Capítulo 27
Un continuo y rítmico repiqueteo del movimiento de las agujas de un reloj, mezclado con el sonido de fuego crepitando, fue lo primero que Ana oyó al despertar. Se sentía aturdida, abombada, como si estuviese padeciendo una fea resaca. Un instante después, escuchó el violento estallido de un trueno a lo lejos, seguido de inmediato por el ruido de copiosa lluvia cayendo con fuerza.
Frunció el ceño, confundida, e intentó abrir los ojos. Sin embargo, debió volver a cerrarlos debido al repentino destello que provocó un fugaz y furioso relámpago. ¿Dónde estaba? ¿En qué momento había comenzado a llover? Lo intentó de nuevo, esta vez despacio, poco a poco.
Tras parpadear varias veces, miró a su alrededor. Se encontraba en medio del living de una preciosa y rústica casa de campo o veraneo, por lo que podía inferir del tipo de decoración y los caros muebles. A su derecha, un gran ventanal ocupaba la mayor parte de esa pared mientras que las demás eran de cálida y acogedora madera. Justo frente a ella, se extendían dos largos sofás de color crudo y una mesa ratona de madera maciza en el medio. Un poco más lejos, una enorme chimenea de piedra que en ese momento se encontraba encendida. Jamás había estado allí antes y, aun así, le resultaba extremadamente familiar.
Gimió al tratar de incorporarse de la dura silla en la que se encontraba y casi sin fuerzas, se desplomó de nuevo sobre esta. Le dolía todo el cuerpo, sus piernas estaban entumecidas y tenía la cabeza embotada. Pero lo peor de todo, fue darse cuenta de que sus manos estaban atadas a la altura de su espalda. El lacerante dolor que irradió en el acto desde sus muñecas hasta sus hombros la hizo estremecer. "¡¿Qué carajo?", pensó, alarmada. Entonces, todo volvió a ella.
Esa noche había ido a la discoteca más temprano que lo habitual para intentar ayudar al amigo de Gabriel a infiltrarse dentro y que así pudiera contactar a su compañera, Martina, con la que había perdido toda comunicación. Y lo había logrado, nunca había dudado de que pudiese hacerlo, pero estuvo a punto de ser descubierta por Gustavo cuando se disponía a salir de su oficina. Por fortuna, este no llegó a entrar y pudo retirarse sin ser vista por nadie. O eso creía.
En realidad, alguien más se encontraba allí con ella, al acecho, atento a cada paso que daba para atacarla en el momento preciso. Por eso, en cuanto salió al exterior por la puerta trasera del boliche, esta persona se abalanzó sobre ella, inmovilizándola, y rodeando su cuello con un brazo, presionó hasta que se desmayó por la falta de oxígeno en su cerebro. Debía tratarse de la misma que la había amenazado antes. No tenía dudas de eso.
Sintió cómo la adrenalina se disparaba en su torrente sanguíneo ante el recuerdo y su corazón comenzaba a latir más rápido, al tiempo que su respiración se aceleraba. A juzgar por donde se encontraba, era evidente que esta lo había conseguido. Tenía que encontrar el modo de salir de allí, donde fuese que estuviese. Tenía que escapar cuanto antes y pedir ayuda.
Miró a su alrededor, prestando especial atención a los detalles. Tal vez encontrase algo con lo que pudiera liberarse de sus ataduras. Su hermano le había enseñado algunos trucos hacía tiempo, cuando le señaló la importancia de que una mujer supiese cómo defenderse ante un posible ataque y hoy más que nunca entendía por qué había insistido tanto. No obstante, aparte de los muebles, no había ningún objeto a la vista. Todo estaba limpio y ordenado, pero sin vida, como si nadie se estuviese quedando allí.
Aguzó el oído en un intento por escuchar algo que le diera alguna pista de la identidad de su captor. Nada. Excepto por la lluvia y el incesante sonido de aquel reloj de péndulo que ya comenzaba a resultarle macabro, no fue capaz de oír nada más. A través del gran ventanal, alcanzó a ver el grueso manto de agua que caía sin pausa sobre la vivienda y detrás de este, solo había oscuridad. ¿Acaso estaba sola allí? Intentó incorporarse de nuevo, pero la soga que la mantenía amarrada a la silla no se lo permitió. ¡Dios! ¿quién querría hacerle algo así? Y más importante aún, ¿por qué?
No pudo evitar pensar en Gabriel y cómo reaccionaría cuando se diera cuenta de lo que había pasado. Estaba segura de que se culparía a sí mismo por todo, aunque la realidad le demostrase que no era el responsable. Había tenido un atisbo de cómo lo atormentaban los viejos fantasmas de su pasado y esto no haría más que reforzar su miedo y ese sentimiento de culpabilidad que lo acosaba desde que era pequeño. Tenía que volver a su lado y decirle que no era así, que nada de esto tenía que ver con él, que había sido ella quien se marchó a pesar de que le había pedido que lo esperase junto a la barra. Pero, ¿cómo? Si ni siquiera sabía dónde estaba.
Sus ojos se humedecieron nada más comprender que tal vez no tendría siquiera la oportunidad de decírselo. Quizás no volviese a verlo. La persona que había hecho todo esto se había tomado demasiadas molestias para atraparla y ahora que por fin estaba a su merced, no la dejaría ir tan fácilmente. Estaba segura de que, incluso, la había drogado para apresarla. De lo contrario, habría despertado a los pocos minutos de su desvanecimiento. También creía que se había asegurado de no dejar rastro alguno para que Gabriel no tuviese forma de hallarla.
Nerviosa, se miró los antebrazos. Sí, tenía razón. Allí estaba el minúsculo punto rojo en medio de su blanca piel, justo por encima de donde se distinguía una vena. ¡Mierda! Desesperada, comenzó a forcejear con las ataduras, en un torpe intento por zafarse de ellas. Si bien no había nadie más allí, sabía que el responsable no estaría lejos. Tenía que soltarse y escapar. Salir de esa casa y correr lo más lejos posible en busca de socorro. Sin embargo, también sabía que todos sus esfuerzos serían en vano. Apenas tenía fuerza para moverse, mucho menos para desatarse y caminar.
—Haciendo eso solo vas a conseguir lastimarte —advirtió una voz femenina a su espalda.
Ana se paralizó ante su sonido. Sabía perfectamente a quién pertenecía, la conocía demasiado bien como para confundirla con cualquier otra. Un estremecimiento recorrió su columna al comprender que entonces ella era la que había estado detrás de las amenazas. ¡No! No podía ser. Debía tratarse de un error. Tal vez seguía bajo el efecto del narcótico que le habían administrado y por eso imaginaba cosas que no eran. ¿Cierto?
El sonido de pasos acercándose la puso en alerta. Todo su cuerpo se tensó y sus manos se cerraron en puños. Incapaz de moverse, permaneció en la misma posición en la que estaba, a la espera de verla aparecer en su campo de visión. Podía sentir el continuo martilleo de su corazón en sus sienes, así como su respiración acelerada y una horrible opresión en el pecho. Cerró los ojos un instante, en un pobre intento por reunir coraje, antes de volver a abrirlos y fijarlos en los de ella.
Su rostro se contrajo con dolor en una mueca angustiosa a la vez que las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas.
—¿Por qué? —preguntó entre sollozos.
No podía creer lo que estaba viendo. De todas las personas, jamás se imaginó que sería ella. La vio arquear las cejas, sorprendida.
—¡¿Por qué?! —repitió—. ¿De verdad tenés que preguntar?
—No lo entiendo... Sos mi...
—¿Amiga? —terminó por ella remarcando la palabra con desdén—. Soy mucho más que eso, bella, pero evidentemente nunca fuiste capaz de verlo.
Ana frunció el ceño al oírla. ¿Qué quería decir con eso? Nerviosa, afligida y un poco asustada, la observó con atención. Su mirada era diferente, más dura y penetrante. Sus ojos, que siempre le habían transmitido tanta paz y cariño, brillaban con una oscuridad que nunca antes había visto en estos. Y la expresión de su rostro, así como su postura, habían cambiado por completo. Comprendió entonces que ya no estaba frente a su mejor amiga. La mujer parada delante de ella era una completa desconocida.
—¿Qué es lo que querés de mí? —Se las arregló para preguntar a través del nudo que se había formado en su garganta.
Lo cierto era que no precisaba de una respuesta. La intensidad y posesividad con que la miraba le dejaba muy en claro sus intenciones. No obstante, quería escucharlo. Le resultaba difícil de entender cómo había sido capaz de hacerle algo así. Después de su familia, Estefanía era la persona en quién más confiaba —bueno, al menos así había sido hasta que conoció a Gabriel—. Eran íntimas amigas desde muy pequeñas. ¿Por qué entonces buscaba hacerle daño?
La joven no respondió de inmediato. En silencio, se quedó pensativa con los ojos fijos en los suyos. Luego, curvó sus labios en una sonrisa nostálgica y se alejó unos pasos en dirección a la silla más próxima. A continuación, sin dejar de mirarla, la arrastró hacia donde ella estaba y se sentó justo en frente, dejando apenas una mínima distancia entre sus rodillas.
—¿Te acordás del día en que nos conocimos? —preguntó, sorprendiéndola—. Ya entonces supe que te volverías muy importante para mí. Era el primer día de escuela, yo lloraba porque no conocía a nadie y quería irme a casa, pero vos te acercaste y me hablaste. Me tranquilizaste. Te encargaste de hacerme sentir segura y bienvenida, y me contuviste como ninguna otra persona, ni siquiera mis padres, lo habrían hecho nunca. En ese momento, tuve la certeza de que jamás me apartaría de tu lado.
—¿Qué tiene que ver eso con lo que estás haciendo? —inquirió con brusquedad al tiempo que forcejeó con la soga.
La vio extender una mano hacia adelante para acariciar su rostro, pero antes de que pudiera tocarla, ella se apartó hacia un costado. La chica amplió su sonrisa al advertir su reticencia y volvió a bajar su brazo.
—Siempre tan impulsiva y pasional —susurró casi inaudible, pero Ana la escuchó y no pudo evitar sentir repulsión. No le gustaba el modo en el que empezaba a mirarla, con un deje de añoranza en los ojos—. Ese día no intentaste cambiarme, como los demás, no me pediste que dejara de llorar o que no tuviese miedo. Al contrario, me dijiste que me entendías, que también estabas nerviosa y que todo estaría bien, ¿sabés por qué?, porque ahora estábamos juntas y nos teníamos la una a la otra.
Ana se estremeció al oírla decir eso. Tenía un vago recuerdo de aquel día y aunque era cierto lo que estaba contando, ella se le había acercado y la había calmado, la forma en la que hablaba de eso lo hacía sonar como si hubiese habido alguna intención oculta o perversa detrás de ese simple gesto de compasión y el ofrecimiento de su amistad.
—Yo estaba muy sola —continuó, con la mirada distante, como perdida en los recuerdos—. Mi papá apenas estaba en casa, todo el tiempo ocupado con su trabajo, y mi mamá, bueno... sabés que a ella siempre le importó más el entorno que su propia hija. —Volvió a fijar los ojos en los suyos y no pudo evitar estremecerse—. Yo no le interesaba a nadie y me sentía completamente invisible... hasta que apareciste vos. —Se mordió el labio inferior antes de negar con su cabeza—. Ya entonces tenías esa chispa que te caracteriza, esa calidez que irradiás a tu alrededor y que colmó mi corazón de un modo que jamás creí posible. Vos me hacías sentir querida, valorada. —Suspiró y tras una pausa en la que pareció ordenar sus pensamientos, prosiguió con dureza—: Pero nada de eso te importó cuando te fuiste a vivir lejos dejándome sola.
Alcanzó a percibir el resentimiento en su voz y eso la asustó aún más.
—Por supuesto que me importaba —aseguró, intentando aplacarla. Se notaba que estaba molesta y tenía miedo de lo que pudiese llegar a hacer si se sentía acorralada. Lo mejor era mantener la calma—. Eras mi mejor amiga... sos mi mejor amiga —se corrigió—. ¿Qué otra cosa querías que hiciera? Tenía que irme con mi familia. No podía quedarme sola.
—¡No estabas sola! —exclamó a la vez que se inclinó más cerca de ella—. Yo estaba acá. Habríamos estado juntas —recriminó—. Pero los elegiste a ellos en vez de a mí. Me dejaste y fui yo quien se quedó sola.
Ana apenas podía contener las lágrimas. No reconocía en absoluto a la persona que tenía frente a ella. Nunca había visto indicios de la locura que parecía haberse apoderado de ella y la aterraba lo que pudiese hacerle a continuación.
—¿De qué estás hablando? Vos estabas de novia. Pensé que encontrarías contención en él. Creí que eras feliz.
Se sobresaltó ante su repentina carcajada. Dios, esto era peor de lo que creía.
—¿Cómo podía ser feliz si lo único que deseaba era estar con vos? ¡¿No lo entendés?! Solo buscaba darte celos. Cada uno de los idiotas con los que salí fue para mostrarte todo lo que podía darte, para que te dieras cuenta de lo que tenías delante de tus ojos.
—¿Qué? —No podía creer lo que estaba escuchando.
Ella sonrió.
—Tan lista para muchas cosas y tan inocente para otras —susurró, acariciándole la mejilla con el dorso de sus dedos de una forma que jamás la había tocado antes.
Ana se estremeció ante su contacto.
—Por favor, Estefi...
—¡No me llames así! —gritó, frustrada, y se puso de pie. Caminó lentamente hasta detenerse a su espalda e inclinándose sobre ella, la rodeó con sus brazos—. Noches enteras soñando con tenerte para mí, con escucharte decir mi nombre en medio de un orgasmo. —Mientras hablaba, deslizó una mano sobre su pecho, recorriendo su cuerpo con delicadeza hasta llegar a la cintura de su pantalón—. Imaginaba cómo sería llevarte al paraíso con mis manos y mi boca —continuó contra su oído a la vez que descendió un poco más, introduciendo la mano por debajo de la ropa.
Ana estaba petrificada. Tenía los ojos fuertemente cerrados y todo su cuerpo estaba en tensión. Ella la tenía bien agarrada, por lo que no podía moverse. Aun así, tampoco lo intentaría. Cuanto menos lo hiciera, menos percibiría esa caricia tan poco bienvenida. Lejos de excitarla, como era sin duda lo que se proponía, no hacía más que provocarle asco y rechazo.
—Si tan solo me dieras una oportunidad... —continuó cerrando la mano sobre su feminidad.
—Basta, por favor —imploró, desesperada, incapaz ya de ocultar sus temblores—. Somos amigas...
Ella chasqueó la lengua y, con frustración, apartó su mano con brusquedad, asegurándose de rozar su centro con un dedo. Sonrió al verla estremecerse.
—¿Lo ves? —indicó malinterpretando adrede su reacción—. Ambas sabemos que puedo complacerte.
¡Mierda! Se había vuelto completamente loca. ¿De verdad pensaba que lo había disfrutado? Si temblaba era de miedo y asco, no de placer. Solo de pensarlo le daban ganas de vomitar. Intentando calmarse, inspiró profundo. No podía dejarse llevar por el pánico en ese momento.
—¿Qué hay de Julián? —preguntó en un intento por distraerla—. ¿Acaso él no te importa?
Estefanía la rodeó hasta quedar de nuevo frente a ella y apoyando la cadera en la mesa, la miró a los ojos.
—Claro que me importa, no soy una mierda, pero nunca generó en mí lo que siento cada vez que te tengo cerca.
¡Dios! ¿Cómo era posible que en todos esos años no hubiese visto ninguna señal? Desde el momento en el que se habían conocido se volvieron carne y uña, bueno, al menos así había sido hasta que Ana debió mudarse con su familia a Misiones. No obstante, la amistad entre ellas persistió. Era su confidente, la persona en la que más confiaba y quien la conocía mejor que nadie. Pese a la distancia, continuaron hablando a diario y cada vez que podían, alguna de ellas viajaba de visita. Su corazón se rompió en mil pedazos al comprender que todo había sido una mentira.
—Creí que éramos amigas, que me querías de verdad —le reprochó, angustiada.
—Te quiero más que a nada en el mundo.
—Entonces, ¿por qué me hacés esto? ¡¿Qué es lo que querés de mí?! —volvió a preguntar.
—Lamentablemente nada que estés dispuesta a darme. Me lo dejaste claro primero al involucrarte con Gustavo y después con el imbécil de su guardaespaldas.
Ana cerró los puños al oírla referirse así de Gabriel. Podía percibir el odio en su voz.
—¡Él no tiene nada que ver en esto! —profirió, intentando soltarse, una vez más.
Era consciente de que no debía mostrarse tan afectada. Atada como estaba, no podía defenderse si ella intentaba lastimarla. Sin embargo, la sola mención de la persona que amaba sacó a flote su carácter. Ahora entendía la razón de todos aquellos comentarios malintencionados y su mala actitud frente a él.
—¡Lo tiene todo que ver! —gritó Estefanía, furiosa—. Por su culpa te alejaste de mí. Él te apartó de mi lado.
La sala se iluminó de repente por un violento relámpago y, un instante después, un trueno resonó con fuerza en el exterior, provocando que todos los cristales de la casa vibraran. ¡Mierda! Parecía que estaba dentro de una maldita película de terror. Sin poder disimular más el miedo que sentía, rompió en llanto, dejando salir toda la angustia contenida. Comenzaba a creer que no saldría viva de allí.
—Por favor... Dejame ir —suplicó entre penosos sollozos.
Pero ella no le prestó atención. Abstraída por completo en sus pensamientos, actuaba como si nada pasara. Incluso, tenía una ridícula sonrisa en medio de su cara.
—Me encantaba regresar en medio de la noche y encontrarte durmiendo —prosiguió, cual confesión—. Como creías que estabas sola ni siquiera te molestabas en ponerte el pijama y eso me encantaba. Dormías toda desnuda, tan linda, y yo me tocaba viéndote. —Metió la mano con la que la había tocado antes debajo de su propia ropa y jadeó en cuanto sus dedos tocaron su sexo—. Dios, me mojo toda de solo recordarlo. ¿Ves lo que generás en mí, bella? ¿Como me pongo sin tocarte siquiera?
Incrédula, la contempló llevarse los dedos a la boca y chuparlos como si se tratara de un cono de helado. No sabía cómo, pero tenía que encontrar el modo de salir de allí. Desconocía por completo a la persona que tenía delante y temía por lo que fuese capaz de hacer con ella.
—Estefanía, te lo suplico...
Su ruego pareció sacarla del trance en el que se encontraba. La expresión de su rostro cambió en el acto y sus ojos, más oscuros que nunca, se clavaron en los suyos.
—Lo peor de todo es que fui una ilusa. Creía que si pasábamos tiempo juntas finalmente podía hacer que me vieras de otra manera... Siempre fuiste muy liberal, incluso me besaste una vez. —Sonrió—. ¿Te acordás?
El lejano y borroso recuerdo de un beso inocente y sin importancia cruzó por su mente. Ni siquiera lo recordaba hasta que ella lo mencionó.
—Éramos adolescentes y habíamos tomado demasiado. ¡Estábamos bromeando!
—No, vos estabas bromeando. Yo estaba enamorada —aclaró—. Fue tan lindo, tan dulce... —Se inclinó hacia ella, una vez más, hasta quedar a escasos centímetros de su boca—. Sabías a fruta por el trago que estabas tomando. Me pregunto cómo será tu sabor ahora.
Sin darle tiempo a reaccionar, sujetó su rostro con ambas manos y estrellando sus labios con los suyos, arremetió con su lengua, besándola con hambre y ansia. Trató de apartarse, pero ella la tenía bien agarrada, por lo que hizo lo único que estaba a su alcance: la mordió con fuerza.
Con un quejido, la chica se apartó en el acto y se llevó una mano a la boca. Una furia, que tampoco le había visto antes, destelló en sus ojos al ver la sangre en sus dedos y sin más, la abofeteó.
—¿Acaso no ves que nadie va a amarte como lo hago yo? Ni siquiera el noviecito ese que tenés ahora.
—¡No tenés ni puta idea de lo que es el amor! —gritó con rabia—. ¡Alejate de nosotros, loca!
Estefanía apretó los labios formando una delgada línea.
—Curioso que uses el plural cuando solo vos estás acá, ¿no? —indicó con malicia—. Como verás, el tipo no es demasiado perspicaz. Ni siquiera pudo descifrar quién estaba detrás de las amenazas. No esperes que venga a rescatarte, bella.
—Sigo sin entender por qué estás haciendo esto. Me tenías justo donde querías.
—Pero no eras mía, no sos mía —resaltó, con una frialdad que le provocó escalofríos—. Me di cuenta de que nunca vas a mirarme del modo en que lo mirás a él, que jamás vas a gemir conmigo como lo hacés cuando él te toca y eso me rompió el corazón. Tardé en aceptarlo, pero cuando al final lo hice, supe lo que tenía que hacer.
En ese instante, advirtió que tenía un cuchillo en la mano. No sabía en qué momento lo había agarrado, ni siquiera si lo había tenido todo el tiempo con ella; no obstante, allí estaba. Afuera, la tormenta se hallaba en pleno apogeo. Los relámpagos destellaban con insistencia mientras los truenos rugían con furia en el cielo y la lluvia caía sin tregua. No tenía idea de dónde se encontraba la casa, pero sabía con seguridad que estaba completamente aislada.
—¿Vas a matarme? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Ese es tu plan maestro?
La joven rio al reconocer el sarcasmo en su voz.
—Preferiría no tener que hacerlo, bella, pero no me dejaste opción. No después de cómo reaccionaste cuando te besé. Me costó mucho tomar esta decisión. Te amo, Ana, siempre te amé y no quería llegar a esto. Sin embargo, me resulta demasiado doloroso verte con él. Si ya no estás será más fácil para mí olvidarte —explicó—. Por eso escribí las amenazas. Cuando la policía investigue el crimen y ate cabos, la primera sospechosa será la idiota de Valentina. Todo el mundo sabe que ella y Gustavo andaban juntos antes de que vos llegaras a la ciudad. No es muy descabellado creer que se volvió loca de celos y te asesinó. "Ex despechada mata a nueva amante" —recitó, orgullosa—. Un clásico crimen pasional.
—Te estás olvidando de mi hermano —replicó con absoluta confianza—. Él no se va a comer ese cuento y te puedo asegurar que va a descubrir la verdad.
—Ah, Lucas... Sí, supongo que es una posibilidad, pero es un riesgo que estoy dispuesta a tomar —afirmó mientras se acercaba lentamente a ella y se detenía a su espalda.
Ana notó cómo su corazón se aceleró al sentir el frío metal de la cuchilla sobre su garganta y su respiración se volvió superficial, pesada. En verdad iba a matarla y nadie jamás sabría qué había pasado.
En ese instante, pensó en su familia, en el dolor y la impotencia que su muerte provocaría en ellos, en especial en su hermano. Pero por sobre todas las cosas, pensó en Gabriel, en la culpa que sin duda sentiría y en todo lo que aún les había quedado por vivir juntos. Cerró los ojos, a la espera de su final, y en silencio, le envió todo su amor.
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¡Espero que les haya gustado!
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