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Capítulo 7

—Tenés que calmarte, pequeña —le susurró Ezequiel al oído mientras la rodeaba con sus cálidos brazos desde atrás.

Alma no había dejado de mirar por la ventana a la espera de que Rafael y Jeremías regresaran sanos y salvos de aquella imprevista y arriesgada misión. Había sido la primera en notar la ausencia del sanador cuando, horas atrás, fue a su habitación con dos tazas de té caliente con la esperanza de que charlasen un poco y así aligerar el oscuro estado de ánimo que venía atormentándolo desde hacía tiempo. Nada más empujar la puerta, que se encontraba ya medio entornada, se topó con un cuarto completamente vacío.

En otras circunstancias no le habría dado demasiada importancia a su ausencia, ya que la hubiese adjudicado a una de las tantas salidas nocturnas del demonio en su afán por encontrar el consuelo a un vacío que nadie, ni siquiera su familia, era capaz de llenar. Si bien se esforzaba por disimularlo, su inquietud e insatisfacción eran más que palpables para todos y, ahora que lo pensaba, tal vez por eso había comenzado a aislarse de ellos. Evidentemente, consciente de lo mucho que les dolía verlo así, buscaba evitar que sintieran lástima por él. ¡Cómo si eso fuese a pasar alguna vez! Querían ayudarlo, no compadecerse.

Rafael había alzado un muro entre ellos y con la excusa de investigar la misteriosa causa de la transformación del líder, quien sin precedentes había dejado de ser un temible demonio para convertirse en un poderoso ángel, pasaba muchas horas —demasiadas a su criterio— en la soledad de su cuarto, evitando incluso compartir la cena con ellos. Y en las pocas ocasiones en las que coincidían, al momento en que sus ojos se posaban en los de ella y los de su hijo, afloraba un deje de amargura que agriaba su expresión y provocaba que se retirara de nuevo.

Estaba muy preocupada por él, pero también molesta. Porque podía entender la decepción que le provocaba el no encontrar respuestas, pero no por eso debía perder el foco de lo que en verdad importaba. Al igual que sus hermanos, tenía un propósito superior que era liderar la rebelión que protegía a la humanidad de la influencia maligna de otros demonios. Además, contaba con una familia que lo amaba con todo su corazón y daría su vida por él sin pensarlo ni un segundo. ¿Qué importaba si sus alas no eran blancas? Su bondad era mucho mayor que su oscuridad y no tenía que olvidarse de eso por ir tras algo, de momento, inalcanzable.

Le apenaba profundamente ya no ver casi nada de esa personalidad alegre y distendida que lo caracterizaba. Por el contrario, solía mostrarse callado y en ocasiones, incluso, apático. Apenas les prestaba atención cuando estaban juntos, ni siquiera a su sobrino a quien sabía que adoraba, y en su aspecto podían notarse los signos de los excesos y la falta de sueño que lo único que conseguían era hundirlo, aún más, en ese pozo de desilusión y desesperanza en el que se encontraba.

Pero no fue hasta que Ezequiel le confesara, esa misma tarde, la verdadera razón del extraño y errante comportamiento del sanador, que tomó dimensión del asunto y este era peor de lo que pensaba. Gracias a su maravilloso don empático, había percibido su conflicto, y aunque la barrera que había alzado a su alrededor para que no pudiese leer su mente o sus emociones se lo puso difícil, logró rozarlo. Ahí fue cuando descubrió, con pesar, que lo que aquejaba a su hermano no tenía tanto que ver con su condición de demonio o ángel, sino con la falta de amor, y en eso ninguno de ellos podía ayudarlo.

Al parecer, Rafael ansiaba para sí mismo lo que Alma y él tenían, esa conexión profunda y poderosa que los colmaba de felicidad y lograba lo imposible, y al no encontrarla, esa añoranza se fue convirtiendo, poco a poco, en desesperación y angustia. ¿Sería eso lo que lo había llevado a lanzarse solo a una misión suicida? ¿Acaso buscaba ponerle fin a su existencia? ¡Dios, esperaba que no!  

Apoyando ambas manos sobre el brazo que Ezequiel mantenía alrededor de su cintura, suspiró. Nadie más que ella entendía el dolor que podía estar sintiendo el sanador. Hubo un tiempo en el que había llegado a pensar que estaría sola por el resto de su vida. Y razones le sobraban. No tenía familia ni amigos, no había nadie que la quisiera o extrañara. Solo la presencia —hasta ese momento imaginaria— de su ángel guardián, ese ser maravilloso que, aunque no podía ver, la consolaba cuando más lo necesitaba y le daba fuerzas para seguir. Y aun así, había veces en las que se preguntaba si en verdad valía la pena.

Hoy sabía la respuesta a eso. Experimentar esa angustia, ese pesar y esa soledad que la atormentaron durante años, fue justamente lo que hizo que él acudiera a ella. De algún modo que ninguno entendía todavía, la había sentido y, atraído por la magnitud de su pesar, la contuvo en su momento de mayor vulnerabilidad y la trajo de nuevo a la vida. Y no solo eso. Fruto del único y extraordinario amor que compartían, había nacido un hijo que selló la unión entre ellos y le brindó el increíble obsequio de su propia inmortalidad. Definitivamente había valido la pena.

Con eso en mente, había ido a verlo, dispuesta a rogarle que no bajara los brazos, que no perdiera la fe. Estaba convencida de que cuando menos lo esperase obtendría aquello que tanto deseaba. Mientras tanto, podía contar con ella y con su pequeño sobrino para colmarlo de amor, quizás no el que tanto anhelaba, pero amor al fin, sincero y puro. Quería que supiera que, al igual que sus hermanos, ella siempre estaría para él, velando por su felicidad. No obstante, él ya no estaba, se había ido.

Nada más encontrar la jeringa vacía, se asustó y un miedo paralizante la invadió de repente. Por supuesto, Ezequiel estuvo a su lado en segundos. En cuanto percibió sus emociones, abandonó la sala de reuniones sin importarle nada y subió por las escaleras a toda velocidad. Jeremías no tardó en aparecer con David dormido entre sus brazos. Fue entonces que entendieron que ninguno de ellos se encontraba en peligro, sino Rafael, quien tras inyectarse la maldita droga con la que estaba experimentando —y ninguno de los dos aprobaba, por cierto—, se había marchado.

—Está solo allá fuera. No podrá... ¡Dios, no quiero ni imaginar...!

No pudo terminar. Pese a que, por cuestiones lógicas, jamás participaba de las reuniones con los jefes de zona, estaba al tanto de los asuntos de la rebelión, de las misiones y de lo que sucedía en ellas. No había secretos en la pareja y por esa razón, era consciente de las consecuencias que podría acarrear su acto temerario. Y no solo para él, sino también para sus hermanos, quienes no tardarían en ir en su auxilio. Inspiró profundo. ¡¿Por qué no los había esperado?! ¡¿En qué estaba pensando?!

—Lo mismo me preguntaron ellos a mí la vez que salí como un loco a buscarte en cuanto te sentí en peligro, pequeña —susurró en respuesta a sus pensamientos antes de depositar un suave beso en su hombro—. En ese momento no pensé en el riesgo al que me exponía. Eras vos y me necesitabas. No me importaba nada más.

Alma se giró hasta quedar frente a él y acunó su mejilla en su mano con ternura.

—Pero nosotros ya nos conocíamos. Aun sin saberlo, estábamos juntos... conectados.

—Ellos también —respondió y aferró el agarre de su cintura para acercarla más a su cuerpo—. Rafael intentó ocultármelo y debo decir que puso mucho empeño en eso, pero nadie puede controlar sus pensamientos todo el tiempo, mucho menos sus emociones. Hace meses que una mujer se le aparece en sueños. También tiene visiones de ella y cada día que pasa estas se vuelven más intensas, más vívidas a la vez que oscuras. Y aunque todavía no puedo explicarlo, estoy seguro de que están conectados de alguna manera. Algo en esa chica exacerba los poderes de mi hermano.

—Como yo con los tuyos.

Asintió.

—Exacto. Y si bien no apruebo sus métodos, porque debió habérnoslo contado, tampoco puedo culparlo. Sería hipócrita de mi parte.

Alma frunció el ceño. Lo que le estaba diciendo, lejos de tranquilizarla, la preocupaba aún más. Si Rafael estaba experimentando la misma conexión que ellos habían sentido, entonces estaría dispuesto a todo por encontrarla y salvarla, incluso si eso significaba arriesgar su propia vida.

—Ezequiel...

—Él estará bien, pequeña —aseguró sin apartar los ojos de los de ella mientras la envolvía con su cálido manto de calma—. Jeremías se encargará de eso.

Suspiró al sentir el efecto de su apaciguadora energía sobre ella y cerrando los ojos, apoyó la cabeza en su pecho. Su calor siempre la reconfortaba, del mismo modo que lo hacían sus palabras. Él siempre sabía qué decir para sosegarla.

De pronto, lo sintió tensarse y toda la calma que había conseguido en esos segundos, se evaporó en el acto. Se apartó lo suficiente para poder mirarlo.

—¿Qué pasa?

Le sostuvo el rostro entre sus manos y sonrió, aunque la sonrisa no llegó a sus ojos. Estaba preocupado.

—Rafael acaba de llegar, pero no está solo —respondió—. Quiero que te quedes acá con David y no bajes en ningún momento. Yo vendré a buscarte cuando esté seguro de que no hay peligro.

—Amor, no creo que eso...

—Alma, por favor. Necesito saber que los dos están seguros.

Asintió. Tenía claro que sería en vano discutir con él cuando se ponía en modo protector, por lo que permaneció en silencio e inmóvil mientras lo vio salir de la habitación de su hijo. No obstante, no pensaba hacerle caso. Todavía recordaba, con asombrosa nitidez, lo asustada que había estado la noche en la que la había llevado con él al hogar que compartía junto a sus hermanos, en ese entonces dos extraños para ella, y no iba a dejar que la chica pasara por lo mismo.

Arropó a David con la manta y tras asegurarse de que seguía dormido, se marchó, siguiendo sus pasos. 

Luna abrió los ojos en cuanto advirtió que el suelo volvía a sostenerla. Debía reconocer que la sensación de ingravidez no le había gustado demasiado. Aun así, no tuvo miedo en ningún momento y eso tenía que agradecérselo al extraordinario ser que la rodeaba con sus brazos de forma protectora. Incapaz de mirar hacia otro lado, los posó en los suyos y perdida por completo en el brillo de estos, le sonrió.

Rafael tragó con dificultad cuando sus miradas coincidieron una vez más. No estaba seguro de qué había esperado encontrar en ellos, pero admiración y gratitud, sin duda, no. ¿Cómo podía mirarlo de esa manera después de todo lo que había hecho delante de ella? Y no solo eso, sino que, luego, la había llevado lejos de allí, volando a toda velocidad. Debería estar aterrada en lugar de complacida. Se estremeció ante ese pensamiento. No quería que le temiese.

—Bienvenida a mi hogar —señaló con voz ronca—. Bueno, uno de ellos... La casa de la ciudad dejó de ser segura, así que nos mudamos acá cuando... —Hizo una pausa al percatarse de que había empezado a balbucear. Inspiró profundo. Nunca antes se había sentido así de nervioso. ¿Qué le pasaba?—. Vivo con mi familia —aclaró en un intento por suavizar el hecho de que estaba por entrar en la residencia de un demonio.

Frunció el ceño al notar el cambio en su expresión. Si bien era consciente de que llevarla allí había sido una decisión impulsiva, no tuvo otra opción. No había lugar más seguro para ella ahora mismo. El enemigo la había utilizado para llamar su atención, no iba a alejarse de su lado. No podía, ni quería hacerlo. Algo en esa mujer lo atraía con una intensidad nunca antes experimentada y aunque no tenía idea de qué era, pensaba averiguarlo pronto.

Para su tranquilidad, la pregunta que le hizo a continuación le demostró que no era miedo precisamente lo que ella sentía.

—¿Tu familia? ¿Te referís a... una esposa y eso?

Por un instante, se quedó mudo, contemplando el brillo en sus preciosos ojos verdes. ¿Era decepción lo que percibía en su voz? ¿Acaso le daba celos que hubiese otra mujer en su vida? No pudo evitar sonreír ante esa idea, pero lo disimuló justo a tiempo. No quería que creyera que se estaba burlando de ella.

—Solo Ezequiel tiene pareja, Jeremías y yo no tuvimos esa suerte. No todavía, al menos —remarcó.

La oyó exhalar, notablemente aliviada, y luego, posar los ojos en sus labios al tiempo que se mordía el suyo con timidez. Una corriente eléctrica recorrió su columna ante la visión del sensual gesto y tuvo que contenerse para no besarla en ese mismo instante. ¡Mierda, ¿qué extraño embrujo ejercía sobre él que parecía volverlo un animal en celo?!

—Tampoco yo —susurró, apenas audible—. No tengo a nadie. Estoy sola.

Reconoció al instante el dolor en temblorosa voz y se tensó al darse cuenta de que probablemente lo decía por el idiota que, según lo que había oído antes, la había traicionado y entregado a esos demonios. Ya se encargaría más tarde de indagar al respecto. Ahora, lo único que deseaba era hacerla sentir a salvo, protegida y contenida. Con delicadeza, le apartó el cabello del rostro y lo colocó detrás de su oreja, acariciando su mejilla con la yema de los dedos. Le gustó notar que se estremecía ante su toque.

—Me tenés a mí, Luna. Ya no estás sola.

Ella levantó la vista al oírlo. Era la primera vez que la llamaba por su nombre. Por completo cautivada no solo por sus palabras, sino también por la suave caricia, sonrió. No estaba sola. Su ángel vengador se encontraba justo frente a ella.

El repentino y brusco sonido de la puerta de entrada al abrirse de golpe hizo que retrocediera, sobresaltada. Por acto reflejo, Rafael la cubrió con su cuerpo y encaró a su hermano mayor, quien lo miraba con preocupación y reproche.

—Será mejor que entren de una buena vez —ordenó con autoridad y sin esperar respuesta, se dio la vuelta para desaparecer en el interior de la vivienda.

Resopló, molesto. Sabía lo que vendría y no pensaba justificarse ante nadie, mucho menos por hacer lo que él mismo había hecho por su mujer, años atrás.

—Vamos, nena. No es seguro estar acá afuera —dijo a la vez que le tendió su mano.

Luna sintió un cosquilleo en la boca del estómago al oír el cariñoso apelativo. Alguno que otro lo había utilizado antes en un pobre intento de flirteo, pero en sus labios sonaba completamente diferente. Era tierno, íntimo... sensual.

Sin dudarlo, entrelazó los dedos con los suyos y fue tras él. Tomados de la mano, avanzaron despacio hasta llegar a un cálido y acogedor living. Se sorprendió al notar lo espaciosa y moderna que era por dentro la casa, considerando que esta se encontraba en el medio de la nada.

Junto a la ventana, un hombre, atractivo e imponente, se volteó al oírlos llegar. Su expresión era indescifrable, pero el brillo en sus ojos delataba su enojo.

—¡¿Cómo se te ocurre irte sin decirnos nada?! —espetó de pronto, su voz grave resonando en el ambiente.

—Tuve que hacerlo. Por si no te acordás, intenté decírselos y no me hicieron caso.

Rafael advirtió que su hermano cerraba los puños con fuerza. No le importaba. No estaba de ánimo para interrogatorios. Aunque sus heridas habían sanado, necesitaba con urgencia darse una ducha, pero antes de eso, se ocuparía de ella. Había pensado llevarla a su habitación, ofrecerle un baño caliente que la ayudase a relajarse y prepararle algo de comer. Luego, una vez que terminase, borraría cada moretón y rasguño de su cuerpo hasta que su piel volviera a lucir blanca, tersa y hermosa. Solo entonces, la metería en su cama para que durmiese tranquila. Si ella lo deseaba, se quedaría a su lado y velaría por sus sueños.

—Nadie va a moverse de acá hasta que sepa qué carajo está pasando —declaró Ezequiel, desafiante.

Su postura, su voz y su mirada denotaban la soberbia autoridad que, como todo líder, poseía.

—Salí de mi cabeza —siseó por lo bajo, aunque no menos amenazador, sus ojos celestes fijos en los grises de él.

—No necesito leer tu mente para saber lo que estás pensando, hermano, pero no dudaré en hacerlo con ella si...

La frase quedó inconclusa. Con un gruñido, el sanador se abalanzó sobre él y cerrando ambas manos alrededor de su cuello, lo estampó contra la pared al tiempo que de sus palmas empezaban a saltar chispas.

—¡No vas a tocarla!

Paralizada por la sorpresa y el temor, Luna no se atrevió a mover un solo músculo de su cuerpo.

—Tenés... que... calmarte... ahora —dijo su hermano de forma entrecortada justo antes de desplegar todo su poder sobre él.

A diferencia de la vez anterior, cuando se había vuelto intocable debido a lo que fuese que lo había poseído durante su visión, en esta oportunidad, pudo alcanzarlo sin problemas. Aun así, no bastaba. Era como si su fuerza se hubiese duplicado.

—¿Rafael?

Ezequiel maldijo al oír la voz de Alma al otro extremo de la sala. ¡Mierda, no! No podía dejar que su mujer se acercase a ellos en pleno enfrentamiento. Sabía que su hermano jamás la dañaría, pero no estaba siendo él mismo en ese instante e iba a tomar ningún riesgo con ella. No obstante, tampoco quería utilizar todo su poderío —ese que había obtenido con la transformación—, en su contra. Si lo hacía, no tenía forma de controlar el daño y ¡carajo! no deseaba herirlo.

Por fortuna, Jeremías regresó antes de que tomara la difícil decisión. Un rabioso trueno estalló encima de ellos, seguido por un remolino de viento que provocó que todas las ventanas se abrieran al mismo tiempo. El demonio, sucio, imponente y furioso, lo sujetó del cuello con un brazo y de un fuerte tirón, lo arrastró hacia atrás.

—¡Controlate ahora si no querés que lo haga yo!

—¡No voy a dejar que la lastimen!

—No queremos hacerlo —tranquilizó Ezequiel, parado de nuevo frente a él.

Pero su hermano estaba sacado, como poseído en medio de un trance donde el único pensamiento era protegerla de cualquier amenaza. Podía sentir el eco de la tormenta rodeándolo, así como una cálida y calma energía que actuaba con eficacia sobre su ira. Sin embargo, no era lo suficientemente fuerte para aplacarlo contra su voluntad. Ya no.

Incapaz de verlo en ese estado y no hacer nada, Luna finalmente se armó de valor y avanzó hacia ellos. Pasando junto al que parecía menos amenazador, colocó ambas manos sobre el pecho de su salvador.

—Rafael, tranquilizate, por favor. Todo está bien. Yo estoy bien. Nadie quiere lastimarme.

El demonio reaccionó de inmediato a su voz y mirándola a los ojos, le cubrió las manos con las suyas. Al hacerlo, una brillante luz dorada destelló en sus palmas, sorprendiendo a todos, y cualquier rastro que hubiese quedado de belicosidad, se evaporó en el acto.

En cuanto se vio liberado de la sujeción de su hermano, se acercó a ella y la rodeó con un brazo, pegándola a su costado. A su alrededor, no se oía más que un silencio arrollador.

—Lo siento —murmuró, avergonzado, cuando vio que Alma se encontraba atrás de Ezequiel—. No sé lo que me pasó.

Jeremías lo observó por unos segundos. Él sí lo sabía. Todavía recordaba lo mal que había actuado la noche que ambos conocieron a su cuñada. No era descabellado que Rafael reaccionara con tanto recelo. Estaba claro que no iba a dejar que la chica pasara por lo mismo.

—Estamos de tu lado, hermano —aseguró, mediando por primera vez entre ellos—. Ninguno de los dos quiere hacerle daño. Solo buscamos repuestas.

El sanador asintió. Él también las quería.

—De acuerdo, pero no así y no quiero que usen sus poderes con ella.

Ambos intercambiaron miradas antes de aceptar sus condiciones.

—Muy bien. Lo haremos a tu modo.

En silencio, Alma contemplaba a la chica. Parecía tranquila, pero dudaba mucho de que en verdad lo estuviese. Por lo que Ezequiel le había contado, había estado atrapada en un lugar en el que torturaban gente con propósitos oscuros que aún no habían determinado. Ahora, se encontraba en la casa de tres seres sobrenaturales que se comportaban como salvajes. Definitivamente tenía que estar asustada.

—Luna, ¿verdad? —preguntó de repente, dando un paso hacia adelante. Ella la miró con cautela, al tiempo que Rafael la sujetaba con más firmeza. Exasperada, clavó sus ojos en los del sanador, dándole a entender que se estaba pasando ya—. Es un placer conocerte. Mi nombre es Alma —prosiguió, ignorándolo—. Quería preguntarte si te gustaría darte una ducha caliente o tal vez un baño de inmersión. —Al ver que no decía nada, agregó—: Te prestaré ropa limpia y seca para que estés cómoda y luego podemos comer algo mientras conversamos y nos conocemos un poco. ¿Te parece bien?

Ella dudó por un momento. Se moría por un baño y solo Dios sabía lo hambrienta que estaba, pero después de todo lo que había vivido, le resultaba muy difícil confiar en los demás. Se notaba que tenía buenas intenciones. Intentaba calmarla, se daba cuenta de eso, y no percibía maldad alguna en ella; por el contrario, transmitía una sincera y reconfortante calidez. No obstante, ahora que por fin estaba junto a él, no quería apartarse de su lado.

—Solo será una hora, tal vez dos —indicó Alma, adivinando sus pensamientos—. Y Rafael podría aprovechar para hacer lo mismo. Estoy segura de que querrá ponerse más presentable.

El aludido sonrió por primera vez ante su, más que directa, indirecta.

—Está todo bien, nena, podés ir con Alma —animó él, más sosegado—. Es familia y la persona más dulce que conozco. Ella te dará todo lo que necesites.

Luna se perdió una vez más en su cristalina mirada. ¡Dios, incluso sucio y ensangrentado le parecía el hombre más hermoso del mundo! Aunque no era humano precisamente y tampoco la clase de ser sobrenatural que había pensado, nada de eso importaba. Él era lo que había esperado toda su vida y solo eso bastaba. Poniéndose en puntas de pie, acercó los labios a su oreja y le susurró su respuesta.

—Solo vos podés darme todo lo que necesito, mi ángel vengador.

Cuando Rafael logró reaccionar tras semejante declaración, ella ya se había ido. ¡Carajo! Notaba el violento palpitar de su firme erección contra sus pantalones mientras que su corazón parecía querer salirse de su pecho con cada latido. ¿Cómo podía ser que esa mujer le provocara tantas cosas con tan solo unas palabras susurradas?

Era imposible que pudiera hablar con sus hermanos en ese estado. Por más que se esforzase en cambiar el derrotero de sus pensamientos, no había forma de quitarse de la mente la imagen de ella desnuda sumergida en la bañadera con la espuma rozando su preciosa piel. Lo mejor sería que él también se diera una ducha, helada en lo posible, antes de enfrentarlos. Estaba exhausto, dolorido y hambriento, y no solo de comida ahora.

—Denme unos minutos. Quiero quitarme toda esta sangre de encima.

—Tranquilo, acá te esperaremos —respondió Ezequiel con una inesperada sonrisa de complicidad.

Jeremías resopló, incómodo, al tiempo que se acercaba a la barra para servirse un vaso de whisky. No había pasado por alto aquel gesto, pero no tenía la más mínima intención de preguntar al respecto. Ya tenía suficiente con lo que lidiar como para sumarle a eso las inapropiadas e inoportunas fantasías sexuales de su hermano. Bebió su bebida de un solo trago y procedió a servirse otro. Le esperaban largas noches de soledad por delante.


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