites en comisaría.

—Estoy por completo a su servicio —dijo Sherlock Holmes, haciendo sonar la campanilla—. Señora Hudson, acompañe a estos señores a la puerta, y haga el favor de enviar al chico a poner este telegrama. Tiene que pagar cinco chelines de más para la respuesta.

Cuando se hubieron marchado nuestros visitantes, permanecimos en silencio durante un buen rato. Holmes fumaba sin parar, con las cejas fruncidas sobre los penetrantes ojos, y la cabeza adelantada, con la expresión ansiosa que le caracterizaba.

—Bien, Watson —dijo, volviéndose de pronto hacia mí—. ¿Qué le parece?

—No entiendo nada de esta maquinación en la que se ha visto metido el señor Scott Eccles.

—¿Y qué me dice del crimen?

—Bueno, teniendo en cuenta la desaparición de los sirvientes del muerto, yo diría que están implicados de algún modo y que han huido de la justicia.

—Desde luego, es un posible punto de vista. Sin embargo, tendrá usted que admitir que es muy raro que, si los dos sirvientes estaban envueltos en una conspiración contra García, decidieran atacarle precisamente la noche en que tenía un invitado, teniéndole solo y a su merced cualquier otra noche de la semana.

—¿Y entonces, por qué han huido?

—Eso mismo. ¿Por qué han huido? Ese dato es muy importante. Y otro hecho importantísimo es la extraordinaria experiencia de nuestro cliente Scott Eccles. Ahora bien, querido Watson: ¿acaso está fuera de las posibilidades de la imaginación humana el encontrar una explicación que abarque estos dos importantísimos hechos? Y si la explicación incluyera también esa misteriosa nota, con su curiosísima fraseología, entonces valdría la pena aceptarla como hipótesis provisional. Y si los nuevos datos que logremos reunir encajan también en la hipótesis, esta puede convertirse poco a poco en una solución.

—¿Y cuál es nuestra hipótesis?

Holmes se echó hacia atrás en su asiento, con los ojos medio cerrados.

—Tiene usted que admitir, querido Watson, que la idea de una broma es inaceptable. Como luego se demostró, se estaba fraguando algo muy grave, y el atraer al señor Scott Eccles a Wisteria Lodge tuvo que tener alguna relación con ello.

—¿Y cuál puede ser la relación?

—Vayamos punto por punto. En primer lugar, hay algo anormal en esta extraña y repentina amistad entre el joven español y Scott Eccles. Fue el primero el que forzó los acontecimientos. Fue a visitar a Eccles, que vive al otro extremo de Londres, al día siguiente de haberlo conocido, y se mantuvo en estrecho contacto con él hasta que logró atraerlo a Esher. Ahora bien: ¿qué quería de Eccles? ¿Qué podía Eccles proporcionarle? Yo no he visto en él ningún encanto especial. No es un nombre particularmente inteligente ni parece la clase de persona capaz de congeniar con un latino perspicaz. ¿Por qué, entonces, García lo eligió a él, entre todas las personas que conocía, como la más adecuada para sus propósitos? ¿Posee alguna cualidad destacable? Yo diría que sí. Es la representación misma de la respetabilidad convencional británica, el tipo de persona que, cómo testigo, más confianza inspiraría a otro británico. Ya ha visto usted cómo a ninguno de los inspectores se le pasó por la cabeza poner en duda la veracidad de su declaración, a pesar de lo increíble que ha sido.

—¿Y de qué tenía que ser testigo?

—Tal como han salido las cosas, parece que de nada; pero si hubieran salido de otra manera, creo que de todo. Así lo veo yo.

—Ya entiendo, podría haber confirmado una coartada.

—Exacto, querido Watson, podría haber confirmado una coartada. Supongamos, solo por el placer de argumentar, que los habitantes de Wisteria Lodge están confabulados en algún plan. Sea lo que sea, tienen que llevarlo a cabo, digamos, antes de la una. Es posible que, manipulando los relojes, hayan conseguido que Scott Eccles se vaya a la cama antes de lo que él cree. Pero, en cualquier caso, lo más probable es que cuando García subió a su habitación a decirle que era la una, no fueran más que las doce. Si García conseguía hacer lo que tenía que hacer y regresar a la hora mencionada, no cabe duda de que contaba con una poderosa defensa contra cualquier acusación. Allí estaba este inglés irreprochable, dispuesto a jurar ante cualquier tribunal que el acusado estuvo en su casa todo el tiempo. Era un seguro por si las cosas se ponían mal.

—Sí, sí, ya entiendo. Pero ¿qué me dice de la desaparición de los otros?

—Aún no tengo datos suficientes, pero no creo que existan dificultades insuperables. Sin embargo, es un error elaborar teorías antes de conocer los hechos, porque luego uno tiende a retorcer los hechos sin darse cuenta para que encajen en las teorías.

—¿Y qué me dice del mensaje?

—¿Cómo decía? «Nuestros colores son verde y blanco». Suena a carrera de caballos. «Verde, abierto; blanco, cerrado». Eso, evidentemente, es una contraseña. «Escalera principal, primer pasillo, séptima a la derecha, tapete verde». Eso es una cita. Puede que en el fondo del asunto hallemos a un marido celoso. En cualquier caso, se trataba de una cita peligrosa. De lo contrario, no habría añadido lo de «buena suerte». Y la firma, «D», debería ser una pista.

—Dado que el tipo era español, «D» podría significar Dolores, que es un nombre de mujer bastante corriente en España.

—Muy bien, Watson, muy bien..., pero completamente inadmisible. Una española habría escrito a otro español en español, y la carta está escrita en inglés. En fin, lo único que podemos hacer es armarnos de paciencia hasta que este simpático inspector vuelva a por nosotros. Mientras tanto, demos gracias a nuestra buena estrella, que nos ha rescatado durante unas pocas y breves horas de la insoportable tortura de no tener nada que hacer.

Antes de que el policía de Surrey regresara, llegó la respuesta al telegrama de Holmes. Este la leyó y estaba a punto de guardarla en su cuaderno de notas cuando advirtió mi expresión expectante y me la pasó echándose a reír.

—Vamos a tratarnos con gente de categoría —dijo.

El telegrama era una lista de nombres y direcciones:

Lord Harringby, The Dingle; Sir George Folliott, Oxshott Towers; Sr. Hynes Hynes, magistrado, Purdley Place; Sr. James Baker Williams, Forton Old Hall; Sr. Henderson, High Gable; Reverendo Joshua Stone, Nether Walsling.

—Es la manera más sencilla de limitar nuestro campo de operaciones —dijo Holmes—. No me cabe duda de que Baynes, con su mente metódica, ha adoptado ya un plan similar.

—No comprendo muy bien.

—Mire, compañero, ya hemos llegado a la conclusión de que el mensaje que recibió García durante la cena era alguna clase de cita. Pues bien, si la interpretación es correcta, y si para acudir a esta cita había que subir una escalera principal y buscar la séptima puerta de un pasillo, está clarísimo que la cita era en una casa muy grande. Y también está claro que la casa no puede estar a más de una o dos millas de Oxshott, ya que García iba andando en esa dirección y, según mi interpretación de los hechos, esperaba estar de vuelta en Wisteria Lodge a tiempo de poder utilizar su coartada, que solo tenía validez hasta la una. Como no era probable que hubiera muchas casas grandes en los alrededores de Osxhott, adopté el sencillo procedimiento de telegrafiar a la agencia mencionada por Scott Eccles, pidiéndole una lista. Aquí las tenemos, en este telegrama, y entre ellas tiene que encontrarse el otro extremo de nuestro enmarañado ovillo.

Eran casi las seis de la tarde cuando llegamos a la bonita aldea de Esher, en el condado de Surrey, en compañía del inspector Baynes.

Holmes y yo llevábamos equipaje para pasar la noche, y encontramos un cómodo alojamiento en la Posada del Toro. A continuación, nos dirigimos junto con el inspector a visitar Wisteria Lodge. Era una tarde de marzo fría y oscura, con un viento cortante y una fina lluvia que nos azotaba la cara. Una ambientación adecuada para el desolado páramo por el que cruzaba la carretera y el trágico destino hacia el que nos conducía.

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