El círculo rojo (II)
Mientras avanzábamos a paso ligero por Howe Street, volví la mirada hacia el edificio que acabábamos de abandonar. Y allí, recortada borrosamente en la ventana del último piso, pude ver la silueta de una cabeza, una cabeza de mujer que miraba tensa y rígida hacia la oscuridad, esperando sin aliento que se reanudara el mensaje interrumpido. En la puerta de la casa de apartamentos de Howe Street, apoyado en la barandilla, había un hombre embozado en gabán y bufanda, que dio un respingo cuando la luz del vestíbulo iluminó nuestros rostros.
—¡Holmes!
—¡Caramba, Gregson! —exclamó mi compañero mientras estrechaba la mano al inspector de Scotland Yard—. ¡Qué pequeño es el mundo! ¿Qué le trae por aquí?
—Sospecho que lo mismo que le ha traído a usted —respondió Gregson—. Lo que no logro imaginar es cómo se ha metido usted en esto.
—Diferentes hilos, pero que conducen a la misma maraña. He estado captando las señales.
—¿Qué señales?
—Las que se han hecho desde esa ventana. Se han cortado a la mitad, y hemos venido a averiguar por qué. Pero, puesto que el caso está en sus manos, no veo razón para que nosotros sigamos adelante.
—¡Un momento! —dijo Gregson en tono ansioso—. Para ser sincero, señor Holmes, jamás ha habido un caso en el que no me haya sentido más fuerte teniéndole a usted a mi lado. Este edificio no tiene más que una salida, así que le tenemos cogido.
—¿A quién?
—Vaya, vaya, por una vez le llevamos ventaja, señor Holmes. Tiene que concedernos este punto —y mientras decía esto, dio un golpe seco en el suelo con el bastón, y un cochero, con el látigo en la mano, saltó de un carruaje estacionado al otro lado de la calle—. Permítame que le presente al señor Sherlock Holmes —le dijo Gregson al cochero—. Y este es el señor Leverton, de la agencia norteamericana Pinkerton.
—¿El héroe del misterio de la cueva de Long Island? —dijo Holmes—. Señor, es un placer conocerlo.
El norteamericano, un joven tranquilo, serio, bien afeitado y de facciones marcadas, se sonrojó al oír aquellas palabras de elogio.
—Estoy siguiendo la pista de mi vida, señor Holmes —dijo—. Si logro atrapar a Gorgiano...
—¿Cómo? ¿Gorgiano, el del Círculo Rojo?
—Vaya, veo que su fama ha llegado a Europa. Pues en Norteamérica sabemos todo lo que hay que saber de él. Sabemos que ha intervenido en cincuenta asesinatos, y sin embargo no disponemos de ninguna prueba concreta para acusarle. Le he venido siguiendo la pista desde Nueva York, y durante una semana que llevamos en Londres me he mantenido siempre cerca de él, esperando cualquier excusa para echarle la mano al cuello. El señor Gregson y yo le hemos seguido hasta este edificio de apartamentos que solo tiene una puerta, así que no puede escabullírsenos. Desde que él entró han salido tres personas, pero podría jurar que ninguna de ellas era él.
—El señor Holmes decía algo de unas señales —intervino Gregson—. Y me imagino que, como de costumbre, sabe un montón de cosas que nosotros ignoramos.
En pocas y elocuentes palabras, Holmes explicó la situación, tal como nosotros la veíamos. El norteamericano dio una palmada que expresaba frustración.
—¡Nos ha ganado la partida!
—¿Qué le hace pensar eso?
—Bueno, eso parece, ¿no? Ahí lo tenemos, enviando mensajes a un cómplice..., hay varios miembros de su banda en Londres..., y de pronto, justo cuando, según cuenta usted, les estaba avisando de que hay peligro, el mensaje se interrumpe. ¿Qué puede significar eso sino que nos ha visto desde la ventana, o bien que de alguna manera se ha dado cuenta de lo inminente que era el peligro, y se ha puesto en acción de inmediato con el fin de evitarlo? ¿Qué sugiere usted, señor Holmes?
—Que subamos ahora mismo y lo veamos con nuestros propios ojos.
—Pero no tenemos una orden de detención.
—Se encuentra en una vivienda desocupada, en circunstancias sospechosas —dijo Gregson—. Con eso bastará por el momento. Cuando le tengamos bien agarrado, ya veremos si los de Nueva York pueden ayudarnos a mantenerlo encerrado. Yo asumo la responsabilidad de detenerlo ahora.
Nuestros agentes de policía pueden fallar por el lado de la inteligencia, pero jamás por el del valor. Gregson subió las escaleras para detener a aquel asesino sanguinario con la misma tranquilidad y el mismo aire pausado con que habría subido las escaleras de las oficinas de Scotland Yard. El agente de Pinkerton había intentado adelantársele, pero Gregson se lo había impedido con el codo. Los peligros de Londres eran privilegio de la policía de Londres.
La puerta del apartamento del tercero izquierda estaba entornada. Gregson la abrió de un empujón. En el interior reinaban el silencio y la oscuridad más absolutos. Encendí una cerilla, y con ella la linterna del inspector. Cuando la llamita se convirtió en una llama estable, todos soltamos una exclamación de sorpresa. Sobre el entarimado del suelo sin alfombrar se veía un rastro de pisadas ensangrentadas. Aquella roja pista apuntaba en nuestra dirección, procedente de una habitación interior, cuya puerta estaba cerrada. Gregson la abrió de par en par y sostuvo la linterna delante de él, mientras todos los demás atisbábamos ansiosos por encima de sus hombros.
En medio del suelo de la habitación vacía yacía la figura encogida de un hombre gigantesco, con el rostro moreno y afeitado contraído en una horrible mueca y la cabeza rodeada por un espantoso halo rojo de sangre, que se extendía en un amplio y húmedo círculo sobre el blanco entarimado. Tenía las rodillas levantadas, las manos extendidas en un gesto de agonía, y en el centro de su robusto cuello, vuelto hacia arriba, sobresalían las cachas blancas de un cuchillo clavado hasta la empuñadura. Al recibir aquel terrible golpe, el gigante debía de haberse desplomado como un buey abatido por el mazo del matarife. En el suelo, junto a su mano derecha, había un impresionante puñal de dos filos con empuñadura de asta y un guante negro de piel de cabritillo.
—¡Por San Jorge! ¡Si es el mismísimo Gorgiano el Negro! —exclamó el detective americano—. ¡Alguien se nos ha adelantado!
—Ahí está la vela, junto a la ventana —dijo Gregson—. Pero ¿qué está usted haciendo, Holmes?
Holmes había atravesado la habitación, había encendido la vela y la estaba moviendo de un lado a otro frente a la ventana. Luego se puso a escudriñar la oscuridad, apagó la vela de un soplido y la tiró al suelo.
—Creo que esto nos servirá de ayuda —dijo. A continuación, cruzó de nuevo la habitación y se quedó de pie, sumido en profundas reflexiones, mientras los dos profesionales examinaban el cadáver—. Antes dijo usted que habían salido tres personas de la casa mientras ustedes vigilaban abajo —dijo por fin—. ¿Se fijó bien en ellas?
—Claro que me fijé.
—¿Alguna de ellas era un hombre de unos treinta años, moreno, de estatura media y con barba negra?
—Sí. Fue el último en salir.
—Ese es su hombre, estoy seguro. Puedo darles su descripción, y tenemos una excelente muestra de las huellas de sus pies. Con eso debería bastarles.
—No es gran cosa, teniendo en cuenta que hay millones de personas en Londres.
—Puede ser. Por eso pensé que lo mejor sería llamar a esta señora para que les ayude.
Todos nos volvimos al oír aquellas palabras. En el marco de la puerta había una mujer alta y atractiva: la misteriosa inquilina de Bloomsbury.
Avanzó despacio, con el rostro pálido y contraído por el miedo, y los ojos clavados con espanto en la oscura figura tendida en el suelo.
—¡Le han matado! —gimió—. ¡Oh, Dio mió, le han matado ustedes!
Pero, de pronto, la oí respirar a fondo y dio un salto en el aire, lanzando un grito de alegría. Empezó a bailar por toda la habitación, dando palmadas y soltando chispas de asombro y felicidad por sus ojos oscuros, mientras de sus labios brotaba un millar de curiosas exclamaciones en italiano. Resultaba terrible y asombroso ver a una mujer tan arrebatada de alegría ante semejante escena. De repente, se detuvo y nos miró a todos con mirada inquisitiva.
—¡Pero ustedes...! Ustedes son de la policía, ¿verdad? Son ustedes los que han matado a Giuseppe Gorgiano, ¿no es así?
—Somos de la policía, sí señora.
La mujer buscó con la mirada entre las sombras de la habitación.
—Pero entonces... ¿dónde está Gennaro? —preguntó—. Mi marido, Gennaro Lucca. Yo soy Emilia Lucca y venimos de Nueva York. ¿Dónde está Gennaro? Me acaba de llamar desde esta ventana, y he venido corriendo tan deprisa como he podido.
—La he llamado yo —dijo Holmes.
—¡Usted! ¿Cómo ha podido hacerlo?
—Su clave no era nada difícil, señora, y su presencia aquí era muy conveniente. Yo sabía que no tenía más que transmitirle «Vieni» y usted acudiría sin dudarlo.
La bella italiana miró a mi compañero con admiración.
—No comprendo cómo sabe usted esas cosas —dijo—. Y Giuseppe Gorgiano... ¿Cómo es posible que...? —aquí se detuvo, y de pronto su rostro se iluminó de orgullo y satisfacción—. ¡Ahora lo comprendo! ¡Mi Gennaro! ¡Mi espléndido y maravilloso Gennaro, que me ha mantenido a salvo de todo daño, ha sido él, el que con su propia y fuerte mano ha matado al monstruo! ¡Oh, Gennaro, qué prodigioso eres! ¿Hay mujer que merezca un hombre así?
—Bien, señora Lucca —dijo el prosaico Gregson, posando su mano sobre el antebrazo de la mujer con tan poco sentimiento como si se tratara de un rufián cualquiera de Notting Hill—. Todavía no tengo muy claro quién o qué es usted; pero ha dicho lo bastante como para dejar claro que tiene que acompañarme a Scotland Yard.
—Un momento, Gregson —dijo Holmes—. Me da la impresión de que esta señora está tan ansiosa por proporcionarnos información como nosotros por obtenerla. ¿Se da usted cuenta, señora, de que su marido será detenido y juzgado por la muerte de este hombre que yace ante nosotros? Todo lo que usted diga podrá utilizarse como prueba en el juicio. Pero si usted está convencida de que él actuó por motivos no criminales, y cree que él desearía que se conocieran tales motivos, lo mejor que puede hacer por él es contarnos toda la historia.
—Ahora que Gorgiano ha muerto, no tenemos miedo de nada —dijo ella—. Era un demonio, un monstruo, y no puede haber juez en el mundo capaz de castigar a mi marido por haberlo matado.
—En ese caso —prosiguió Holmes—, sugiero que cerremos esta puerta, dejemos todo tal como lo hemos encontrado, acompañemos a esta señora a su habitación y no nos formemos una opinión hasta haber escuchado lo que tiene que decirnos.
Media hora después, estábamos los cuatro sentados en el pequeño cuarto de estar de la signora Lucca, escuchando el extraordinario relato de los siniestros sucesos de cuyo final habíamos sido testigos. La mujer hablaba un inglés rápido y fluido, pero muy poco ortodoxo, que yo, por razones de claridad, he corregido gramaticalmente.
—Nací en Posilipo, cerca de Nápoles dijo—, y soy hija de Augusto Barelli, abogado ilustre que llegó a ser diputado de aquella provincia. Gennaro trabajaba para mi padre y yo me enamoré de él, como se habría enamorado cualquier mujer. El no tenía dinero ni posición, nada más que su belleza, su fuerza y su coraje, así que mi padre se opuso a nuestro matrimonio. Nos escapamos juntos, nos casamos en Barí y vendimos mis joyas para conseguir el dinero con el que trasladarnos a América. Esto sucedió hace cuatro años, y desde entonces hemos vivido en Nueva York.
»Al principio, la suerte nos sonrió. Gennaro tuvo ocasión de prestarle un servicio a un caballero italiano, le salvó de unos rufianes en un lugar llamado el Bowery, y así consiguió un amigo influyente. Se llamaba Tito Castalotte, y era socio principal de una gran empresa, Castalotte & Zamba, los mayores importadores de fruta de Nueva York. El signor Zamba está inválido, y nuestro nuevo amigo Castalotte ejercía todo el poder en la empresa, que tiene más de trescientos empleados. Le dio trabajo a mi marido, le hizo jefe de un departamento, y le demostró de mil maneras su afecto. El señor Castalotte era soltero, y creo que consideraba a Gennaro como a un hijo, mientras que mi marido y yo lo queríamos como a un padre. Habíamos alquilado y amueblado una casita en Brooklyn, y parecía que nuestro futuro estaba asegurado, cuando apareció esa nube negra que no tardaría en cubrir todo nuestro cielo.
»Una noche, al regresar del trabajo, Gennaro vino acompañado por un compatriota. Se llamaba Gorgiano, y era también de Posilipo. Era un hombre gigantesco, como habrán podido comprobar ustedes al ver su cadáver. Y no solo tenía el cuerpo de un gigante, sino que todo en él era gigantesco, grotesco y aterrador. Su voz resonaba como un trueno en nuestra casita, y cuando gesticulaba al hablar parecía que no había espacio en la habitación para sus brazos. Sus pensamientos, sus emociones, sus pasiones, todo en él era exagerado y monstruoso. Hablaba, o más bien rugía, con tal energía que los demás no podían hacer otra cosa más que sentarse y escuchar, abrumados por aquel torrente de palabras. Sus ojos llameaban de tal manera que te sentías a su merced. Era un hombre terrible y portentoso. ¡Gracias a Dios que está muerto!
»Volvió a nuestra casa una y otra vez. Pero yo me daba cuenta de que Gennaro se sentía tan incómodo como yo en su presencia. Mi pobre marido se quedaba sentado, pálido e indiferente, escuchando los incesantes desvarios acerca de política y cuestiones sociales que constituían el tema de conversación de nuestro visitante. Gennaro no decía nada, pero yo, que le conozco bien, podía leer en su rostro una clase de emoción que nunca había visto antes en él. Al principio, pensé que era puro desagrado. Pero, poco a poco, me fui dando cuenta de que era más que simple desagrado. Era miedo, un miedo intenso, secreto y paralizante. Aquella noche, la noche en que advertí su terror, le rodeé con mis brazos y le imploré, por el amor que me tenía y por todo lo que él consideraba sagrado, que no me ocultara nada y me explicara por qué aquel gigante le tenía tan abatido.
»Me lo contó, y mientras lo escuchaba se me iba helando el corazón. Mi pobre Gennaro, en sus tiempos de loca juventud, cuando todo el mundo parecía conjurado contra él y las injusticias de la vida le habían vuelto medio loco, se había afiliado a una sociedad secreta napolitana, el Círculo Rojo, relacionada con los antiguos carbonarios. Los juramentos y secretos de esta hermandad son terribles, y una vez que caes en su poder ya no hay escape posible. Cuando nos fugamos a América, Gennaro creyó que se había librado de aquello para siempre. ¡Cuál no sería su espanto al encontrarse una noche en la calle al mismo hombre que le había iniciado en Nápoles, el gigante Gorgiano, un hombre conocido en el sur de Italia con el apodo de La Muerte, porque la sangre de sus crímenes le llegaba a los codos. Había llegado a Nueva York huyendo de la policía italiana, y ya había organizado en su nuevo país una sucursal de la terrible sociedad. Todo esto me contó Gennaro, y por último me enseñó una convocatoria que había recibido aquel mismo día, encabezada por un círculo rojo, avisándole de que tal día a tal hora se celebraría una reunión, y que se esperaba y exigía su presencia en ella.
«Aquello ya era bastante malo, pero lo peor estaba aún por venir. Yo venía observando desde hacía algún tiempo que cuando Gorgiano venía a visitarnos por las noches, y lo hacía constantemente, me hablaba mucho a mí; e incluso cuando se dirigía a mi marido, aquellos terribles y llameantes ojos de fiera me miraban siempre a mí. Una noche, su secreto salió a relucir. Yo había despertado en él algo que él llamaba «amor»..., el amor de una fiera, de un salvaje... Llegó a casa cuando Gennaro aún no había regresado. Se metió por las buenas, me estrechó entre sus poderosos brazos, me aplastó con su abrazo de oso, me cubrió de besos y me suplicó que me escapara con él. Yo gritaba y forcejeaba, cuando Gennaro entró y se lanzó sobre él. Pero Gorgiano golpeó a Gennaro, dejándolo sin sentido, y huyó de la casa para no volver. Aquella noche habíamos adquirido un enemigo mortal.
»Pocos días después, tuvo lugar la reunión y, por la cara que traía Gennaro al regresar, supe que algo espantoso había sucedido. Era peor de lo que yo jamás habría podido imaginar. La sociedad recaudaba sus fondos haciendo chantaje a italianos ricos y amenazándolos con represalias violentas si se negaban a pagar. Parece ser que Castalotte, nuestro amigo y benefactor, había sido una de las víctimas elegidas. Pero él se había negado a ceder ante sus amenazas y había dado aviso a la policía. Se decidió, pues, hacer un escarmiento con él para evitar que se rebelasen otras víctimas, y en la reunión se acordó volar su casa, con él dentro, con dinamita. Se echó a suertes para ver a quién le tocaba ejecutar la sentencia. Cuando metía la mano en la bolsa, Gennaro vio el rostro cruel de nuestro enemigo, que le sonreía. Y sin duda, todo estaba amañado de algún modo, porque lo que sacó fue el disco fatal con el Círculo Rojo, que le designaba para llevar a cabo el asesinato. Tenía que matar a su mejor amigo o exponerse, y exponerme a mí, a la venganza de sus camaradas. Entre sus diabólicos métodos figuraba el castigar a los que temían u odiaban golpeándolos no solo a ellos, sino también a sus seres queridos. Y esta certeza tenía abrumado a mi pobre Gennaro y le volvía medio loco de aprensión.
«Permanecimos despiertos toda la noche, abrazados, dándonos fuerzas el uno al otro para afrontar las penalidades que se nos venían encima. El atentado debía llevarse a cabo a la noche siguiente. A mediodía, mi marido y yo estábamos ya viajando rumbo a Londres, pero no sin haber advertido del peligro a nuestro benefactor y haber proporcionado a la policía la suficiente información para que pudiera salvaguardar su vida en el futuro.
»El resto, caballeros, lo saben por ustedes mismos. Estábamos seguros de que nuestros enemigos nos seguirían como si fueran nuestra propia sombra. Gorgiano tenía motivos particulares para vengarse, pero, aun sin ellos, sabíamos lo despiadado, astuto e infatigable que podía ser. Tanto en Italia como en América circulan multitud de historias sobre sus terribles poderes. Si alguna vez iba a hacer uso de ellos, sería ahora. Mi querido esposo aprovechó los pocos días de ventaja que habíamos conseguido con nuestra huida para procurarme un refugio en el que no pudiera alcanzarme ningún peligro. Mientras tanto, él tenía que disponer de libertad de movimientos para poder comunicarse con la policía norteamericana y con la italiana. Ni yo misma sé dónde y cómo ha estado viviendo. Las únicas noticias las recibía a través de los anuncios de un periódico. Pero una vez, al mirar por la ventana, vi dos italianos vigilando la casa, y comprendí que Gorgiano había conseguido de algún modo localizar nuestro escondite. Por fin, Gennaro me dijo, por medio del periódico, que me haría señales desde una ventana, pero cuando las señales llegaron no eran más que advertencias, y se interrumpieron de repente. Ahora me doy cuenta de que él sabía que Gorgiano le seguía muy de cerca, y gracias a Dios estaba preparado cuando por fin le alcanzó. Y ahora, caballeros, yo les pregunto si tenemos algo que temer de la Ley, si existe en el mundo un juez capaz de condenar a mi Gennaro por lo que ha hecho.
—Bien, señor Gregson —dijo el norteamericano, mirando de frente al inspector—. No sé cuál será el punto de vista británico, pero apuesto a que en Nueva York el marido de esta dama recibiría un voto casi unánime de agradecimiento.
—Tendrá que venir conmigo y hablar con el jefe —respondió Gregson—. Si se confirma lo que ha dicho, no creo que ni ella ni su esposo tengan nada que temer. Pero lo que no acabo de entender, señor Holmes, es cómo demonios se mezcló usted en este asunto.
—Estudios, Gregson, estudios. Sigo buscando enseñanzas en la vieja universidad. Bien, Watson, ya tiene una muestra más de lo trágico y lo grotesco para añadir a su colección. Por cierto, aún no son las ocho, y hay noche de Wagner en el Covent Garden. Si nos damos prisa, podemos llegar a tiempo para el segundo acto.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro