Prólogo
Prólogo
Me está mirando. Ese niño molesto me está mirando de nuevo con sus ojos azul agua y sonríe. A veces siento que no es suficiente con haberme empujado al suelo la semana pasada y dejarme una cicatriz en toda mi frente. Siento que quiero llorar, ¡¿por qué se está riendo?! No despega su mirada de mí.
Es hermano de Devon Haggart, lo cual no comprendo cómo es posible si Devon es amable conmigo y éste chico sólo usa molestarme cuando le pega en gana.
No quiero llorar, mi papá me ha enseñado a ser fuerte, al igual que mis hermanos. Sin embargo, mis ojos se cristalizan, me molesta mucho el que me mire de esa manera. Esa manera que no logro captar.
Abigail llega mi lado abrazándome, y le devuelvo el abrazo como impulso. Sé que está llorando y puedo estar muy segura de que fue Brendon quien la molestó de nuevo. Amigo del Haggart tenía que ser. ¿Acaso estamos destinadas a ser molestadas el resto de nuestras vidas? ¡El tercer grado apenas comienza!
Tomo la mano de mi amiga y le tiendo un libro que he traído de casa, alejándola de la mirada de todos los niños que la molestan, no es justo. Nos sentamos bajo un árbol —o lo que parece ser uno— y prosigo a distraerla con mi lectura. Amo leer.
Y a pesar de eso, cuando giro mi cabeza, él está ahí, jugando con una pelota de básquet. Me sigue mirando y regreso a Abigail frente a mí, sin importancia.
No lo quiero volver a ver nunca más.
La estoy mirando. Estoy mirando a la niña que empujé la semana pasada junto a Brendon y Ethan en el pasillo. Está molesta y sus mejillas están rojas, son regordetas y parecen malvaviscos. Me gustan los malvaviscos, lo que me provoca reír. La detallo.
Mi hermano, Devon, suele decirme que me meteré en muchos problemas si sigo así, pero no creo detenerme, me encanta verla enojada. ¿Y qué puede saber él? Sólo está en el sexto grado. Y aunque he repetido el tercer grado por ella, es la única persona en la que confío, además de mi amigo Brendon, por lo que sé que no le dirá a mamá por qué bajé mi calificación.
Veo a su amiga llegar, ella la abraza y le tiende un libro, luego la guía hacia un enorme arbusto y creo perderle de vista, así que me levanto. Me gusta mirarla.
—¡Eh, Dallon! —me grita Brendon lanzándome una bola de básquet. La atrapo.
Aun así no despego mi vista de ella cuando se gira con notoria indiferencia.
No quiero dejar de mirarla nunca más.
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