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Capítulo 21

Advirtió el miedo en sus ojos cuando sus miradas se encontraron. Confirmar que la persona que estaba detrás de las amenazas había entrado y escrito algo así en el espejo solo indicaba una cosa: era alguien cercano que ambos conocían y que no llamaba la atención con su presencia allí.

De pronto, la vio abalanzarse sobre la cómoda y tras buscar con torpeza entre sus cosas, comenzar a frotar la superficie con movimientos rápidos y bruscos. La oyó gruñir justo antes de quebrarse en llanto.

Sin siquiera pensarlo, se acercó a ella y la rodeó con sus brazos desde atrás para detenerla.

—Tranquila, estoy acá.

El calor de su cuerpo, así como la increíble sensación de seguridad y protección que él le transmitía tan solo con su cercanía, la fueron calmando poco a poco. Luego de unos pocos minutos, giró entre sus brazos y escondió el rostro en su pecho. Cerró los ojos al sentir los latidos de su corazón contra su oído.

Gabriel evaluó todo a su alrededor en búsqueda de cualquier cosa que le llamase la atención, pero todo estaba igual que siempre, salvo por la puta amenaza, de la que nada quedaba más que un borrón rojo. Mejor, no quería que nadie más lo supiese.

La abrazó con fuerza, cubriendo su cabeza con una mano en un intento por protegerla de un peligro que ni siquiera podía ver. ¡Carajo! Necesitaba sacarla de allí en ese instante.

Entonces, supo lo que tenía que hacer. La llevaría al departamento donde se estaba quedando y ya no volvería a separarse de ella. Solo allí estaría completamente segura. Nadie, ninguno de los empleados, ni siquiera Ariel o Gustavo, sabían dónde se encontraba este.

—Vamos, preciosa. Salgamos de acá —susurró antes de besar su frente.

A continuación, la tomó de la mano y la instó a moverse. Ana no opuso resistencia. Todavía aturdida, lo siguió hacia la puerta trasera. Por fortuna, no se cruzaron con nadie en el pasillo.

Una vez fuera, la condujo hacia su auto, el cual había dejado unos metros más adelante. El sonido amortiguado de la música se fue apagando conforme se alejaban de la discoteca hasta que solo fueron capaces de oír sus apresurados pasos.

Aceleró en cuanto la vio ponerse el cinturón y se mezcló con el tráfico de la ciudad. Su departamento no quedaba muy lejos, pero tomaría algunos desvíos para estar seguro de que nadie estuviese siguiéndolos.

A su lado, Ana permanecía en silencio con la mirada perdida y la respiración acelerada. Sus manos se encontraban unidas sobre su regazo, una cubriendo la otra, probablemente en un intento por controlar la intensidad de sus temblores. Maldijo para sí mismo. Odiaba verla tan asustada.

—Todo va a estar bien —afirmó a la vez que las cubrió con la suya—. No voy a dejar que te pase nada.

Ana exhaló de golpe al sentir su toque y giró la cabeza hacia él. No importaba lo mucho que lo hubiese ignorado durante una semana o el dolor que le hubiese causado con su indiferencia y sus duras palabras, allí estaba para ella, bridándole seguridad y contención.

—Lo sé. —Fue lo único que logró decir a través del nudo que se había formado en su garganta.

No sabía hacia dónde se dirigían, pero tampoco tenía importancia, no mientras estuviesen juntos.

Cuando finalmente llegaron a destino, apenas era capaz de moverse. El miedo la había debilitado a tal punto que no estaba segura de que sus piernas pudiesen sostenerla. Gabriel pareció darse cuenta de eso, ya que la rodeó con un brazo y sujetándola de la cintura, la guio hasta la entrada de la vivienda. Una vez dentro, la llevó hacia el único sillón que había junto a una pequeña mesa.

—Sé que no te gusta el té, pero creo que te haría bien tomar uno en este momento —le dijo tras ayudarla a sentarse.

Tal vez tenía razón. Su cuñada solía prepararse una infusión de hierbas cada vez que se sentía estresada o nerviosa por algo, por lo que debía causarle algún efecto. Permaneció callada e inmóvil mientras lo observaba moverse por la pequeña cocina integrada. Pocos minutos después, lo vio regresar con una taza humeante en las manos. Reconoció la bebida al instante, tilo. Se preguntó por qué él tendría algo así en su casa.

—Te va a hacer bien —indicó al verla dudar—. Te ayudará a relajarte.

Tras asentir, dio un sorbo. Nunca había sido una persona de té. No le gustaba el sabor e incluso muchas veces le daba náuseas, sin embargo, no sabía tan mal.

Gabriel acercó una silla y se sentó frente a ella. Necesitaba que estuviese calmada para poder hacerle preguntas. Tenía que averiguar lo antes posible quién estaba detrás de la amenaza y solo ella podía ayudarlo. No había pasado por alto el dibujo que acompañaba al texto. Aunque precario y con pocos detalles, lo había reconocido. Era el mismo que ella tenía tatuado en un costado de su bajo vientre.

Recordaba el momento exacto en el que lo descubrió. Era tan pequeño que ni siquiera lo había visto la primera vez que durmieron juntos. Pero allí estaba, oculto y secreto para muchos, por completo expuesto para él. Y cuando lo notó, le pareció increíblemente atractivo y sensual. El fino trazo negro sobre su blanca piel mostraba una mariposa de perfil, como si estuviese posada sobre una delicada flor, con sus alas extendidas de par en par, lista para remontar vuelo.

La imagen en sí transmitía belleza y libertad. Y cuando le preguntó por su significado, le dijo que simbolizaba tres cosas que ella consideraba necesarias para ser feliz: paciencia, resistencia y esperanza. Paciencia con uno mismo para poder perdonar nuestros errores y ser autocompasivos, resistencia para enfrentar lo que no se puede cambiar y esperanza para seguir adelante.

Volvió a estremecerse al evocarlo. Sus palabras fueron como puñales, pero no porque estuviesen mal, sino porque era todo lo contrario a cómo él se trataba a sí mismo. Pese a querer encaminar su vida, seguía condenándose por sus errores pasados, lo cual le hacía casi imposible avanzar. Solo cuando Ana entró en su vida volvió a sentir esperanza. Era consciente de que tenía un largo camino por recorrer aún, pero también sabía que podría lograrlo a su lado.

En esa misma oportunidad, ella le había preguntado por su cicatriz, esa que llevaba oculta por el vello de su cuerpo, pero que podía sentirse al tacto. Ese lugar entre sus costillas donde había recibido una bala al intentar impedir que esos delincuentes secuestraran a Daniela. La cicatriz que le recordaba todo el tiempo el momento en el que su vida comenzó a desmoronarse.

Por supuesto que no le contó los detalles entonces. No podía, el miedo de que lo juzgara y lo condenara como habían hecho todos a su alrededor se lo impidió. Se limitó a responderle que era parte de su trabajo como custodio y dio por terminado el asunto.

—Ana... —la llamó con voz grave, afectado aún por los malditos recuerdos.

Pero ella no lo dejó seguir.

—Tengo que llamar a mi hermano. Contarle lo que está pasando. Él va a poder ayudarme —anunció al tiempo que dejó la taza sobre la mesa.

Su declaración se sintió como una trompada en el estómago. No obstante, la entendía. Estaba aterrada, por lo que era más que lógico que buscase contactar a la persona que siempre la había hecho sentir a salvo. Aun así, no podía permitir que él se enterase. No de momento, al menos. Tal vez estaba siendo egoísta y cobarde, no estaba seguro y tampoco quería pensar en eso ahora, pero no se sentía listo para enfrentar aún su pasado. Él también podía protegerla y necesitaba convencerla de eso.

—Solo lograrás que se preocupe. Está a horas de distancia. No tiene sentido que lo hagas —argumentó—. Yo estoy acá y tengo mis contactos. Por favor, dejame cuidarte.

Al decirlo, la sostuvo de los hombros. Ella no se apartó de su contacto. Por el contrario, se inclinó hacia adelante, más cerca de él, al tiempo que lo miraba a los ojos.

—¿Por qué?

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué querés ayudarme? —aclaró—. ¿Buscás redimirte o algo?

Se arrepintió nada más decirlo. ¡Carajo, ¿por qué estaba tan empeñada en hacerlo sufrir? Gabriel ya había pagado por sus errores. ¿Acaso creía que no había tenido suficiente?

Abrió la boca para disculparse. Que estuviese enojada por no haberle contado sobre su pasado no justificaba que lo tratase así. Pero él habló antes y lo que dijo a continuación volvió a sacudir su mundo.

—Lo hago porque te quiero. —Su tono fue brusco, reflejando la ira y la impotencia que, sin duda, estaba experimentando, Aun así, Ana percibió el cariño impregnado en cada una de sus palabras—. Porque en todo este tiempo me enamoré de vos. Porque sos todo lo que alguna vez quise en una mujer y más. Porque no soporto la idea de que te pase algo y prefiero morir antes de verte sufrir.

Ana no era una mujer fácil de conmover, o al menos, eso pensaba ella. Sin embargo, lo que le estaba diciendo le atravesó el pecho, caldeando al instante su alma y su corazón. Acababa de confesarle que la amaba, que todo lo que hacía era por el amor que sentía hacia ella. No había forma de que no reaccionase ante eso. Después de todo, también lo amaba, como nunca antes había amado a nadie en su vida. Estaba profunda y completamente enamorada de él.

—Gabriel...

Quería decirle que ella sentía lo mismo, pero él continuó hablando, evidentemente necesitando sacarlo todo afuera.

—Dos años estuve en esa maldita celda pensando lo que pasó y no hubo un día en que no quisiese terminar con mi sufrimiento —continuó—. Pero no lo hice porque eso hubiese sido evadir la culpa y yo merecía el castigo. —Hizo una pausa para serenarse. Hablar de esto le afectaba demasiado—. Antes de que llegaras a mi vida estaba perdido, Ana, pero entonces te conocí y de alguna manera, volví a sentir esperanza. Sí, supe quién eras al verte porque había investigado a tu hermano, pero no tenía idea de lo importante que ibas a ser para mí. Vos me devolviste las ganas de vivir y te puedo asegurar que no voy a dejar que nada malo te pase.

Incapaz de retener las lágrimas, las dejó caer, sin apartar los ojos de los de él. Estos también estaban humedecidos. Llevó ambas manos a sus mejillas y enmarcó su rostro. Contrario a lo que Gabriel creía, verlo vulnerable no la alejó, sino que la acercó todavía más. La sinceridad era muy importante para Ana y él acababa de abrirle su corazón.

Inclinándose hacia adelante, apoyó sus labios sobre los suyos y lo besó. Un beso suave y lento, lleno de amor y deseo.

—Yo también te quiero —susurró contra su boca—. Me enamoré de vos incluso antes de que estuviésemos juntos y no habría podido hacer nada para impedirlo. Soy tuya, Gabriel. Siempre lo fui y siempre lo seré.

Él jadeó al oírla a la vez que se aferró a su cintura.

—No te merezco.

Se separó solo lo suficiente para poder mirarlo.

—Claro que sí. Los ojos nunca mienten y los tuyos, mi bello guardaespaldas, le hablan directo a mi alma.

Volvió a besarla, incapaz de resistirse a ella. No tenía idea de qué había hecho para merecer su amor, después de tanto dolor y decepción, no había creído que esto fuera posible, pero allí estaban y por nada del mundo, dejaría pasar la oportunidad de ser feliz a su lado.

—Voy a preguntarte algo y quiero que seas sincero —dijo ella cuando se separaron.

—Muy bien —respondió con una media sonrisa. Ya no quería seguir ocultándole cosas.

—¿No querés que llame a mi hermano para que no sepa que estamos juntos?

¡Mierda! Era evidente que tampoco se le escapaba nada.

—En parte sí, lo admito —reconoció—, pero también es por Alejandro.

Ana frunció el ceño.

—¿Quién es Alejandro?

Exhaló, resignado. Había evitado tener que hablarle sobre él para protegerla. No obstante, ya no podía seguir manteniéndola al margen. Al fin y al cabo, también estaba involucrada.

—Un amigo que también es policía y estudió conmigo y con Pablo. Pablo Díaz —aclaró para asegurarse de que entendiera a quién se refería.

Se removió, inquieta, en el sillón.

—El compañero de Lucas.

Él asintió.

—La noche que te dejaron ese peluche en tu casa, volvía de acompañar a Gustavo a una reunión con Ariel que tuvieron en la bodega de la discoteca. Él estaba acompañado por una mujer que resultó ser una amiga que los dos tenemos en común. —Hizo una pausa para encontrar las palabras adecuadas, pero no encontró ninguna. No había forma de decirlo sin que tuviese un fuerte impacto en ella—. También estaba un narcotraficante al que la policía le perdió el rastro hace tiempo.

—¿Qué? No entiendo.

A continuación, le relató todo lo ocurrido, desde el momento en el que Gustavo la buscaba para que lo acompañase a esa maldita reunión, hasta el breve intercambio con Martina donde le rogó con la mirada que no interviniera.

Ana contuvo un jadeo al darse cuenta de lo que eso significaba. Gustavo y Ariel estaban haciendo negocios con traficantes de droga. Lo que no terminaba de comprender era por qué carajo había querido que ella estuviese presente. ¡Dios, las cosas no hacían más que empeorar!

—Entiendo que no quieras hablar con Lucas o Pablo después de lo que pasó, pero la policía tiene que saberlo, Gabriel. Más si se trata de la persona que vos creés.

—Sé que sí, estoy seguro de eso, pero no todo es tan fácil, Ana. La policía muchas veces está metida en medio, recibiendo dinero a cambio de mirar hacia otro lado. Además, si Martina está ahí, debe haber una misión en curso. Si yo empiezo a hacer preguntas o le aviso a la persona equivocada, puedo ponerla en peligro. Por cómo actuaba con Ariel, me dio la impresión de que se hacía pasar por su pareja.

—¿No estarás hablando de Tatiana?

—¿Tatiana?

—Sí, la novia de Ariel. Una chica muy bonita, rubia con ojos marrones. La vi solo un par de veces, pero por lo que me contó Gustavo, se conocieron unos meses antes que yo llegara a Buenos Aires. De hecho, corre el rumor de que podría estar embarazada.

—¡¿Qué?! ¡Dios, esto es peor de lo que pensaba! —exclamó, nervioso—. Ana, esa mujer no se llama Tatiana. Es Martina Soler, inspectora de la Policía Federal y amiga de Pablo, Alejandro y mía. Estudiamos juntos.

—¡Más razón aún para llamar a mi hermano! —insistió—. Tanto él como su compañero trabajan en una delegación especializada en narcotráfico. Ellos jamás te darían la espalda con algo así. No cuando se trata de trabajo. Además, si Pablo también conoce a la mujer, va a querer ayudarla. Tal vez puedo llamarlos yo...

—No quiero que te involucres en esto —la interrumpió—. Es demasiado peligroso, preciosa —continuó mientras le acarició el cabello con ternura.

—También lo es no hacer nada, Gabriel. Por favor, confiá en ellos, en tu amigo al menos. Él sabrá cómo ayudarte.

Negó con su cabeza.

—Nuestra amistad se rompió hace años, en el instante en el que, con mis acciones, le demostré que no confiaba en él.

Inspiró profundo. Al parecer, lo sucedido entre ellos seguía siendo una piedra en su zapato. Pese a su comportamiento, lo quería muchísimo y en el fondo, se sentía avergonzado por lo ocurrido tiempo atrás.

—¿Qué pasó entre ustedes?

—Demasiado largo y complicado.

—No importa. Quiero que me lo cuentes.

Sonrió al oírla. Su preciosa Ana siempre queriéndolo saber todo.

Tras evaluarlo durante unos segundos, finalmente, accedió. Desde que se lo había contado a la psicóloga que lo había tratado en prisión, no había vuelto a hablar del tema. Sin embargo, no quería más secretos entre ellos.

—¿Te acordás de que te conté que mi mamá murió unos meses antes de que terminara el colegio?

—Sí, también me dijiste que nunca conociste a tu papá.

Él asintió.

—Es correcto. Él la abandonó cuando supo que estaba embarazada y ella debió arreglárselas sola. Se mudó con una tía quién me cuidó mientras ella trabajaba. No era una mujer muy afectuosa y muchas veces incluso se olvidaba de que yo estaba allí. Con el tiempo, aprendí a cuidarme solo. Todavía recuerdo cómo me miraba el cajero del supermercado cuando iba a comprar con tan solo seis años. Para mí era normal, no conocía otra cosa. —Se encogió de hombros—. Ahora entiendo que no y no los culpo por pensar mal de ella.

Cubrió una mano con la suya. Podía ver lo mucho que le costaba hablar del tema.

—Para cuando cumplí catorce, nos volvimos a mudar, esta vez a la casa de su nuevo novio. Al principio parecía que todo iba bien. Ella estaba contenta, no trabajaba tanto y eso nos permitía pasar más tiempo juntos, pero después me di cuenta de que no era feliz. En su afán por darme un futuro, se condenó a sí misma. El tipo era un delincuente y drogadicto y no tardó en comenzar a maltratarla.

Ana lo escuchaba con atención. Tenía la impresión de que lo peor todavía no había llegado y solo pensarlo le helaba la sangre.

—En cuanto fui lo suficientemente mayor, conseguí un trabajo. Yo sabía que era cuestión de tiempo para que algo malo pasara y lo único que quería era ahorrar dinero para poder irnos de allí. Pero lo que ganaba no era suficiente para empezar de nuevo y ella cada vez se sentía más acorralada por un hijo de puta que se había asegurado de que dependiese por completo de él. Luego de un tiempo, al verse sin salida, ella comenzó a drogarse, supongo que para poder adormecerse de una realidad que le resultaba demasiado dolorosa, y eso mismo fue lo que la terminó matando.

—¿Qué querés decir?

—Me sentía culpable por no poder hacer nada para sacarla de allí. Odiaba que él tuviese tanto poder sobre ella, pero a su vez era demasiado joven para enfrentarlo. Ya lo había hecho una vez y mi madre recibió una paliza solo por protegerme. No iba a volver a exponerla, así que seguí trabajando con la esperanza de juntar el dinero que faltaba para poder marcharnos. —Inspiró profundo—. No me dio tiempo. Cuando volví a casa una noche, la encontré muerta en su cama. Todavía tenía la aguja clavada en el brazo.

—¡Dios mío! —jadeó al escuchar el final—. Lamento tanto que hayas tenido que pasar por algo así —murmuró con voz rota y los ojos llenos de lágrimas.

—Nunca fui capaz de contárselo a nadie. Ni siquiera a Pablo que era como un hermano para mí. Me daba tanta vergüenza y culpa por no haber podido evitarlo.

—Pero no fue tu culpa, Gabriel. Eras apenas un adolescente.

—Eso mismo me dijo Emilio, su padre. Se presentó en mi casa, luego de que llamase a la policía. En ese entonces ya no pertenecía a las fuerzas, lo había dejado tras el asesinato de su pequeña hija, pero era amigo del detective a cargo y fue a verme en cuanto supo que se trataba de mí.

—Es un gran hombre.

—El mejor —concordó—. Esa noche me llevó a vivir a su casa y se encargó de todos los tramites. Se aseguró de darme el cálido refugio que tanto necesitaba en ese momento. Ahí fue donde creció mi admiración por Pablo y a su vez, también la envidia. Pese a que había sufrido mucho con la muerte de su hermana, en cuanto a lo demás, lo tenía todo. Todo lo que yo alguna vez había soñado para mí, lo que quería para mi vida.

—Eso es un poco injusto de tu parte.

—Lo sé, creeme. Ya no pienso igual, pero entonces no podía verlo de otro modo.

—¿Y eso fue lo que acabó con la amistad que tenían?

—En gran parte sí. Mi inseguridad y mis celos no me permitían ver con claridad, por eso cuando conocimos a Iris...

—Iris —repitió con brusquedad—. ¿La misma que te llamó la otra noche?

La buscó con la mirada y asintió. Otra maraña por desentrañar. Solo esperaba que cuando todo terminase no deseara irse lo más lejos posible de él.

—Martina, Alejandro, Pablo y yo íbamos siempre de vacaciones a un complejo de cabañas que hay en La Paz, Entre Ríos. Allí solíamos encontrarnos con otros grupos de jóvenes y la pasábamos muy bien.

—Donde Pablo llevó a Daniela luego de rescatarla de sus secuestradores —afirmó más que preguntó al recordar el nombre del lugar.

Asintió, sin agregar nada más. No era un lindo recuerdo para él.

—Iris es la nieta del dueño de las cabañas —prosiguió—. La conocí un verano en el que todos coincidimos y no tardamos en empezar a salir. Ella fue mi primera novia, mi primera mujer, mi primer amor, bueno, al menos eso creí en ese momento. Para ella, en cambio, no era más que un juego. Cegado por lo que sentía, no fui capaz de ver la mentira en sus ojos cuando me dijo que Pablo había intentado seducirla y aunque sabía que él era incapaz de traicionarme de ese modo, lo enfrenté. ¡Qué imbécil me sentí cuando me enteré de que había sucedido justo lo opuesto!

—Supongo que intentaste aclarar las cosas con él.

Sonrió con tristeza.

—No. Era demasiado orgulloso para hacerlo, por lo que preferí terminar nuestra amistad antes de reconocer que me había equivocado.

A continuación, le contó cómo al terminar la carrera todos siguieron caminos diferentes. Pablo, Alejandro y Martina se unieron a la policía, y poco tiempo después, el primero consiguió su puesto soñado en Misiones, donde trabajaría en una unidad especializada en investigación en la triple frontera. Él, por su parte, se metió en la seguridad privada con ayuda de Emilio —porque la relación con él no había cambiado— y se mudó solo.

—Ahí conociste a Daniela.

—Sí, y cuanto más tiempo pasaba a su lado, más me sentía conectado a ella. Salvando las distancias, su madre también la había abandonado, pero su personalidad fuerte y alegría innata no la dejó caer. Eso me gustaba mucho de ella. Mis sentimientos se hicieron más profundos cuando me convertí en su custodio personal. Debo reconocer que me trajo más de un dolor de cabeza cuando se rebelaba, pero me divertía también. Bueno, hasta que eso hizo que la secuestraran y casi me mataran de un disparo.

—La cicatriz.

—Sucedió mientras se la llevaban. Desesperado por no poder ayudarla, le escribí a Pablo. No podía dejar que mi orgullo se interpusiera. Así que mientras me desangraba en la calle, le envié la patente de la camioneta y le pedí que la buscara. Sabía que él sería capaz de encontrarla. Enterarme de que estaban juntos no hizo más que reforzar mi creencia de que él era mejor que yo, que todo el mundo lo prefería a él, que yo jamás sería suficiente para nadie.

—¿Te enamoraste de ella?

—Llegué a pensar que sí, pero hace poco descubrí que en realidad lo que despertaba mi interés era justamente la imposibilidad de estar juntos.

—No entiendo.

—De algún modo retorcido, buscaba relaciones que confirmaran que yo no valía la pena, que no era lo suficientemente bueno. Por eso, cuando conocí a Lucila no supe qué hacer.

Ana se tensó al oír el nombre de su cuñada.

—Ella sí me mostró un sincero afecto, me hizo sentir querido. Pero yo estaba muy ensimismado en ese círculo enfermizo de autodesprecio y no supe valorarla. La alejé con mis actitudes y cuando finalmente se marchó, encontré el modo de acomodar la realidad al tormento que me indicaban mis pensamientos: Ni siquiera ella que parecía quererme en verdad, se había quedado a mi lado.

Se frotó el cabello, nervioso. ¡Dios, estaba más loco que una cabra! Si Ana no se había ido todavía, sin duda, estaría a punto de hacerlo.

—Hoy sé que no fue así, pero necesité de un tiempo en la cárcel y meses de terapia para poder comprender que todo lo que pasó fue producto de mis acciones desesperadas, de mi necesidad de afecto y mi idea distorsionada del amor. Toda la vida, desde muy pequeño, tuve que lidiar con un profundo y arraigado sentimiento de no ser suficiente para los demás. —Tragó con dificultad—. Ni siquiera para mi mamá que prefirió morir antes de quedarse a mi lado —finalizó con voz quebrada y ronca.

—No, por favor no digas eso —se apresuró a decir ella a la vez que le limpió las lágrimas que habían empezado a caer por sus mejillas—. No podemos saber qué fue lo que motivó a tu mamá a hacer lo que hizo, pero estoy segura de que no tiene que ver con eso.

Intentaba mostrarse fuerte para él, contenerlo en su momento más vulnerable, pero todo su relato era demasiado desgarrador y lo que acababa de decirle la había afectado mucho. Era tanto el dolor que cargaba sobre sus hombros...

—Sos muy valioso para mí, mi amor.

—¿Cómo me llamaste? —preguntó, mirándola a los ojos.

Pese a las lágrimas que empañaban los suyos, ella sonrió.

—Mi amor —repitió con ternura.

Sujetándola de las caderas, la subió a su regazo y la besó con todo el amor que tenía guardado en su interior, amor que solo ella había sido capaz de encontrar y transformar en algo maravilloso. Ahora más que nunca, necesitaba volver a sentirla, unirse a ella en cuerpo y alma, tranquilo de que por fin ya no había secretos entre ellos.

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