Capítulo 26
Un sonoro y profundo gruñido salió del pecho de Pablo Díaz al tiempo que arrojaba su teléfono sobre el escritorio. Hacía unos minutos había recibido el informe que tanto él, como su compañero, Lucas Ferreyra, estaban esperando sobre la banda de narcotraficantes que investigaban desde hacía meses en la delegación de la Policía Federal ubicada en Misiones, específicamente en la Triple Frontera. Lo que acababa de descubrir no solo no le había gustado para nada, sino que lo complicaba todo.
No podía creer que después de haber pasado dos años en la cárcel, su amigo de toda la vida, Gabriel Acosta, pudiese estar involucrado en algo así. Si bien era consciente de que la prisión no era ese lugar de rehabilitación que muchos creían y que, la mayoría de las veces, más que ayudarlos a rehabilitarse y reinsertarse en la sociedad, lo que hacía era hundirlos aún más en la oscuridad, forzándolos incluso a adaptarse a las leyes de supervivencia del más fuerte, creyó que en su caso sería diferente.
—¡La puta que los parió! —profirió, furioso.
Pese a que condenaba lo que este había hecho en el pasado, también estaba seguro de que en realidad nunca había tenido la intención de lastimar a nadie. Lo conocía mucho, casi como a un hermano, y sabía que detrás de sus miedos e inseguridades, no había maldad en su corazón, sino más bien una fragilidad y vulnerabilidad que lo había marcado desde muy pequeño, haciéndolo actuar de forma impulsiva e irracional. Bueno, al menos eso era lo que había querido creer durante todo ese tiempo. No obstante, luego de lo que acababa de leer, ya no estaba tan seguro.
Tal vez por eso, se permitió llamarlo. No importaba que desde lo sucedido en la costa —y razón por la que lo habían apresado—, no habían vuelto a hablar. Necesitaba otorgarle el beneficio de la duda, brindarle la oportunidad de explicar por qué su nombre aparecía relacionado al del traficante de drogas más inteligente y escurridizo de todos los tiempos. Sin embargo, él no lo atendió y eso hizo que su propia oscuridad emergiera, como lo hacía siempre que se enfrentaba con los malditos delincuentes a los que perseguía.
Releyó los papeles, en un intento por hallar alguna otra cosa, un detalle que estuviese pasando por alto y que fuera crucial para descartarlo como cómplice. Si bien no había algo que lo condenase directamente, los datos eran claros. No solo estaba dentro de la nómina de empleados de seguridad de la discoteca en la que se hacían negocios sucios, sino que pertenecía al círculo más íntimo, ya que era el custodio personal de uno de los dueños. Era imposible que no estuviese al tanto de lo que sucedía en ese lugar.
Desde hacía meses le estaban siguiendo la pista a una banda relacionada con el narcotráfico que operaba con eficacia en varias provincias. Estaban tan bien organizados que les era muy difícil seguirles el rastro, pero, gracias a un informante, consiguieron por fin apresar a uno de sus miembros y así obtuvieron información certera y precisa de los sitios en los que se movían. Lo que jamás se imaginaron era que los conduciría directamente al criminal más buscado de los últimos tiempos.
"El fantasma", como había sido apodado luego de su desaparición en los años noventa cuando él apenas comenzaba con su carrera policial, había cometido cientos de delitos y no solo relacionados con drogas. Sospechaban que también había estado —y por lo visto seguía estándolo— involucrado con el tráfico de personas y la venta ilegal de armas. Sin embargo, nunca se obtuvieron las pruebas suficientes como para poder arrestarlo, lo cual demostraba que contaba con la protección de alguien de las altas esferas políticas. Con el correr del tiempo, la policía finalmente le perdió el rastro.
Que ahora surgiera su nombre de nuevo tenía por completo revolucionadas a las fuerzas, razón por la cual la mayoría de los agentes estaban cien por ciento abocados a este caso. Las jornadas se volvieron largas y pesadas, apenas tenían tiempo para volver a casa con sus familias. Lo primordial era la investigación en curso. Todo lo demás, debía quedar en segundo plano. Si había una mínima chance de que Franco Bermúdez fuera el líder de esta organización, no podían perderlo de vista. Vivo o muerto, "El fantasma" debía caer, esa era la orden.
—Esto es un asco.
La voz de Lucas desde la puerta de la oficina lo regresó de inmediato al presente. Solo entonces, se percató de las dos tazas que tenía en sus manos. Bien sabido era que su compañero detestaba el café, pero también que recurría a este cuando ya no le quedaban fuerzas para mantenerse en pie—. De verdad te digo, no entiendo cómo puede gustarte tanto —continuó con una sonrisa traviesa mientras le entregaba el suyo. Lo estaba provocando. Siempre lo hacía.
En otras circunstancias habría aprovechado la ocasión para replicarle y decirle que eso era lo que bebían los hombres de verdad y no el agua con pasto que él tomaba todo el rato. Por supuesto, eso habría desatado otro tipo de bromas en las que, sin duda, su amigo se encargaría de que el nombre de su esposa surgiera —sabía perfectamente que Daniela era su punto débil— y él terminaría amenazándolo con despellejarlo vivo si no cerraba la maldita boca. Claro que esto lo haría carcajearse, aún más, a su costa, pero no importaba. Siempre reaccionaba cuando lo fastidiaba con ella.
Sin embargo, no estaba de ánimos para bromear en ese momento y pronto, él tampoco lo estaría. Lucas era un tipo alegre y despreocupado. Lo admiraba por eso. No entendía cómo hacía para encontrarle siempre el lado positivo a todo, pero le gustaba mucho eso de él. Complementaba a la perfección con su seriedad y cinismo. Juntos eran como el ying y el yang. Tal vez por eso formaban tan buen equipo. Aun así, incluso él tenía un límite. Por esa razón, sabía que, en cuanto le contara las novedades, se esfumaría por completo la sonrisa que tenía en su rostro.
—Acaba de llegar el informe que estábamos esperando.
—¿Y? —preguntó con curiosidad antes de sentarse frente a él.
Pablo deslizó la carpeta que había sobre el escritorio en su dirección.
—Hay tres posibles boliches en Buenos Aires para que investiguemos.
Fijando los ojos en los de su compañero, se reclinó en la silla. Se percató del momento exacto en el que este reconoció el lugar. Su ceño se frunció a la vez que su mirada se volvió oscura, severa.
—¿Qué carajo? Acá es donde canta Ana.
Asintió.
—Lo sé, y no es todo. Mirá el listado de empleados. El segundo nombre, de abajo hacia arriba.
Aguardó en silencio mientras Lucas dirigía la mirada hacia el lugar indicado y bebió un sorbo de su café. Tal y como había supuesto, su expresión cambió en un instante. Ya no quedaba rastro alguno del jovial humor que tanto lo caracterizaba.
—¿Cuándo salió? ¿Vos lo sabías? —No pudo evitar que la pregunta sonara como una acusación.
—Sabía que estaba en eso, pero no tenía la confirmación. Su abogado es amigo de mi papá y cada tanto hablamos de su situación.
—Me estás jodiendo —afirmó más que preguntó— ¿Y ni siquiera se te ocurrió mencionármelo? —cuestionó, furioso.
Pablo le sostuvo la mirada, manteniendo la calma. Era consciente de que estaba nervioso y no podía culparlo. En su lugar, él también habría reaccionado mal. Tal vez peor, incluso.
—No lo creí necesario —respondió con un tono de voz bajo y pausado—. Su vida está en Buenos Aires, Lucas, y la nuestra acá. No tenía sentido que...
—¡Mierda, Pablo! ¡Mi hermana está allá! —lo interrumpió a la vez que apoyó con brusquedad la taza sobre el mueble y se puso de pie.
A continuación, sacó su teléfono del bolsillo y llevándolo a su oreja, comenzó a caminar de un lado a otro, cual león enjaulado.
El día anterior, Lucila le había transmitido su preocupación por Ana. Al parecer, la había visto inquieta la última vez que hablaron por videollamada y le pidió que hablase con ella para comprobar que estuviese bien. Pese a que le había prometido hacerlo a primera hora, con tanto trabajo le fue imposible y recién hacía veinte minutos había podido hacerse un hueco para llamarla. No obstante, no lo consiguió. Pensando que tal vez la había agarrado en un mal momento, decidió intentarlo de nuevo más tarde. Ahora se arrepentía de no haber insistido.
De pronto, la idea de que Ana siempre hubiese buscado comunicarse con su esposa cuando sabía que él no estaría se instaló en su mente y la preocupación comenzó a invadirlo. En especial ahora que acababa de enterarse de que Gabriel se encontraba en el mismo lugar que ella. Su estómago se estrujó cuando una grabación le indicó que el móvil se encontraba apagado o fuera del área de cobertura y lo que no había sido más que una mínima sospecha, se volvió una firme certeza. Su hermana estaba en peligro.
Con una maldición, cortó la comunicación y volteó hacia su compañero para enfrentarlo.
—Llamalo ahora —ordenó con autoridad. Nunca antes le había hablado de ese modo, pero la ira que sentía en su interior le impedía pensar con claridad—. Llamá a ese hijo de puta y asegurate de que no se acerque a Ana.
Pablo cerró los puños. La paciencia no era una de sus cualidades y, como él bien sabía, tampoco era muy bueno acatando órdenes.
—Lo llamé en cuanto vi su nombre en el informe. Quería que me explicara qué estaba haciendo allí en la discoteca trabajando para un presunto narco. Pero no me atendió, por si tenés que saberlo.
Lucas esbozó una sonrisa sardónica.
—Y decime una cosa... ¿pensaste en algún momento en Ana o solo querías protegerlo a él?
Pablo eligió las palabras que diría a continuación. Se daba cuenta de que los dos estaban al límite y eso no auguraba nada bueno.
—Voy a hacer de cuenta que no me hiciste esa pregunta —indicó sin apartar los ojos de los suyos en ningún momento—. Gabriel y yo tenemos un pasado. Y sí, soy consciente de que cometió muchos errores, pero eso no significa que él no me importe.
—¿Errores? ¡Puso a mi mujer en peligro, no una sino dos veces! Y antes de eso la jodió con Daniela también. ¿O acaso ya lo olvidaste?
—¡No me jodas, Lucas! Te recuerdo que estuve ahí cuando pasó lo de Lucila. Justo a tu lado, amenazándolo con mi arma para que hablara —remarcó con énfasis.
Él se llevó ambas manos a la nuca en un gesto nervioso.
—¡Lo sé! —exclamó, frustrado, volviendo a extender los brazos a los costados.
Apartando la vista de la carpeta en la que aquel nombre, que no quería volver a ver, parecía burlarse de él, se dejó caer en la silla. Si estuviese en su poder, se habría encargado de que Gabriel no saliese nunca más de la cárcel. No importaba que no hubiera sido el responsable por el secuestro de su esposa. Fueron sus acciones las que hicieron que ese maldito enfermo le pusiera las manos encima y eso no era algo que olvidaría fácilmente. Mucho menos ahora que sabía que estaba tan cerca de su hermana... ¿Acaso jamás se librarían de él? ¿Por qué volvía a aparecer en sus vidas?
Pablo lo observó durante unos segundos. Sabía con exactitud dónde se encontraba su mente. Esta había regresado a ese lugar oscuro que él mismo tenía también en su interior y al que recurría cuando necesitaba actuar con frialdad, dejando a un lado todo lo que le impidiese alcanzar su objetivo.
En un intento por darle algo de espacio, volvió a centrar su atención en el informe. Debido a la conmoción, no había seguido leyendo y todavía le faltaba revisar la última hoja. Se tensó nada más comprobar que su compañero podría no estar tan equivocado, después de todo. El nombre de Ana aparecía vinculado al de Gustavo Deglise, hermano del principal sospechoso en la investigación que se estaba llevando a cabo en la Ciudad de Buenos Aires.
Le sorprendió descubrir que uno de los inspectores a cargo era Alejandro Amaya, un viejo amigo que Gabriel y él tenían en común de la época en la que iban al colegio y durante su formación como policías. Al parecer, él y su equipo hacía tiempo que venían siguiendo los movimientos de ambos hermanos y, según lo que se detallaba más abajo, tenían incluso a alguien infiltrado dentro de la discoteca, un agente femenino con la que habían perdido todo contacto días atrás. "Martina Soler", pensó al instante, envarándose.
—Lucas, tenés que ver esto —le indicó sabiendo perfectamente cuál sería su reacción.
El aludido frunció el ceño al notar la expresión en su rostro.
—¡La puta madre! —exclamó, arrebatándole la hoja para poder leer más de cerca. Las cosas se estaban saliendo de control—. Tengo que ir a buscarla, Pablo. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras mi hermana corre peligro —declaró antes de levantarse.
Asintió, mostrando su acuerdo, y comenzó a recoger sus cosas. Él tampoco lo haría.
—Llamá a Gendarmería y pediles que vayan preparando un avión a Buenos Aires. Sé con quién hablar para que lo autoricen ahora.
Segundos después, ambos hombres salieron a prisa de la delegación.
Ya en camino, con ambas manos fuertemente aferradas al volante, Lucas conducía hacia el aeródromo. En silencio, mantenía la mirada fija al frente. Pablo había conseguido lo que necesitaban para viajar. Después de todo, a los jefes también les interesaba atrapar a Bermúdez y debía reconocer que era una gran oportunidad para hacerlo. Inspiró profundo al oírlo despedirse de su mujer tras explicarle que no volvería esa noche a casa. Él ya había hablado con Lucila antes de subir al auto. Era una de las pocas cosas que a ninguno le gustaba de su trabajo.
—Sé que estás preocupado por Ana, pero nada indica que en verdad esté en peligro y esto es urgente, Lucas —lo oyó decir luego de unos segundos—. El subcomisario Tolosa se comunicó con ellos y parece que habrá un operativo esta misma noche. Recibieron información reciente de un posible encuentro entre Bermúdez y Deglise y quiere que vayamos también. Esperá al menos a que lleguemos y hablemos con Alejandro. Estoy seguro de que él...
—No voy a esperar ni un minuto más, Pablo. Vos más que nadie debería entenderme.
Se tensó al escucharlo. Sabía a qué se refería. Él había perdido a su hermana a muy temprana edad y esa herida aún seguía abierta a pesar de los años. Quiso decirle que esto era diferente, pero fue incapaz. Tal y como acababa de señalar, lo entendía perfectamente.
—De acuerdo, dejame aunque sea llamarlo. Si es como yo creo y Martina es quien se infiltró en el boliche, debe estar al tanto de todo. Si Ana está en riesgo, él lo sabrá.
Asintió. No obstante, nada de lo que él dijera lo haría cambiar de opinión. Su prioridad era su hermana. Su familia siempre iría primero.
Sin dudarlo, Pablo buscó el contacto en su teléfono y activó el altavoz. Ya había corroborado que fuese el mismo número que figuraba en el informe.
—¿Pablo? —La voz de su amigo evidenciaba sorpresa.
—Hola, Ale, tanto tiempo —saludó con una sonrisa. A pesar de la situación, lo alegraba volver a escucharlo.
Sin perder tiempo, procedió a contarle sobre su investigación y cómo esta los había llevado directamente al caso que él estaba liderando.
—Sí, me informaron que la delegación de Misiones enviaría refuerzos. Me deja más tranquilo que seas vos. Sé que pondrás la seguridad de Martina antes que cualquier otra cosa.
—Por supuesto —afirmó—. Me imaginé que era ella la agente infiltrada. ¿Cómo lo llevás?
—Para el culo —admitió—. Intenté impedirlo, pero sabés cómo es ella. Además, tenía el apoyo del jefe. Su perfil era el adecuado para...
No continuó, pero tampoco hacía falta. Ambos sabían lo que implicaba ese lado de su trabajo.
—Mi compañero y yo estamos yendo a tomar un avión. Estimo que en un par de horas estaremos por allá —avisó, cambiando de tema.
—Perfecto, los estaré esperando. Ya hay un equipo preparándose para salir ahora. Los demás estamos terminando de... Dame un segundo, Pablo —dijo de pronto, luego de que alguien lo llamara por su nombre—. Bien. Pasáselo a los del centro de monitoreo para que rastreen el auto. ¡Ahora, Domínguez! Esto también es urgente. —Oyeron como el oficial acataba la orden de inmediato—. Disculpame, estoy con un problema y necesito resolverlo antes de irme. Supongo que te acordás de Gabriel, ¿no?
Lucas y Pablo intercambiaron una mirada.
—Por supuesto. De hecho, lo llamé antes cuando lo vi en la nómina de empleados de la discoteca. Temía que se hubiese metido en problemas luego de salir de... —Se detuvo. No hacía falta hablar de eso en ese momento—. Pero no me atendió.
—Y no creo que lo haga —aseveró, ignorando por completo lo que ambos sabían que no había pasado por alto—. Él y su novia me estaban ayudando a llegar a Martina —remarcó, claramente sintiendo la necesidad de defenderlo—. La chica sabe muchísimo de informática y logró meterme en el sistema. Pero parece que alguien se la llevó después y Gabriel me llamó para que lo ayude a localizarla. Está como loco.
—¿Cómo se llama? —exigió Lucas, hablando por primera vez desde que empezó la conversación.
—¿Perdón? —preguntó el hombre, confundido.
—La novia de Gabriel —aclaró con brusquedad, como si escupiera las palabras—. La chica que desapareció... ¡Dame el puto nombre!
—¡Ana! —respondió en el acto—. Se llama Ana Ferreyra.
Un absoluto silencio se formó de repente en el interior del vehículo. ¡Mierda! Ni siquiera Pablo, que se caracterizaba por poseer una intuición infalible, había anticipado esto. Definitivamente, esa noche correría sangre.
De rodillas sobre el pavimento, Gabriel mantenía la cabeza gacha y sus hombros caídos. Estaba destrozado, por completo devastado. Sabía que dejarla sola había sido una mala idea. ¡Lo había sabido desde un principio! ¿Por qué carajo no había cancelado todo entonces y se la había llevado lejos de allí donde nadie pudiera hacerle daño? "Porque sos un pobre tipo que arruina todo lo que toca", le susurró una voz en su mente. La misma que lo había acompañado durante los primeros meses que estuvo en prisión.
Se miró las manos, como si estas en verdad tuvieran el poder de hacerlo. En una sostenía el celular roto de Ana y en la otra, su pequeño bolso. De pronto, sintió que una lágrima caía sobre su pulgar. Estaba llorando, y ni siquiera se había percatado de eso. Se encontraba perdido en el oscuro mundo de sus pensamientos. Su cuerpo estaba completamente paralizado. La había perdido. Se la habían arrebatado.
Permaneció inmóvil observando cómo la pequeña gota comenzaba a deslizarse por su dedo hacia el extremo, donde quedó suspendida por un instante hasta finalmente caer al vacío. Una más la siguió y luego otra. Tenía que controlarse, salir de ese estado absurdo de estupor en el que se encontraba sumergido y comenzar a buscarla. No había lugar para sus inseguridades. Ana lo necesitaba fuerte y determinado.
De pronto, unos faros alumbraron en su dirección durante un breve momento, provocando que la luz se reflejara en las llaves de su auto que asomaban del bolso de ella. Estas brillaron con intensidad de forma fugaz, llamando su atención en el acto. ¡Un auto, por supuesto! Quien fuese que la había secuestrado, tuvo que haber utilizado un vehículo para hacerlo. No había forma de llevar a alguien a cuestas sin que la gente lo advirtiera. Y eso sí podía ser rastreado. Solo necesitaba el número de la patente y entonces daría con ella.
Decidido, se puso de pie y volviendo sobre sus pasos, entró de nuevo en la discoteca. No le importaba con quien se cruzara en el camino, ni siquiera si se trataba de Gustavo. En ese momento, lo único que ocupaba su mente era encontrar a Ana y para eso precisaba acceder a la sala de seguridad donde se encontraban los servidores de almacenamiento y la computadora que administraba el sistema de las cámaras. Si un auto había estado en las inmediaciones del establecimiento, sin duda, lo vería en las imágenes.
Por fortuna, nadie se interpuso en su camino y en tan solo tres minutos, se encerró dentro de aquel cuarto. No quería tener que lidiar con ningún tipo de interrupción. Ignorando el temblor en sus manos, escribió el nombre de usuario y la contraseña e ingresó en el sistema. Si bien no tenía la hora exacta en la que había sucedido, no creía que hubiesen pasado más de veinte minutos desde entonces, por lo que, seleccionando el cuadro perteneciente a la cámara ubicada encima de la entrada trasera, activó la reproducción de la grabación.
Se tensó cuando de repente la vio aparecer de espaldas con su teléfono en la mano, y un instante después, alguien la rodeaba del cuello con un brazo como si intentara asfixiarla. Notó el momento exacto en el que ella perdía el conocimiento. Sus piernas cedieron y su cuerpo se volvió laxo. "Dios, que solo esté desmayada", rogó para sus adentros mientras contemplaba cómo aquel hombre, vestido de negro y encapuchado, ajustaba su agarre para que no cayera al piso.
Llevándose una mano al pecho, masajeó la zona en un intento por aliviar la horrible sensación de su corazón latiendo apresuradamente contra su pecho. Ver la forma en la que, sin reparo alguno, la sujetaba de las axilas y la arrastraba lejos de la entrada lo llenó de impotencia, y una salvaje ira creció en su interior. En ese momento, deseaba ser capaz de atravesar la pantalla y matarlo con sus propias manos.
Intentó identificarlo, pero el tipo parecía saber muy bien cómo moverse sin mostrarse ante la cámara, y la ropa que llevaba puesta hacía imposible que pudiese distinguirlo. Alcanzó a ver el lateral de un auto y cómo la puerta se abría y se cerraba luego de que la metiera dentro. Frunció el ceño al ver que le costaba manipularla, como si no tuviera la fuerza necesaria para cargarla en brazos. Entonces, lo supo. Se trataba de una mujer.
Aun conmocionado por la revelación, abrió el cuadro correspondiente a la cámara que se encontraba justo en la esquina de la discoteca y, una vez más, buscó el minuto en el que sabía que vería pasar al vehículo. Detuvo la grabación cuando la patente apareció en pantalla antes de que girara y desapareciera del campo de visión. "¡Te tengo!", pensó, victorioso, mientras sacaba su celular del bolsillo para llamar a Alejandro. No tenía idea de a quién pertenecía el auto, nunca antes lo había visto, pero se aseguraría de averiguarlo.
En cuanto su amigo respondió, procedió a contarle lo sucedido y le pasó el número de matrícula en cuestión. Oyó cómo este, tras anotarlo, le pedía a un compañero que buscara los datos del auto con la mayor celeridad posible. Sabía cómo funcionaba. Una vez que los tuviese, se comunicaría con el centro de monitoreo de seguridad de la Policía de la Ciudad, encargado de hacer los seguimientos vehiculares en persecuciones, para solicitar que lo rastrearan.
—Ale, yo... no puedo perderla. —Su voz salió quebrada, rota.
—No lo harás —aseguró—. Te prometo que la encontraremos.
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