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Capítulo 3

Sobre la orilla del río, en aquel lugar que había significado tanto para él en el pasado, reflexionó sobre su futuro. Sus ojos claros, celestes y cristalinos como un cielo sin nubes, se encontraban fijos en el horizonte, en aquella difusa y apenas visible línea a lo lejos que dividía la tierra del firmamento.

No dejaba de preguntarse, una y otra vez, cómo había permitido que las cosas se descontrolaran de ese modo, cómo viejos fantasmas, que creía haber dejado atrás, habían vuelto a atormentarlo impulsándolo a actuar de forma insensata. Pero la respuesta no era tan simple como pensaba.

Siempre había sido una persona reservada, un tanto desconfiada e insegura también, probablemente a causa de una infancia bastante dura y una adolescencia complicada. Le resultaba difícil abrirse al otro y, cuando por fin lo hacía, un irracional miedo al abandono lo invadía provocando que pasara lo que tanto quería evitar que sucediera. "Profecía autocumplidora", le había dicho la psicóloga que lo había tratado mientras estuvo en la cárcel.

Cerró los ojos por un momento mientras daba una profunda calada a su cigarrillo. Había vuelto a fumar cuando la ansiedad del encierro amenazó con desbordarlo. Ni siquiera el arduo ejercicio físico al que se sometía, día tras día, lograba serenarlo y, aunque lo detestaba, fue la única manera que encontró para escaparse al menos por unos minutos de su triste realidad. Tras abrirlos de nuevo, exhaló despacio. Se había jurado dejarlo una vez que saliera, pero las cosas no resultaron como esperaba y el estrés comenzaba a volverlo loco.

Tres meses habían pasado desde ese inolvidable día en el que, después de dos años privado de su libertad, volvió a poner un pie fuera. Sin embargo, se sentía igual de preso que cuando estaba encerrado. Luego de lo sucedido con Lucila, su ex novia —por llamarla de algún modo porque en realidad nunca llegaron a formalizar la relación—, había pasado dos semanas en un juzgado de Villa Gesell antes de ser trasladado al penal de Mar del Plata donde esperaría, durante dos años, a que el juez dictaminase su sentencia. En todo ese tiempo no tuvo más visitas que las de su abogado. No tenía familia ni amigos. Estaba completamente solo.

El desamparo que experimentó allí fue aplastante y casi logró hundirlo en un pozo de dolor, culpa y vergüenza del que fue muy difícil salir. Pero nadie más que él había sido el responsable de su destino. Con sus acciones, había traicionado la confianza de quien, alguna vez, había sido como un hermano para él y, por ende, la de su padre, el hombre que lo ayudó en su época más oscura. Definitivamente merecía cada maldito segundo que pasó adentro de esa prisión, cada lágrima derramada en la soledad de su celda.

Sin embargo, había cambiado y, aunque no podía hacer nada para reparar sus errores, estaba decidido a no volver a cometerlos. Encontraría el rumbo de su vida de nuevo y, ¿por qué no?, hallar un modo de redimirse. Necesitaba volver a sentirse bien consigo mismo. Sentir que no era una mierda de persona, que no era una causa perdida.

En cuanto salió, regresó a Buenos Aires, pero como no tenía donde quedarse ya que su casa estaba alquilada y todavía faltaban unos meses para que el contrato terminara, se alojó en un hotel. Y eso, indefectiblemente, hizo que volviera a pensar en ella, en cómo cuando le pasó algo similar, dejó que se quedase en un lugar así en vez de ofrecerle su hogar, al menos por un tiempo. ¿Qué clase de hombre se comportaba así con la mujer que quería? Ahora entendía que había hecho todo mal. ¡Dios, no podría haber sido más imbécil!

Los primeros días fueron difíciles. Su pasado lo atormentaba al punto de asfixiarlo. Pero tenía que seguir adelante, centrarse en lo positivo y avanzar. Y eso fue lo que hizo. Por lo menos estaba en la ciudad, lejos del mar, la arena y todo lo que le recordaba a esa fatídica y patética etapa de su vida en la que, por su egoísmo e inmadurez, había puesto en riesgo la vida de la mujer que amaba.

Gracias a los ingresos de los meses acumulados del alquiler de su casa, fue capaz de saldar los honorarios de su abogado y guardar otro tanto para subsistir hasta que pudiese regresar definitivamente a su hogar. No obstante, necesitaba encontrar trabajo y la cosa estaba muy difícil. En las entrevistas a las que acudía todo iba excelente hasta que mencionaba que había estado en la cárcel. Entonces, lo miraban diferente y se apresuraban a despacharlo con el típico verso de que pronto lo contactarían. Por supuesto que eso nunca pasaba. No importaba que hubiese sido declarado inocente. Estaba manchado.

Cansado del continuo rechazo, decidió hacer una pequeña escapada a Entre Ríos, lugar al que solía ir de muy joven junto a sus amigos para pasar el verano. Estaba seguro de que quedarse unos días allí, en una cabaña en medio del bosque, le daría la paz que tanto ansiaba. Necesitaba despejarse y recargar las pilas para poder continuar con el largo y frustrante camino que tenía por delante. Hoy más que nunca, necesitaba volver a tomar las riendas de su vida.

Pero se equivocó y lo único que consiguió fue llenarse de recuerdos que, lejos de ayudarlo, lo arrastraban más rápido al abismo. Allí había vivido la mejor época de su vida junto a las personas que más quería: sus amigos. Amigos que, por distintas circunstancias, ya no tenía a su lado. Amigos que llegó a considerar hermanos, pero que hoy no eran más que extraños.

Inquieto, arrojó la colilla al suelo y se puso de pie. El frío calaba su ropa y comenzaba a sentir el cuerpo entumecido. Con los ojos fijos en la gran masa de agua frente a él, suspiró. ¿En qué momento había dejado que todo se fuese a la mierda?

De pronto, el sonido de unas pisadas acercándose lo alertó de la llegada de alguien. Frunció el ceño. Estaba anocheciendo, por lo que le resultaba extraño que los vecinos de la zona estuviesen paseando a esa hora. Volteó hacia atrás para ver de quien se trataba y observó a la mujer que caminaba hacia él con una sonrisa en el rostro.

No podía verla bien, pero no tenía dudas de quien era. Reconocería en cualquier lado ese andar sensual tan característico de ella. Sus ojos se clavaron en los suyos. Hacía años que no la veía y, aunque estaba un poco cambiada por el paso de los años, seguía siendo igual de atractiva.

—Hola, sexy —lo saludó del mismo modo en que lo hacía cuando estaban juntos—. Me dijo mi abuelo que estabas acá —continuó a pesar de que él no emitió palabra—. Siempre supe que volveríamos a vernos algún día, que tendríamos la oportunidad de hablar y aclarar las cosas entre nosotros.

No pudo evitar tensarse al oírla. Tenía menos de veinte años cuando la conoció en unas vacaciones en las que él fue allí con sus amigos. Ella había ido a visitar a su abuelo, el dueño de las cabañas, y no tardaron en cruzarse. La atracción fue instantánea y el amor no tardó en surgir. Al menos, así había sido para él. Ahora sabía que ella nunca lo quiso realmente. De lo contrario, no habría intentado acostarse con su mejor amigo.

Pablo, quien era casi un hermano para él, siempre había sido el más apuesto del grupo. Ya en ese entonces, quería unirse a las fuerzas, por lo que entrenaba diariamente para estar en forma. Eso, sumado a su actitud fría, distante, y ese aire de misterio que, aún hoy, lo envolvía, hacía que las mujeres hicieran fila para tener una oportunidad con él.

Por su parte, a su amigo, lejos de gustarle, parecía fastidiarle la atención recibida. Claro que avanzaba si alguna de ellas le gustaba, pero solo para encontrar mutua satisfacción. Jamás se involucraba emocionalmente con ninguna. Tenía muy claras sus prioridades y el amor nunca había sido una de ellas.

Junto con Alejandro y Martina, los más allegados, formaban un cuarteto inseparable. Estaban siempre juntos y compartían los mismos intereses. Tanto que hasta se habían inscripto en la escuela de policía al acabar la secundaria. Pero todo cambió después de ese último verano en el que una mujer se interpuso entre ellos destrozando por completo una amistad de años.

—No es por eso que vine, Iris.

Su respuesta fue brusca, seca, su voz desprovista de todo el cariño que antes solía teñirla cada vez que le hablaba. Y ella lo notó, ya que en ese momento se apartó el cabello hacia atrás con un movimiento sensual de la mano e hizo un puchero con sus labios. Pese a que ya no tenía ningún interés en esa mujer, no pudo evitar que su cuerpo reaccionara. Iris siempre había sabido qué hacer para despertar la atención de los hombres y él no era la excepción. O tal vez solo se trataba de una simple reacción natural, luego de tanto tiempo de abstinencia.

Una repentina ráfaga de viento lo golpeó, sacándolo al instante de aquella inoportuna bruma de deseo en la que se encontraba. Sonrió a la vez que negó con su cabeza y buscó, en el bolsillo de su jean, el paquete de cigarrillos. De alguna manera que no podía entender, tenerla frente a él lo alteraba. Podía sentir los viejos resentimientos, olvidados y sepultados, despertando de nuevo y no necesitaba nada de eso en este momento.

—Tengo que volver a la cabaña —dijo mientras sacaba uno y lo encendía—. Te sugiero que hagas lo mismo. Ya es tarde y hace frío.

A continuación, se alejó de ella sin mirar atrás.

Conocerla, casi dos décadas atrás, había revolucionado su mundo. Conquistarla fue lo más emocionante que experimentó alguna vez. Ella fue su primera amante, así como su primer amor, y no hubo nada que no hubiese estado dispuesto a hacer para estar a su lado. Hoy se daba cuenta de que en realidad sus sentimientos no habían sido más que el resultado de la revolución de sus hormonas. Pero en ese momento estaba enamorado y por eso le dolió tanto cuando se enteró de lo de Pablo.

Ella le había dicho que su amigo intentó seducirla y él, cegado por los celos, fue a encararlo. Estaba tan furioso que no le dio tiempo a reaccionar y, tomándolo por sorpresa, consiguió golpearlo. No podía creer que hubiese sido capaz de semejante traición. Pero él se defendió al instante y, neutralizándolo, le exigió que se calmara, que las cosas no habían sido como él creía. No lo escuchó. No podía. Estaba completamente influenciado por todo lo que sentía hacia la chica. Eso le impedía pensar con claridad, entrar en razón.

A partir de ese momento, la amistad que los unía se rompió. Si bien con Alejandro y Martina continuó en contacto, ya no era lo mismo y, con el correr del tiempo y las ocupaciones de los tres, los encuentros se fueron espaciando cada vez más hasta desaparecer por completo. Lo último que supo de ellos fue que habían ascendido a inspectores y trabajaban juntos en la unidad de narcotráfico de la Ciudad de Buenos Aires.

De Pablo sabía un poco más, ya que Emilio, el padre de este y su ex jefe, le había contado que se mudó a Misiones para trabajar en la triple frontera en la delegación que había allí para los casos peligrosos de narcotráfico. No obstante, no volvió a verlo hasta muchos años después, cuando tras resultar herido en el secuestro de la mujer que custodiaba, desesperado y al borde de la muerte, le pidió ayuda. A pesar de todo, seguía siendo la persona en la que más confiaba.

Pero la rivalidad surgió entre ellos de nuevo y sus caminos volvieron a separarse. Sabía que no estaba bien enemistarse por una mujer, pero también era consciente de que no se debía solo a eso. Aunque siempre procuraba no pensar en eso, no podía evitar sentirse opacado a su lado. Su amigo tenía todo lo que él siempre había deseado para su vida: unos padres incondicionales, una carrera intachable y, por supuesto, una mujer que lo amaba con locura. Una mujer que él deseaba hacía tiempo. Otra que le arrebataba de las manos.

Por supuesto que la situación no era la misma, se daba cuenta de eso; pero así lo sentía. Quizás por eso, en el pasado, le había resultado tan difícil comprender la verdad y, contrario a toda lógica, prefirió pensar que fue Pablo quien le había mentido y traicionado en lugar de aceptar que la del engaño había sido Iris. Y lo peor de todo, era que, después de eso, ni siquiera siguieron con la relación. La falta de confianza y la distancia hicieron que estar juntos fuese una misión imposible y nunca más volvieron a verse... hasta ahora.

—Gabriel, ¿podés esperar? —la oyó rogar a su espalda mientras corría para alcanzarlo—. En verdad quiero que hablemos. Sé que lo que hice estuvo mal, que te lastimé, pero era muy joven y...

Apretó la mandíbula con fuerza al oírla. ¿Qué pretendía? ¿Acaso pensaba que iba a creerse ese papel de noviecita arrepentida?

—No te preocupes, está todo bien —dijo entre dientes, interrumpiéndola, justo antes de arrojar el cigarrillo al suelo y subir el último escalón de la entrada de la cabaña.

Siempre había sido bastante paciente, prueba de eso fue la tolerancia que demostró, una y otra vez, frente a los desplantes y arrebatos de Daniela, la hija de un influyente político de la Ciudad de Buenos Aires y su ex protegida. Aunque, quizás, haberse enamorado de ella tenía algo que ver también en eso.

¡Qué irónico era el destino! Si no hubiese sido por él, Pablo jamás habría regresado y hoy no sería su esposo. Del mismo modo que Lucila, la mejor amiga de ella y la única mujer que lo había querido y apreciado por quien era sin pedir nada a cambio tampoco se habría casado con el compañero de este.

—Sexy, por favor —insistió la chica a la vez que apoyó una mano sobre su hombro en un intento por llamar su atención.

Y eso fue más de lo que pudo soportar. Dio media vuelta, la sujetó de las muñecas y empujándola contra la puerta, la aprisionó entre esta y su cuerpo. Sus manos estaban a ambos lados de su cabeza, sus cuerpos completamente pegados.

—¡¿Qué querés de mí, Iris?!

La oyó jadear ante su brusquedad y en sus ojos advirtió el brillo del deseo. No hizo falta que respondiese nada. Sabía muy bien lo que estaba buscando y él no iba a negárselo. Después de todo, hacía tiempo que no echaba un buen polvo.

Afuera de la oficina de uno de los dueños del boliche, aguardaba a que lo llamasen para comenzar con la entrevista. Había recibido su llamado nada más volver de Entre Ríos, justo cuando comenzaba a creer que no volvería a conseguir trabajo como guardaespaldas. La propuesta lo había entusiasmado, no obstante, se obligó a no hacerse ilusiones. Ya le habían ofrecido antes un puesto interesante para luego rechazarlo por los errores cometidos en el pasado. No quería volver a decepcionarse.

Hasta donde tenía entendido, el lugar era bastante popular. Hacía más de diez años que había abierto sus puertas, pero solo dos desde que incorporaron recitales de bandas emergentes formadas por músicos nuevos que recién empezaban y buscaban darse a conocer. Usualmente se trataba de covers de grupos o solistas famosos, tanto nacional como internacionalmente. Al parecer, este empresario se encargaba de representar a dichas bandas consiguiendo que actuaran también en otros lugares.

Según lo que habían conversado por teléfono, estaban interesados en sus servicios como custodio personal y, dada su experiencia y formación, él era lo que estaban buscando. Sin embargo, todavía faltaba que le comunicasen algunos detalles, como el sueldo y el horario de trabajo. Aunque, de tantos años en el rubro, sabía que eso podía cambiar sobre la marcha. No le importaba. En ese momento de su vida, necesitaba el dinero, pero más que nada, mantenerse ocupado.

Decidido a dar una buena impresión, se había vestido formal, como solía hacer cuando trabajaba para el político: camisa blanca, traje oscuro y una corbata haciendo juego. Se había afeitado aplicando, luego, un poco de loción en el rostro, y peinó su cabello, el cual ya estaba un poco crecido para su gusto, con un poco de gel. Por último, se había puesto el perfume más caro que tenía para asegurarse de oler bien. Su aspecto debía ser impecable, perfecto.

De pronto, el sonido de la puerta llamó su atención. Miró en esa dirección y vio a dos hombres que salían del interior de la oficina. Con excepción de algunas diferencias, eran muy parecidos físicamente. Al igual que él, vestían de traje. Eran altos y sus portes transmitían seguridad. Los dos tenían ojos claros, aunque uno de ellos usaba lentes. El otro lucía un bronceado que a la legua se notaba que era artificial.

—¿Gabriel Acosta? —lo llamó este último con una sonrisa torcida que, sin duda, debía utilizar con frecuencia como arma de seducción.

Se puso de pie en cuanto oyó su nombre y se acercó para presentarse.

—Sí, señor, soy yo.

—¿Cómo estás? Soy Gustavo Deglise. Hablaste conmigo hoy —anunció mientras estrechaba su mano—. Él es Ariel, mi hermano y socio.

—Un gusto —saludó al otro hombre.

—Igualmente —respondió este, pero a diferencia del primero, su expresión se mantuvo imperturbable—. Lamentablemente no puedo quedarme porque tengo unos asuntos importantes que atender, pero estoy al tanto de su experiencia y debo decirle que quedé impresionado.

—Muchas gracias, señor.

No estaba seguro de a qué se refirió con ese comentario. Si bien siempre se había esforzado por ser bueno en su trabajo —y lo había conseguido ya que llegó a ser considerado uno de los mejores—, no podía dejar de lado que no fue capaz de evitar el secuestro de la mujer a quien se suponía que debía proteger. Y, para peor, lo habían herido gravemente en el proceso dejándolo al borde de la muerte.

Y luego, estaba el otro asunto. El motivo por el que hoy no era aceptado en ningún lugar. El resultado de un error que seguía avergonzándolo, incluso a pesar de que ya había pagado con su libertad. Sin embargo, no iba a cuestionar su suerte. Precisaba el trabajo y si ellos no ponían ninguna objeción, por supuesto que él tampoco lo haría. Aun así, sabía que no dejaría de darle vueltas en la cabeza.

—Adelante por favor —invitó Gustavo antes de cerrar la puerta para tener un poco de privacidad—. ¿Querés tomar un café?

—No, le agradezco.

—Muy bien, empecemos entonces —anunció mientras se sentaba en la silla, al otro lado del enorme escritorio.

Volvió a contarle acerca del establecimiento y cómo funcionaba este, ahora sí explayándose en los detalles. Por las cosas que decía y la forma en la que se expresaba, Gabriel no tuvo dudas de que, si bien los dos eran los dueños, quien estaba al frente de los negocios era su hermano. Él, en cambio, estaba más abocado a su trabajo como representante. Aun así, se mostraba orgulloso por el éxito de la discoteca.

A continuación, le comentó sobre el personal de seguridad y de la custodia personal de Ariel. Al parecer, el hombre tenía tres guardaespaldas a su disposición. No pudo evitar pensar que era un tanto excesivo de su parte siendo que se trataba nada más que de un empresario. Su anterior jefe salía con dos y se movía en un ambiente mucho más peligroso. Pero todas sus dudas quedaron despejadas cuando Gustavo le confesó que su hermano había tomado esas medidas luego de que un amigo cercano muriese en un violento asalto.

—La verdad que, hasta ahora, me las arreglé para no tener una sombra pegada a mi culo, perdoname la expresión —suavizó, aunque no logró disimular su fastidio del todo—. Pero el negocio está funcionando mejor que nunca y bueno, Ariel no deja de quemarme la cabeza para que tome precauciones.

—Entiendo.

—La tarea es simple —prosiguió—, acompañarme en los viajes que tenga que hacer, quedarte a mi lado durante los shows o cuando tenga alguna reunión y en algunas ocasiones cuidar de mi chica. —Al nombrarla, dejó esbozar, de nuevo, una sonrisa torcida—. Ella es muy linda y demasiado sociable para mi gusto, así que siempre hay que estar atento a los buitres.

Se obligó a sonreír a pesar de que nada de lo que decía le causase gracia. El tipo era un dandi, el clásico mujeriego, hábil con las palabras; de esos que cuidan la imagen que dan y su comportamiento estando en público, pero que son completamente diferentes en privado. No le extrañaba que tuviese una figurita al lado a la que mantuviese dentro de una burbuja de cristal mientras él se encamaba con cualquiera que se le cruzara en el camino. Le caía mal esta clase de personas, pero no le iba a quedar otra que soportarlo.

—El sueldo será muy bueno. A cambio, pido disponibilidad 24/7. Esto quiere decir que, si te llamo, espero que me atiendas, no importa la hora.

—Por supuesto —se limitó a decir con un asentimiento.

—¿Tenés alguna duda? ¿Querés preguntarme algo?

Contuvo el impulso de sacudirse el cabello, gesto que solía hacer cuando estaba nervioso. Había llegado el momento de hablar sobre su estadía en la cárcel —no era algo que se pusiese en el currículum, precisamente—. Se removió, inquieto, en la silla y, aclarándose la voz, alzó la mirada para enfrentarlo.

—Hay algo que tiene que saber de mí, señor.

Intentando disimular los nervios y la vergüenza que le provocaba hablar del tema, le contó sobre lo sucedido en la costa. Por supuesto que omitió los detalles irrelevantes centrándose, todo el tiempo, en su inocencia.

—Debo decir que me tomaste por sorpresa —declaró, solemne—. Pero, si lo pensamos bien, tu experiencia puede serme muy útil. Nadie mejor que un ex convicto para reconocer a otro, ¿verdad?

Cerró los puños al oírlo. No le había gustado para nada lo que acababa de decir. ¿Acaso pensaba que él era igual a esas basuras? No lo era. Si bien nunca había llegado a ejercer su profesión, seguía siendo policía y se regía en su vida con esos mismos valores. Bueno, tal vez no siempre había sido así, pero jamás volvería a cometer ese error.

—Mi formación y mi experiencia en campo es lo que me permite reconocer a los delincuentes, señor —afirmó con sus ojos fijos en los del empresario.

Vio cómo elevaba una de las comisuras de sus labios al oírlo. Sin duda, había percibido su molestia y el gran esfuerzo que estaba haciendo para controlarse. Lo que no terminaba de entender era por qué eso parecía divertirlo.

—Mi hermano tenía razón sobre vos. Sos el hombre indicado para este trabajo. —Sin esperar respuesta, abrió el cajón de su escritorio y sacó un cheque que ya había sido completado con anterioridad—. Si estás interesado, el puesto es tuyo.

Deslizó el papel sobre el escritorio acercándolo a él, lo cual le permitió ver la cifra. Esta era muy generosa, incluso para ese tipo de trabajo, pero se daba cuenta de por qué lo hacía. La ostentación era otra forma de poder y, por lo que había llegado a ver hasta ahora, a Gustavo le encantaba mostrar que lo tenía.

Volviendo a levantar la vista, fijó los ojos en los suyos. Los mismos eran cálidos y alegres, pero no estaba tan seguro de que fueran sinceros. Por su trabajo, estaba acostumbrado a leer a las personas, incluso a quienes eran muy buenas simulando. Los ojos jamás mentían y los de Gustavo definitivamente ocultaban algo.

—¿Cuándo debería empezar? —preguntó con cautela.

—Si es posible, ya mismo —respondió mientras miraba su reloj—. Abrimos en un rato y preferiría que te quedes así vas conociendo los movimientos del lugar.

Contempló el cheque de nuevo. Con esa cantidad de dinero como adelanto podría pagar el depósito y el primer mes de alquiler de un departamento. No soportaba más quedarse en un hotel y a su casa no podía volver todavía.

—De acuerdo —aceptó finalmente extendiendo su brazo hacia su nuevo jefe.

Este amplió la sonrisa y, con firmeza, estrechó su mano.

—Excelente. Ahora acompañame que tengo que ir a ver cómo está todo adelante.

En silencio, lo siguió por el pasillo hasta la parte central de la discoteca. Todavía se encontraba cerrada al público, por lo que, con excepción de los empleados, no había gente en el interior. Esperó detrás de él a una distancia prudente cada vez que se detenía para saludar a alguien. Debía reconocer que era encantador; sin embargo, algo le decía que no era más que una actuación —y una muy buena, por cierto—. Parecía caerle bien a todo el mundo.

—Oh, ahí está ella —dijo, de repente, con un tono de voz bajo y conquistador que, por alguna extraña razón, le desagradó—. Vení que te la presento.

Caminó detrás de él, su atención puesta en el entorno. Cada movimiento de las camareras que estaban terminando de disponer las mesas, los músicos que iban y venían, nerviosos, antes de la apertura y los empleados apostados en cada una de las barras. Todos estaban concentrados en su trabajo.

De momento, no registraba ninguna potencial amenaza y estaba seguro de que tampoco lo haría. Gustavo podía tener el ego en el cielo, pero dudaba mucho de que fuese tan interesante como para que alguien quisiera dañarlo. Sin embargo, no bajaría la guardia. Hacerlo era jugarse la vida y él lo sabía muy bien.

—Hola, muñeca.

Vio cómo se inclinaba para besar a una mujer, que dejándose arrastrar por la cintura, quedó envuelta al instante entre sus brazos.

Le llamó la atención el intercambio entre ambos. Mientras él se mostraba cariñoso y un tanto posesivo, ella parecía tensa, como si su comportamiento le resultase invasivo. Y sus manos, que habían quedado suspendidas en el aire, ni siquiera tocaron sus hombros.

—Hola, Gustavo.

Si bien no podía verla, por el tono de su voz suponía que era bastante más joven que él. Lo confirmó cuando su jefe se hizo a un lado para presentarlos.

—Quiero que conozcas a Gabriel Acosta, mi nuevo guardaespaldas. Gabriel, ella es Ana Ferreyra, mi novia.

Su corazón se disparó en cuanto sus ojos se encontraron y un sudor frío recorrió su espalda. De pronto, sintió que el pasado se le vino encima, ese pasado que tanto se esforzaba por dejar atrás. Sabía quién era porque, dos años atrás, cuando investigó a Lucas, el hombre del que se había enamorado Lucila tras su separación, su fotografía, junto a toda la información relacionada con él, había acabado en sus manos. Era su hermana. Su increíblemente hermosa hermana menor. 

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