Capítulo 22
Dejó escapar un gruñido cuando sintió el peso de su cuerpo sobre su erección y deslizando las manos a lo largo de su espalda, la atrajo aún más cerca de él. Ansiaba con desesperación su calor, sus besos, sus caricias. Anhelaba quemarse con su fuego y fundirse en ella hasta volverse uno; tomar lo que era suyo y darlo todo de sí también. Por primera vez se entregaría entero, como nunca creyó que sería capaz.
Con una mano rodeando su nuca y la otra abierta sobre la parte baja de su espalda, la pegó a su cuerpo mientras devoró su boca. Su dulce sabor estalló en su lengua al tiempo que todo en su interior vibró de anticipación. ¡Dios, necesitaba tomarla allí mismo o se volvería loco! Incapaz de controlar el hambre voraz que siempre despertaba en él, mordió su labio inferior y tiró de él despacio. El suave gemido que ella emitió lo enardeció incluso más, si acaso eso era posible.
Ana se arqueó al sentir la presión de su duro miembro contra su feminidad. La vehemencia con la que la apretaba contra su cuerpo avivaba su propio fuego despertando un intenso deseo que la colmaba por completo. Su desatada pasión hizo estragos en ella. Podía sentirlo en cada una de sus terminaciones nerviosas, en cada rincón de su ser. Gabriel era el magma de su volcán y este estaba a punto de entrar en erupción.
—Quiero sentirte, mi amor. Por favor, te necesito.
Largó un ronco gemido al oírla. Escuchar su voz transformada por la lujuria que él mismo provocaba en ella podía con él, mucho más si iba acompañada de tanta dulzura y amor. Se separó lo suficiente para poder mirarla a los ojos y esperó a que ella los abriera. No hacía falta que le suplicase. Él también se moría por hacerla suya de nuevo.
Sin darle tiempo a decir nada más, hundió su rostro en el hueco de su cuello y lo recorrió con su boca. Presionando sus labios contra su suave piel, la acarició con la punta de la lengua despacio. ¡La había extrañado tanto! Solo una semana habían estado separados, pero esta fue más que suficiente para hacerlo comprender que no podía vivir sin ella. Ya no. No importaba que llevaran juntos poco tiempo, la amaba con todo su corazón.
Apartándose una vez más para contemplarla, deslizó una mano por el costado de su silueta hacia su pierna. Pese al frío, ella no llevaba medias y darse cuenta de esto consiguió arrancarle otro profundo gemido. Sin dudarlo, continuó con su avance, adentrándose lentamente bajo la tela de su falda hasta alcanzar por fin su ropa interior. Entonces, la hizo a un lado y con suavidad, comenzó a masajear su centro. Sus ojos fijos en los de ella no se perdieron detalle de las emociones que reflejaba su rostro.
—Dios, sos tan hermosa...
Se mordió el labio inferior al oírlo. Su contacto la abrumaba, la debilitaba por completo. Aferrada a sus hombros, absolutamente perdida en el éxtasis que solo él era capaz de generarle con tan solo una caricia, comenzó a moverse despacio acompasando el ritmo a su toque. En todo momento, le sostuvo la mirada, perdiéndose en sus bonitos ojos celestes y cristalinos. ¡Carajo, cómo le gustaban! Y no solo por su increíble color a cielo, sino por todo lo que estos transmitían.
Dispuesta a demostrarle todo lo que le hacía sentir, se inclinó hacia adelante y presionó sus labios contra los suyos. Él correspondió su beso al instante y con su lengua, se abrió paso a su interior al tiempo que introdujo un dedo en su sexo. Jadeó por la descarga de placer que experimentó ante su doble invasión y colgándose de su cuello, se pegó más a él. Podía sentirlo en todo su cuerpo y, aun así, no le parecía suficiente.
Todos sus músculos estaban en tensión, contraídos por la intensidad de lo que estaba experimentando. Su ardiente calor alrededor de su dedo y el delicioso sabor de su boca lo llevaron a la cima en segundos. Se dio cuenta en ese preciso momento de que no tenía ninguna defensa contra ella, jamás la había tenido. Todas y cada una de las barreras que se había esforzado en alzar a lo largo de su vida para protegerse, caían ante su presencia dejándolo completamente expuesto.
Sin dejar de besarla, introdujo un dedo más y siguió estimulándola despacio, con tortuosa lentitud y suavidad. La sintió contraerse a su alrededor y gruñó, desesperado por ser él quien estuviese enterrado en lo más profundo de ella, por atravesar sus calientes y húmedos pliegues y hundirse en su interior una y otra vez hasta que los dos encontrasen la liberación. Sin embargo, antes quería sentirla deshacerse en sus brazos, contemplarla volverse loca de deseo y necesidad por él, oírla gritar su nombre entre gemidos.
Incapaz de contenerse ante las increíbles sensaciones que él le brindaba, se balanceó contra su mano, hambrienta por su toque. Todavía le resultaba sorprendente la forma en la que reaccionaba a sus caricias, a sus besos. Ni siquiera tenía que quitarle la ropa para que su piel se estremeciese y todo su cuerpo comenzara a vibrar. Ningún otro hombre jamás había despertado en ella tanta pasión y nunca nadie, excepto él, lo haría porque en su mente, su corazón y su vida, no existía nada más que Gabriel.
Desesperada por verlo disfrutar al igual que lo estaba haciendo ella, deslizó una mano por su tórax recorriendo sus firmes pectorales por encima de la ropa y continuó hacia su abdomen. Pero no se detuvo ahí. Tras alcanzar la cintura de su pantalón, prosiguió por debajo de su ropa hasta alcanzar lo que buscaba. Sonrió cuando lo escuchó jadear bajo su tacto.
—Me encanta sentirte duro y palpitante por mí —le susurró al oído mientras lo rodeó con sus dedos.
Gruñó al oírla. ¡Dios, ninguna otra mujer alguna vez lo había excitado tanto como ella! No solo era linda, femenina y sensual, también era osada y atrevida y eso lo volvía loco.
—Siempre por vos, preciosa —murmuró con esfuerzo.
Sus caricias lo estaban matando y cual adolescente, por un momento temió no ser capaz de contenerse. ¡Mierda! Al paso que iban, era lo más probable. No obstante, no estaba dispuesto a dejar que eso ocurriera. Necesitaba acabar con el dulce suplicio y tomarla en ese instante o moriría.
Retirando a regañadientes los dedos de su sexo, le apartó la mano y en un rápido movimiento, la levantó de su regazo para poder desabrocharse el pantalón y dejar libre su erección. Entonces, volvió a sentarla sobre él, esta vez sin ningún obstáculo entre medio, enterrándose profundamente en su interior.
—Oh, Dios —exclamó Ana cuando lo sintió aferrarse a sus caderas y apretarla contra él.
Su necesidad por ella lo volvía brusco, salvaje, como si fuera un animal en celo. Su cerebro le decía que debía ser más suave, ir más despacio, pero su cuerpo no entendía de razones. Sin aflojar el agarre de su cadera, deslizó la otra mano por su espalda hasta llegar a los hombros y una vez allí, la cerró con firmeza sobre estos, empujando hacia abajo, haciéndola moverse con ímpetu contra su eje.
Invadida por el más absoluto placer, Ana cerró los ojos y dejó caer su cabeza hacia atrás. Pese a que se encontraba arriba, era él quien tenía el total control de la situación y eso le encantaba. Amaba que fuese tan dominante e implacable. Amaba la forma en la que siempre se dejaba llevar por el deseo cuando estaban juntos. Amaba la intensidad con la que le hacía el amor. Lo amaba a él... Abrumada por esta revelación, lo buscó con la mirada. Sus ojos se encontraban anclados en los suyos, oscuros, profundos, expectantes.
Absolutamente obnubilado por la pasión que podía ver en su rostro mientras se introducía en ella una y otra vez, extendió los dedos a través de su cabello y empujó hacia abajo para tomar completa posesión de su boca. Su sabor, combinado con lo increíble que se sentía su cuerpo, hicieron que sus penetraciones se volvieran más poderosas, fuertes, profundas.
Murmuró su nombre contra sus labios cuando la sintió contraerse a su alrededor. Ella estaba muy cerca y él era incapaz de resistirse cuando el placer la desbordaba. Sin cesar sus embates, se reclinó un poco hacia atrás. Quería contemplar el momento exacto en el que todo en su interior estallara. ¡Dios! Con sus ojos entornados y sus labios hinchados a causa de sus besos, era la mujer más hermosa sobre la faz de la tierra.
—Te amo, preciosa —declaró de repente con la voz entrecortada por el esfuerzo.
Ana lo miró, todavía aturdida por la inmensidad de lo que estaba sintiendo. Se encontraba muy cerca de la cima y sus palabras no hicieron más empujarla al precipicio.
—Yo también te amo, mi amor —respondió en un susurro justo antes de dejarse ir.
El orgasmo de ella detonó al instante el suyo y con una última embestida, encontró la liberación. Aún agotado y con Ana entre sus brazos, Gabriel suspiró aliviado. No sólo había recuperado a la mujer que amaba, sino que finalmente, después de años de búsqueda, había encontrado la felicidad, el amor incondicional y la esperanza perdida.
La luz sobre su rostro que se filtraba por la persiana de la habitación, la despertó poco a poco. Todavía con los ojos cerrados, se desperezó en la cama y extendió un brazo hacia el costado, en búsqueda de su calor. No obstante, solo encontró un espacio frío y vacío. Entonces, lo recordó. Gabriel había salido de forma apresurada temprano en la mañana luego de haber recibido el llamado de Alejandro, policía y viejo amigo de él.
Hacía días que venía intentando ubicarlo sin éxito y por eso, sin importar que ni siquiera había amanecido del todo, saltó de la cama y se apresuró a vestirse para ir a su encuentro. Antes de marcharse, le pidió que no se preocupase, que todo estaba bien y que pronto volvería, y ella, agotada como estaba por todo lo ocurrido, no tardó en volver a dormirse.
Despabilándose en el acto, se sentó en la cama y bajó las piernas. Hacía tres horas de esto y aún no había vuelto. Pese a que confiaba en él, no podía evitar sentirse inquieta. El que Gustavo y Ariel usaran la discoteca para hacer negocios sucios era peligroso, pero que hubiese una agente de la policía infiltrada y, peor aún, que esta fuese tan cercana a Gabriel, era alarmante. Le aterraba pensar en lo que podría llegar a pasarle si alguien descubría la conexión entre ellos.
Nerviosa, salió de la cama y se metió en el baño para higienizarse. Luego de eso, revisaría su celular para comprobar que no tuviese ningún mensaje de él. ¡Dios, ni siquiera sabía adónde había ido! ¿Y si le pasaba algo? No, tenía que quitarse esas ideas de la mente o enloquecería. Lo mejor era que desayunara algo e intentara distraerse hasta que Gabriel volviera. Esperaba que no se demorase mucho tiempo más.
Le llamó la atención cuando en una de las alacenas encontró un mate y una bombilla. Estos aún tenían el cartón con la marca, lo que le indicó que eran nuevos. Suspiró al darse cuenta de que probablemente lo había comprado para ella. ¡Dios, amaba a ese hombre! Tanto, que estaba dispuesta a enfrentarse a su propia familia por él. Por supuesto que era consciente de que no sería fácil, pero si la querían, entonces tendrían que darle una oportunidad.
Sonrió al ver el paquete de yerba justo al lado del termo —era la misma que ella tomaba— y se apresuró a llenar el mate. A continuación, calentó un poco de agua, se hizo un par de tostadas y se sentó a la mesa de la cocina para desayunar. De pronto, su celular sonó con la notificación de un nuevo mensaje. Era de Estefanía, preguntándole dónde estaba. Y ese no era el único. Todos sus amigos le habían escrito, preocupados por su repentina desaparición de la noche anterior.
Estaba por responderle cuando algo en su interior la detuvo. No estaba segura de por qué. Confiaba en ella, así como en los demás integrantes de la banda, pero sabía que debía actuar con cautela y no dar información de más. La persona que la había amenazado tenía acceso a su círculo más íntimo, por lo que, sin duda, tenía que ser alguien cercano a ellos. Gruñó con fastidio. ¡Odiaba todo esto!
Dejando el teléfono a un lado, se puso de pie y comenzó a caminar de un lado a otro. Era tanta la tensión acumulada en su interior que temía quebrarse de un momento a otro. Se encontraba lejos de su familia, de aquellos que la hacían sentirse contenida y a salvo, y ahora tampoco podía acercarse a sus amigos por miedo de que alguien más se aprovechara de eso para lastimarla.
Al menos, tenía a Gabriel y eso la confortaba bastante. Sabía que jamás permitiría que nadie le hiciera daño porque, contrario a lo que había oído de él en el pasado, siempre había sido bueno, tierno y protector con ella. A su lado se sentía cuidada y querida. Le había demostrado una y otra vez que le importaba su bienestar, incluso si este iba en contra de sus propios intereses. Ya no era el mismo que años atrás puso en peligro a su cuñada. Había cambiado. Era otro hombre.
De pronto, sus ojos se posaron en la notebook que descansaba en un extremo de la mesa y una idea surgió en su mente. Ya había querido buscar sobre él cuando se enteró de quien era, pero no lo había hecho por miedo de encontrar algo que los alejase más. Sin embargo, ahora sabía que eso era imposible. No había nada que hiciera que dejara de amarlo, ni siquiera sus errores del pasado. Gabriel era el amor de su vida y por nada del mundo renunciaría a él.
Tras encenderla, abrió el explorador. Solo unas pocas palabras bastaron para dar con el resultado que buscaba. Si bien sabía que no encontraría nada con relación a lo que pasó con Lucila en Villa Gesell, ya que la noticia no había llegado a filtrarse a la prensa, sin duda, el secuestro de la hija de un político de la Cuidad de Buenos Aires lo había hecho. Había cosas que no pasaban desapercibidas tan fácilmente, sobre todo, si su custodio personal terminaba resultando herido en el proceso.
La sorprendió encontrar varias imágenes del lugar en el que le habían disparado. El inmenso charco de sangre sobre el asfalto le provocó un escalofrío. Sintió una opresión en el pecho al comprender lo cerca que Gabriel había estado de morir aquella vez.
Tenía claro que su obsesión con Daniela fue lo que la puso en peligro nuevamente tras su rescate, así como también lo había sido el que un loco desequilibrado hubiese intentado violar y matar a Lucila, pero también era consciente de que nunca había sido esa su intención. Y ahora que conocía toda su historia, su estremecedor pasado, su dolor, miedos e inseguridades, comprendía que fue su necesidad de amor y afecto lo que lo llevaron a cometer tantos errores.
Repasó todo lo que le había contado la noche anterior. El saber lo mucho que había sufrido siendo tan pequeño le estrujaba el corazón. A esa edad un niño debe sentirse amado y protegido y su única preocupación tiene que ser la de ir a la escuela y jugar. No obstante, él no había tenido nada de eso. Por el contrario, se había visto obligado a cuidar de sí mismo y de su propia madre.
Por fortuna, pudo contar con el apoyo de los padres de Pablo, quienes le brindaron un lugar seguro y le dieron la posibilidad de encaminar su vida. Había conocido al matrimonio en una de sus tantas visitas a su hijo en Misiones y ambos le habían caído muy bien. Eran personas atentas, cálidas y en extremo amorosas.
Lo que le hacía un poco de ruido era que Pablo no estuviese al tanto de lo sucedido con su madre. Bien sabido era que al compañero de su hermano no se le pasaba nada por alto. Tal vez, solo era lo que Gabriel necesitaba creer para no sentirse avergonzado. Por lo que le había contado, su amigo era objeto de una profunda admiración por su parte y aunque no era psicóloga, tenía sentido que esa fuese su forma de resguardarse a sí mismo.
Y, para rematarla, había tenido que lidiar con esa Iris... Ah, solo recordarla hacía que deseara arrancarle todos los pelos de la cabeza. Lo único que había aportado a su vida fue más confusión y dolor. Se había aprovechado de él y de sus sentimientos. Lo había utilizado para luego traicionarlo con su mejor amigo provocando así que toda la confianza en sí mismo que había logrado a pesar de las circunstancias se desmoronase en un instante.
Pasando una mano sobre su cara, se limpió la humedad de los ojos. Al igual que cuando se lo había contado horas atrás, volvió a sentir una profunda tristeza por su historia. De alguna forma, su doloroso relato la hizo añorar a su propia familia. Pese a su independencia, a que amaba y valoraba su libertad, los extrañaba mucho y todo esto le recordó lo afortunada que era por tenerlos en su vida.
Siempre habían sido muy unidos, al punto de mudarse todos cuando a su hermano le salió una oportunidad de trabajo en otra ciudad, y le resultaba cada vez más difícil estar lejos de ellos. Sobre todo, de su pequeña y traviesa sobrina. Al igual que ella, Emma era muy simpática y sociable. Se la pasaba conversando y siempre tenía una sonrisa en el rostro.
Sonrió al recordar cómo tenía a todos envueltos en su dedo meñique. Era increíble cómo con casi tres años de edad hiciera con ellos lo que quisiera. Incluso con Tomás, el hijo de Pablo y Daniela. El niño, serio y callado por naturaleza, estaba siempre rondando a su alrededor, atento a cada gesto de ella, a cada cosa que necesitara. Al parecer, los hombres de la familia compartían el mismo gen de la sobreprotección.
Dejando la computadora de lado, volvió a agarrar su teléfono y buscó el contacto de su cuñada mientras se dirigió de nuevo a la habitación. Le había prometido a Gabriel que no le diría nada a su hermano y lo cumpliría, pero no podía seguir lejos de su familia. Necesitaba hablar al menos con ellas.
Un nudo se formó en su garganta cuando de pronto vio el dulce rostro de Lucila a través de la pantalla.
—Ya era hora de que te acordaras de nosotras.
El tono de falso reproche le arrancó una carcajada. ¡Ah, en verdad la extrañaba! Ambas compartían una relación muy linda y cercana. Además de cuñadas eran amigas, lo habían sido desde el principio cuando ella se encargó de sacar la basura de la casa de su hermano justo antes de que se mudaran juntos.
Amplió su sonrisa al percatarse de que, tal y como había pensado, Tomás estaba también allí, justo al lado de Emma.
—¡Tía, tía!
—Hola, monita —la saludó con cariño.
La risa de la niña no se hizo esperar. La divertía que la llamase así. Había empezado a usar ese apelativo luego de una visita al zoológico. Al igual que ella, la monita saltaba de brazos en brazos haciendo payasadas para llamar la atención de los monos adultos. "Esa sos vos, monita", le había dicho con diversión y desde entonces, solía emplearlo con ella.
—Mirá mi dibujo, tía —continuó—. Tomi dice que parece un elefante, pero es un unicornio. ¿Ves? Este es el cuerno.
Ana fingió estudiar el gran círculo con patas garabateado sobre el papel antes de dar su veredicto.
—Es un hermoso unicornio, Emma.
—¡Viste! —exclamó, ahora dirigiéndose al niño—. Le voy a decir a tía Dani que te ponga anteojos.
Tomás la miró con expresión indescifrable. A Ana la maravilló reconocer en él los mismos gestos de su padre.
—Bueno, ahora tenés que colorearlo, hija —sugirió Lucila, ansiosa por conversar durante unos minutos sin interrupciones.
La niña lo meditó por un momento antes de arrojarse a los brazos de su madre.
—¡Sí! Lo voy a pintar de todos los colores, mami, como el arcoíris.
Luego, se alejó a toda velocidad, probablemente para sentarse en el piso donde solía desplegar todos los lápices.
—Dios, necesito un respiro —reconoció su cuñada, aunque la sonrisa en su rostro desmentía sus palabras.
—Y yo ese abrazo —murmuró, arrepintiéndose en el acto.
Lucila frunció el ceño.
—¿Qué pasa, Ana? ¿Está todo bien?
—Claro que sí —mintió—. ¿Por qué no habría de estarlo? —Debía cambiar de tema ya o terminaría delatándose a sí misma—. ¿Cómo están tus primos? Si mal no recuerdo faltaba poco para la boda de José, ¿no?
Al parecer, la estrategia funcionó ya que el rostro de su cuñada se iluminó por completo.
—Sí, es en un mes, pero están todos enloquecidos con los preparativos. La fiesta va a ser en el hotel así que te imaginarás cómo está Bruno.
Ana respiró, aliviada, cuando la escuchó seguir hablando de los preparativos. No obstante, tenía que ser más cuidadosa. Si Lucila descubría que algo ocultaba, se lo contaría de inmediato a su hermano y eso sí que sería un problema.
Agotado y nervioso luego del encuentro con Alejandro, se apresuró a volver a su departamento.
Al parecer, este había perdido contacto con Martina justo cuando estaban más cerca de descubrir datos importantes sobre la investigación y tal y como había pensado, estaba desesperado. Aunque temía por su vida, no podía actuar por miedo de que fuese eso justamente lo que provocara que la descubriesen.
Para peor, sus superiores no autorizaban ningún movimiento hasta tener información más precisa y eso lo estaba desquiciando. Sabía que era cuestión de tiempo para que descubriesen que Martina era policía y él no se iba a quedar de brazos cruzados mientras ella corriese peligro.
Pese a que ya había intentado infiltrarse por su cuenta, el círculo de Ariel era muy cerrado y no encontraba aún la manera de hacerlo sin levantar sospechas. Ensimismado como estaba, no se había enterado de su llamada hasta tiempo después, cuando por fin oyó su mensaje. Sorprendido de volver a saber de él, aunque también aliviado de que fuese su nexo con su compañera, se apresuró a contactarlo con la esperanza de que lo ayudase a dar con ella. La chica era muy importante para él y estaba dispuesto a todo por sacarla de allí y ponerla a resguardo.
Tras prometerle que encontraría el modo de volver a ponerlos en contacto, se marchó. Habían pasado algunas horas desde que salió de su casa y si bien sabía que allí Ana estaba a salvo, quería volver a su lado. No se olvidaba de las malditas amenazas hacia ella y su intuición le decía que no se confiara justo ahora, que el responsable probablemente se encontraba frente a sus ojos.
Nada más entrar, vio el mate sobre la mesa. Habría preferido sorprenderla con el desayuno, pero lo complació saber que lo había disfrutado. Continuó caminando en dirección a la habitación. Estaba ansioso por volver a verla y rodearla con sus brazos de nuevo. Solo pensarla en su cama hacía que todo su cuerpo cobrase vida.
Se detuvo justo antes de llegar al umbral, cuando escuchó voces en el interior. Una sonrisa se formó en sus labios al notar la calidez y dulzura con la que le hablaba a su sobrina. Pero entonces la voz cambió y todo el aire escapó de sus pulmones.
—La mimás demasiado, Ana.
—Es mi única sobrina, Luci, y soy la mejor tía del mundo.
Ambas rieron.
Para Gabriel, volver a escucharla fue como un golpe en el medio de su estómago. Había pensado mucho en ella mientras estuvo encerrado, no porque aún conservase sentimientos amorosos, sino por la aplastante culpa que lo torturaba desde lo sucedido. Y al salir, había tratado de dejar los recuerdos atrás para empezar de cero. Claro que esto último, había sido imposible. El pasado no había dejado de perseguirlo.
Oír la felicidad en su voz provocó que algo en su interior se removiese, como si finalmente hiciera un clic. De pronto, sintió que todo lo que pasó —no el peligro, eso no tenía justificación—, todo el dolor que había padecido en su vida había tenido que suceder para que él hoy pudiese estar allí con Ana, la única mujer que había conseguido llegar a su corazón y por quien daría su vida sin siquiera pensarlo.
Cuando ella cortó, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Después de tanto tiempo lejos de su familia, la añoranza comenzaba a pesarle. Al levantar la vista, lo divisó a través del espejo y supo que había escuchado la conversación. Sus miradas se enlazaron al instante, entendiéndose sin necesidad de palabras. Tras ponerse de pie, caminó hacia él y cerró los ojos en cuanto apoyó la cabeza sobre su pecho.
Gabriel la envolvió entre sus brazos de forma protectora. Pese al cansancio, llegar y encontrarla allí con él, eliminaba todo rastro de preocupación. Todavía tenían muchas cosas por resolver, pero sabía que juntos lo lograrían. Ana era su bálsamo, su paz, su esperanza de ser feliz. Su última esperanza.
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