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Capítulo 3.

¡Feliz año nuevo!

Disfruten...

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Yo, que soy un hombre sensato y creo que conozco enseguida a la gente, debería haber visto las señales de alarma de Yoongi destellando como inmensas luces de neón y salir corriendo lo más rápido posible. Si soy sincero, vi las señales durante nuestro primer encuentro —en pocas palabras: se mostró controlador, intenso y arrollador—, pero cometí la estupidez de ignorarlas y preferí arriesgarme y darme la oportunidad de experimentar la emoción de estar cerca de un hombre tan avasalladoramente sexy. Porque, de verdad, Min Yoongi era sexy: su aspecto, su postura, su ropa, su conducta... Dios mío, hasta su tono de voz me excitaba.

Resoplé con impaciencia y, apartándome de la barandilla, me pasé una mano por el cabello y lo eche hacia atrás. De inmediato fruncí el ceño por aquella estúpida manía de la que ahora era consciente gracias al puñetero Min Yoongi. Él lo había detectado enseguida, claro, mi «pequeño tic», como él lo llamaba. Y tenía razón: me tocaba el pelo y me lo recogía tímidamente siempre que estaba nervioso, lo cual, desde que habíamos roto, ocurría al parecer cada cinco malditos minutos.

Logré centrarme de nuevo en el presente y me di cuenta de que debía de llevar unos diez minutos plantado en el puente, contemplando el mercadillo como un idiota. Una vez más me alegré lo inexplicable de vivir en Gangnam, donde a nadie le importaba un comino que parecieras imbécil, y menos aún lo comentaba.

Según apuraba el último trago de mi café, ya tibio, volvió a llegar a mis oídos el sonido de un piano. El cuerpo entero se me agarrotó, incluida la mano, con la que estrujé el vaso de cartón vacío. Cerré los ojos, agudicé los sentidos y descubrí que la música, que se burlaba de mí con sus suaves notas, procedía de algún sitio muy cercano. Ladeé la cabeza y escuché con mayor atención.

Era un fraseo titubeante que se repetía como si alguien estuviera aprendiendo, o quizá afinando el instrumento mientras tocaba. Estaba aferrado a la barandilla con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos. Abrí bien los ojos e intenté, una vez más, localizar el origen de aquel piano.

Miré a mi izquierda, escalera abajo. Estirando el cuello, vi a duras penas la fachada de madera de una tienda en la que nunca había reparado. «Gangnam Piano Restorers», leí en su ajado rótulo.

Sentado a un piano vertical, junto a la puerta abierta, había un hombre que tocaba el maltrecho instrumento al tiempo que lo afinaba. En contra de mi voluntad se me hizo un nudo en la garganta y mis emociones empezaron a apoderarse de mí. No era Yoongi, como mi desesperada imaginación habría querido, y aquel piano no estaba a la altura de las elegantes y bellas interpretaciones de Yoongi. Aun así, la coincidencia me hizo perder el control.

Recuperé al fin la sensibilidad en las piernas, me aparté de la barandilla, tiré el vaso de café estrujado a una papelera y, tras bajar los escalones, pasé de largo por delante de la tienda de pianos en dirección al canal a la vez que tomaba nota mental de no volver a cruzar el mercadillo por aquella zona nunca más.

Una lancha se abría paso por una de las compuertas de colores vivos, y de pronto deseé saltar a bordo, dejar atrás mis molestos e irritantes recuerdos y alejarme en ella con sus ocupantes.

Recordar los buenos tiempos no iba a ayudarme a olvidar a Yoongi, aunque, al parecer, era lo único que hacía últimamente. Pese a que mi cuerpo respondía a las exigencias de la vida cotidiana y de mi trabajo en la librería, no habría sido más improductivo si lo hubiera hecho a propósito. Mis cambios de humor dificultaban mi relación con otros seres humanos, por decirlo suavemente, así que, aunque no tuviera una agenda social apretadísima, por suerte en el trabajo podía contar con Hoseok, mi empleado. Desde mi ruptura con Yoongi ella se había comportado como un auténtico campeón y había mantenido en funcionamiento la tienda mientras yo procuraba ordenar mis ideas.

Mi cabeza era como un cine esos días y reproducía en alta definición cada escena de nuestra fallida relación, de tal modo que empezaba a pensar que mi subconsciente se proponía torturarme lentamente hasta matarme.

Me detuve junto al canal, apoyé las manos en el húmedo muro de piedra y observé a los barqueros mientras impulsaban la barcaza por la esclusa.

Uno gritaba las órdenes y el otro las obedecía sin titubear. Como yo con Yoongi, me dije riendo burlón, aunque sin ganas. A pesar de que habían transcurrido ya tres semanas aún recordaba el timbre exacto de su voz, su sugerente fragancia y hasta la conversación, palabra por palabra, que habíamos mantenido durante mi primera clase de piano.

Mis clases con él empezaron casi inmediatamente después de conocerlo; de hecho, tres días después de nuestro encuentro en el Palladium, cuando partí a pie rumbo a su domicilio en Hannam The Hill. Porque Yoongi vivía en Hannam The Hill, claro, no podía ser de otro modo.

Es una de las zonas más cotizadas de Seúl, perfecta para su estilo «solo me merezco lo mejor».

Hannam The Hill es, como su nombre indica, una colina, en concreto un gran parque verde en el que se encuentra dicha colina. Dado que nací y me crié en Hannam-dong, el ascenso a la colina me resulta tan familiar que he perdido la cuenta de las veces que he cogido una manta y un libro y me he subido allí a ver la puesta de sol. Una hora en Hannam The Hill resetea mi perspectiva de la vida como sucede con el ordenador si pulsas la tecla adecuada. Al margen del día que haya tenido, siempre me recuerda lo mucho que me gusta vivir en el caos seulense.

Por suerte para mí, esa zona de la ciudad también está muy cerca de donde vivo en la actualidad y, después de buscar la dirección de Yoongi en el mapa, calculé que no me llevaría más de quince minutos llegar allí dando un paseo. Sin embargo, como no quería presentarme a mi primera clase de piano sofocado y sudoroso, me concedí media hora de margen y caminé la mitad de rápido de lo que suelo ir, disfrutando por el camino de los escaparates de varias boutiques de lujo.

Cuando llegué a casa de Yoongi tuve que mirar tres veces la dirección para asegurarme de que no me había equivocado. Era enorme. Casi un palacio. Solo contemplar la imponente fachada de aquella mansión me atacó los nervios. Y me dio muchísima envidia porque, con sus muros de un blanco resplandeciente y su reluciente puerta principal, el edificio de tres pisos contaba además con ventanas mirador bordeadas de plantas.

También tenía un pequeño y bien cuidado jardín delantero, y una enredadera perfectamente recortada ascendía por un lateral. Era la materialización de lo que la mayoría de la gente habría descrito como la casa de sus sueños. Incluso sin entrar supe que el interior me dejaría igual de pasmado.

Lo curioso es que, a pesar de lo histérico que estaba cuando llamé al timbre, me relajé en cuanto vi la cara de incredulidad de Yoongi al entreabrir la puerta. Vestía una camisa celeste y pantalones de traje azul marino, y sus ojos oscuros me miraban con aparente sorpresa. Quise sonreír cuando asimilé aquella imagen, pero estaba tan tenso de nuevo que seguramente terminé pareciendo estreñido. Llevaba el pelo alborotado como la última vez, y nada más asomar a sus labios su media sonrisa, tan peculiar, supe que había vuelto a caer bajo su autoridad.

—Minie, has venido. Pensé que cancelarías la clase —musitó frotándose la barbilla, pensativo, antes de abrir la puerta del todo e indicarme con un gesto que entrara.

El corazón se me había acelerado solo de verlo, pero me esforcé por mostrarme sereno.

—¿Por qué? —pregunté ceñudo. ¡Yo siempre preguntando!

—Me dijiste que te intimidaba... Creí que te pensarías mejor lo de que te diera clases aquí.

Se encogió de hombros, se hizo con mi abrigo y se lo dio a un hombre que estaba a su espalda y en el que yo no había reparado aún.

—Este es el señor Lee; trabaja para mí, se encarga de organizarme y facilitarme la vida —me explicó Yoongi con otro de sus conatos de sonrisa.

El señor Lee me dedicó, en cambio, una amplia sonrisa, colgó mi abrigo en un armario y desapareció con discreción. ¿Sería el asistente personal de Yoongi? ¿O quizá una especie de mayordomo? A juzgar por su elegante aspecto, era la única conclusión a la que podía llegar. Nunca había conocido a nadie que tuviera servicio. Qué ostentoso, por no decir qué coreano, pensé, disimulando una sonrisa burlona.

—Me intimidas, sí —proseguí animadamente y lo seguí por un pasillo minimalista pero bonito para luego subir un tramo de anchos escalones forrados con un tupido alfombrado, más seguro ahora que sabía que había alguien más en la casa con nosotros—, pero soy más que capaz de defenderme solo, Yoongi —añadí con frialdad, secretamente complacido por la leve expresión de perplejidad de su rostro cuando se volvió para mirarme.

Antes de llegar había decidido que ese día iba a estar supertranquilo y confiado, a diferencia de nuestro último encuentro, y por mucho que Yoongi perturbara mi equilibrio pensaba cumplir mi objetivo. O al menos haría todo lo posible, rectifiqué cuando el pulso se me aceleró al fijarme en sus largas piernas y su firme trasero mientras lo seguía escalera arriba.

Mmm, qué vistas. Me moría de ganas de tocarlo; se me iban las manos, pero me las pegué al cuerpo.

Yoongi me condujo a una habitación de la primera planta tan espaciosa que mi apartamento cabría perfectamente en ella. Al mirar alrededor me quedó claro de inmediato que era su sala de música: dominaba la estancia un gran piano de cola con su banqueta al fondo de la sala, junto a los balcones que daban a un jardín salpicado de árboles. Los únicos muebles que vi eran un mullido sillón blanco, un librero de aspecto macizo y un escritorio repleto de partituras, la mayoría de las cuales parecían manuscritas.

Para mi fastidio, aunque Yoongi aún me ponía nervioso con su aspecto y su mirada penetrante, mi cuerpo, tan traicionero, seguía sintiéndose cautivado por él. Tonto de mí, había creído que quizá la emoción de conocerlo entre bambalinas en el teatro había hecho que me sintiera así la última vez, pero en cuanto tomé asiento en la banqueta, cerca de él, me di cuenta de que, sin duda alguna, experimentaba la misma atracción irresistible.

Para más empeorar ahora que estaba en casa de Yoongi, frente a su piano, mi mente se empecinaba en recordar la fantasía sobre todas las cosas indecorosas que podía hacerme encima de él. Solté un suspiro nervioso y noté que me ardía la piel a causa de las imágenes picantes que habían arraigado en mis sueños desde que lo había conocido hacía tres días. A lo mejor no era una idea genial que Yoongi me diera clases, me dije, revolviéndome en mi asiento y suspirando irritado.

Por suerte resultó que me equivocaba y la lección fue bien. Como esperaba, Yoongi fue brusco con sus instrucciones, pero claro y preciso con sus consejos y, asombrosamente, enseguida pude apreciar la evolución positiva de mis interpretaciones. Estiré los brazos, me relajé en la banqueta y sonreí ante mi versión mejorada de Imagine. No obstante, al ver cómo me miraba, aparté la vista abochornada.

—No agaches la cabeza —me ordenó en voz baja y, no sé bien por qué, pese a que me moría de vergüenza por la forma absurda en que mi cuerpo reaccionaba en su presencia, me sorprendí alzando la mirada hacia él.

Los ojos de Yoongi, brillantes, estaban fijos en mí, y temí volver a sonrojarme. A los pocos segundos lo hice, de hecho; creía que me ardía la cara y volví a inclinar la barbilla y a echarme el pelo hacia atrás de la frustración que me producía mi falta de autocontrol.

—La vista arriba —me gruñó en voz baja—. No te lo repetiré, Jimin.

¡Uau! Tomé aire rápidamente al oír aquel tono, que me sonó a amenaza, pero, no sé por qué, no pude desafiarlo y de pronto me hallé subiendo mis perplejas pupilas hasta las suyas una vez más, con el corazón amenazando con salírseme del pecho en cualquier momento.

—Eso está mejor. Tienes unos ojos preciosos —murmuró en tono tranquilizador, y me pareció que quería tocarme pero se contenía.

El piropo me sacó los colores de nuevo, y me pregunté hasta qué punto podía uno ruborizarse sin que le reventaran las venas. Seguía mirándome fijamente y, aunque me parecía una locura, llegué a preguntarme si sería posible que aquella criatura divina sintiese la misma atracción que yo.

—Ya estás otra vez con el tic, Jimin, toqueteándote el pelo. — Chascó apenas la lengua y me miró durante un segundo la frente, luego a los ojos otra vez—. Te queda mejor hacia delante—afirmó, y consiguió peinar mi cabello sin siquiera rozarme la piel.

Aun así, solo de saber que sus dedos habían estado en contacto con mi cabello se me erizó el cuero cabelludo y tuve que contenerme para no tocar el cabello que él acababa de tocar.

La cabeza me daba vueltas. La proximidad de Yoongi, su olor y sus peculiares comentarios me confundían.

¿Le gustaba yo también? Quizá sí, me respondí. Mis amigos siempre me decían que era guapo, pero estaba seguro de que no era su tipo. Además, aunque fuera así, ¿por qué se había esforzado tanto por no rozarme siquiera? Por el amor de Dios, si incluso se había sentado en una silla para no tener que compartir conmigo la banqueta del piano.

De hecho, cuando pensaba en nuestro encuentro después del concierto no era capaz de recordar que me hubiera tocado entonces tampoco. Ni un apretón de manos, ni un roce con los dedos en el brazo; contacto cero. Raro, ¿no?

Luego, como si no hubiera ocurrido nada en absoluto entre nosotros, Yoongi retomó la clase sobre los cambios de acorde básicos, y me dejó de piedra otra vez. Dios mio, no acababa de entenderlo. Mientras me mostraba cómo tocar el acorde de sol correctamente, volvió a sorprenderme con sus maneras cambiantes: se dio la vuelta hacia mí y cerró el libro de partituras para que no pudiera continuar con la pieza.

Lo miré confundido, pensando que debía de haber hecho algo mal.

—¿Estás soltero? —me soltó sin rodeos.

Atónito por la inesperada pregunta de Yoongi y el tono extraño en que me la hacía, fruncí el ceño y contesté titubeante:

—Eh... Sí.

Cuando ya me había recuperado del comentario sobre los ojos bonitos, volvió a palpitarme el corazón hasta producirme dolor. Pensé que, al responder afirmativamente, Yoongi haría algo, que me pediría que saliera con él, quizá, pero no fue así. Para mi desesperación, se limitó a asentir con la cabeza, abrió el libro de partituras otra vez y siguió con la clase.

¿A qué había venido eso? ¡Aquel hombre era exasperantemente difícil de entender! Desde luego, a su lado los otros con los que había salido eran unos novatos. No sé por qué, él me parecía un hombre de verdad, masculino, desenvuelto y muy seguro de sí mismo, combinación que, según había descubierto hacía poco, me resultaba bastante atractiva.

Por el rabillo del ojo veía que Yoongi seguía escaneándome, aunque su expresión era una mezcla de arrogancia y pasividad burlona. Mi soltería lo dejaba indiferente, estaba claro.

Aunque parezca absurdo, su evidente rechazo me escocía como una quemadura. Me propuse no mirarlo ni manifestar mi decepción cuando me marchara esa noche. También decidí que lo llamaría durante la semana y cancelaría todas las clases pendientes.

Lo del piano era divertido, pero no necesitaba complicarme la vida encaprichándome de un hombre endemoniadamente guapo que no me correspondía.

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