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Capítulo 13

Por un momento, se quedó paralizado. ¿Cómo que alguien había entrado en su casa? ¿Todavía seguía allí? ¿Corría peligro? Dios, si algo le pasaba... ¡No! No podía pensar así. No debía dejar que el miedo se apoderase de él. Tenía que tranquilizarse. Solo así podría ayudarla.

Con una maniobra arriesgada, dio media vuelta y, pisando el acelerador a fondo, regresó por donde había venido. Las ruedas emitieron un lastimoso y agudo chirrido al arar contra el asfalto y debió asir con fuerza el volante para no perder el control del vehículo. Por fortuna, era tarde y no había otros autos circulando por la calle.

—¿Gabriel estás ahí? —preguntó ella casi en un susurro.

Sin embargo, él la oyó y la angustia que percibió en su voz fue más que suficiente para hacerlo reaccionar.

—Sí, en mi auto yendo para allá —aseveró con una calma que en verdad no sentía—. Necesito que me des más detalles, Ana. ¿En este momento hay alguien allí con vos?

—No, no. —Respiró aliviado nada más oír su respuesta—. Pero si vuelve... Estoy asustada.

—Tranquila, estoy en camino. Llegaré en unos pocos minutos. Es preciso que te calmes, preciosa. Decime dónde estás ahora.

—Encerrada en el baño —reconoció, avergonzada.

—Bien, quiero que te quedes ahí hasta que yo llegue, ¿sí? Voy a avisarte cuando lo haga para que puedas abrirme. No importa si escuchás algo antes, salí solo cuando yo te lo pida. ¿Entendiste, Ana?

—Sí, sí, pero por favor no cortes. Yo... tengo miedo.

Sus sollozos lo alcanzaron desde el otro lado y le atravesaron el pecho, cual daga. Odiaba sentirse tan impotente. Notando la tensión en sus músculos, inspiró y exhaló despacio en un intento por no enloquecer y, efectuando el cambio para darle al motor la potencia que necesitaba, aceleró aún más.

—Lo sé, preciosa, pero nada va a pasarte, te lo prometo. Ya casi llego y me quedaré en línea hasta entonces. No voy a dejarte sola.

Rebasando el límite de velocidad permitido, hundió el pie en el acelerador. Rogaba que no encontrase ningún semáforo en rojo porque por Dios que no pensaba detenerse.

Tal y como le había dicho, ya estaba cerca, por lo que no demoró más de unos minutos. Y durante todo ese tiempo en ningún momento dejó de hablarle, brindándole palabras tranquilizadoras, procurando contenerla. Parecía haber funcionado, ya que Ana dejó de llorar y, aunque seguía nerviosa, ya no había miedo en su voz. Él, en cambio, cada vez se sentía más ansioso. Era consciente de que no estaría en verdad tranquilo hasta tenerla segura en sus brazos.

Estacionó sin cuidado contra el cordón frente a su puerta y, tras bajarse del auto, avanzó hacia el edificio. Con mirada atenta, evaluó los alrededores en busca de cualquier movimiento extraño que pudiese detectar. A esa hora, las calles estaban prácticamente vacías, por lo que notaría al instante si había alguien merodeando. Sin embargo, la cuidad parecía haber caído en un profundo sueño.

—Estoy abajo, Ana —dijo cuando estuvo seguro de que efectivamente se encontraba solo.

Segundos después, el chillido del portero eléctrico le indicó que podía pasar. Sin demorarse, empujó la pesada puerta de vidrio y avanzó con premura hacia el ascensor. A pesar de que la señal se vio interrumpida durante un breve lapso, no cortó; siguió al teléfono asegurándole que todo estaría bien. Y en verdad esperaba que fuese así. No quería ni pensar en la posibilidad de que la persona que había vulnerado su casa siguiera allí. Solo cuando la vio de pie frente a él, sintió que podía respirar de nuevo.

Se sentía aterrada. Se las había ingeniado para no quebrarse al teléfono porque sabía que él estaba al volante y no quería alterarlo. No obstante, en cuanto al fin lo tuvo enfrente, dejó salir toda la angustia y el miedo contenidos. Apenas oyó el sonido del ascensor, abrió la puerta y corrió por el pasillo en su dirección. Volvió a llorar en cuanto sintió sus fuertes y cálidos brazos alrededor de su cuerpo y se aferró a él con desesperación.

Minutos antes, en cuanto se percató de que habían dejado ese oso mientras dormía, no fue capaz de mantenerse en una pieza. Temblando, había regresado a su habitación en busca de su teléfono y tras desconectarlo del cargador, se encerró en el baño. Sus dedos estaban manchados de rojo debido a la dudosa sustancia que el peluche despedía y debió lavarlos para no ensuciar la pantalla del móvil al buscar el contacto de Gabriel.

Él fue la primera persona en quien pensó en ese momento. No importaba que hubiesen discutido o la espantosa distancia que había entre ellos, sabía que dejaría todo de lado para acudir a ella y eso era exactamente lo que necesitaba. Era curioso cómo había cambiado todo en los últimos meses. Hasta hacía poco, solo su hermano era capaz de hacerla sentirse segura, sobre todo en una situación de esa índole. Ahora, en cambio, ni siquiera había pensado en él. Todos sus pensamientos se volcaron en Gabriel y la urgencia por sentirlo a su lado.

Todavía recordaba cómo casi había gritado de frustración cuando él no respondió su llamado. No estaba segura de si estaría durmiendo o trabajando; Gustavo tenía horarios raros, cambiantes y solía arrastrar a todo el mundo con él. Sin embargo, seguiría intentándolo. Lo necesitaba junto a ella en ese preciso instante. Solo él podría hacerla sentirse protegida y a salvo y, por esa razón, lo llamó de nuevo rogando que en esa oportunidad sí la atendiese.

Cuando finalmente respondió, habló con tanta brusquedad que la descolocó por un momento. Tal vez se había equivocado y, contrario a lo que creía, no quería saber más nada de ella. No obstante, todas sus dudas y temores se disolvieron al percibir la forma en la que su voz cambió nada más reconocerla.

La había tranquilizado bastante saber que él se encontraba en su auto. Eso significaba que no tardaría tanto en llegar. Aun así, no podía dejar de pensar en que la persona responsable de haber dejado aquel oso ensangrentado en su departamento siguiese allí escondida, a la espera de una distracción por su parte para sorprenderla. O peor aún, para atacarlo a él.

Pese a que Gabriel le había asegurado que todo estaría bien, el miedo se negaba a abandonarla. Lo cierto era que no lo haría hasta sentir su fuerte abrazo alrededor de ella. Solo entonces, cuando él estuviese allí a su lado para protegerla, se sentiría cien por ciento segura. Tal vez por eso, no fue capaz de contenerse cuando este le avisó que había llegado y, sin pensar en que alguien pudiese estar escondido en el pasillo, corrió hacia él apenas lo vio.

Gabriel no dudó en rodearla con sus brazos en cuanto sus cuerpos chocaron. Durante los quince minutos más largos de su vida estuvo aterrado. Aunque ella le había dicho que no había nadie en el departamento, necesitaba comprobarlo por sí mismo. Notó como la tensión lo abandonaba ahora que por fin la tenía frente a él y se permitió relajarse por primera vez desde que había atendido su llamada.

—¿Estás bien?

—Sí —murmuró ella entre sollozos.

Quería verle la cara, mirarla a los ojos y asegurarse de que ya no había miedo en ellos, pero era incapaz de soltarla y, permitiéndoles a ambos ese momento de desahogo y alivio, la apretó aún más contra él.

—Tranquila, ya estoy acá. Todo está bien —susurró contra la piel de su frente, justo antes de depositar un suave beso en esta.

—Perdón por haberte llamado tan tarde —farfulló con evidente vergüenza mientras se limpiaba con torpeza la humedad de los ojos.

Gabriel aprovechó el movimiento para contemplarla y, apartándose tan solo un poco, acunó su rostro entre sus manos.

—No me pidas perdón, Ana —dijo quitando con sus pulgares las últimas lágrimas—. No importa la hora, siempre, siempre, voy a estar para vos. ¿Oíste?

A pesar de las circunstancias, ella sonrió. La hermosa imagen hizo que sus rodillas flaquearan por un momento amenazando con dejar de sostenerlo. Sus ojos descendieron irremediablemente a su boca y debió esforzarse para no ceder a la tentación y besarla. ¡Mierda! No sabía cómo lo hacía, pero con un solo gesto lo tenía por completo a su merced.

Su repentino estremecimiento lo sacó de sus cavilaciones. Solo entonces, reparó en su ropa; o, mejor dicho, en la escasez de la misma. Tenía frío.

—Vayamos dentro.

Al verla asentir, la tomó de la mano y la llevó al interior del departamento. Una vez allí, evaluó el entorno con la mirada, solo por si acaso. Nada parecía fuera de lugar. No obstante, necesitaba asegurarse de que efectivamente no había nadie más allí con ellos.

—Voy a revisar las habitaciones —le indicó mientras la sujetaba de los hombros—. Solo será un momento.

Ella volvió a asentir y, con los brazos cruzados, apoyó la espalda en la puerta.

Contuvo un jadeo cuando lo vio sacar su arma antes de adentrarse en el pasillo. Era la primera vez que lo veía con ella y no pudo evitar sobrecogerse ante la imagen. Gabriel imponía bastante.

Menos de un minuto después, estaba de regreso, su pistola de nuevo en su estuche.

Con los ojos fijos en los de ella, se acercó despacio y, una vez a su lado, le acarició el cabello. Sabía que tenía que controlarse, pero era incapaz de hacerlo. Ahora que estaba allí, la necesidad de tocarla imperaba. Supuso que a ella le pasaba algo similar, ya que, en cuanto sintió su toque, inclinó el rostro hacia su palma y cerró los ojos.

—¿Betty Boop? —preguntó con una sonrisa traviesa en un intento por distraerla.

Podía sentir que aún estaba nerviosa y quería que empezara a relajarse. Dio resultado porque Ana emitió una suave y melodiosa risita. El maravilloso sonido recorrió su cuerpo en el acto como si de electricidad se tratase.

—Me gusta —dijo con un leve encogimiento de hombros que a él le pareció adorable.

Suspiró al sentir su mirada sobre ella. Sabía que a él también le gustaba su remera, podía verlo en sus ojos, como así también el esfuerzo que hacía para no tocarla. Se sorprendió al darse cuenta de que, pese a la situación, no le molestaría en absoluto si lo hiciera. Hacía tan solo unos minutos estaba aterrada y ahora solo podía pensar en sentir sus manos en su cuerpo y sus labios en su piel. Era evidente que algo no estaba bien en ella.

—Contame lo que pasó y por qué creés que alguien entró.

Su pedido la regresó al presente. Poniéndose seria de nuevo, se frotó las manos en un gesto nervioso.

—Estaba durmiendo cuando escuché un ruido. Me pareció que era la puerta y pensé que tal vez Estefanía había vuelto; pero no oí nada más y asumí que solo era un sueño. Intenté volver a dormirme y no pude, así que decidí levantarme para prepararme un chocolate caliente y mirar un poco de televisión hasta que me agarrase sueño de nuevo. Entonces, lo vi...

Gabriel se tensó.

—¿A quién?

Negó con su cabeza.

—No a quién, a qué. Eso. —Señaló con el mentón hacia los sillones del living.

Él siguió el trayecto de su mirada.

—No entiendo.

—El oso de peluche que está en el piso. Se me cayó cuando noté la sangre y...

—¿Sangre? —preguntó, alarmado, y la tomó de las manos para examinarla.

—No era mía. Ni siquiera sé si era eso —explicó—. Me lavé antes de llamarte y no volví a tocarlo.

A continuación, le explicó brevemente la secuencia de cómo lo había encontrado para dejarlo caer en cuanto sintió el oscuro y espeso líquido rojo que había manchado sus dedos.

Se acercó al oso en cuestión y lo recogió con cuidado. Vio al instante la sustancia a la que ella se refería.

—Tranquila, no es sangre —dijo antes de llevarse un dedo a la boca—. Es café.

—¡¿Café?! —preguntó, incrédula. Estaba bastante segura de que habría notado la diferencia.

—Sí, café con harina y colorante. Se mezcla todo hasta conseguir una pasta sin grumos. Si bien no es sangre, se le parece bastante.

—¿Y cómo sabés eso?

—De adolescente, con mis amigos solíamos hacernos bromas pesadas. Simular sangre fue una de las primeras cosas que aprendimos.

A pesar de los nervios y el miedo, Ana sonrió. Le gustó imaginarlo a esa edad, sin la seriedad que solía envolverlo en la actualidad.

—Aun así —continuó—, quien haya sido se tomó muchas molestias para asustarte. No se trató de una simple amenaza. El oso, el corazón, la sangre... Todo me parece bastante simbólico.

—¿A qué te referís?

—Mirá. —La invitó a acercarse para que observara con detenimiento el peluche—. El corazón está rasgado y, si lo apretás... —Al instante, notó cómo salía un escalofriantemente real chorro de sangre espesa—. Esto es un claro mensaje de amor no correspondido, de un corazón roto y sangrante— concluyó, provocando que Ana abriese los ojos, sorprendida. Jamás se le habría ocurrido algo así—. Lo que me llama la atención es que no hubiese nada escrito. Por lo general, las amenazas van acompañadas de... —Se detuvo al ver la expresión en su rostro—. Hay algo más, ¿verdad?

—Sí —susurró ella con voz temblorosa, el miedo haciéndose presente una vez más—. Cuando el oso se me cayó, también lo hizo eso —señaló con un dedo hacia la mesa ratona donde descansaba un papel.

Este yacía boca abajo, por lo que Gabriel tuvo que girarlo para poder leerlo.

Sintió la tensión en su cuerpo, así como su corazón acelerarse en cuanto se dio cuenta de qué se trataba. Era una foto de ellos dos bailando de forma sensual la noche que durmieron juntos. En el margen inferior, escrito con marcador rojo se leía la siguiente advertencia: "¿Jugando con juego? Cuidado, podrías quemarte."

Murmuró una maldición antes de volver a dejar la fotografía sobre la mesa y, a continuación, avanzó hacia la puerta para revisar la cerradura. No obstante, la misma no había sido forzada.

¡Mierda! ¿Quién carajo estaba detrás de esto?

—¿Pudo haber sido Gustavo? —preguntó Ana de pronto.

Negó con su cabeza. También a él se le había cruzado por la mente. Sin duda, era lo suficientemente manipulador, cínico y celoso como para hacer algo así; sin embargo, no era su estilo. No lo veía tomándose tantas molestias solo para amenazar a alguien. Sus juegos psicológicos eran más bien directos, evidentes. Claro ejemplo era la forma en la que la había chantajeado con la banda en un intento por retenerla a su lado.

—Hasta recién estuve con él y te puedo asegurar que tiene otros asuntos en la mente —se limitó a decir—, pero quien sea que haya sido, entró mientras estabas durmiendo y montó todo un escenario para llamar tu atención —prosiguió mientras se acercaba de nuevo a ella—. Porque lo del oso no fue una simple amenaza, Ana. Es más bien una declaración.

—¡¿De quién?! —exclamó, nerviosa.

—No lo sé, pero no te preocupes. No voy a dejar que vuelva a acercarse a vos —aseveró rodeándola con sus brazos.

—No puedo creer que esto esté pasando —sollozó contra su pecho.

—Tranquila, todo va a estar bien.

—¡¿Cómo?! —espetó a la vez que lo empujó. No podía calmarse como él pretendía. Habían entrado en su casa a mitad de la noche para dejar un maldito oso ensangrentado—. ¡Tengo que avisarle a Estefanía! Esta es su casa y debe saber lo que sucedió. Aparte de ella, solo Julián y yo tenemos un juego extra de llaves y dudo mucho de que él sea mi admirador secreto.

Gabriel frunció la nariz al oír la forma en la que lo había llamado. Lo que todavía no entendía era que más que un admirador, se trataba de alguien obsesionado con ella y de eso él sabía bastante. Tiempo atrás también se había enceguecido por una mujer, llegando al punto de hacer cosas inimaginables para intentar recuperarla. Claro que nada tan morboso como esto, pero igual.

—¡Ana, basta! —ordenó cuando la vio buscar en su teléfono, decidida a llamar a su amiga—. Van a ser las cinco de la mañana. No hace falta que la preocupes ahora. Ya habrá tiempo para contárselo y entonces podrán cambiar la cerradura.

—Pero, ¿y si esta persona vuelve?

—No lo hará —aseveró—. Y si regresa, se va a llevar una gran sorpresa porque no pienso irme a ningún lado.

—Gabriel...

—Estoy acá. —Volvió a rodearla con sus brazos al oír el miedo en su voz—. No voy a dejar que te pase nada. Por favor confiá en mí.

Permanecieron en la misma posición durante unos minutos hasta que, poco a poco, Ana se fue calmando y los sollozos, que habían vuelto a surgir, finalmente se detuvieron.

—Eso es —susurró sin dejar de acariciarle el cabello con cariño—. Todo está bien.

Odiaba verla tan asustada y vulnerable y lo desesperaba no poder hacer más para tranquilizarla. Solo esperaba que su presencia la ayudase. Había hablado en serio cuando le dijo que no se marcharía. No le importaba si sus amigos lo veían ahí. No volvería a alejarse de ella. No la perdería de vista de nuevo.

—Deberías dormir un poco —indicó apartándose lo suficiente para poder mirarla a los ojos—. ¿Qué te parece si te preparo ese chocolate caliente que querías?

Ana lo contempló en silencio por unos segundos. Sus ojos eran como dos faros luminosos que irradiaban la más absoluta calma. Por supuesto que también podía ver la preocupación en ellos, pero la ocultaba muy bien y todo lo hacía por ella, para brindarle esa sensación de seguridad y protección que tanto necesitaba. ¿Cómo llegó a pensar que no le importaba? Era evidente que se había equivocado.

—Me gustaría mucho, gracias.

—No es nada, preciosa —dijo mientras le acarició el rostro con el dorso de sus dedos—. Dale, andá a la cama que ahora te lo llevo. Hace frío y estás un poco... desabrigada.

No pudo evitar sonreír al oírlo. Era una forma sutil de decir que estaba semi desnuda.

—Está bien —aceptó y se alejó en dirección a su habitación.

No estaba segura de que supiera dónde se encontraban todas las cosas, pero confiaba en que se las arreglaría para descubrirlo. Tras meterse en su cama, suspiró. Nunca nadie había hecho algo así por ella. Sí le habían cocinado en alguna cita para impresionarla, pero siempre con el propósito posterior de tener sexo con ella. No se quejaba, después de todo, también lo había disfrutado; sin embargo, el que lo hiciera solo por el hecho de cuidarla era algo sumamente refrescante y agradable.

Para cuando Gabriel entró en el cuarto con dos tazas humeantes en las manos, se sentía mucho más tranquila. El calor de su cama y la tranquilidad de saber que él estaba allí con ella habían conseguido sosegarla.

Lo observó mientras se acercaba. Se había quitado el abrigo y la corbata; su camisa estaba arremangada hasta los codos y los botones superiores, desprendidos. Al igual que le había pasado la otra vez, sus ojos fueron directo a ese triángulo de piel y vello en su pecho. ¡Era tan sensual!

—Le puse una cucharadita de azúcar. Sé que el cacao ya es dulce, pero me parece que así sabe mejor. Espero que te guste —dijo mientras se sentaba a su lado, por encima del cobertor.

Ella tomó un sorbo despacio cuidándose de no quemarse y cerró los ojos para saborearlo. Tenía razón, estaba delicioso.

—Me encanta, gracias.

Él alzó su taza en respuesta y dio un sorbo a su bebida. Por el aroma que desprendía, supo que también había encontrado el café. Eso la hizo pensar en lo que le había dicho sobre la sangre falsa.

—¿Cómo es que sabés tanto de psicología y sangre? —interrogó de pronto, tomándolo por sorpresa.

Gabriel se removió inquieto al oírla, como si su pregunta lo hubiese incomodado de alguna manera.

—Bueno, como te dije antes, cuando era adolescente solíamos hacernos bromas de ese estilo con mis amigos.

—Sí, pero todo eso que dijiste de la amenaza y el perfil psicológico de la persona me pareció que era bastante específico y certero. Da la impresión de que estudiaste sobre el tema.

Como ya lo había notado hace tiempo, Ana no solo era una cara bonita. Era una mujer muy observadora e inteligente también y, a pesar de los nervios y el miedo, no había tardado en atar cabos. Sabía que podía inventar cualquier cosa para salir del paso; sin embargo, sintió que merecía que fuese sincero con ella. Al menos con eso.

—Se puede decir que estudié. Si bien nunca ejercí porque me incliné más para la seguridad privada, al terminar el colegio me formé como policía. Tal vez sea por eso.

Ana abrió grande los ojos por la sorpresa. De todas las respuestas posibles, esa era la que menos habría esperado.

—¿En serio? —preguntó, interesada—. Curioso. Mi hermano también es policía, pero en Misiones, donde vive junto a toda mi familia.

Gabriel se atragantó con el café, pero se apresuró a disimularlo con una tos.

—Qué bueno —dijo cuando fue capaz de volver a hablar.

"¿De verdad? ¿Eso fue lo mejor que se te ocurrió, tarado?", se reprochó a sí mismo.

—Estudió en Buenos Aires y comenzó a trabajar para la Policía Federal porque nosotros antes vivíamos acá —continuó, ignorando por completo lo que estaba pasando por su mente—. Cuando le ofrecieron un puesto en la triple frontera no lo dudó y mis padres y yo nos mudamos con él. Sabíamos que era lo que siempre había soñado y queríamos apoyarlo. Es excelente en lo que hace. Estoy muy orgullosa de él.

Notó de inmediato lo mucho que admiraba a su hermano y no pudo evitar que el remordimiento volviese a carcomerlo por dentro. No obstante, eso no era lo peor. A esa altura de su vida, ya se había acostumbrado a convivir con la culpa. No, lo que en verdad lo atormentaba era qué pensaría ella de él si supiera quien era en realidad. Era consciente de que en algún momento tendría que contárselo, hablarle de su pasado y confesarle sus errores, pero lo dilataría tanto como pudiese. No quería que todo terminara entre ellos antes de que empezara siquiera.

—¿Y vos? ¿Te ves con tu familia?

Negó con su cabeza.

—No tengo a nadie —dijo y se arrepintió al instante. Había sonado mucho más dramático de lo que pretendía—. Nunca conocí a mi padre y mi mamá murió unos meses antes de que terminara el colegio —prosiguió, intentando no ser tan cortante, aunque no estaba seguro de haberlo logrado.

—Lo siento.

—No te preocupes, pasó hace mucho ya.

—Tuvo que haber sido difícil.

—No fue fácil —concedió—, pero tuve la suerte de contar con personas que me ayudaron a salir adelante.

Gabriel no dijo nada más y ella no se animó a seguir indagando. Estaba claro que no deseaba hablar del tema.

Luego de varios minutos de silencio, Ana no pudo reprimir un sonoro bostezo. Él sonrió al oírla a la vez que abrió sus brazos en una clara invitación. Al parecer, el momento incómodo había pasado.

Sin dudarlo, se acurrucó contra él. Su calor la reconfortó al instante.

—Gracias por quedarte conmigo, Gabriel.

—Siempre, preciosa.

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