Capítulo 28
—Lo siento, Gabriel.
Golpeó con fuerza el escritorio y se alejó unos pasos, frustrado. Había sabido la respuesta antes de que su amigo siquiera abriese la boca. La conmiseración en sus ojos lo había delatado. Aun así, había esperado que fuese diferente.
Antes de dejar la discoteca, se había asegurado de pasar a su celular la secuencia grabada por las cámaras para poder llevársela a Alejandro. Tenía la esperanza de que alguno de los programas que utilizaba la policía científica sirviese para identificar a la mujer que secuestró a Ana. Sin embargo, todo fue en vano y la culpa, la rabia y la impotencia que sentía en su interior comenzaba a ahogarlo. Necesitaba poder hacer algo o se volvería loco.
—¿No hay alguien más al que se le pueda pedir?
—Ya revisaron todo y dijeron que las imágenes no alcanzan a mostrar lo suficiente para hacer un reconocimiento.
—¿Me estás diciendo que no tienen un puto sistema para hacer identikit?
—Por supuesto que sí, pero estos no hacen milagros tampoco. La calidad del video no es buena y sumado a la poca luz y el ángulo desde el que se grabó...
—No me jodas con tecnicismos, Alejandro. ¡Son la Policía Federal, carajo!
—Gabriel, tenés que calmarte. Entiendo que estés nervioso, pero no podemos hacer nada más, solo esperar a que nos llamen del centro de monitoreo para darnos la ubicación del auto. Te pido por favor que tengas paciencia.
Sonrió con sarcasmo a la vez que negó con la cabeza.
—Paciencia —repitió—. No podés pedirme que sea paciente cuando Ana corre peligro. ¡Estamos perdiendo tiempo valioso!
—Lamentablemente así funciona esto y lo sabés. Después de todo, también sos policía.
Se pasó una mano por el cabello, nervioso. Claro que lo sabía. La realidad era muy diferente a lo que mostraban las películas.
—Necesito un poco de aire —dijo de pronto mientras comenzó a caminar hacia la puerta. Se sentía al límite.
—Gabriel —llamó su amigo, deteniéndolo—. Hay algo más que tenés que saber.
Volteó hacia él con el ceño fruncido. No le gustaba nada la expresión que veía en su rostro.
—¿Qué es?
—Hablé con Pablo antes de que llegaras. Su compañero y él están viniendo para acá. Tienen órdenes de ayudar con el operativo de esta noche.
Se tensó nada más oírlo.
—¿Lo saben?
—Sí.
Cerró los ojos y exhaló. Se había negado a llamar a Lucas antes porque estaba convencido de que sería capaz de protegerla, pero en realidad lo que en verdad lo había frenado era la vergüenza y el miedo que sentía. Vergüenza por lo sucedido en el pasado, por todo el daño provocado y los errores cometidos y miedo porque sabía lo importante que era su hermano para ella y temía que decidiera dejarlo luego de que hablase con él. Una vez más, había sido un cobarde y por eso hoy Ana estaba pagando las consecuencias.
Asintió en silencio y sin más, se dirigió a la calle. Ahora más que nunca, necesitaba ordenar sus pensamientos. Había llegado el momento de enfrentar lo que tanto había pospuesto. Inspiró profundo en cuanto el aire frío golpeó su rostro. Había comenzado a llover y, a juzgar por los abruptos relámpagos y distantes truenos, la tormenta no tardaría en llegar. Caminó durante varios minutos bajo la fina garúa mientras en su mente repasaba de forma tortuosa, una y otra vez, la imagen de Ana siendo atacada.
¡Carajo! Odiaba sentirse tan impotente. Hacía más de una hora que aquella mujer se la había llevado y seguía sin saber quién mierda era. Por la patente, habían podido averiguar que se trataba de un auto alquilado, pero no consiguieron ningún otro dato más, ya que para solicitar información a la empresa en cuestión necesitaban una orden del juez y eso llevaría demasiado tiempo. Por otro lado, hasta tanto los del centro de monitoreo de la Policía de la Ciudad diesen con el paradero del vehículo, no podía hacer nada y eso lo estaba desesperando.
Gruñó, furioso. ¿Cómo no tenía al menos una mínima pista de quién podía ser esta persona? Pese a los nervios y la angustia, tras pasarle el número de matrícula a Alejandro, se había tomado el tiempo para hablar con casi todos los empleados de la discoteca; sin embargo, por desgracia, ninguno de ellos había notado nada inusual. Incluso, había llegado a ver a Valentina entrando en la oficina de Gustavo y eso, sin duda, la descartaba como posible sospechosa. ¿Quién carajo era la mujer que se había llevado a Ana, entonces?
De pronto, una extraña sensación lo invadió al recordar el momento en el que se acercó a los chicos de la banda para preguntarles por ella. De alguna manera, tenía la esperanza de que alguno la hubiese visto. Sin embargo, tampoco ellos sabían nada. ¿Cómo era posible que, de todos sus amigos, ninguno hubiese reparado en su ausencia? "Todos no", susurró una voz en su mente, provocando que todas sus alarmas se encendieran. Había alguien con quien no pudo hablar porque no estaba allí. Una mujer que nunca ocultó su desagrado hacia él.
—¡Hija de puta! —profirió entre dientes.
Cual rompecabezas, todas las piezas finalmente encajaron. De todo su círculo, ella era la única que jamás le había caído bien. Había algo en su actitud, en la forma posesiva y territorial en la que se comportaba siempre que estaba cerca de Ana que no le terminaba de cerrar. Una añoranza en sus ojos que de algún modo había notado, pero no llegó a interpretar. Un ansia similar a la que había podido ver en el espejo, tiempo atrás. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Dio media vuelta y regresó con prisa a la comisaría. Tenía que avisarle a Alejandro, decirle lo que acababa de descifrar. Ahora que por fin había atado cabos, estaba más seguro que nunca de que Estefanía era la persona que se había llevado a Ana. Debían empezar a buscarla ya. Solo así tendrían una chance de encontrarla antes de que fuese demasiado tarde.
Una vez dentro, esquivó a varios oficiales que, armados hasta los huesos, se atravesaron en su camino en dirección a la salida, y continuó avanzando hacia el puesto de su amigo. Miró el reloj con impaciencia. Casi dos horas habían pasado desde el secuestro y ellos seguían como al principio.
—¡Sé quién la tiene! —afirmó, agitado, al tiempo que alzaba la vista.
Se detuvo de golpe al ver que Alejandro no se encontraba solo. Pablo y Lucas también estaban allí.
Supo lo que pasaría en cuanto cruzaron miradas y no hizo nada para impedirlo. Lo que fuese que el hermano de Ana quisiera hacerle en ese momento era poco comparado con lo que él mismo creía merecer. Durante todo ese tiempo la había tenido delante de sus ojos y no fue capaz de ver las señales. Si lo hubiera hecho, nada de esto habría pasado y ella estaría segura y a salvo en sus brazos.
El primer golpe lo dejó un poco atontado. Lucas no se contuvo en nada y con bestial fuerza, lo golpeó en la mandíbula.
—¡Hijo de re mil puta! —gritó, furioso, mientras lo empujaba con violencia.
Notó el sabor metálico en su boca al cortarse el labio con sus dientes y, mareado, intentó recobrar el equilibrio.
—Todo esto es tu culpa —continuó con un gruñido a la vez que le lanzó otra trompada, esta vez en el pómulo.
Gabriel se trastabilló hacia atrás hasta caer sobre un escritorio. Aun así, no se apartó al verlo abalanzarse de nuevo sobre él. El hombre estaba sacado y no era para menos. Primero había puesto en peligro a su mujer y ahora a su hermana. Porque la situación podía ser diferente en esta oportunidad, pero lo cierto era que no había sido capaz de protegerla y eso era imperdonable.
Esperó el tercer golpe, consciente de que pronto quedaría fuera de combate. Sin embargo, este nunca llegó. Pablo intervino para calmar a su compañero.
—¡Basta, carajo! —le ordenó con autoridad.
—Dejalo, tiene razón, es mi culpa. Tendría que haber estado con ella en ese momento.
Eso logró sorprenderlos. El Gabriel que ambos conocían jamás se había hecho responsable de sus acciones. No obstante, no detuvo al policía, quien parecía dispuesto a dejar ir toda su rabia e impotencia contra él.
Fue necesaria la ayuda de Alejandro para que entre los dos pudieran mantenerlo inmóvil.
—Tenés que parar ahora, Lucas. Nada de esto va a ayudar a encontrar a tu hermana.
—¡Precisamente! Ella está desaparecida y no tenemos ni una mierda. ¡¿Vas a decirme que este tipo no tiene nada que ver?!
—No, pero tampoco voy a dejar que lo acuses sin pruebas —replicó con dureza, tomándolo por sorpresa. Pablo siempre lo había apoyado y que en ese momento intercediera por quien tanto daño había causado a las personas que amaban, lo desconcertó—. Dijo que sabía quién se la había llevado. Escuchemos lo que tiene que decir y cuando todo esto termine, no me meteré.
Maldijo mientras se alejaba unos pasos de su compañero antes de volverse hacia Gabriel, quien seguía donde lo había dejado.
—Hablá —exigió apuntando en su dirección con un dedo—. Y será mejor que no sea otra de las tuyas porque nada va a impedir que te mate si le pasa algo a mi hermana.
A continuación, este procedió a relatarles todo lo sucedido desde el principio. Cómo, al empezar a trabajar para Gustavo y pese a saber quién era ella, no tuvo la fuerza necesaria para marcharse porque, de algún modo que ni siquiera él entendía, algo los unía. Cómo, poco a poco, se fueron acercando al punto de que les resultó imposible ignorar lo que sentían el uno por el otro y finalmente, cómo debieron ocultarse para no provocar a su jefe, quien no había tardado demasiado en mostrar su verdadera esencia.
—¡Ahorrate la serenata y andá al grano de una puta vez! —gruñó, molesto.
Gabriel cerró los puños con fuerza. Comenzaba a fastidiarle su prepotencia.
—La primera amenaza fue en su departamento.
Continuó hablando. Les contó sobre el oso de peluche con sangre falsa y cómo, a partir de ese momento, procuró no separarse más de ella, aunque se vio obligado a hacerlo cuando Ana descubrió la verdad sobre él. No obstante, se encargó de seguir cuidándola desde lejos. Entonces llegó la segunda amenaza, la del dibujo de la mariposa en el espejo, y ya no le permitió volver a alejarse de él. También les habló de cómo, justo en ese momento, Alejandro se puso en contacto con él, luego de que lo llamase tras cruzarse con Martina, y Ana, por supuesto, se ofreció a ayudarlo a infiltrarse metiendo sus datos en el sistema.
Lucas bufó.
—Y vos la dejaste hacerlo.
Gabriel sonrió con tristeza.
—Conocés a tu hermana. Nada la detiene cuando se le pone una idea en la cabeza.
Incómodo, cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. Por supuesto que la conocía.
—Dijiste que sabías quién la tenía —señaló Pablo, interviniendo por primera vez desde que había comenzado la conversación.
Él asintió.
—Su mejor amiga.
Lucas soltó una risotada.
—¿Estefanía? —cuestionó, arqueando una ceja—. Son amigas desde chiquitas —remarcó con impaciencia—. Dios, no puedo creer que estemos perdiendo el tiempo escuchando a este tipo.
—Ni yo que te rías en un momento así.
Se envaró al oírlo y dio un paso hacia él, pero su compañero volvió a interponerse entre ellos.
—¿Estás seguro, Gabriel? —indagó Pablo.
—Cien por ciento.
Asintió. Podía ver la sinceridad en sus ojos y más importante aún, su certeza.
Se disponía a pedirle a Alejandro que investigasen a la chica cuando el teléfono que había en su escritorio comenzó a sonar.
—Amaya —respondió el policía y al instante, tecleó algo en su computadora—. Sí, lo acabo de recibir, gracias. —Cortó—. Tenemos la ubicación del auto.
—¡¿Dónde está?! —preguntó Gabriel con todo el cuerpo en tensión.
—En zona oeste, en una casa quinta en Parque Leloir a nombre de Héctor Mullet, abogado penalista.
—¡Mierda! —exclamó Lucas al darse cuenta de que la propiedad pertenecía al padre de Estefanía.
—Les acabo de enviar la ubicación por teléfono —indicó el inspector mirando tanto a Gabriel como a Lucas—. Los acompañaría, pero tengo que irme. —Recogió su chaqueta del respaldo de la silla—. Me vendría bien tu ayuda —prosiguió ahora dirigiéndose a Pablo.
Quería hacerlo. Martina estaba en una situación complicada y sabía que Alejandro sería capaz de cualquier cosa para protegerla, incluso ponerse él mismo en riesgo. Si iba, podría encargarse de que no cometiese ninguna estupidez. No obstante, tampoco podía abandonar a su compañero sin más. Mucho menos cuando su hermana estaba en peligro.
—Ellos te necesitan más que yo —aseveró este, adivinando lo que estaba pensando.
Negó con su cabeza.
—No dejaré que vayas solo. No sabés con qué te vas a...
—No va solo. Iremos juntos —intervino Gabriel, llamando la atención de ambos en el acto—. Puede que no nos llevemos bien, pero los dos queremos a Ana a salvo. Vamos, tengo el auto en la puerta.
La determinación y valentía que alcanzaron a ver en su rostro terminó por convencerlos. Al parecer, no había mentido cuando dijo que ella le importaba.
Gabriel conducía en silencio con los ojos fijos al frente y las manos firmemente aferradas al volante. Estaba preocupado. Habían tardado demasiado en dar con la ubicación de Ana y le aterraba no llegar a tiempo. A su lado, Lucas iba atento al GPS de su celular. Hacía mucho que no recorría la ciudad y no quería equivocarse. En especial ahora, con la vida de su hermana en juego. No había vuelto a hablar desde que salieron de la comisaría y no pensaba hacerlo. Aunque era consciente de que en esta oportunidad Gabriel no fue el responsable de lo sucedido, seguía molesto con él.
—Estamos cerca —anunció este mientras se cambiaba de carril para tomar la siguiente salida de la autopista.
—Puedo verlo —se limitó a responder sin molestarse en mirarlo.
Gabriel exhaló. Entendía su postura, pero también creía que debían hacer a un lado sus diferencias si querían tener éxito.
—Sé que no te gusto —aseguró—, y tal vez nunca lo haga, pero quiero que sepas que en verdad la amo y daría mi vida por ella sin pensarlo.
Lucas resopló y sonriendo con sarcasmo, giró la cabeza hacia él.
—¿Así como amabas a Lucila y, antes de ella, a Daniela?
Sujetó con más fuerza el volante, los nudillos de sus dedos se volvieron blancos.
—Las cosas entre Ana y yo son diferentes.
—Yo las veo bastante parecidas. Las personas que te rodean siempre salen perdiendo de alguna manera u otra —replicó con brusquedad—. Mi hermana estaba bien antes de conocerte.
Ahora fue el turno de Gabriel de sonreír.
—Realmente no la conocés si pensás eso —aseveró mirándolo por un momento a los ojos—. No estaba bien antes de venir a Buenos Aires y tampoco lo estaba después, pero lo ocultaba para que no se preocupasen. Se sentía sola y triste y eso cambio luego de conocernos. Puede que no sea la mejor opción para ella, pero te aseguro que es feliz a mi lado y aunque sos su hermano y querés protegerla, no vas a conseguirlo alejándola de mí.
—Sí, bueno, eso lo veremos.
Había sonado como una amenaza. Sin embargo, a Gabriel no podía importarle menos. Ahora, lo único que le interesaba era encontrarla y salvarla de aquella loca que se hacía llamar su amiga. Solo esperaba llegar a tiempo.
Diez minutos después, se aproximaron a la enorme casa. Se habían acercado lo más que pudieron con el auto y luego, continuaron a pie. La tormenta se encontraba en todo su esplendor, lo cual hizo que se empapasen en cuestión de segundos. No obstante, por otro lado, también ocultaba sus pasos, así como cualquier ruido que pudiesen hacer y eso era una ventaja que no pensaban desaprovechar.
Ansiosos por encontrar a Ana, saltaron el paredón que cercaba la propiedad y, con pistola en mano, corrieron hacia la parte trasera. Todas las ventanas de ese lado se encontraban cerradas, lo cual les impidió ver hacia el interior. Al llegar a la puerta, Gabriel sujetó el picaporte. No creía que sería tan fácil, pero debía intentarlo. Lucas lo detuvo antes de que pudiera girarlo hacia abajo.
—La alarma está conectada —susurró a la vez que señaló con la mirada una pequeña luz parpadeante en un extremo de la puerta—. Puedo desconectarla, pero me llevará unos minutos.
Gabriel maldijo mientras se sacudía el cabello, en un gesto nervioso.
—Cada maldito minuto que pasa...
—Lo sé.
—Creo que es mejor separarnos —indicó. Necesitaba hacer algo o enloquecería. Estaban tan cerca y a la vez tan lejos.
—Estoy de acuerdo. Podés probar con las ventanas del costado mientras me encargo de esta mierda. Es necesario que sepamos si están solas o hay alguien más con ellas.
Asintió.
—Lo haré y en cuanto me confirmes que tengo vía libre, voy a entrar.
—Bien. Haré lo mismo.
Dio media vuelta para alejarse, pero antes de que diese el primer paso, lo oyó llamarlo por su nombre. Se volvió hacia él una vez más.
—Necesito saber que puedo confiar en vos, que si encontrás a mi hermana antes que yo, serás capaz de hacer lo que haga falta para protegerla.
—Te doy mi palabra, Lucas. Estoy dispuesto a todo para ponerla a salvo.
El policía asintió, conforme, y sin perder más tiempo, fijó toda su atención en la alarma.
Gabriel se apresuró a rodear la vivienda en dirección a la parte frontal. Intentaría encontrar algún medio para ingresar en ella, ya fuese la puerta o alguna ventana y si no tenía éxito, entonces, treparía el árbol que había visto al llegar y cuyas ramas se acercaban lo suficiente al piso de arriba. De algún modo u otro, conseguiría entrar.
Se detuvo de golpe al comprobar que uno de los laterales era todo vidriado y avanzó despacio hacia el gran ventanal. Asomándose lo suficiente como para poder espiar sin ser visto, examinó el interior. Podía sentir la lluvia deslizándose por su cabello y su rostro, pero no le importaba. Nada más lo hacía. Solo encontrar a Ana.
Lo primero que percibió fue la tenue luz dorada del fuego encendido en la chimenea que se filtraba hacia afuera a través del grueso cristal, contrastando con el resto de la habitación que se encontraba casi en penumbras. Entonces, la vio y el alivio que sintió hizo que casi cayera de rodillas. No obstante, todo cambió al notar lo que pasaba y la ira que apenas había logrado mantener a raya, brotó sin más a la superficie.
Sentada en una silla, completamente inmóvil y con sus manos atadas a su espalda, Ana miraba, aterrada, a Estefanía, quien se encontraba de pie frente a ella. Se estremeció al reconocer el miedo y la angustia en sus ojos y supo, en ese instante, que no había vuelta atrás. La chica se había vuelto loca y, al parecer, estaba dispuesta a llevar su locura al siguiente nivel. ¡No! No lo permitiría, así tuviese que matarla con sus propias manos.
De pronto, un relámpago lo iluminó todo alrededor, seguido por un trueno que explotó con violencia haciendo eco de su estado de ánimo. Se ocultó de nuevo, solo por si acaso, y en cuanto la oscuridad volvió a cubrirlo, corrió hacia el otro extremo en dirección a la puerta principal. No sabía cuánto más le llevaría a Lucas encargarse de la maldita alarma, pero no iba a seguir esperando.
Apenas había dado dos pasos cuando su teléfono vibró en su bolsillo. Como si hubiese escuchado sus pensamientos, el hermano de Ana le avisaba que había sido capaz de desactivar el sistema de seguridad y que podía avanzar. Se apresuró a responderle y sin más, continuó su camino. Diez segundos tardó en romper la cerradura y un instante después, se adentró en la casa.
Se dirigió hacia un pequeño y oscuro recibidor que comunicaba con otro más grande, el cual, a su vez, se abría en distintas direcciones. Si sus cálculos eran correctos, Lucas se encontraba en la otra punta de la vivienda, debiendo atravesar varias salas hasta llegar al living donde se encontraba Ana. Él, en cambio, estaba justo al lado, en la habitación contigua.
La puerta que separaba ambos cuartos se hallaba entreabierta, lo que le permitió escuchar con claridad sus voces. Su corazón dio un vuelco cuando el sonido de una fuerte cachetada lo alcanzó. Conteniendo el impulso de ir hacia ella, empujó la madera solo un poco y se asomó con cuidado. Maldijo al notar que Estefanía se encontraba de frente a donde él estaba. No había forma de que entrase sin que lo viera.
Todo su cuerpo lo instaba a irrumpir con todo, aprovechando el factor sorpresa, y abalanzarse sobre ella, pero había llegado a ver el cuchillo que ocultaba detrás de su brazo y no quiso arriesgarse. No estaba seguro de cómo reaccionaría si se sentía acorralada y jamás haría nada que pusiera a Ana en peligro.
—¿Acaso no ves que nadie va a amarte como lo hago yo? Ni siquiera el noviecito ese que tenés ahora.
—¡No tenés ni puta idea de lo que es el amor! —la oyó gritar con rabia—. ¡Alejate de nosotros, loca!
No pudo evitar sentirse orgulloso de su mujer. Aun atada y en desigualdad de condiciones, no se refrenaba al momento de decir lo que pensaba. Estefanía, en cambio, parecía medir cada palabra con meticulosidad con el claro fin de amedrentarla.
Cerró los puños al oírla afirmar que nadie vendría a rescatarla. "Estoy acá, desquiciada", replicó en su mente con sus ojos fijos en los de ella.
La chica continuó hablando, relatando sus absurdas razones para justificar lo que hacía. En su mente, la culpable de todo era Ana por no corresponderle, por haberlo elegido a él. Sin duda, estaba completamente desequilibrada y eso era demasiado peligroso. Tenía que detenerla antes de que hiciera una locura. Solo necesitaba un momento de distracción por su parte.
De repente, la vio caminar despacio hacia ella hasta colocarse a su espalda y supo que debía actuar. Afuera, la tormenta rugía con fuerza, alzándose por encima de cualquier sonido que él pudiese hacer. Era el momento que tanto había esperado. Su oportunidad para salvar a la mujer que amaba. Abriendo la puerta de par en par, corrió en su dirección. Entonces, vio el destello del cuchillo a la distancia. Estefanía iba a matarla.
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